LA ISLA DEL CUERNO: EL FARO, PARTE IV • (FINAL)
(VERSIÓN 1.0)
Por Rebelde Buey
1.
15 de febrero
Camilo.
Ya pasaron siete días y Mandrágora sigue viniendo a casa a buscar al Sapo. ¡Puras mierdas! Viene a cogerse a mi mujer. Ahora mismo se la está cogiendo. En mi camita, como a él le gusta. Conmigo al lado, tirado en el piso junto a mi silla de ruedas. Ya es como un ritual. Viene, revisa todo, se enfurece, patea con violencia mi silla —y con ella, a mí—, y procede a cogerse a mi esposa con esa pija gigante que parece sacada de una feria de fenómenos. Encima Fátima no parece muy consternada que digamos, aunque luego diga que sí. Puras mierdas, yo digo que hasta espera ese momento del día. Se prepara unas horas antes con una lencería sensual y fácil de quitarse, como para que no haga falta romperla.
—Ahhh… Ahhh… Ahhhh… —escucho gemir a mi mujer. ahora.
La tengo junto a mí. Como cada tarde, su rostro de ojos cerrados volcado por fuera de la cama, junto al mío. El de ella, gozando del bombeo rabioso del macho de la isla; el mío, con lágrimas de humillación.
Es un infierno. Mandrágora cogiéndosela a diario en mi presencia y el Sapo haciendo lo mismo dos veces por día, a la mañana y a la noche. Sé lo que dirán: que los negros a mi cargo se la cogen durante todo el año y yo me hago el tonto para que sigan usándomela. Es cierto. Pero es distinto. Los negros son mis empleados. Dependen de mí. No son independientes. Se cogerán a mi mujer, pero de alguna manera me pertenecen, los poseo. Con el Sapo, y especialmente con Mandrágora, es distinto. No sé cómo. No sé por qué. Pero es distinto.
—¡Qué buena que estás, hija de puta! —le decía siempre—. Increíble cómo te entra toda mi pija.
En estos siete días se la había cogido de todas las maneras posibles. Sus favoritas eran ella boca arriba, con las piernas sobre sus hombros y él bombeándola hasta casi sacarla de la cama. La verga era tan animalesca que Fátima sufría en esa posición y trataba de evitarla. Imagínense el tamaño del tipo, que ella recibía sin problemas los vergones de los negros mas no toleraba el de Mandrágora. Mi esposa, en cambio, prefería ir arriba, de manera de clavarse ella misma hasta donde no le doliera. Solo placer. Pero eso no conformaba al sádico, que se desquitaba con nosotros por fracasar en la búsqueda del Sapo. Al final, la mayoría de las veces me la cogía de perrito o de cucharita, con lo que se la clavaba bien a fondo, permitiéndole a ella zafarse un poco para evitar el dolor extremo, cuando la pija penetraba realmente a fondo.
Mi cama se quejaba cada vez más rápido, y más fuerte. Los gemidos de Fátima comenzaron a cambiar. Al principio eran de placer, yo los conocía, pero de a poco —muy de a poco— un dejo de dolor fue impregnando el jadeo con cada nueva estocada.
Desde acá abajo también escuchaba los piropos que Mandrágora le dedicaba a mi mujer.
—¡Pedazo de puta, qué buen orto tenés! Te lo quiero romper.
La camita temblaba más y más fuerte. Junté fuerzas y me agarré del borde del colchón.
—¡La cola no! —se alarmó mi esposa—. Nunca va a meterme esa cosa por atrás… ¿Está loco?
Con un esfuerzo sobrehumano me levanté por sobre el meridiano de la cama y acomodé mi cuerpo para que la cintura me aguante en esa posición. Y por Dios que impresionaba lo que sucedía arriba.
Mi esposa estaba de costado, en medio de la cama y apuntando en mi dirección, con el culazo regalado en el otro extremo. La encontré con los ojos cerrados, mordiendo sus labios y uno de sus pechos aplastado sobre las sábanas. Recibía cada pijazo de Mandrágora con estoicidad, aguantando el dolor para disfrutar el placer. Y ese dolor, cada pinchazo de verga, la hacía andar un poquito hacia mí, a medida que el bombeo se intensificaba.
El que sí me miraba era Mandrágora, que sostenía una pierna de mi mujer en alto mientras le empujaba verga adentro. Sonrió.
—¿Te gusta cómo me cojo a tu mujer, cornudo?
Al escucharlo, Fátima abrió los ojos y me encontró.
—¡Mi amor! —se sorprendió. Pero enseguida regresó al placer-dolor y se sumió nuevamente en su oscuridad de ojos apretados.
No sé cuánto más permanecimos así. Unos minutos. Yo podría haber estado días. La imagen de ese macho total, erguido, con su torso desnudo y empapado de sudor, taladrando a mi mujer como a una puta de los barrios bajos, y ella aguantando toda la pija adentro, a medio metro mío…
—Ahhh… Me duele, Mandrágora… Más despacio…
—¡Las bolas, más despacio! Te vas a bancar la pija hasta la base, como todas mis putas.
—¡No se puede, es muy grande!
—Si se la aguanta Liliana, te la vas a aguantar vos también.
Los pijazos habían ido trayendo a mi esposa, que ahora quedaba prácticamente sobre mí.
—¡Señor Mandrágora, le duele en serio!
—Cornudo, no te metas si no querés que te tire a un acantilado con silla y todo. Le va a entrar aunque la tenga que desgarrar.
Fátima enderezó su torso y se puso cara a cara conmigo.
—¿C-cuánto entró?
—Casi toda. Pero como siempre, no te aguantás la base. No te preocupes, perra, para fin de mes te la voy a mandar hasta los pelos.
—No sé si pueda… Ya me duele ahora y…
La bestia empujó más fuerte y mi esposa abrió los ojos y la boca llenándose de dolor.
—¡Aaahhh…!
Me asomé lo que pude por el costado. El hijo de mil putas tenía la verga más grande que había visto en mi vida. La base era ancha como un brazo, y aunque no era esa parte la que le estaba entrando —al menos, ese día— se podía adivinar que lo que ya había metido era una animalada.
—¡Por Dios, señor Mandrágora! ¡La va a matar!
Fátima frunció el ceño por el dolor y se acercó aún más a mí, colocando su cabeza al costado de la mía. Me susurró:
—No… yo me aguanto… Ayudame, mi amor, te necesito para esto…
E inmediatamente comenzó a recibir una embestida furiosa de Mandrágora. El bombeo se hizo violento. El maldito sádico iba a acabarle en cualquier momento.
—Te necesito… Te necesito… —me repetía—. Ahhhhhh Diooooossss…
Que mi esposa sufriera un poco, me satisfacía, ¿para qué mentirles? Era una manera de que su putería la castigara un poco por todo lo que me había traicionado. Pero la amaba, ¿entienden? Y escuchar su jadeo lloroso y mortificado murmurando a mi oído, me hizo sufrir a mí también. Cuando ella detectó que iba a quejarme, me retuvo en sus brazos, casi se me subió a la cabeza y me rogó:
—Yo aguanto. Me quiero aguantar esa pija todo lo que pueda.
No hubo mucho más que aguantar. Mandrágora echó una maldición al culazo de mi esposa, le dio una bofetada a una de sus nalgas, muy fuerte y muy sonora, y comenzó a acabarle adentro.
—Ahhhhhhhh… ¡Pedazo de putaaaahhh! ¡Ahhhh…!
Fátima volvió a achinar sus ojos. Cuando los machos le acababan, siempre intensificaban los empujones para mandarle verga con toda el alma.
—Ahhhhh… —siguió eyaculando el violador.
—Mi amor, ¿estás bien? —quise saber.
—Sí… Sí…
Pero la voz estaba rota, era casi un llanto.
Y más atrás, Mandrágora:
—Ahí va… Síííí… Las últimas gotas… Uhhh…
Con las respiraciones adecentándose y las pulsaciones cayendo, el macho retiró la manguera que tenía por pija, con lentitud estudiada. El rostro de Fátima me hizo ver que ya comenzaba a extrañar esa pija.
Mandrágora se limpió el semen de la verga en la nalgota de mi esposa y se lo metió en sus calzoncillos. Luego se terminó de poner el pantalón. Miró con deseo las redondeces vencidas de mi mujer, y a mí me echó una mirada de desprecio.
Lo escuché salir de la casa con un portazo, justo cuando mi esposa se reacomodó de lado en la cama y me ofrecía su concha estirada como un elástico usado.
Con la voz obturada por las almohadas, apenas le escuché decir:
—Cornudo, limpiá.
2.
15 de febrero.
No pasó ni un solo minuto desde que Mandrágora se fue y ya el Sapo cogoteó por la piecita de Camilo.
—¿Qué pasó? —se sorprendió al ver a Fátima despatarrada sobre el camastro de su marido, y a Camilo tirado en el suelo junto a la silla de ruedas, tumbada como él.
—¿Qué pasó…? ¿Qué pasó…? ¡Lo que está pasando todos los días por su culpa!
El Sapo avanzó a zancadas para eludir silla y cornudo, y miró con detenimiento la entrepierna de la mujer.
—Estás recontra estirada…
—No digas pavadas —suspiró Fátima desde la almohada.
Fátima había quedado despatarrada a lo largo del camastro con la cabeza en dirección de la ventana y el culazo cerca del Sapo. Subió instintivamente una rodilla y le mostró al macho su concha enrojecida y con un borbotón de leche a medio salir. El Sapo tragó saliva.
—En serio... Dejame ver…
El culazo de la mujer, asomado como una montaña de lujuria enlechada, era algo difícil de pasar por alto.
Interrumpiendo el pasillito entre las dos camas estaba la silla de ruedas volteada y el cornudo tirado aún más allá, como una bolsa de basura. El Sapo dio un paso por el lado de los pies de la cama y subió una rodilla al colchón
—Sapo, ¿qué carajos hace? Levánteme del piso, ¿quiere?
—En un segundo, don Camilo. Déjeme comprobar una cosa…
El gordo seboso y desagradable subió a la cama con los ojos clavados en la entrepierna de la mujer. Echó un bufido que pareció de anhelo y con sus manos acarició un muslo y las nalgas de Fátima hasta amasarlos con lujuria.
El lazo que contenía el bulto del viejo dentro del pantalón se soltó y el vergón cayó sobre su palma abierta, provocando un chasquido de carnes.
—¿Qué está haciendo? ¿Qué fue ese ruido? No me la va a coger, ¿no?
El Sapo se tomó el tronco y lo apretó y sacudió un poco. Ya estaba duro, pero quería entrarle a pleno.
