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viernes, 22 de julio de 2022

El Amarre (04)




EL AMARRE 04 (VERSIÓN 1.1)
Por Rebelde Buey


Siempre quise aprender a pescar y papá nunca me llevó. Así que me quedó la espina. A papá le gustaba mucho el ritual pesquero, ir a la laguna con algún amigo, tirar la caña para probar suerte o incluso adentrarse en las aguas con un bote. Pasar la noche con amigos, pescar un poco más y regresar. Pero justo cuando estaba yo en edad de acompañarlo, papá dejó de ir. Fue después de una noche de tormenta fuerte en que se vino antes —en vez de quedarse a dormir en la laguna, como era habitual— y llegó a casa cuando mamá no lo esperaba. Yo me enteré por los gritos de papá, que eran gritos muy distintos a los que me habían despertado un rato antes, los de mamá. En la discusión de esa noche escuché la puerta de la calle cerrarse, como si alguien se hubiera ido a las corridas, pero mamá y papá seguían discutiendo. Habrá sido el viento, lo de la puerta, me dije. Cuando los gritos terminaron, papá lloraba y mamá se disculpaba, y un rato después escuché ruidos en su habitación, ruidos de cama como los que había escuchado antes, cuando los gritos de mamá me despertaron. Solo que esta vez mamá no gritaba mucho que digamos, apenas se le oían unos suspiros.
Luego de esa noche papá nunca más se fue a la laguna con sus amigos, no quería dejar a mamá sola en ninguna noche. Así fue como yo nunca aprendí a pescar.
Y ahora, mi novia me venía con esto.
—Te vas de pesca —me anunció Mariela con entusiasmo—. Ya arreglé todo, mi amor. Te vas todo el fin de semana, como hacen los pescadores profesionales.
Por más que agradecía su entusiasmo, la idea encendió todas mis alarmas. ¿Dejar sola a mi novia el sábado a la noche, mientras yo me iba a la laguna? ¡Sí, claro! Mariela sería arrastrada por sus amigas al bailongo de la ruta, en la rotonda. Y ya se sabe cómo terminan las novias que van solas a esa disco: ensartadas dentro del auto de un desconocido en Esquina del Cuerno.
—¡Ni en pedo! —le respondí. Doce años después, por fin estaba entendiendo a papá.
—Pero si siempre quisiste ir a pescar a la laguna.
—No sé pescar. Voy a terminar acampando solo como un boludo y cagado de frío. No sé ni tirar la línea.
—Te digo que ya lo arreglé. Hablé con Toto y él accedió a enseñarte lo que tu papá no pudo.
¿Otra vez ese gordo hijo de puta metido en nuestras vidas? No solo se garchaba a mi novia dos veces por semana, estaba seguro que también le daba a mamá, ahora que ella comenzó de administrativa en el corralón.
—¡Toto no es mi papá! —grité, impotente como un niño.
Mariela se ensombreció. Me tomó de la mano y se me pegó. 
—Mi amor, ¿qué pasa? Quise hacer algo lindo por vos, como vos hiciste por mí con lo del amarre…
—Si te dejo sola te vas a hacer garchar con tus amigas en Esquina del Cuerno.
—No digas pavadas, me hablás como si fuera una puta.
—Te garchan dos veces por semana en el corralón, y una vez al mes Matanga te usa durante toda la tarde.
—¡Eso es por el amarre, no seas cretino!
—No te pienso dejar sola un sábado a la noche.
—Parecés un machista del 1.900. ¡Pero si es por eso no te preocupes, voy con ustedes!
Un momento. ¿Había caído yo en una trampa?


El sol estaba picante en los márgenes de la laguna, y me pegaba directo en la mollera. No sé cómo me había dejado convencer, pero ahí estábamos: Toto, Mariela y yo. 
La camioneta en la que llegamos era una chatarra oxidada que parecía desarmarse con cada pozo que agarraba. Habíamos venido dando tumbos, los tres en la cabina, más apretados de lo que me hubiera gustado. Toto ya conocía la laguna y las zonas de mejor pique. Se metió por un sendero de tierra, después atravesó una tranquera y luego unos arbustos altísimos y unos árboles. Se estacionó en un pequeño claro lejos de la zona turística y balnearia, y bien escondida del mundo.
Bajé las cosas de la camioneta. Mochilas, carpas, cañas, de todo. Hasta los bolsos de ropa. Y todo pesaba. Yo iba y venía sudando como esclavo, desde el vehículo hasta donde establecimos el “campamento”, mientras Mariela y Toto bobeaban divertidos. Odiaba a ese gordo suficiente, que le miraba el culo y el escote a mi novia en cada oportunidad. Ya me la había estado manoseando en el viaje, aprovechando que ella iba en el medio y tenía desnudas las piernas por el short cortito. Hijo de puta, me la iba a coger a la noche, ¿qué dudas cabían? Al menos me consolaba que mi corona de cuernos no iba a incrementarse con nuevos tipos, como seguramente hubiera sucedido si ella se quedaba en el pueblo y salía a bailar con sus amigas.
Toto me hizo armar la carpa. Si quería aprender a pescar, dijo, debía saber todo lo que eso conllevara. Se suponía que me iba a supervisar, así que se tiró de costado a la sombra de un árbol y de ahí me daba indicaciones: “Alisá la tierra, ahí”, Poné la base mirando pa’ la laguna”, “Más tirante. La cuerda tiene que estar más tirante”, y así. Y entre indicación e indicación, iba relojeando a Mariela, que ya se había quitado el chalequito marrón que hacía las veces de top, y se había quedado con el corpiño del bikini. Pero mi novia se aburría, así que se tiró junto al gordo degenerado, a lo largo, imitándolo pero de frente a él y dándome la espalda. La espalda y la cola. Esa cola hermosa que comenzó a distraerme y trajo los primeros errores. Toto me cagaba a pedos con cada equivocación, aunque pronto él mismo comenzó a distraerse con mi novia, que estaba recostada con él como una pareja que charla luego de haber cogido. Y cuando comencé a ver la mano de Toto acariciando alegremente las ancas de mi novia, la curva de guitarra que la dibujaba como perfecta, comencé a equivocarme más. Pero Toto ahora no me marcaba nada. Cuchicheaba y reía con Mariela.
Hasta que vi el movimiento suave y repetitivo del brazo de mi novia, y el gesto ido del gordo seboso.
—¿Q… qué pasa ahí? 
Ni me escucharon. Toto estaba como somnoliento y respiraba pesado, y mi novia no paraba de agitar el brazo —y su mano— con amorosa cadencia. Caminé los siete metros que nos separaban y me puse de pie junto a ellos. Recién ahí me vieron.
Toto tenía el vergón rechoncho por fuera de las bermudas, llegando a su plenitud gracias a la mano de mi novia, que lo tenía tomado desde el tronco y lo agitaba arriba y abajo con reluctancia.
—Mariela, ¿estás loca? ¿Qué hacés?
—Estás tardando mucho, cuerno —se quejó Toto—. Media hora para armar una carpa de mierda…
Mariela giró su rostro hacia mí, sin dejar de pajear al gordo horrible, con expresión acusatoria, como si eso que ella estaba haciendo fuera culpa mía.
—Andá, mi amor, apurate —me dijo. Yo no podía quitar la vista del glande redondo e hinchado que asomaba entre sus dedos cada vez que ésta bajaba hasta la mitad del tronco.
—S-sí, sí —dije apurado, y me fui a terminar de armar la carpa lo antes posible.
No faltaba mucho, por suerte, de otro modo creo que Toto me la hubiera garchado allí, sin más. Cuando terminé, ellos dejaron de jugar para venir conmigo.
—¡Muy bien, cuerno! —me felicitó Toto, impresionado de verdad.
Me sentí orgulloso de que el que se cogía dos veces por semana a mi novia me felicitara por hacer bien el trabajo de un hombre. Aunque el gusto era agridulce.
—No me diga cuerno. Mi novia se le deja a usted por lo del amarre.
—Tenés razón, cuerno, disculpame. —Tironeó una piola, revisó un par de estacas y me golpeó el hombro con aprobación—. Te felicito en serio, lo hiciste mejor que yo.
Se me infló el pecho de orgullo y Mariela vino a mí y se me colgó sobre el hombro, también orgullosa y con una sonrisa enamorada, aunque en el abrazo terminó limpiándose en mi cuello el pegote de líquido pre seminal, producto de la paja a Toto. En ese momento sentí —y estoy seguro que Mariela también— que cualquier cosa yo podría hacer mejor que Toto. Ya vería mi novia cuando finalmente me tocara cogerla.
—Bueno, lo mío ya está hecho —dijo Toto de pronto, como concluyendo la tarde.
—¿Cómo que ya está hecho? Lo único que me enseñó fue a armar la carpa.
—Es que es eso en lo que soy experto. Y también en conocer dónde está el mejor pique de la laguna, que es acá. Para todo lo demás están los muchachos.
Nos miramos confundidos con Mariela:
—Toto, usted dijo que le iba a cumplir el sueño de aprender a pescar a mi novio. Por eso le acepté pasar la noche en la carpa.
—¿Qué muchachos? —pregunté a la vez, y enseguida a mi novia—: ¿Cómo?
Fue cuando se escuchó el ronquido de un motor diesel y algo de maleza quebrándose bajo neumáticos. De pronto un camioncito Guerrero, de esos de la segunda guerra, oxidado, rotoso, asomó el hocico de entre unos yuyales altos y se nos clavó a diez metros nuestro, con un cuetazo del escape y un humo negro de mal augurio.