—Tranquilo, don Camilo. No sería capaz de aprovecharme de esta situación.
Intentó levantar el cuerpo de la mujer para alinear la concha con su verga, pero la señora parecía agotada y se quedó sobre la cama. "Al carajo" pensó. Le corrió una rodilla para hacer espacio y arrojó su humanidad y su pijón ahí en el medio. Y la ensartó.
—Ahhh síííí… —gimió Fátima.
—¿Y eso? Mi amor, ¿estás gimiendo?
Agarrado al culazo de la mujer como un alpinista subiendo a una cumbre, el Sapo comenzó a bombearla. La pija ingresó toda en la primera embestida. Completa.
—¡Mandrágora, hijo de remil putas! Te entra como cuchillo caliente en manteca…
—Yo te la siento como siempre, Sapito.
—No hay roce pero me da igual, putón… Alcanza para echarte un buen polvo de un minuto…
El gordo comenzó a bufar como un motor a vapor y aceleró el bombeo hasta hacerlo salvaje. Cogerse a esa puta ahí medio muerta, con el cornudo lloriqueando al lado, lo inspiraba.
—Por favor, Sapo, ¡no sea hijo de puta!
—Te los echo, putón. Aunque no sientas nada, me importa una mierda, te los echo igual…
—Sí que te siento, Sapito, te re-siento…
—Mentirosa puta de mierda. ¡Tomá! ¡Tomá! ¡Tomá! ¡Tomá!
—Llename… Quiero sentirla calentita adentro…
Desde el piso, el pobre Camilo no podía ver el rostro ni buena parte del cuerpo de su esposa. Pero veía el torso y la cara del Sapo. Agitado, transpirado, clavando furiosamente sobre la humanidad de su mujer. Lo vio acabarle adentro. Lo vio en el rostro de ella, que parecía de dolor y no lo era. Lo vio en los gotones de sudor que le caían al gordo e iban a lubricar la penetración que el mismo hijo de puta le propinaba.
—¡Ya deje de cogérmela, por favor!
Y entonces el viejo se detuvo y se le contrajo el rostro y los músculos del cuello.
—Ahhh…! ¡Ahí tenés, hija de puta! ¡Toda adentro! ¡Toda adentro como a vos te gusta!
—Sapo, se lo pido por favor…
El Sapo la bombeó dos o tres veces más, bufó acalorado y satisfecho y enseguida retiró el vergón de adentro de la esposa. Y se asomó hacia el patético cornudo tirado en el suelo.
—No se la estaba cogiendo, don Camilo. Solo comprobaba cuánto la había estirado Mandrágora. Se la coge él, no yo. Él es el hijo de puta que lo hace cornudo.
—No se haga el tonto. Se estuvo aprovechando de la situación…
—¿Ven? Para evitar estas confusiones también hay que sacarse de encima a esa basura de Mandrágora. Pero bueno, si usted interpreta que le cogí a su mujer, le pido perdón, don Camilo…
Camilo lo miró con acidez y resentimiento mal disimulado.
—Acomode la silla y siénteme ahí, por favor.
Como si no hubiera hecho nada, como si acabara de llegar, el Sapo enderezó de un manotazo la silla de ruedas y en un minuto sentó al lisiado arriba, ante la mirada de borrego de su esposa.
Fátima se arrodilló sobre la cama y cerró las piernas. Se escuchó claramente el flop de las leches de los dos machos conjugándose adentro.
—Hay que hacer algo para que este tipo no se quede —se resignó Camilo—. ¿Podemos permitir que le robe el trabajo y la vivienda a nuestro vecino el Sapo?
Fátima se reacomodó. Le ardía la concha como si la tuviera lastimada, pero al sentir la leche dentro de ella, goteándole por abajo, se estremeció de placer.
—A vos no te importa el Sapo. A vos lo único que te molesta es que Mandrágora me siga cogiendo.
—Y a vos no parece joderte mucho que ese tipo me golpee y me tire al piso cada vez que te coge.
—No discutan entre ustedes —intervino el Sapo—. Lo importante es tener claro que ese tipo no puede venir y se cogerse a la señora de esta casa cada vez que se le antoje.
—Usted también se la cogió cuando quiso.
—Una sola vez, don Camilo, y le pedí disculpas sinceras.
—¡Mientras me la cogía!
Fátima defendió al gordo pijón:
—Pero fueron sinceras, Camilo. Yo lo perdoné, y soy la que más sufrió por su abuso…
Camilo miró a Fátima y exhaló fuerte por la nariz.
—Como sea, tenemos que sacarlo de esta isla. ¿Estamos de acuerdo? ¿O vos querés que toda la vida se repita lo de recién?
—No. Prefiero que venga a cogerme el Sa... que venga a visitarnos el Sapo, que te respeta mucho más.
—Hay que averiguar cuál es el plan de Mandrágora para joderme.
—¿Plan? ¿De qué habla, Sapo?
—La única manera de que la alcaldía me eche es por incumplimiento, locura o corrupción. De otro modo, el sindicato no lo permitiría.
—¿Lo pueden echar por su alcoholismo?
—¡Camilo!
—No. Eso nunca me impidió ser cuidadoso en el trabajo y cumplir con todas las funciones del faro. Lo único malo de estar borracho es que me desinhibo y una vez vine a cogerle a su mujer, don Camilo.
Fátima estiró la comisura de sus labios y abortó una risita. El gordo pijudo a veces se pasaba de osado. Camilo se la dejó pasar.
—Solo quiero que ese Mandrágora se vaya. Prefiero que el Sapo sea el que te coge borracho de vez en cuando.
—Descartado locura y mala praxis —retomó el Sapo—, Mandrágora solo podría hacerme echar por corrupción.
—¿Se robó algo del faro?
—¿Usted vio cómo vivo? ¿Qué dinero podría estar robando? Pero se lo puede inventar.
—¿Cómo que se lo puede inventar?
—Puede tocar los números de las planillas de los suministros. Compras, precios, stock... No es sencillo y es riesgoso, pero este tipo es temerario.
—Planillas y remitos modificados no pasarían una inspección… ¿O sí?
—En teoría, no. Pero sospecho que tiene un as en la manga. Hay que averiguar cómo planea enmierdarme. Y no puedo hacerlo yo.
—A mí... con mi silla de ruedas sería difícil ir allá y revisar papeles. Además ... me da un poco de miedo que me descubra husmeando…
Fátima se sentó sobre la camita de Camilo. Los últimos borbotones de leche descansaban en el colchón de su marido.
—Yo puedo ir. Es evidente que le gusto, si voy a visitarlo seguido se va a sentir halagado.
—Pero te va a querer coger cada vez que te aparezcas por allá.
—Es un sacrificio que estoy dispuesta a correr. —Fátima tomó a su marido de las manos, que descansaban sobre el regazo de él—. Me voy a tener que dejar coger todos los días de acá hasta que se vaya.
—¡Eso es recién en quince días!
—Son solo quince astas más en tu cornamenta, mi amor.
Camilo sintió una oleada de calor subir hasta sus mejillas, por la presencia del Sapo. Pero así como subió, el calor también bajó hasta su entrepierna y tuvo una erección inesperada.
—E- está bien… Pero no lo disfrutes.
—Claro que no, mi amor. ¿Qué clase de mujer te pensás que soy?
3
15 de febrero.
Ya era la quinta noche seguida que se cogía a Jasmina. Y le resultaba deliciosa como la primera vez.
—Por Dios que sos estrechita… Por más que te cases voy a seguir cogiéndote, ¿sabés?
Tenía a la chiquilla sobre su cama, en la habitación apenas iluminada por una lámpara de kerosén. Sabía que sus palabras se escuchaban abajo; el padre de la mocosa de seguro estaba aún despierto y eso le brindaba a Mandrágora una excitación adicional. Especialmente cuando Jasmina gemía fuerte con cada embestida suya.
—Ahhhhh…
La tenía regalada para sí, en cuatro patas, como una perra. Era la cogida número cinco y todavía no lograba enterrársela más allá de la mitad. Era muy estrecha, le iba a tomar tiempo adecuarla a su verga de caballo. Pero de a poco lo iba logrando. Antes de fin de mes se la iba a enterrar completa, se acostumbrara o no; y si le dolía un poco, que se la aguante. Trabajar para él tenía sus sacrificios. Además, el cornudo de su prometido caería de visita en un par de días y —aunque no planeaba dejar de cogérsela— ya no tendría la misma facilidad horaria.
En una de las estocadas Mandrágora clavó unos centímetros más.
—Ohhh, Diosss... Duele un poco…
—Yo en cambio te siento rico, putita…
—Señor...
—¿Qué, putita? ¿Qué? —Mandrágora seguía mete y saca.
—¿Esto no me puede traer algún problema?
—Nada que se sienta así puede ser un problema... —La tenía tomada del cabello, a la vez que la bombeaba con violencia. El tironeo de pelos llevaba la cabeza de Jasmina un poco hacia atrás, pero la nena no se quejaba. Nunca se quejaba de verdad. Mandrágora vio cómo su verga rallada de venas se enterraba entre las carnecitas de esa preciosura, ocultándose bajo el culito desnudo y perfecto, y bufó pegando un nalgazo—. ¿Lo decís porque abajo nos está escuchando tu padre?
—No... Ahhh… Papá conoce su lugar en esta casa... Ahhh... y sabe que lo que estoy haciendo no es sexo sino parte de mi trabajo...
—Muy bien, putita. Veo que estás aprendiendo...
El vehemente matraqueo había ido desplazando el corsé flojo que le cubría buena parte de la cintura y la espalda. Mandrágora se preguntó si la chiquilla usaría ese corsé en la noche de su boda y clavó un poco más de verga.
—Ahhh… Es que… cada vez que me la clava más adentro... siento que me está estirando un poco más ahí abajo... ¿Es así, señor?
—Te tengo que acostumbrar a mi verga.
—Entonces me está ensanchando...
—Puede ser... ¿Por qué?
—¿Mi prometido no lo va a notar? Viene en dos días y...
—¿Vas a coger con tu novio antes de casarte?
—¡Por Dios, no, Mandrágora! ¿Cómo se le ocurre? Soy una señorita decente y cristiana... ¡Ahhhhhhghhh...!
—Entonces el cornudo no va a sentir nada fuera de lo normal…
—Pero si usted me está estirando... ¿me va a sentir cuando le toque a él… o me va a arruinar para el pobre Octavio…?