Se bajaron tres tipos más jóvenes que Toto, de entre 35 y 45 años, que parecían haberse escapado de las cloacas. Dos eran mestizos, el otro, blanquito como Mariela y yo, pero estaba tan roñoso que era difícil distinguir el color de su piel con la de los otros. Los tres eran delgados, huesudos, dos con cabellos largos y grasos, el otro con una calvicie algo avanzada, ridiculizada con una melena desprolija y de cabellos finos, de esos destinados a morir pronto.
—¡Hola, gordo! —saludaron confianzudamente. Los tres estaban de muy buen ánimo.
—Hijos de puta, pensé que ya no venían. 
Llegaron a nosotros y evaluaron a Mariela de arriba abajo, con ojos perversos, provocando que mi novia se cubriera instintivamente el torso recogiendo sus brazos. Dos de ellos se acomodaron ostensiblemente sus bultos.
—¿Esta es la pendejita que se deja fácil? —aprobó uno.
Yo había quedado congelado por la intromisión, pero la indignación por el trato a mi novia me hizo estallar.
—¿Qué? ¡Acá nadie se deja fácil nada! —Y lo miré a Toto—. ¿Quiénes son estos tipos?
—Son los muchachos que te traje para que te enseñen a pescar. Cada uno es especialista en lo suyo: Pituco, Diente de Leche y Garrapata.
—¿Especialistas de qué? Mariela, me habías dicho que solo iba a venir Toto.
—Vos debés ser el cornudo —dijo el llamado Pituco, que sonrió con suficiencia, como si ya estuviera escrito en mi destino que se iba a coger a Mariela.
Mi novia, que me había tomado del brazo y se había puesto parcialmente detrás de mí —a cubierto— aflojó su presión y se ubicó a mi lado, ahora expuesta a estos tres, y hasta un poco curiosa.
—Mi novio no es ningún cornudo —me defendió, aunque sus palabras hubieran sido más efectivas si sus ojos no se hubiesen ido tan obviamente a las entrepiernas de los recién llegados. Es que cada uno en su estilo, debo reconocerlo, eran dignos de atención. Pituco no lograba ocultar un tremendo bulto bajo su pantalón de jogging; Diente de Leche llamaba la atención porque le faltaban algunos dientes, pero se le asomaba por debajo de la botamanga del short la punta de un evidentemente largo —muy largo— vergón, pues se le veía medio glande del tamaño de una boya de 2 y ¼ pulgadas, aun sin erección; y Garrapata llevaba puesto un ridículo bañador tipo speedo, que le abultaba una montaña de verga, seguramente bastante gruesa y doblada sobre sí misma de costado, pues el borde de un tramo de carne asomaba por encima de la lycra.
—No me fío de estos tipos —le señalé a Toto, a quien aparté para hablarle a solas—. Si los mantiene a raya y no me la cogen, sigo dejando que Mariela vaya a verlo en la semana al corralón. De otro modo…
Parece que lo convencí porque lo primero que hizo fue darles órdenes y dejar las cosas claras.
—Pituco, andá con el cuerno al agua y enseñale a encarnar y esas boludeces. Diente de Leche, Garrapata, prendan el fuego y vayan preparando la comida. Yo me quedo acá con la chinita para que nadie se haga el vivo.
Me fui con Pituco, la caña, los anzuelos y mucha tranquilidad a la laguna, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Pituco era experto en encarne, señuelos y plomadas. Resulta que existe todo un micro universo de estas cosas. Hay un señuelo para cada tipo de pez, incluso para cada tipo de agua; lo mismo para encarnar; o las plomadas, que en la laguna suelen quedarse atrapadas en el barro o entre los juncos. Estuvimos como media hora, realmente el tipo sabía, y encontró en mí, un alumno entusiasta.
—¡Muy bien, cuerno! Sos una máquina de aprender.
Esta vez no tomé lo de cuerno como algo despectivo. Me quedé con su felicitación, que al cabo supongo era un reconocimiento a mi hombría. Quizá fue por la calidez de ese momento paternalista, y sabiendo que Pituco y sus amigos tendrían sobrada experiencia con mujeres, le pregunté, ya comenzando a pegar la vuelta:
—Señor Pituco, ¿qué me recomienda para la primera vez con una chica?
—¿Nunca lo hiciste con esa chinita hermosa?
—Quedamos en que lo haríamos en nuestro primer aniversario, y eso va a ser ahora en un mes y medio.
Pituco se frenó y me miró como si fuera un idiota. Me sonrojé. Estaríamos a medio camino del acampe. 
—¡Carajo que era cierto que eras terrible cornudo!
No lo dijo de manera humillante ni burlona, pero igual me sentí algo mortificado.
—No diga eso. No son cuernos si es por lo del amarre, todo el mundo lo sabe. 
Pituco se encogió de hombros y dijo parsimoniosamente.
—A este tipo de putitas solo les interesa una cosa. —Se frenó otra vez, se bajó un poco el jogging y sacó un vergón grueso y largo como una boa, igual de impresionante que el de Matanga—: Esto.
Tragué saliva. Era cinco o seis veces más ancha que la mía, no menos de cinco veces más gorda y no sé cuántas veces más larga. Parecía una boa de verdad.
—Eso… —dije, sin poder quitar mis ojos del tremendo vergón—. Eso es grosero. A una mujer le importan los sentimientos, las emociones, conectar con…
—Sí, pero a la hora de coger… —Y se señaló la pija antes de guardarla—. Creeme. Yo solo la saco, así como hice recién, las mujeres la ven, y listo. Ni siquiera tengo que hablar. Se entregan. Especialmente las casadas y las novias comprometidas.
Volvió a meter esa exageración dentro del jogging y entendí por qué no había forma de ocultarlo.
—A ver, ¿vos qué tenés?
Me sentí un poco incómodo, después de lo que había visto tenía miedo que se burlara, como alguna vez lo hicieron mis amigos, los que se cogían a Mariela antes de que yo saliera con ella. Pero le mostré lo mío. Lo poquito que tenía.
Pituco estiró una comisura de sus labios.
—Ah, sí. En tu caso está bien chamuyar con ese cuento de los sentimientos y el romanticismo. 
 

El campamento parecía deshabitado. La carpa y la camioneta de Toto estaban vacías, los leños crepitaban en el fogón pero sin cocinar nada. No se veía a nadie. Sin embargo, había vida. Entre las chicharras y los pajarracos que graznaban en las alturas, entre garzas allá lejos y mil otros insectos ruidosos, se escuchaban con claridad los gemidos de Mariela, los bufidos de un tipo y los murmullos risueños y expectantes de otros hombres. Corrí hasta el camioncito Guerrero, que era desde donde venía todo el jolgorio, y allí estaban, en la caja a cielo abierto de esa chatarra infecta: Mariela en cuatro, tirada sobre una colchoneta roñosa, y Toto dándole bomba desde atrás, soldado a sus ancas y su culo con las manazas que la sostenían y la llevaban hacia sí, para clavarla más fuerte. Los otros dos hijos de puta —Garrapata y Diente de Leche— observaban uno de cada lado con expresión de asombro, apretando y aflojando suavemente los vergones monstruosos que, ahora sí, los habían sacado afuera sin el menor prurito.
—¿Qué carajos es eso? —exclamé casi con horror. Como yo estaba debajo del camión, veía la penetración prácticamente a mi altura, a un metro o poco más. La verga venosa entrando limpia y brillante en la conchita apretadita pero siempre receptiva de mi novia.
Toto ni se mosqueó, siguió bombeando. Mariela giró el rostro hacia mí y dijo ente jadeos:
—No es lo que te pensás, Guampi… lo estamos haciendo por vos…
Me subí a la caja del camión con la dificultad de mi temblequeo. Toto me saludó con su sonrisa de no estar haciendo nada malo, sin dejar de bombear a mi novia ni por un segundo. Los demás —ahora también Pituco— se tocaban azorados.
—¡Creí que tenía un trato con usted!
—Y te estoy cumpliendo, cuerno. El trato era que no dejara que te la cogieran, y no te la están cogiendo.
—Mi amor, Toto accedió a ense… ¡ahhhhhh…!! Dame la mano, Guampi —fui hasta la otra punta de la colchoneta, que en verdad era un colchón tan viejo y gastado que se había aplastado como una suela, y me agaché quedando cara a cara con Mariela. El bombeo le agitaba la cabeza como una maraca. Le di la mano y me la tomó fuerte, como a veces sucedía cuando le entraba Matanga— ¡Ahhhhhhh…!! —volvió a explotar—. Toto les está mostrando a los chicos cómo hacer para ayudarnos con lo del amarre… ¡Ahhhhhh…!
—¡Toto, por favor, pare de cogérmela!
—No puedo, cuerno, les estoy mostrando cómo tienen que hacer para que sea un amarre y no sean cuernos. —Entonces clavó a mi novia hasta los huevos con violencia, luego giró hacia sus amigos y explicó—: Así, toda la verga adentro del putón. —Los demás asintieron— Ni un centímetro afuera. —Y clavó todavía más fuerte, haciendo que Mariela se me trepara a la cabeza y me gimiera todo su placer en la cara. Sus tetitas me quedaron en la quijada, casi en los labios, y se me paró.
—¡Ahhhhhhhh…! Mi amooor…—Mariela transpiraba gotones espesos y me suplicó a los ojos con gesto de dolor-placer—. Te juro que esto es por nosotros… 
Toto, detrás de ella, la sacó toda. Se le veía la satisfacción de cogerse ese cuerpito perfecto en la lascivia y sonrisa sádica con la que miraba su verga entrando o saliendo de la conchita de la novia del cornudo. Siguió explicando.
—Y cuando viene la leche, también: ¡toda adentro! Así…
Dejó de mirar a sus panas y se concentró en la cintura y el culazo de Mariela. La agarró como a una cosa y empezó a bombear ya más rápido y sin interrupciones. Adentro y afuera, adentro y afuera…
—Mi amor… —regresó mi novia conmigo—. Me creés que esto es por nosotros, ¿no?
Era una mentira flagrante, que no correspondía con ella, ni con nosotros como pareja, ni con nuestro amor. Pero yo estaba tan empalmado como cada vez que este gordo hijo de puta me la garchaba.
—S-sí, mi vida… —mentí, y tragué saliva, porque ya conocía a Toto y me di cuenta por su respiración y gestos que estaba a punto de llenármela de leche—. Te creo… 
—Así… Así… —repetía Toto, bombeando cada vez más rápido mientras miraba a sus amigos con una sonrisa sádica—. Así… Toda la leche aden… Ohhhhhhhhhh…
Toto comenzó a acabar. Mariela se me puso nariz contra nariz y me dijo:
—Toda la leche adentro, Guampi…
Yo no supe qué decir, así que dije una pavada:
—Si es por el amarre, está bien…
Y atrás, Toto, apuñalándole la conchita con la pija:
—Te la lleno, cuerno, te la sigo llenando… Ahhhhhhhh… 
Fue como si la palabrita proferida por Toto la hubiera autorizado a Mariela a decírmelo también.
—Sí, cuerno, es por el amarre…
Y cerró los ojos y comenzó a morderse el labio inferior, disfrutando de la tibieza de la leche que comenzaban a volcarle adentro. 
—Te la estoy llenando, cuerno —de nuevo Toto—. ¿La sentís, putón?
Pero Mariela no le respondió, leal a mí. Solo gemía un orgasmo largo y morboso:
—Ahhhhhhhhh —murmuró casi inaudible—. ¡hijo de putaaaaahhhhh…!
Cada manaza tomaba un glúteo completo, lo apretaba y lo blanqueaba con la presión, la panza del gordo desagradable se le apoyaba en la punta de la cola de mi novia, y abajo la verga entraba limpia. Las estocadas fueron aflojando muy de a poco, a la vez que Toto, bufando, les sonreía a sus compinches, que todavía se masajeaban las vergas.
—¿Vieron cómo se hace? Ahora ustedes también pueden cogerse a esta putita sin hacerlo cornudo al cuerno.
Así que por ahí venía la cosa.
—Mariela, no vas a dejarte también por estos zánganos.
—No, mi amor, además ni deben querer, vinieron a enseñarte a pescar.
Pero la verdad era que ver cómo Toto la usaba de puta personal, un poco me calentaba. Y ver los vergones gordos, desproporcionados, de los otros tres vagos, me daba un poco de curiosidad. ¿Se dejaría mi novia por estos tres nuevos hijos de puta? En el fondo, sabía que sí; solo me lo preguntaba para justificar mis deseos culposos. 
Con mi pijita parada, oculta bajo el pantalón, vi que detrás del culo de mi novia Toto retiró su vergón embadurnado de leche y flujos. Mariela aprovechó y me besó, como cada vez que se la sacaban hasta dejarla vacía de macho.
—Mi amor, te amo… —dijo con la conchita chorreándole leche de otro—. Esto del amarre está funcionando, te amo más que nunca.
Mariela me acariciaba el rostro sin sospechar que ya estaba deseando dejarla sola con alguno de los nuevos, para ver qué hacía ella. Me hice el indignado y les dije de mala manera.
—Bueno, dejen de mirar cómo Toto se coge a mi novia. Vinimos a que me enseñen a pescar. —No iba a llevarme otra vez a Pituco. Porque ya me había enseñado lo suyo, pero sobre todo porque, tan solo pensar que lo que le vi abajo podría meterlo en mi novia, me la estaba haciendo parar de nuevo—. ¡Le toca a usted! —le dije a Garrapata, y me bajé del camión antes de que todos amaguen bajarse. Ya estaba decidido: descontaba que los nuevos zánganos intentarían cogerse a mi novia, pero quería ver si Mariela era capaz de dejarse por tipos tan feos, creyendo que yo estaba en desacuerdo. 
O eso me hice creer a mí mismo.