—No lo sé… Ojalá te deje tan abierta que no vaya a sentirte nunca. —Jasmina giró torso y cabeza para decirle algo. Apenas alcanzó a tomar aire y ya Mandrágora se la regresó con una mano firme—. Igual no tiene importancia... Él nunca te cogió. Dudo que haya cogido alguna vez. No va a saber que deberías ser más estrecha, ése va a ser el roce normal para él… y nuestro secreto…
Con la mitad de su verga adentro, Mandrágora juntó las rodillas de Jasmina y pegó los muslos. El culito perfecto le quedó en punta, tocando su abdomen. Si de manera natural Jasmina era estrechita, este truco de angostarla abajo le enguantaba la verga con una apretada celestial. Era como pajearse usando las alas de un ángel. La madre era más voluptuosa, a él le calentaba más ese tipo de cuerpos, pero la chiquilla tenía algo especial que le encendía todos los morbos, como los fuegos artificiales en Navidad. Quizá fuera la edad. Quizá, que estaba comprometida con un idiota con quien se casaría en unos meses. O simplemente le apretaba tan rico ahí abajo que llevaba su placer a otro plano.
Tomó ambas nalguitas en punta con sus manazas. Prácticamente cada mano le tomaba un cachetito completo, así que le fue sencillo ejercer presión hacia el medio y, con los pulgares, abrir un poco las carnes lindantes a la conchita. Retiró verga para hacer lugar, apretar más fuerte, y volvió a clavar hondo.
—Ohhhhh... La puta madre qué rico es cogerte así...
Llevaba media hora usándola, no aguantaba más. Intensificó el bombeo concentrándose en su placer, en las sensaciones que le venían desde el glande y el roce del tronco sobre las paredes vaginales. En un respiro escuchó el rumor de la chiquilla.
—Ya me cansaste con tus quejas putita. Te lleno de leche y me voy a dormir.
Jasmina no hizo ningún gesto. Se quedó quieta en cuatro patas con los codos sobre la almohada cerrando sus ojos y tomando la medallita que colgaba de su cuello y le había regalado su prometido, antes de este viaje. "Para que te proteja", le había dicho Octavio. Sintió otro tramo de la verga de su patrón entrar todavía más adentro y apretó los dientes. Se sentía bien pero esta vez prefería que le doliera. Aunque su madre le había dicho que no había nada de malo en sentir algo de placer cuando el patrón las usaba para saciar sus necesidades de hombre, Jasmina no podía dejar de sentir algo de culpa cuando pensaba en su prometido. Porque ella no estaba en la misma situación que su madre. Su papá ya la conocía íntimamente antes de trabajar para Mandrágora, y cada tanto le hacía el amor. En cambio el pobre Octavio no había obtenido nada de ella más que unos besos y unos manoseos furtivos. Quizá después de casarse no se sentiría tan culpable.
El patrón estaba ya dándole con todo. Bufaba sonoramente, la trataba de puta y la nalgueaba. Y ya la pija estaba tan adentro que los pinchazos se hacían más intensos. Jasmina supo lo que estaba por suceder.
—Te acabo, putita… Te dejo la leche adentro para tu futuro marido… ¡Ahhhhh…!!
Jasmina apretó más fuerte la medallita de su prometido, aguantando un cuarto de metro de verga que la llenaba sin piedad.
—Soy una nena buena... Soy una nena buena...
—Sentila… Sentí la verga… Ahhhhh…
Jasmina se desentendió de la vejación. Se concentró en sentir la calidez de la leche que le derramaba el patrón y que la impregnaba de tanto placer —un placer sutil, único, algo que ella no podría describir—. Siempre era igual de delicioso. Era como una caricia en medio de la posesión bárbara y brutal. Era el momento en que se le disipaba la culpa porque cuando sentía la leche inundándola, sus pensamientos se iban con su novio.
Ya sentiría la leche de Octavio alguna vez. Seguro sería tan abundante como la del patrón
—Soy una nena buena... Soy una nena buena...
4.
22 de febrero.
El bote de Rómulo, despintado de viajes y manchado con la sal del mar, arribó al muelle empujado por las últimas olas. La silueta del barquero sacando pecho se veía al frente, sólido como el gallo de proa de un viejo galeón, aunque no tan hidalga y sí un poco ridícula. Como siempre, venía cargado de mercaderías para la isla, pero esta vez traía también una gran maleta.
Y junto a la maleta, Octavio.
Rómulo amarró el bote y miró hacia arriba, a la terraza del barranco. Esta vez no lo esperaba la voluptuosa Fátima, dispuesta a que la manosee delante del imbécil de su marido. Esta vez se encontraba Jasmina, la prometida de Octavio, el futuro cornudo que Rómulo traía con él. ¡Qué suerte vivir en el archipiélago! ¡Cuánto marido para hacerle el mantenimiento regular de cornamenta!
—¡Octavio! —gritó Jasmina, agitando un brazo y pegando saltitos de excitación y felicidad. De este lado, Octavio agitó una mano y gritó el nombre de su prometida, con el amor espumeándole por la boca.
Rómulo rio. Amarró la soga al palo más cercano y comenzó a sacar del bote las primeras cajas. Octavio se quedó arriba, mirándole perplejo.
—¿No va a bajar primero mi maleta?
La risotada del botero llegó hasta Jasmina, que ya bajaba las escaleras de madera para llegar a su enamorado.
—Si no se la subí para venir, ¿por qué la voy a bajar ahora?
—Usted dijo que iba a hacer algunos trabajos por mí.
—Estoy trabajando en eso, señorito. —Rómulo echó un ojo furtivo a Jasmina, que ya estaba con ellos—. No tenga dudas que más tarde o más temprano voy a hacer un par de cosas que debiera hacer usted.
Octavio lo miró con fastidio y algo de frustración. Jasmina se rio con condescendencia.
—Mi amor, agarrala vos. Acá en la isla es todo más informal.
—Es que el bote se mueve mucho y con la maleta me voy de costado y me puedo caer.
—¡Ay, no podés ser tan niño consentido! Yo te ayudo.
Jasmina se acercó y metió una pierna dentro del bote. Con ese solo gesto Octavio se sintió más seguro, y recién ahí observó bien a su prometida. La pierna que había adelantado estaba desnuda hasta un poco más arriba de la rodilla, y el ruedo de la falda se volaba con el viento, dejándole ver un poco de sus muslos. El escote no era escandaloso pero sí más hospitalario que cuando vestía en el continente; invitaba a los ojos y mostraba sus encantos femeninos de una manera que Octavio nunca le había visto. Una ola apenas más brava que las otras agitó el mundito en el que se sostenía y sacó al joven de sus observaciones, casi haciéndole perder el equilibrio y provocando la risita de ella.
La mocosa miró en dirección al barquero, que acomodaba unas garrafas en el muellecito.
—Rómulo, venga a darme una mano acá, ¿quiere?
Rómulo la miró limpiándose las manos en los costados de su pantalón. La chiquilla era hermosa, y la tenía medio de espaldas, inclinada sobre el otro tonto, ofreciéndole el culito hermoso que tanto deseaba. La ropa ajustada y breve que le hacía usar el señor Mandrágora era un deleite para los ojos de un hombre. Y él lo era.
—Con todo el gusto del mundo, señorita.
Jasmina sonrió y paró su cola hasta ponerla bien en punta. Rómulo se acercó por detrás de ella, quedando ella delante de su prometido. El cincuentón aprovechó y se le pegó a la chiquilla desde atrás, apoyándole el bulto en el culo con determinación. La tomó por la cintura con una mano y con la otra, por el torso, justo por debajo de uno de sus pechos, para sostenerla bien. El bote volvió a moverse, la mano se desacomodó y le tomó un pecho completo. Octavio puso cara de disgusto, pero un nuevo movimiento en el mar le cerró las ganas de quejarse. Rómulo aprovechó el silencio del futuro cornudo y la pasividad de la moza para bajar descaradamente de la cintura hasta tomarle el culito delicado con toda la mano.
—Dale, mi amor —reclamó Jasmina, indolente al manoseo de Rómulo—. Dame la maleta. —Octavio dudó, era algo pesada para una mujer. Sin embargo, apenas ella la tuvo en la mano, se arqueó más, sacó más culo contra el barquero, quien tomó la maleta debiendo, en el movimiento, apretarle aún más uno de los pechos de su prometida. Jasmina no pareció anoticiarse de nada—. Ahora dame la mano que te saco de ahí.
Octavio se agarró de la mano de su novia como si fuera una soga en los acantilados del Everest. De un salto ridículo y miedoso estuvo en el muelle. Aún asustado, vio cómo ahora era el turno de Rómulo de ayudar a regresar a su prometida. Se preguntó si tanto manoseo (porque otra vez le palpó un pecho y una buena parte de la cola) era justificado. Parecía que sí. Lo que nunca se enteró el citadino era que el viejo, en cuanto él giró para acomodar su maleta, le metió una mano completa a Jasmina, entrándole por el final del culo y tomando toda la concha como una sopapa.
Sorprendida, pero nada más, la novia de Octavio no dijo nada ni se quejó en lo más mínimo, tal vez para no iniciar una pelea con su amor recién llegado. Tal vez porque en ese momento estaba sintiendo un revoloteo intenso en todo su cuerpo.
Octavio se inclinó sobre sí y apoyó las manos en sus rodillas, agitado. Parecía que hubiera llegado a nado.
—Siento náuseas... ¿Cómo hace para estar todo el día arriba de eso?
—Ya está, mi amor… Ya estás a salvo. Agradecerle a Rómulo que me metió mano para ayudarte.
—¿Eh? ¿Cómo que…?
—Que me tendió una mano, dije.
—No voy a agradecerle. Sacó todas esas porquerías, menos mi maleta.
—Ay, mi amor… Ya te dije que acá es distinto.
Subieron usando el camino que zigzagueaba a un costado para subir animales y bultos. Jasmina usó la escalera de madera y los dos hombres la miraron con lujuria, tratando de espiar por debajo de la falda. Octavio se sintió culpable apenas se dio cuenta y bajó la vista. Rómulo le dijo algo a la chica para justificar seguir mirándola desde abajo.
Ya arriba, el barquero rumbeó para la casa de Camilo, con una parte de la carga, y la parejita se encaminó hacia el faro, por el sendero de tierra y piedra molida.
Jasmina y Octavio iban de la mano. Jasmina sonriendo y hablando hasta por los codos, llena de entusiasmo, llena de sus planes para la boda y el matrimonio, que ya estaba a la vuelta de la esquina. Octavio, con el mismo semblante, sin haberlo cambiado un ápice.
—Amor, ¿qué te pasa? ¿No estás feliz de estar acá conmigo? ¡Cambiá esa cara!