Nos fuimos con Garrapata a la laguna, dejando a los tres hombres y a mi novia semidesnuda sobre una colchoneta en la caja de un camión. Mi pijita no lograba bajarse, y Garrapata me hablaba de cosas de pesca pero yo ni lo escuchaba. Creo que Garrapata también quería terminar conmigo de inmediato para volver con Mariela y ver si tenía alguna chance.
Cuando llegamos al borde de la laguna, le dije que me había olvidado los señuelos y que me espere un minuto que ya volvía. Por supuesto que no fui por los señuelos. Había dejado a mi novia a merced de tres degenerados con vergas del tamaño de brazos de bebé (y en el caso de Pituco, brazo de niñito), y necesitaba confirmar mis sospechas. Me acerqué al camión, por el frente, para que no me vieran. Desde ya nadie se había bajado. Fui despacio, sin hacer ruido, aunque nadie me hubiera escuchado de todos modos, porque el sonido venía —otra vez— desde la caja del Guerrero.
—Ohhhhh… Mmmmmm…
—Quietita… Quietita que va a ir entrando toda…
Me metí al camión por la cabina y me arrodillé en el asiento, pero mirando hacia atrás, hacia la caja del camión, que podía ver por el ventanuco sucio que unía caja y cabina.
Y sí. Mi novia no se había bajado. Mi novia seguía en cuatro, como la dejé, pero con Diente de Leche atrás, y Pituco sentado frente a ella, con el vergón inhumano delante para que Mariela lo tomara con sus dos manos y lo masajeara con reluctancia, y lo mirara con la devoción que se le da a una deidad. Los veía perfectamente. El ventanuco rectangular les daba un marco y era como si estuviera mirando una película porno en un cine. Vi claramente cómo los ojos de mi novia se achinaban cada vez que Diente de Leche empujaba su verga un poco más adentro y cómo de pronto, ya rendida a la magnifica pija que estaba masajeando con sus manos, abrió enorme su boca y comenzó a tragar carne, ahora con los ojos cerrados.
—Hija de puta… —murmuré, y de pronto me encontré con la pijita afuera y pajeándome como un auténtico cornudo—. No son cuernos… —me convencía a mí mismo—. Es por el amarre… no son cuernos… 
Y le empecé a dar manotazos a mi pija —fap! fap! fap! fap!— sin sacar los ojos de la figura de diosa de mi novia, en corpiño de bikini ya medio suelto y con la tanguita estirada de muslo a muslo, a punto de romperse, clavada atrás, ensanchándose y mamando verga de dos tipos que habíamos conocido una hora antes.
Toto se asomaba cada tanto por fuera de la caja, como campaneando por si yo regresaba. No sabía que estaba viéndolos desde el interior del camión. Diente de Leche ya comenzaba a bombearla con algo de ritmo, aunque por la velocidad, no creía que tuviera toda la pija dentro de mi novia, de seguro el bombeo era para ir entrándole más hondo centímetro a centímetro. Era una imagen que me aceleraba, pero lo que de verdad era hipnótico —y a riesgo de quedar como un idiota, me enamoraba— era el rostro de mi novia mamando esa verga inhumana de Pituco; la manera de tomarla con sus dos manos, los ojos ciegos, la mejilla blanco-sonrosada acariciando la verga para volver a encontrarse con la boca y volver a tragar… el masajeo lento pero incesante sobre la piel, que subía y bajaba y se iba tiñendo con el brillo de la saliva de mi novia.
—El cornudo debe estar con la cañita en la laguna —festejó Toto—. Les dije que esta putita era especial, ¿no? El novio es un imbécil, va a dejar que se la cojan las veces que quieran con el cuentito ése de la brujería.
Mariela sacó la verga de su boca y amonestó al gordo cretino.
—No hable así de Guampablo. No es ningún tonto, solo me quiere mucho y me respeta con lo del amarre. 
De atrás comenzaron a agitarla con más violencia. 
—Te hago tope en dos pijazos más, putón —le anunció Diente de Leche—. Te la pongo hasta los huevos y empiezo el bombeo en serio.
—Dele con lo que tenga, yo me aguanto todo —respondió mi novia al macho que la empernaba, para girar luego su rostro a Toto— ¡Y mi novio no es ningún cornudo!
Y cerrando los ojos nuevamente retomó la felación sobre el vergón de Pituco.
Los últimos meses no solo me había acostumbrado a que Matanga y Toto me cogieran a Mariela regularmente, también había comenzado a gustarme. Por más que me lo negara, en mi interior disfrutaba de ver a mi amada cerrando los ojos y abandonarse al placer de los vergones de esos dos hijos de puta. Su disfrute era también el mío, aunque mi orgullo y prejuicio hacían que me quejara con los tres a cada momento. Lo cierto es que me daba cuenta que mi pijita, además de inexperta, era varias veces más pequeña y modesta que los vergones de esos dos hombres, y sabía en mi fuero más íntimo que el espectáculo que brindaban profanando el honor de mi novia no lo podría igualar yo ni en diez vidas.  Sí, celaba esas cogidas y a la vez las admiraba.