—Disculpame, mi vida, es que... sigo arrastrando esta maleta como si fuera un burro de carga. ¿Todo en esta isla es así de bárbaro? Creí que habría un valet que me asistiera en estas cosas...
—Ay, Octavio, cortala. Yo soy el valet. Mi familia y yo nos ganamos la vida haciendo ese tipo de trabajos...
Jasmina se le tiró encima a su prometido para tomar la maleta, que estaba al otro lado de él. Se sorprendió de que no aprovechara esa cercanía como una oportunidad para manosearla un poco. Disimuladamente, claro; eran novios y se iban a casar en tres meses, ella no se ofendería.
Octavio la apartó sin ponerle un dedo encima.
—No. Yo soy el hombre. No voy a permitir que cargues con todo este peso.
Jasmina pensó en el peso del vergón del señor Mandrágora, que había sostenido —otra vez— la noche anterior. Un peso muerto que jamás creyó que iba a aguantar y al que ya se estaba acostumbrando. Hizo un gesto sobrando a su prometido y le quitó la maleta de las manos. Siguió cargándola ella.
Octavio suspiró.
—Hay otra cosa por la que no estoy del todo bien. No me malentiendas, Jasmina, estoy dichoso de tenerte conmigo después de tantos días, y de que podamos compartir un tiempo juntos.
—¿Qué pasó?
—¿Qué pasó? Cosas malas pasaron, mi vida. Desde la carta que te entregué en mano hasta ayer. No sé si podremos… casarnos.
Jasmina se detuvo en seco y giró hacia su novio, ofuscada.
—¿Qué, te arrepentiste? ¡Yo sabía que te ibas a arrepentir! Te dejaste llevar por las habladurías de que las mujeres que vienen a esta isla se hacen todas putas.
—¿Qué? No, mi vida...
—¿Qué te dijeron? Que el señor Mandrágora seguro me hace las mismas cosas sucias que le hace a mamá, ¿no?
—¡No, mi amor, no!
—Seguro te fueron con el cuento de que el Sapo me da todas las tardes. O el señor Rómulo, cuando viene. ¿Vos te pensás que a mí me importan esas vergas gordas y enormes como de burro? ¿Qué te pensás que soy? Y yo como una tonta guardándome para la noche de bodas con vos…
—Amor, no es eso. Es que me echaron de la petrolera. Estoy en la calle…
Jasmina, al borde de las lágrimas, tomó aire y levantó el rostro para que el viento le refresque las mejillas rojas. Rio nerviosa.
—¡Ay, Octavio, casi me das un infarto! ¿Qué importa que te hayan echado? Conseguís otra cosa y chau.
—No es tan fácil. El mundo está en medio de una crisis mundial. Las corporaciones se están hundiendo en la bolsa y echan gente de a miles… ¿No leíste los diarios?
—Yo no entiendo nada de todo eso, pero ya vas a conseguir algo.
—Te estoy diciendo que no. Esto va a estar así por unos años, y no podemos casarnos mientras yo no consiga algo firme y serio.
—¿Estás tratando de cancelar la boda? Yo no voy a guardarme para vos indefinidamente. Ustedes los hombres lo tienen muy fácil: van a un cabaret y se desahogan... Y las mujeres, ¿qué? No, Octavio, nosotros nos casamos en abril como lo planeamos. Arreglá lo del trabajo de alguna manera porque te aseguro que desde abril yo no me voy a guardar por nadie… ¿Entendiste?
—Jasmina, no seas intransigente. Sin un buen empleo no tengo manera de sacarte de este trabajo miserable y de mantenerte como te merecés.
—¡Lo que yo hago no es miserable! Mis padres han vivido de esto toda su vida, no necesito más.
—Siempre te quejaste del trabajo de ellos.
—Eso es por el arreglo y algunas condiciones especiales que aceptaron para que el señor Mandrágora los contrate.
—Bueno, da igual. Yo no sabría ni dónde buscar algo así, aunque quisiera.
—El señor Mandrágora tiene un amigo como él, que cuida instalaciones temporalmente y está buscando un matrimonio que le trabaje bajo las mismas condiciones especiales que Mandrágora le exige a mamá y papá.
—¿Qué...? ¿Qué condiciones?
—¿Qué importa? Lo que importa es que es buen dinero y podríamos vivir juntos en sagrado matrimonio.
—No lo sé, yo soy ingeniero petrolero...
—Parece ser la única manera de casarnos en abril... Salvo que estés buscando una excusa para no hacerlo.
—¿Qué decís? No veo la hora de por fin hacerte mujer. ¡Mi mujer!
—Entonces pidámosle al señor Mandrágora que nos contacte con su amigo. Según me dijo, es un jefe difícil de satisfacer, pero Mandrágora está seguro que yo lo puedo lograr.
—Está bien, mi amor. Si es la única manera para poder casarnos, hagámoslo. Total, en cuanto se arregle la crisis mundial siempre podré conseguir un trabajo en alguna petrolera.
—Por supuesto, Octavio. Y yo seguiría trabajando para el nuevo patrón hasta hacerte un hijo y formar una familia.
5.
22 de febrero.
Camilo.
Era de noche y el cansancio me estaba pasando factura. Era la paja. Venía matándome a pajas más que nunca, en estas últimas semanas. Esa madrugada, pensando que yo estaba dormido, Fátima se había escapado de mi piecita para ir a hacerse coger por el Sapo en la habitación principal. Paja. A la mañana, ella había ido al faro a ver si averiguaba algo. La excusa para ir allí era su supuesto interés sexual en Mandrágora, de modo que éste se la cogió —como todos los días, últimamente— mientras mi esposa trataba de averiguar algo. Paja. A la tarde vino Rómulo y nos dejó la mercadería en el depósito. Y la leche dentro de mi mujer. Paja.
Tres pajas y ya me estaba hormigueando la entrepierna porque adivinaba lo que estaba haciendo ahora el Sapo. Tomaba feo en la cena. Buscaba su excusa para cogerse otra vez a Fátima delante mío. Y me la iba a coger, ¿qué duda había? Y mi esposa me iba a mirar a los ojos otra vez, diciéndome que lo dejáramos pasar porque el Sapo estaba borracho, que no lo hacía para mortificarme y ella no lo disfrutaba, así que era como si no me hicieran cornudo. Seguramente yo volvería a acabar sin tocarme, como cada vez que me la cogía en mis narices y ella me hablaba inocentemente.
Pero aún faltaba para ese momento. Quizá media hora más de alcohol. Ahora comíamos y Fátima soltó la bomba.
—Creo que sé cómo lo quieren cagar al Sapo.
Si el viejo se estaba picando, se despabiló en un santiamén. Yo me atraganté con los fideos, tosí y tomé un trago de agua.
—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Y recién ahora lo decís…?
—Es que no estaba segura… Bueno, no estoy del todo segura tampoco ahora... Mandrágora me dijo algo mientras me estaba dando bomba en la entrada del galponcito, y me cuesta pensar cuando me entierra toda esa pija y me bombea como un animal.
—Está bien. No necesitamos tanto detalle. ¿Cuál es su plan?
—No sé si es un plan... Ya te dije que mientras me vienen los orgasmos, los pensamientos se me desvanecen, y esa ya era la tercera o cuarta vez que me hacía acabar y...
—¡Fátima! El plan.
Fátima se detuvo y dio un respingo. Sus pechos se inflaron y por un momento creí que el botón de la camisa que estiraba el escote iba a saltar. El Sapo también lo notó porque sin darse cuenta se agarró la verga por sobre el pantalón. En cambio, mi mujer tomó al Sapo de un brazo, como si fuera a confesarle algo, y llevó sin querer la mano abierta del viejo hasta sus pechos.
—El gasoil... —dijo misteriosamente Fátima—. Hay algo con el gasoil.
—¿El gasoil...? —preguntó el Sapo, que no quitó la mano abierta de los pechos de mi mujer.
—De todas las veces que me vi obligada a cogérmelo en el faro, fue la primera vez que había olor a gasoil. Además, había un reguero aceitoso que pasaba por la puerta del galponcito donde me estuvo cogiendo esa hora... Me patiné cuando entramos y la sandalia me quedó manchada. Me quejé porque era nueva y se me estropeó, y mientras Mandrágora hacía presión para lograr clavarme pija hasta la base, me dijo que era gasoil, que la mancha no iba a salir… Y como empecé a quejarme, me la clavó hasta el fondo, más que nada para callarme… Cosa que logró. Y como para consolarme, supongo, dijo algo así, no estoy muy segura porque tenía medio metro de verga de caballo adentro, pero dijo algo así como "si con esto hago echar al viejo, te compro una docena de sandalias". No fueron sus palabras exactas, ya estaba acabando otra vez, mi amor... —terminó, mirándome a los ojos con gesto de señora decente.
—Está bien, no tenés que contarme a cada rato cómo tuviste que soportar ese mal momento. Enfoquémonos en el gasoil. Sapo…
El Sapo quitó su mano de los pechos de mi mujer y me miró con cara de estúpido.
—No tengo idea qué puede estar planeando.
—Bien. Pensemos. Es algo con el gasoil...
—Se lo va a robar.
—¿Para qué? Su objetivo no es ganar plata, es quedarse con el faro. Con el gasoil hace andar la lámpara, ¿no?
—En realidad, el motor que hace girar la pantalla de la lámpara.
Me estrujé el cerebro, pero no le encontraba sentido.
—Mi amor —dije, y mi pijita pegó un respingo, pensando en que Mandrágora me la iba a seguir cogiendo—, vas a tener que ir a verlo de nuevo hasta averiguar más.
Fátima paró los pechos, la camisola ya no podía ocultar el borde de los pezones.
—Lo que sea para ayudar al Sapo.
Como si nombrarlo fuera una presentación, el viejo hijo de puta pasó por detrás de mi mujer, manoseándole el culazo con escaso disimulo, y tomó un vaso de vino. Creo que la mano que quedó del lado de mi esposa seguía magreándole la cola.
—Brindo por ustedes… —apuró el Sapo, elevando el vaso y vaciándolo de un saque en el garguero—. ¡Por los mejores vecinos!
Parecía muy apurado por embriagarse. Muy apurado para cogerse a mi mujer en mis narices. Con la impunidad de todas las noches.
6.
23 de febrero.
Había ido a la playa y allí no estaba. Se fue hasta el muellecito y no encontró a nadie, solo el bote subiendo y bajando sobre las olas como un amante dedicado. Cuando Octavio le preguntó a Mandrágora si no sabía dónde podía estar su prometida, luego de buscarla por todo el faro, los galponcitos y la despensa, el tipo le dijo que no era su padre para saber eso. Pero que por las tardes a veces ella desaparecía un par de horas, que seguramente estaría paseando por la isla.
Octavio salió entonces a buscarla. Podía entender que su futura esposa saliera a despejarse a la hora de la siesta, pero estando él en la isla no tenía sentido que lo hiciera sola. Recorrió un sendero flanqueado de las flores que a Jasmina le fascinaban, y finalmente no le quedó más que ir a la casa de Camilo. Quizá fuera allí para hablar con la señora Fátima procurando algún consejo. De seguro, ahora que lo habían echado, Jasmina se estaría cuestionando algunas cosas. Aunque Jasmina lo había tomado bien y hasta le había conseguido un trabajo, era mujer y ya se sabe: a las mujeres le gustan los hombres seguros y hechos. Y nada hace más seguro y hecho a un hombre que un buen trabajo.
Llegó a la casa de don Camilo mirando primero alrededor. Nada. Aplaudió a modo de llamado. Las ventanas estaban abiertas, la brisa salada y perezosa ondeaba las cortinas con desidia. Se enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo cuando salió el dueño de casa, montado en su silla de ruedas.
—Señor Octavio, qué sorpresa usted por acá…
A Octavio se le antojó que don Camilo estaba más nervioso que sorprendido. No hizo caso a su propio recelo, cumplió con los saludos de rigor y fue directo al grano.
—¿Jasmina está con su mujer?
—¿Con mi mujer? No.
—La busqué por todos lados y ni rastros... Pensé que tal vez vino a chusmear con su patrona. Ya sabe cómo son las mujeres...
—No, no... De hecho, mi mujer no está.
Hubo algo en don Camilo que a Octavio le olió raro. Estaba mintiendo, de eso no tuvo dudas. No era un gran conocedor de la gestualidad humana, pero el tic de don Camilo fue manifiesto.
—Ofrézcame un vaso de agua —pidió Octavio, e inmediatamente dio un paso adelante y esquivó la silla de ruedas para ingresar a la casa.
—¡Ey! Oiga, ¿qué hace?
Con la sola desesperación Camilo no pudo evitar la invasión. Octavio fue hacia la cocina, seguido por el dueño de casa, y se quedó un segundo en el vano de la puerta.
Quieto como un venado atento.
—Le dije que aquí no hay...
—¡Shhht! Claro que hay alguien. ¿No escucha? Es un jadeo de mujer.
Octavio siguió el sonido por el pasillo. Camilo fue detrás. Eran Hansel y Gretel siguiendo un rastro de cuernos.
—¡Váyase de mi casa! ¡Usted es un fresco!
Octavio llegó al otro extremo del corredor, a donde daba la puerta que bajaba a la despensa. Los gemidos venían de abajo. Los gemidos y los golpeteos rítmicos de los empujones contra un respaldo, una muestra de una cogida tan evidente que hasta alguien tan poco experimentado como él se dio cuenta.
Entonces lo recordó. Lo había escuchado tantas veces en bares y salones de recreo que él ya consideraba la historia como una leyenda del archipiélago. A “el cornudo de la isla” cualquiera le cogía a la mujer. Pero el que más le daba era el botero, cada vez que iba a la casa a dejarles mercadería. Decían que se la cogía en un sótano mientras el cornudo, ignorante, revisaba el envío. Bueno, el cornudo no era nada ignorante, evidentemente. Y la participación del tal Rómulo, a quien se escuchaba claro en cada palabra —porque a la mujer le decía cosas soeces, tratándola de puta—, efectivamente sí era real.
Octavio miró con cierta condescendencia al pobre Camilo. Era por eso que no quería gente en su casa. Para que nadie pudiera escuchar cómo le cogían a su mujer. Se preguntó cómo podría vivir así un hombre. Y al tocar la silla de ruedas para hacerse lugar y pegar la vuelta, tuvo la respuesta.
—Lo siento... —dijo, como si estuviera en un velorio y a don Camilo se lo hubiera muerto un pariente.
—No lo sienta, solo váyase.
Octavio aprovechó que pasaron por la cocina y esquivó y se adelantó a la silla de ruedas. La cogida debía estar llegando al clímax porque hasta ahí llegaban los gritos y los gemidos orgásmicos de la mujer.
—Ahhh… Aaahhh… Ahhhhhhh… —vino desde la despensa.
Por simple pudor, metió paso y llegó a la puerta casi al trote.
—Lo siento...
Octavio salió para no profundizar más la vergüenza de don Camilo. "Pobre cornudo", pensó, y se sorprendió de cómo los gemidos lo estremecieron de pena y adrenalina a la vez. Cruzó la puerta de salida imaginando al bruto de Rómulo bombeando a la voluptuosa señora Fátima como un pedazo de carne. Sonrió sin que el marido lo notara.
Camilo se quedó de este lado de la casa sin salir y observó al tonto citadino alejarse hacia la playa. Se preguntó si él se habría visto así de estúpido cuando recién llegó a la isla. Seguramente sí, se dijo. Sintió los pasos de su esposa detrás, luego su perfume y finalmente los pechos de ella apoyados contra su nuca y cabeza.
—¿Quién era?
—El cornudo de Octavio... —Camilo giró ciento ochenta grados con su silla, observó a su esposa recién salida de tomarse un baño, casi desnuda, apenas cubierta con un camisolín y una toalla breve. Los cabellos húmedos revoloteados sobre sus hombros le daban un marco salvaje y sexual a su ya sexual cara de puta. Entendió mejor que nunca por qué tantos tipos se la cogían a sus espaldas.
Los gemidos que venían de la despensa manifestaban que la mujer estaba acabando de acabar.
—¿Siguen ahí...? Ay, este Rómulo...
—Octavio creyó que eras vos la de los jadeos... Se llevó el chisme como para confirmar aún más el mito de la isla.
—El mito del cornudo de la isla... —Camilo tragó saliva. La palabra “cornudo” en labios de su esposa le hacía parar el pitito cada vez con mayor intensidad—. Es un mito. Sabés que son todos malentendidos como este...
Camilo enfiló con su silla de ruedas por el pasillo. Ahora se escuchaba acabar a Rómulo. “Te acabo, putita… Te lleno otra vez…”
—¿También tiene que cogerse a Jasmina ahí?
—Es el único lugar donde la pobre chica podía dejarse hacer sin que su novio la encontrara.
—Su prometido.
Fátima respiró emocionada y se le inflaron los pechos. La sonrisa le llenó el rostro.
—Ay, sí, se van a casar… ¿No es romántico, como si fuera un cuento?
—¡Putaaaahhh!!! ¡¡Te hago un pibe para que críe el cornudo...!! ¡¡Ahhhhhhhhhh…!!!
—S-sí… muy romántico...
7.
27 de febrero.
Octavio recorrió uno de los senderos zigzagueantes que llevaban al sur de la isla. La última semana había caminado aquí y allá varias veces buscando a su prometida y se topó con el tronco cortado y puesto a la vera del camino, como una banca. También reconoció la inconfundible silla de ruedas de Camilo y a un tipo viejo y grueso sentado sobre el madero.
—Ahí está —dijo el tipo, y Camilo giró y lo saludó.
—Octavio, muchas gracias por venir hasta acá. Éste es el Sapo.
Se saludaron con un apretón de manos ligero y silencioso, como quien desconfía en una conspiración.
—Es lejos. —Octavio fue cauto—. La señora Fátima me lo advirtió, pero no pensé que tanto.
—Créame que es necesario.
—¿De qué se trata? La señora Fátima me dijo que tenía que ver con Jasmina. ¿Anda cerca? Porque la estoy buscando otra vez y...
—Y no la encuentra —interrumpió Camilo—. Toda la semana la estuvo buscando y siempre se desaparece por las tardes. ¿No se da cuenta?
De pronto el lisiado no le pareció a Octavio tan “pobrecito”, como le había resultado hasta ahora.
—¿Darme cuenta de qué?
—Le dije, es un abombao —sentenció el llamado Sapo.
—Mandrágora le está garchando a su prometida.
El chico se quedó mudo. Observó primero al ensillado y luego al viejo borrachín. Y rio incrédulo… y tal vez un poco sobreactuado.
—¿Qué dice...?
—Que el jefe de su futura esposa se la coge. Y acabo de darme cuenta que ya lo sabía.
Octavio giró, mirando alrededor.
—¿Es algún tipo de broma?
—Si alguien viene y acusa a su novia de dejarse coger por otro, usted no responde "Qué dice". Usted me caga a trompadas, aunque esté en esta silla.
La sonrisa condescendiente se le borró de un soplido al muchacho de ciudad.
—Mi prometida... Mi prometida ...
—Escuche, no pasa nada —lo tranquilizó el Sapo—. Acá el señor también es un cornudo.
—¡Oiga!
El Sapo miró a Camilo con extrañeza.
—¿El señor Mandrágora no le está cogiendo a su mujer todos los días?
—Es distinto. Es para averiguar cómo planea quedarse con el faro.
El viejo sacudió la cabeza y regresó a Octavio.
—Necesitamos su ayuda. Ese hijo de puta me quiere robar todo.
—¿Y yo qué tengo que ver? No lo conozco al tipo, no habla conmigo. Creo que hasta me detesta.
—Pero se coge a su prometida. Ella pudo escuchar algo, o lo puede emborrachar para soltarle la lengua.
—Ella no haría semejante cosa. Y si lo tuvo que hacer, de seguro es porque ese cretino la obligó de alguna manera.
—Por eso, ¡vénguese! Vénguese de su prometida ayudándonos a ver qué trama.
Octavio bailó nervioso en su lugar. Miró a todos lados de nuevo y se rascó las manos, como si tuviera alergia.
—Sospechamos que es algo con el gasoil —dijo Camilo.
—Se lo estará robando, pero...
—No tiene sentido, Sapo. Al gasoil se lo consume o se lo roba. ¿Y para qué va a robárselo si planea quedarse?
Octavio los cortó, muy seguro:
—No, no, no, señores, están equivocados. Al gasoil se lo consume, se lo roba o se lo estoquea.
—¿Losto qué?
Camilo cerró los ojos y se pegó en la frente.
—Trabajo en petróleo. Les diría que la mayor parte del tiempo el gasoil está estoqueado. —Octavio observó la cara del Sapo. Parecía que estuviera haciendo cálculo compuesto—. Guardado —aclaró—. También puede estar siendo transportado, venteado y hay otras formas.
De pronto el tonto citadino los estaba dejando como idiotas.
—Lo tiene en stock.
—Guardado.
—Vi el reguero de pasto engrasado y una bomba húmeda en el galpón. El plan de Mandrágora está claro.