Ahora bien: esto era otra cosa. Acá no había amarre, no había referencia de una tía ni un ritual que hiciera creíble que Mariela se dejara tan fácil y de manera tan barata por tres tipos que trajeron al solo efecto de cogérsela. Y eso era lo nuevo, y eso era lo que más me indignaba y a la vez —o justamente por eso— me morboseaba. Sí, las pijas de esos tres eran enormes, pero a esa altura ya comenzaba a sospechar que en verdad no era tanto que las demás pijas fueran tan grandes, sino que la mía era pequeña. Las pijas de esos tres, como ahora la de Diente de Leche, se veían sórdidas penetrando la rajita delicada y rosada de mi novia, y ese acto vil y barato era en sí mismo hermoso, excitante, y seguramente sería romántico si yo estuviera a su lado tomándole la mano. 
Diente de Leche clavaba, y clavaba. Y volvía a clavar. Con furia, ahora. Miraba la profanación con cada pijazao y parecía que se estaba vengando o tratando de enseñarle alguna lección a esa nenita delicada y de buena familia; tal vez se cogía en ella a todas las chinitas lindas que siempre le habían despreciado, no lo sé. Se la clavaba con tal violencia que de a poco mi novia se fue corriendo más y más hacia adelante, apenas aguantada por el vergón de Pituco, que la sostenía desde la boca como un pez atrapado en un anzuelo.
—¡Sentila, pedazo de puta! ¡Sentí mi verga bien adentro!
Mariela amagó a responder, pero apenas si alcanzó a tomar una bocanada de aire y seguir mamando. Diente de Leche ahora se elevaba un poco para clavar en la conchita desde cierta altura y llegar más profundo. Mariela jadeó fuerte cuando le entraron en esta nueva posición.
—Por Dios…
—La sentís así, ¿no, putón? Decime si es más grande que la del cornudo de tu novio.
—Sí… Sí… Es mucho más grande…
Parecía una criatura mezcla de humano y bestia, 
—Te voy a llenar de leche, ¿me entendés? Ahora, hoy a la noche y mañana todo el día… ¿me escuchás?
—Sí… Sí, Diente de Leche… Las veces que quiera…
Un proto hombre demasiado huesudo, de cabellos largos y grasosos sometiendo a una damita delicada, bombeándola hacia abajo con violencia, sometiéndole las ancas para abajo, rebotándolas para volverlas a clavar con brutalidad, como si la martillara contra el piso del camión.
—Y si el cuerno no quiere, que se vaya…
—Yo lo convenzo… Yo lo convenzo, usted lléneme nomás…
Ya estaba para acabar, el hijo de puta. Yo no tenía nada de experiencia sexual, pero estaba adquiriendo experiencia en tipos que disfrutaban con mi novia. Y la expresión de Diente de Leche ahora, esa mirada casi perdida mientras apiñaba las nalgas de Mariela para entrarle más fuerte, eran como un anuncio de que estaba a punto de acabar. Con los empujones Mariela se fue subiendo sobre Pituco, y éste tuvo que ir corriéndose hacia atrás, para que la cabeza de ella siguiera a la altura de la mamada. Pituco terminó respaldado sobre la cabina, tapándome una breve franja de la ventana, y el rostro de Mariela, de ojos cerrados y chinescos, mamando verga casi sobre el vidrio, me quitó el aire de los pulmones.
—Mi amor… —murmuré.
Y fue como si me hubiera oído con el corazón, porque abrió los ojos en ese momento, justo cuando Diente de Leche le gritaba “¡Te lo echo, putón!”. Y me vio al otro lado de la ventanita, quedando casi cara a cara conmigo. Sonrió, Mariela, y enseguida se ve que sintió la leche tibia adentro y su expresión cambió a un placer íntimo, único, como si degustara el más exquisito chocolate, o sintiera un caudal de leche de macho entrándole mientras miraba a los ojos a su novio. 
—Sííííí… Sí, putón, sentila toda… —aullaba Diente de Leche, con bombeo furioso, desquitándose. 
Pituco se levantó, ya Mariela no le chupaba la pija porque tenía su rostro sobre la ventana. Y porque el tipo ahora tenía otras intenciones.
Diente de Leche fue bombeando cada vez con menor potencia, jadeando aún fuerte e insultando a mi novia con voz más apagada. Finalmente mandó una última estocada hasta el fondo, profunda, bien hasta los huevos, como para dejarle adentro hasta la última gota.
Mariela me miró a los ojos, sonrió, y le leí en los labios: “Mi amor…”.