—¿Claro qué? —se impacientó el Sapo—. Hable en criollo, carajo, o el que le va a coger a su prometida voy a ser yo.
—No se está robando el gasoil, viejo bruto, lo está escondiendo. Y cuando venga mañana la inspección y comprueben el faltante, lo van a acusar de robo a usted.
—¿Robar? ¿Y para qué quiero yo...? ¿Eso es posible, don Camilo?
—¿Que la alcaldía se agarre de cualquier pretexto para sacarse de encima a un viejo borrachín? Claro que no... —le respondió sarcástico.
—No sea cruel, don Camilo —Octavio—. Supongo que, si Mandrágora desde el primer día anotó mal la cantidad de gasoil en los depósitos, podría ser...
—Estoy frito… —murmuró el Sapo—. Me quedé sin trabajo. Me quedé sin casa... Me quedé sin mi isla...
—Ese Mandrágora es un malnacido, tampoco me cae bien... aunque no se ande cogiendo a mi prometida, como ustedes creen...
—Pero se la coge, señorito Octavio.
—Lo que quiero decir es que quizá haya una solución...
8.
Noche del 27 de febrero, madrugada del 28.
Las dos siluetas furtivas cruzaron la noche a la altura de la luna. Uno iba agachado como un bandido, mirando a uno y otro lado. Iba empujando una silla de ruedas con un lisiado a bordo, sobre quien descansaba un bolso de herramientas.
—Es ahí. —Octavio señaló una casamata de un metro y medio de alto, con las puertas de madera abiertas de par en par.
—¿Seguro no haremos ruido cuando la hagamos funcionar? —preguntó Camilo.
—Un poco. No se preocupe, su mujer dijo que sabía cómo distraer a Mandrágora, ¿no?
Camilo abrió el maletín de herramientas y resopló con cierta resignación. Fátima ya le había dicho lo que iba a hacer para que él y Octavio trabajaran sobre la bomba.
Esa tarde, mientras planeaban todo, su mujer le había preguntado:
—¿Qué es lo que quiere Mandrágora de mí, y nunca le di? —Camilo le adivinó un brillo en la mirada, que se le antojó extraño—. La cola, mi amor.
—¡La cola no! —le había rogado. Y no porque su esposa la tuviera virgen, o reservada para él. Los dos negros que vivían en su casa durante el año se la llenaban de pija regularmente. Pero el tronco de Mandrágora era de proporciones animales, podía lastimarla, arruinarla para siempre—. Mi vida, ya te coge a diario, eso no…
—¿Se te ocurre otra manera de que no le importen los ruidos que hagan ustedes afuera? Yo puedo cuidarme, Camilo, ni que fuera la primera vez que... que me manejo con Mandrágora.
Ahora que Octavio ajustó las llaves en la bomba y colocó las palancas, éstas emitieron un chasquido metálico impropio de una isla a medianoche. Solo entonces, Camilo entendió. Su mujer estaría con el déspota hijo de puta negociando sobre entregarle por fin el culo. Le diría que ella arriba, para controlar la penetración, él le diría que quería someterla contra el colchón, para clavarla hasta los huevos.
—Don Camilo… ¡Ey, don Camilo! Ya está…
Octavio lo sacó de su ensoñación. Había quitado la protección de madera para liberar la bomba, y le había instalado las palancas, y conectado a una manguera de goma, negra y gruesa como otras mangueras negras y gruesas que él habitualmente veía en la habitación de su mujer.
—Espabílese, hombre —le reclamó de buena manera Octavio, y como si le hubiera adivinado los pensamientos, agregó—. Mandrágora ya se la coge, no va a ser más cornudo porque se la coja también esta noche.
—S-sí… —tartamudeó Camilo, y se posicionó junto a una de las dos palancas.
—Hagamos esto para preservar al menos la virginidad de mi novia de las fauces de ese depravado.
—Ya le dijimos que él se la coge, Octavio.
—Y yo ya le dije que hablé con Jasmina y me dijo que sigue siendo tan virgen como cuando la conocí.
Camilo miró su reloj.
—Treinta segundos.
—A las doce en punto comenzamos a bombear.
Fátima ojeó el reloj puesto sobre la mesita de luz y apuró el trato. No iba a lograr manejar totalmente la enculada ella sola. Mandrágora quería someterla, de eso se trataba ese juego, pero ella no iba a arriesgarse a que ese sádico tuviera el control total de su voluntad. Era peligroso.
—De costado —resolvió ella. No tenía más tiempo. En un instante su marido estaría haciendo algo con una bomba que podría resultar ruidoso. Ese animal debía enterrarle su portento de masculinidad por el culo en unos segundos.
Miró otra vez el vergón de Mandrágora y ese glande inverosímil y se le hizo agua la boca. Se acomodó de costado en la cama, frotando su culazo contra el pijón duro como el acero. Mandrágora no dudó un segundo. Se tomó la cabezota, buscó el agujerito de la mujer más deseada de la isla, la colocó allí y empujó suavemente.
—¡Ahhhh…! —gimió Fátima, más de impresión que de dolor o gozo.
—Te va a gustar —le susurró Mandrágora al oído, en la primera expresión de empatía que Fátima había recibido de él en la docena de veces que la había usado para satisfacerse.
—Es muy grande...
—Solo te clavé media cabeza...
—Ya sé. Y ya se nota la diferencia con otras.
—¿Con la del cornudo?
Fátima no pudo evitar una risita saltarina. Mandrágora empujó un poco más y la risita se le ahogó en un bufido.
—Mi marido nunca me cogió. Me cogen todos en la isla menos el pobre cornudo.
Eso pareció entusiasmar al macho, que se movió con brío renovado. También pareció humedecerla más a ella, porque el glande y el cuello completitos cruzaron el anillo de cuero, igual que un invitado de honor.
Quizá fue su nerviosismo, o esa paranoia producto de saber lo que sucedía afuera, cuestión que Fátima juraría que escuchó un clac lejano. También alguien podría decir que solo fue su entusiasmo por estar recibiendo semejante pedazo de verga. Por lo que fuera, Fátima movió sus caderas y empinó más su culazo. Las redondeces le quedaron ahí a Mandrágora, a su merced y ante sus ojos. Tomó cada nalga con sus manazas y, si escuchó algo ahí afuera, lo olvidó en el mismo instante. Sólo se llenó las manos de carne, de deseo y alma, y clavó con más convicción esta vez, enterrando centímetro a centímetro un cuarto de verga de un solo saque.
—¡¡¡Ahhhhhh...!!!
Camilo y Octavio le imprimían ahora cierta velocidad al bombeo. Cuando uno bajaba la palanca, el otro dejaba subir la suya, y después ejercía presión hacia abajo, al tiempo que el otro descansaba. El agitado marido cuya mujer estaba siendo enculada en ese mismo momento, veía con zozobra cómo los chorros de gasoil inflaban la manguera y el líquido viajaba lejos, con espasmos de tambor.
—Me la deben estar cogiendo… —murmuró.
Fátima ya no sabía qué apretar. Tenía los ojos achinados y se mordía los dientes, y las sábanas se arremolinaban en sus puños. Bufaba como un escalador sobre la punta de una montaña, con cada centímetro que le enterraba el macho.
—Me duele... —se quejó en un gemido.
—Más les va a doler a tus machos cuando vean lo estirada que te voy a dejar...
—En serio… Despacito, por favor...
—¡Despacito, las pelotas! Tenés casi un tercio, te voy a enterrar por lo menos la mitad, hija de puta. A este culazo lo estoy deseando desde la primera vez que lo vi…
—Lubricá. Por lo menos, lubricá mejor, Mandrágora. Duele como la puta madre.
Para sorpresa de ella, Mandrágora se apiadó y retiró un buen tramo de verga para ensalivar nuevamente el tronco. Se le desinfló el culo a Fátima y el alivio dulzón le hizo pensar en su marido. Estaba allá afuera, bombeando mientras otro hombre le estaba rompiendo el culo. Nada nuevo, después de todo. El sabor dulzón dejó lugar a un nuevo dolor cuando la verga volvió a taladrarla por atrás.
—Camilo... —murmuró.
El ritmo ya era bueno pero Camilo comenzaba a cansarse.
—¿Cuánto falta?
—Un rato más, don Camilo. Es un tanque mediano pero la bomba es chica.
—Tenemos que terminar antes de que ese hijo de puta le termine de romper el culo a mi mujer.
—Despreocúpese, don Camilo, con el culazo de su esposa, Mandrágora va a tratar de disfrutarlo un buen rato. De seguro hasta dos veces.
—No te hagas el piola, Octavio. Que estamos haciendo esto para que no se coja a tu prometida.
—Mi prometida es una señorita honesta, nunca accedería a ese tipo de bajezas. Además, es virgen, no sabría ni qué hacer. Yo sé por qué hacemos esto. Para que Mandrágora no se quede en la isla y le coja a su patrona dos veces por día, ¿cree que soy tonto?
—No… Es para que no le roben vivienda y trabajo al Sapo.
—Hablando del Sapo... ¿no tendría que estar él acá, bombeando?
—No te preocupes, Octavio, que el Sapo en este momento también está bombeando.
El Sapo le entraba y sacaba pija a Jasmina, como un enajenado. La tenía en cuatro patas con el culazo para él, sobre la cama matrimonial de don Camilo y Fátima. La tenía tomada de los costados de las nalgas y se apoyaba allí para clavarla más fuerte y más hondo en esa conchita estrecha, que era una delicia. Y cada clavada era un gemido animal.
—Ahhhhhh…
—Qué suerte tiene tu novio que en unos meses se casa con vos —y volvía a penetrar.
Las piernas de la joven temblequeaban cada vez que la verga llegaba al fondo.
—S-sí... S-sí... —decía Jasmina, con convicciones débiles—. Qué suerte tiene...
Y paraba el culo para que el Sapo la enterrara más profundo.
—Además, se nota que es un buen hombre. —El Sapo miró hacia abajo, observando cómo el grosor de su verga entraba ya húmeda en la concha estirada de esa princesita prometida en matrimonio. Los huevos le chocaron los interiores de los muslos de la chiquilla—. Ahora mismo debe estar bombeando para ayudarme a recuperar el faro...
—¡No afloje, don Camilo! —le reclamó Octavio, que ya bombeaba con buena velocidad—. Ayúdeme a que no se cojan a mi prometida en esta isla, jajaja —se mofó el joven.
—Vos te reís, pero es cierto. Mandrágora se la cogió mientras vos estabas en el continente.
—Sí, claro, y el Sapo se la debe estar cogiendo ahora, ¿no? ¡Jajajaj!
Camilo estaba transpirando y sudando con cada palanqueada.
—¡No puedo ir tan rápido como vos, Octavio, acá sentado no puedo hacer tanta fuerza!
—Hay que hacerlo rápido, hombre. Mandrágora tampoco va a estar rompiéndole el culo a su mujer toda la noche.
—Ya te dije que no te hagas el vivo, mocoso. Está bien que le hacés un favor al Sapo, pero no me faltes el respeto a mí.
Octavio se puso serio y una sombra de arrepentimiento cruzó su rostro.
—Discúlpeme, señor Camilo, tiene razón. No debí ofenderlo, me dejé llevar por el entusiasmo de estar engañando al patrón de mi novia. No me la coge, como usted cree, pero igual lo detesto…
De pronto la palanca de Camilo se zafó, haciendo un ruido metálico.
—Mierda…
—Póngala de nuevo y sigamos con más cuidado. Igual, ya no falta tanto.
—Sí… —se contrarió Camilo—. Igual, mi esposa va a saber entretenerlo…
—¿Qué fue eso? —Mandrágora justo retiró la verga y la dejó afuera, suspendida, con la mirada inquieta y los oídos alertas.
—¿Qué cosa? —Fátima giró hacia él, jadeante, con la transpiración helada.
—Me pareció escuchar un ruido.
—Qué ruido, dejate de joder. Quiero toda esa leche bien adentro de mis tripas, no me vas a dejar así...
—Sí... Sí... —se entusiasmó Mandrágora, y volvió a arremeter.
—¡Rompeme el culo! ¡Rompele el culo a la mujer del cornudo lisiado!
—¡Sí, hija de puta! ¡Te lo voy a romper desde hoy hasta que me muera!
—Sí, así... Así... —Seguían en cucharita, pero ahora ella no retiraba tanto el culo. Se dejaba clavar cada vez más profundo.
—Y lo voy a cagar a trompadas todos los días, por cornudo…
—Sí, sí… Me calienta cuando le pegás. ¡Ahhhh...! Y más cuando lo tirás a la mierda con silla y todo... ¡Ahhhhhhh…!
—¡Lo voy a cagar a trompadas mientras te hago el culo! ¡Ahhhh…!
Se dejó romper el culo —literalmente romper— todo el tiempo necesario, que no fue poco. Era su manera de ayudar a su marido. Su manera de ser una buena esposa. Una esposa ejemplar. Solo que con el culo lleno de verga y leche. Pero esposa ejemplar al fin.
Mientras tanto, las siluetas del bandido y el de silla de ruedas volvieron a cruzar la noche, esta vez en dirección contraria. Al mismo tiempo, desde la casa de don Camilo, Jasmina se escabullía por la puerta de atrás para tomar un sendero secundario que llegaba al faro, desde el este. La pobrecita prometida en casamiento tenía la concha abierta y enrojecida, e hilos de leche que cada tanto le caían por la entrepierna. No iba a llegar a su habitación antes que Octavio, tendría que inventar algo. Por suerte, su novio confiaba en todo lo que ella le decía. Sonrío. Ya podía ver que Octavio iba a convertirse en un esposo modelo. Su esposo ideal.
9.
28 de febrero.
Los inspectores llegaron a primera hora de la mañana, traídos por Rómulo y un segundo bote con provisiones. Tenían un aire sofisticado, pero apenas pusieron un pie en la isla, Camilo se dio cuenta que no eran citadinos sino gente acostumbrada a andar en los archipiélagos.
Los esperaban Mandrágora, Jasmina y Octavio. Mandrágora con una sonrisa helada e impostada, Jasmina con ojos de asombro y brillo en sus labios, al ver en el segundo bote a dos negros grandotes en torsos desnudos. De hecho, don Camilo y Fátima estaban allí para recibir a Samuel y Eber, sus dos peones, quienes regresaban de las vacaciones.
Los inspectores subieron el terraplén y se plantaron ante Mandrágora, saludando con gestos mínimos.
—Señor Mandrágora, en situaciones normales haríamos esto un poco más protocolar, pero anoche usted nos envió un cable que nos alarmó sobremanera. Vayamos de inmediato al faro mientras nos explica cómo es posible que no haya podido encender el generador eléctrico.
—Por supuesto, señor inspector. Y le adelanto que yo estaba tan sorprendido como usted. Pero es que el Sapo...
Camilo codeó a Fátima para que notara la tramoya que estaba armando Mandrágora. Pero Fátima observaba con una sonrisa cómo Jasmina miraba a los dos negros musculosos y en cueros, descargando el segundo bote. Octavio, por su lado, parecía no darse cuenta de los calores de su prometida.
—¿Y dónde está el Sapo? Se supone que hoy debe retomar su posición en la isla.
—Ese hombre es realmente incompetente, señor. Si viera lo que descubrí que estaba haciendo a espaldas de la alcaldía...
El inspector principal detuvo el primer paso que había dado y miró a Mandrágora con un ojo severo y escrutador.
—El Sapo es un borrachín sucio y desagradable, un desastre de persona. Pero nunca jamás apagó la lámpara una sola noche.
La comitiva comenzó a rumbear hacia el faro, con Mandrágora junto a ellos. Octavio amagó seguirlos y tomó a su novia de un brazo, pero ella se quedó inmóvil, sin notarlo. Tenía los ojos clavados en la actividad del segundo bote. Más precisamente en Samuel y Eber.
—Mi amor, van a investigar el asunto del generador eléctrico... ¿No querés saber qué va a pasar?
Jasmina ni siquiera giró a mirar a su prometido. Apenas hizo un gesto con la mano.
—No me interesan esas cuestiones administrativas... —Jasmina observaba los músculos brillosos de los negros tensarse con el peso que maniobraban. Sintió un calor de verano cuando por un instante uno de ellos alzó la vista, la miró a los ojos con disimulo y le sonrió brevemente. Entonces giró hacia Octavio, poniéndose cara a cara—. Esas son cosas de hombres... Deberías ir con ellos; sos hombre, ¿no?
—¿Y vos? ¿Qué vas a hacer acá?
—Quiero ver a los negros en plena faena... Nunca había visto a un negro... ¿Vos sí?
—Qué importa, son solo negros... Una dama como vos ni debería mirarlos... Son apenas más que animales... Inferiores a nosotros en todo.
—Las revistas científicas no dicen eso.
—Tonterías...
—Yo escuché que al menos en un par de cosas son superiores... Muy superiores...
—Yo quiero ir al faro —interrumpió Camilo, adivinando a dónde iba todo aquello—. Quiero ver cómo termina lo de Mandrágora y el Sapo. Vamos, Octavio, dejemos a nuestras mujeres con Rómulo y los dos negros. Total... ¿qué puede pasar?
Les costó alcanzarlos porque la silla de Camilo se quedaba empantanada cada dos por tres. Llegaron a ellos justo cuando ellos llegaron al faro. Y al Sapo, que esperaba sentado en el escaloncito de la puerta.
—¡Sapo! —se sorprendió en Inspector—. ¿Qué hace acá?
—Es el día de mi regreso al trabajo, ¿dónde debería estar?
—Este hombre no salió de la isla —se quejó Mandrágora—. No vino con ustedes.
—No es obligación irse de la isla. Es solo una recomendación... —suspiró fastidiado el inspector—. Ahora, ¿Alguien podría explicarme por qué carajos anoche no funcionó ninguno de los generadores eléctricos y el faro no emitió luz?
Mandrágora dio un paso adelante y señaló al Sapo.
—Culpa de este borracho. Ha de estar vendiendo todo el gasoil. En el cuaderno los números dan una cosa, pero el depósito está vacío.
—¿Cómo que vacío?
—Desde el primer día mi medición no coincidió con el cuaderno. Por mucho. Se me hizo evidente que no fue un error. No lo reporté porque calculé que alcanzaría justo para el mes y no quise denunciar al Sapo, sabiendo que éste es su trabajo y su vivienda, y podría perderlo todo. Hace dos días pedí un refuerzo de gasoil, por las dudas. Ustedes deben tenerlo registrado. Bueno, como sea, anoche el gasoil se terminó por completo.
—No sé qué muestras tomó este señor, pero lo que dice es imposible. Yo dejé este faro hace treinta días con combustible para dos meses y medio.
—Una acusación así es gravísima. Por esta isla casi no pasan barcos, pero si hubiera pasado uno, podríamos estar hablando de una tragedia. —El inspector se encuadró como un general y miró con gesto grave al viejo borrachín—. Y si esto es verdad, señor Sapo, lamento decirle que su trabajo con la alcaldía está terminado...
—Mentira. No lo lamenta en absoluto.
Hubo un cruce de miradas donde anidaron viejos rencores. El Sapo decía la verdad, todos lo sabían. Finalmente, el inspector se dio por vencido; tenía cosas más importantes que resolver:
—Juan, andá a medir el depósito.
Mandrágora graznó sarcástico:
—Lleve una varilla larga porque ahí solo hay vapor.
El muchacho se fue y se hizo un silencio incomodo. O más que incómodo, tenso. El Sapo se limpiaba las uñas roñosas con un palito, tan tranquilo que a Mandrágora lo puso inquieto. ¿Y qué hacían allí el cornudo de Octavio y el otro imbécil de don Camilo? Parecía que esperaban la resolución de algún tipo de asunto. Lo único que podían esperar era a la próxima vez que él le cogiera a sus mujeres.
Cuatro minutos después, Juan se asomó por la puerta con expresión de sorpresa.
—Hay para un mes y medio más.
—¿Que? —Mandrágora giró con estupor hacia el muchacho—. ¡No puede ser!
—¿Quiere explicarme por qué anoche no prendió el maldito motor, señor Mandrágora?
El joven que fuera a medir los depósitos observó la bitácora.
—Los números coinciden con el último número que el señor Sapo ingresó en el cuaderno, restándole el mes en curso...
El inspector se dirigió hacia Mandrágora con gesto impaciente.
—¿Por qué en la primera muestra que tomó, sus números fueron distintos?
—¡No estaba ese gasoil ahí! ¡No estaba!
Camilo acercó su silla medio metro. Sonreía.
—¿Y por qué ahora sí lo está ? ¿Hay un duende en la isla que roba y devuelve el gasoil de los tanques...?
Mandrágora fulminó con la mirada al lisiado, que seguía sonriendo como un idiota de pueblo. Y en ese momento se dio cuenta: don Camilo no era el idiota.
—Vos, hijo de puta… —Mandrágora avanzó el paso que los separaba y fue con las manos adelante, hacia la garganta de Camilo—. De alguna manera, vos...