Fue cuando acabé. ¿Cómo no hacerlo? Ella lo notó, se mordió el labio inferior y me dijo en silencio “Te amo”. Luego giró la cabeza hacia atrás y ahora habló en voz bien alta.
—El que sigue.
Pituco corrió casi de un empujón a Diente de Leche, que se estaba escurriendo la verga sobre la nalga de mi novia. Se afirmó sobre sus piernas, acomodó el pijón grosero entre sus manos y arremetió contra la débil humanidad de mi noviecita. Y a pesar de que estaba empapada de leche y jugos propios, su vergón era tan grueso que aún así le costó cuatro o cinco estocadas para clavarla bien a fondo y comenzar a bombear como Dios manda.
—Qué buena puta, por Dios… —la alababa Pituco.
La cabeza de Mariela comenzó a sacudirse nuevamente, pero esta vez golpeteaba contra el vidrio. Se la iba a coger no menos de veinte minutos, estaba seguro.
Escuché un ruido de pasto seco pisado a un lado y vi que Garrapata había llegado y me vio arrodillado dentro de la cabina del camión, girado hacia atrás para espiar cómo se garchaban a mi novia. Sonrió y fue hacia la entrada de la caja, a encontrarse con sus amigos. No sé si alcanzó a ver lo colorado que me puse. Mariela, de seguro no. Estaba otra vez con los ojos cerrados, recibiendo pija.
Vi a Garrapata subir al camión y lo que pensé fue: me la van a coger toda la tarde, de uno en uno, recuperándose para volver a iniciar. 
Y fue algo así. Pero cuando Pituco me la terminó de coger y Garrapata se preparaba para iniciar su primera cogida, Toto bajó de la caja del camión y vino a verme a la cabina.
—¿Sabés por qué te la están cogiendo, no?
La respuesta tal vez era que porque yo era un cobarde poco hombre. Traté de ocultar mis manos chorreadas de mi propio semen y dije:
—Porque ahora sus amigos también saben cómo hacer el ritual del amarre, ¿no?
—Lo importante es que no son cuernos —me dijo, justo cuando la cabeza de mi novia comenzaba a golpetear rítmicamente contra el vidrio del ventanuco, al compás del bombeo que ya Garrapata le imprimía a su cogida—. Te la van a garchar seguido y tenés que acostumbrarte, al final es por ustedes que lo van a hacer. Como yo. Son buenos tipos, te la van a coger bien sin hacerte cornudo, ¿entendés?
Yo asentí en silencio, como un niño azorado. Toto se alejó sonriendo y basculando su cabeza con incredulidad, y regresó a la caja del camión.
Me la cogieron toda la tarde. Solo hubo intervalos para que mi novia fuera al baño y comiera y bebiera algo (ellos lo iban haciendo mientras era el turno de otro).
También me la cogieron a la noche, en la carpa, cuando se suponía que debíamos dormir. Iban entrando siempre de a uno, en turnos, y se acostaban bajo la frazada detrás de mi novia, que estaba frente a mí, tomándome las manos y besándome. Estaba oscuro pero algo se veía. Aunque lo más notorio no era ver, sino oír las respiraciones de ellos cargados de deseo y masculinidad, horadándola abajo y provocando las nuevas respiraciones de mi Marielita, solo que femeninas, aunque igual de deseosas.
Con cada uno que se la iba cogiendo —y esto fue así casi toda la noche— Mariela me tomaba de la pijita. No me pajeaba. Simplemente me la tenía, mientras le daban bomba, como si se sostuviera de mí. Aunque no me lo dijo, estoy seguro que buscaba constatar que la tuviera dura mientras se la cogían. Y también estoy seguro que sonreía en la oscuridad, disfrutando de mi silencio y resignación.
Le dieron dos veces más cada uno, esa noche, y también la empernaron toda la tarde del domingo (pues nos despertamos pasado el mediodía).
Fue atroz. Fue la vez que más veces me la llenaron de leche en un fin de semana. Al menos por mucho tiempo.
—Desde ahora, mi amor —me dijo Mariela ya regresando a casa en la camioneta de Toto— tenemos a Matanga y cuatro amigos para ayudarnos con lo del amarre.
—Yo te la voy a seguir cogiendo martes y jueves, cuerno —me dijo Toto, riendo. 
Mariela también rio.
—Martes y jueves son para Toto. Después hablá con los otros chicos para ver qué día le toca a cada uno.
Me estaba pidiendo que negocie con los otros machos un calendario de cogidas para que se disfruten a mi novia. Mi pijita pegó un respingo dentro de mi pantalón.
—Sí, mi amor…
—Y me tenés que acompañar a la casa de cada uno de ellos, no vas a dejar que me lleven a un descampado…
—E-está bien, mi amor…
—Y así de paso les agradecés lo que hacen por nosotros…
—Claro, mi amor…
Mariela sonrió, me dio un besito en la frente y se recostó sobre Toto, a quien le buscó la verga para pajearlo durante todo el viaje de regreso.

FIN

El Amarre 04 — Version 1.1 (23/07/2022)
(c) Rebelde Buey


14 COMENTAR ACÁ:

Anónimo dijo...

Excelente relato! Me gustó mucho. Directo y al grano. Con morbo a mil. Se hace corto de lo bueno que es. Felicidades.

Anónimo dijo...

Que bueno que volviste, ya extrañaba tus morbosos relatos

Anónimo dijo...

Regreso fantastico. Excelente capítulo, de lo mejor! Ya te extrañabamos, Rebelde. Que no tarde tanto el proximo...

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias! en verdad el relato era un poco más largo, pero le recorté mucho en toda la parte del principio para llegar a lo sexual más pronto jajaja

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias, anónimo!! <3

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias, amigo. espero no tardar tanto, pero está complicado. voy sacando texto como puedo. pero siempre empujando (como Toto y Diente de Leche jajajaj)

Anónimo dijo...

que gran relato!!!, esperamos ver el proximo que ya le toca al cuerno desvirgar a su novia y que el amarre funcione jeje

David tatuado dijo...

Excelente relato!! Te extrañamos!!
Me parece que en el próximo capítulo Toto o algún macho le tiene que enseñar a él cómo hacerlo y luego que el practique mucho con una de plástico mientras Mariela lo alienta

Rebelde Buey dijo...

jajaja no está nada mal esa idea =P

Anónimo dijo...

la historia esta muy buena, siempre es bueno leer un relato nuevo tuyo

Anónimo dijo...

Qué buen relato. Se extrañaban!
Parece que al cornudo hay que ponerle una jaula de castidad para controlar esas pequeñas erecciones XD

Anónimo dijo...

Que morbo, son excelentes tus relatos, es como ver una película en la cabeza. Imposible no imaginar a la mujer de uno en esa camioneta

Faus dijo...

"Fue atroz. Fue la vez que más veces me la llenaron de leche en un fin de semana. Al menos por mucho tiempo".
Estaría bueno algún anexo contando que pasó ese otro día, copate jaja

Rebelde Buey dijo...

no hay un relato sobre lo que sucedió ese finde (pues sería parecido a lo que ya se contó en este capítulo). Pero sí hay dos o tres historias más de esta pareja, que tengo esbozadas en una carpeta, y que esperan ser contadas alguna vez.
Muchas gracias por comentar.

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