Comenzó a zamarrearlo desde el cuello. Los ojos del pobre Camilo se salieron, igual que su lengua. No podía respirar. Seis u ocho manos fueron a despegarlos, lo que no fue fácil. Por suerte, luego de un minuto que pareció de muerte, arrancaron las manos del cuello del pobre lisiado, que comenzó a toser y respirar hondo para volver a vivir.
Entre tres empujaron al verdugo hacia atrás. El inspector jefe lo crucificó con la mirada.
—Señor Mandrágora, su actitud y desempeño parece a todas luces sospechoso... Negligente, en el mejor de los casos...
—No entiendo... No entiendo...
—Iniciaremos la inspección total ya mismo. ¿Alguna otra irregularidad fantasiosa que quiera denunciar, señor Mandrágora?
—N-no... —Mandrágora agachó la cabeza, vencido.
10.
El regreso se dio por la tarde temprano. Mandrágora había pasado por la etapa de la ira y ahora estaba resignado y reflexivo, subiendo a uno de los botes. Los inspectores, igual que a la ida, iban en la embarcación principal.
Rómulo subía y acomodaba bultos, y en cuanto vio que Octavio se acomodó en la chalupa y su prometida quedó sola por un minuto en el muellecito, se le acercó a ella y le metió una mano bien disimulada en el trasero.
—Quiero volver a garcharte en el continente —le susurró al oído—. Estás demasiado linda para que te disfrute un solo hombre... Y menos un cornudo como tu novio…
Jasmina sonrió con cierto pudor y en un parpadeo miró hacia su prometido, en el bote, a unos siete metros de ella.
—Ay, no sé, don Rómulo, me gustaría, pero… en dos meses me caso con Octavio, y de ahí nos vamos a trabajar con un amigo del señor Mandrágora...
—Con más razón. Estos dos meses aprovechemos todo lo que no vamos a poder aprovechar nunca más. Y si es por amigos, yo también tengo amigos que seguro les encantaría conocerte...
—Rómulo, las cosas dulces que dice... Me voy al bote con mi futuro marido... Después arreglamos cómo encontrarnos a escondidas del corn... digo, de Octavio.
Rómulo, de buena gana, ayudó a Jasmina a subir para reunirse con Octavio, manoseándola con impunidad en la maniobra. De manera morbosa quería que prendiera en el futuro marido la sospecha de que él podría cogerle a su prometida, si los planetas se alinearan. Pero como buen cornudo, Octavio no se dio cuenta de las manos furtivas sobre el culo y los pechos de su novia.
Las sogas se desamarraron, se dieron patadas para alejar las embarcaciones y en medio minuto los botes se alejaron a fuerza de remo y sudor.
El Sapo los vio irse. Tuvo el impulso de saludar a la distancia, sobre todo a la mocita del tonto de ciudad, a la que la noche anterior le había llenado la concha de verga y leche. Pero se guardó el saludo. Por respeto al venado.
Rumbeó para su querido y hermoso faro, pero la casa de don Camilo y su señora quedaban de paso. Vio a la pareja afuera, ella de pie junto a su marido en la silla, observando a los dos negros musculosos trabajando la tierra. Se acercó.
—Don Camilo… doña Fátima… —e hizo una reverencia de respeto.
—No me diga “doña”, Sapo. Me hace sentir vieja.
—Por favor, lejos de mí ofenderla. Todo lo contrario. Pasé para agradecerles. Especialmente a usté, don Camilo. Sé que no siempre soy un buen vecino, y sé que una vez sin querer le cogí a la patrona…
—¿Una vez? —se quejó Camilo.
—¿Quién es quién para andar llevando las cuentas, mi amor? —zanjó la esposa.
—En, fin, don Camilo, que a partir de ahora y por todo lo que hizo por mí, prometo comportarme, ser mejor vecino, no aprovecharme de usted y no emborracharme más para cogerle a su mujer…
Camilo miró en dirección de los negros, que seguían trabajando. Le incomodaba que pudieran escuchar las confesiones del Sapo respecto de su mujer.
—Sin rencores, Sapo. De ahora en más, iniciamos una página en blanco. Con respeto y con… bueno, con el respeto me basta.
—Por supuesto, don Camilo. Con respeto y sin cuernos. —Camilo se puso nuevamente incómodo. Fátima pareció a punto de reír—. Lo digo para que quede claro, como hombre que lo respeta a partir de ahora, ¿sí?
—Está bien, está bien, Sapo… Mejor deje de aclarar y vaya yendo para el faro…
—Hablando de eso... Quería pedirle, señora Fátima, si no es molestia y ya que usted es una mujer, una señora ama de casa y respetable esposa, si no podría venir un rato al faro a ayudarme con las cosas de la casa. Ya sabe, darme una mano con las vajillas, las sábanas, las almohadas, alguna cosa que haya que limpiar… si me puede ayudar con algunas de esas cosas, le agradecería.
—¿Ahora?
—Sí, venga conmigo ahora al faro así empezamos cuanto antes. Después se la devuelvo llenita, don Camilo.
—¿Cómo llenita?
—Y… lo menos que puedo hacer es darle una merienda, don Camilo… Ya le dije, ahora soy un buen vecino. Se la voy a devolver llenita todos los días…
—Sapo, ¿usted me está tomando para la chacota?
Fátima tomó un saquito de adentro de la casa y enganchó su brazo con el del Sapo, y lo arrastró hacia el sendero que llevaba para el santuario del viejo.
—Mi amor —dijo girando el rostro hacia su marido—. En cuanto acabe en lo del Sapo regreso y hago la comida.
Camilo se quedó tieso, viendo a su mujer caminar junto al Sapo, moviendo sus caderas de un lado al otro, con ese culo embutido en el pantaloncito pijama tan corto y tan metido en la raya que le mostraba medio culo a quien quiera verlo. Como a los negros, que también la vieron irse y sonrieron cómplices entre ellos. Ya estarían augurando el polvo de esta noche, con la señora de la casa.
El Sapo y la esposa infiel se perdieron tras un codo del camino, los dos negros siguieron trabajando la tierra y Camilo finalmente se metió adentro.
Tomó un poco de vino patero, del dulzón, acomodó un par de cosas aquí y allá hasta hacer el tiempo suficiente para que el Sapo se la empezara a coger a su mujer. Había que ser preciso, porque ellos iban caminando y él en silla de ruedas, más lento y además, retrasado. Pero Camilo a esa altura tenía la sincronicidad de un reloj suizo.
Tomó un pañuelito blanco y limpio del lavadero, lo metió entre sus ropas y salió al camino que llevaba para el faro, ante las miradas condescendientes de Samuel y Eber, quienes sabían —como todos en el archipiélago— a dónde y a qué iba su patrón.
— Fin (de toda la nouvelle) —
Comenten. Eso me alienta a escribir más.
3 COMENTAR ACÁ:
* COMENTARIOS DE CUANDO SE PUBLICÓ POR ENTREGAS *
ENTREGA 1:
►luis ramirez dijo...
Uffff, que bueno estuvo esto. Es increíble la cantidad de jugo que le sacas a esta historia sin que en ningún momento caiga en lo repetitivo. Gracias por el trabajo gran rebelde. Saludos
►Cat dijo...
Todo en un solo día que grande es el 15 de febrero... estirado como el coño de Fatima... ensanchado como el de Jasmina... me temo que Octavio se va a casar con una "buena nena" con un crio en la panza!
►Edmond Dantes dijo...
Excelente de principio a fin, Fátima siendo la más puta y Jasmina manteniendo la ternura mientras está llena de leche. Y el Sapo práctico, puso de su lado al cornudo justo después de comerse a su mujer, que viejo zorro.
►pepecornudo dijo...
De verdad que te superas con cada entrega. haces que los personajes vayan madurando y posicionándose en su lugar.
ENTREGA 2:
►Anónimo dijo...
Excelente, rebelde... te haces desear pero cumplís con creces cuando publicas algo nuevo.
►V.Cazenave dijo...
Rebelde, cada día mejor!!!!
►Santiago dijo...
Yo quiero leer infidelidad intermitente...la continuación!!!!!
►abel dijo...
Espectacular regresos REBELDE! Las novias jovencintas están para ser gozadas por los cincuentañeros lujuriosos
►lascivia dijo...
excelente, como siempre.
ENTREGA 3 (Final):
►V.Cazenave dijo...
Rebelde, cómo siempre sos un fenómeno.
Gracias , Gracias , Gracias....
►Edmond Dantes dijo...
Excelente final y excelente novela Rebelde, que fino detalle permitir que los cornudos estuvieran bombeando al tiempo que a sus mujeres, eso es justicia. Además leer a Fátima entregando el culo es poesía, gracias por esta joya.
►Faust dijo...
Tremendo! Lo único de lo que podría quejarme es que me quedé con ganas de "ponerle un rostro" a Yasmina, estaría bueno que hagas relatos con fotos como solías hacer antes
►lascivia dijo...
Excelente final, Rebelde. Casi poético el párrafo de Camilo viendo a Fátima irse cogida del brazo con el Sapo, moviendo sus femeninas caderas de un lado a otro.
Felicidades por la obra completa. Sacarla adelante, con la calidad literaria con la que tú escribes, requiere mucho esfuerzo y dedicación. Y que lo hagas de manera altruista para los que nos gusta el cuckolding, de muestra que la literatura y el cuckolding son tu pasión.
►Fede dijo...
Que buen relato, Rebelde. Vos tendrías que hablar con mi esposa para armar algún relato. Somos pareja cuckold hace años.
►Anónimo dijo...
Hasta uno se imagina el atardecer mientras los negros ven a Camilo andar en su silla, mientras el sapo se lleva a su mujer
►Cat dijo...
Quien diría que Fátima iba a tornarse la esposa perfecta? Ahora si que van a respectar Camilo! Gracias Rebelde!
ALGUNAS RESPUESTAS ADEUDADAS:
Primero, muchas gracias a todos los que comentan. Son el motor para motivarme a escribir más relatos y féminas infieles. Gracias infinitas.
FAUST: No te preocupes que alguna historia de Jasmina y Octavio tengo en la cabeza, y cuando la escriba, pondré la foto de la damisela en cuestión.
SANTIAGO: Voy a probar con "Cafecito", a ver si se puede hacer conservando la privacidad. No se me ocurre otra opción para los que viven en Argentina.
ABEL: si te gustan las historias de novias jovencitas usadas opr viejos sucios y libidinosos, estás de suerte porque se vienen varios capítulos de EL AMARRE.
Bueno avisame cuando tengas una solución para yo poder pagar pero únicamente pagaría por infidelidad intermitente jejejeje. Escribime a mi correo que ya lo sabes. Y ahí me decís que solución tenés
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