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viernes, 1 de septiembre de 2023

Dando la Nota

 Abajo, la recopilación de la miniserie completa.


DANDO LA NOTA I: ZICUTA (VERSIÓN 1.2)
Por Rebelde Buey


—¿Vas a ir vestida así?
—¿Qué tiene? No empieces, ¿eh?
Kenaya estaba vestida con una camisola naranja y liviana, de mangas largas, cuyo primer botón —el de arriba— le hacía un escote enorme que destacaba sus aún más enormes pechos, y mostraba mucho más de lo aconsejable. Era una invitación a mirarla y chiflarle groserías en medio de la calle. Abajo, un short entonado, también muy liviano, casi un pijama, que con el culazo que tenía mi mujer, la hacía lucir ya no solo muy bonita, ya no solo muy sexy, sino casi como un putón de book empresarial. Era el tipo de ropa que se ponía cuando salíamos a bailar o a algún recital. Y últimamente, el que usaba en sus “salidas de chicas”, cada vez más habituales.
—Es una reunión escolar —me quejé.
—No es una reunión escolar. Voy a hablar con algunos profesores para que Zico no repita el año.
Que lo dijera en plural (“profesores”) me alivió, en un principio. Estaba preocupado porque entendía que iba a la casa de uno de ellos a convencerlo de cambiar las notas de Zicuta, y vestida así, quizá se le pudiera sugerir una manera inmoral, deshonesta de negociación. Pero si la reunión era con varios profesores, sería imposible que uno se atreviera a tomar alguna iniciativa tan reprobable, a riesgo de quedar como un patán delante de los otros.
—¿Cuántos profesores van? —pregunté. Cuantos más, mejor, pensé.
Estábamos en el baño, ella pasándose un labial carmín frente al enorme espejo, estirando la cara hacia el vidrio y sacando trompa. El rojo sangre le agregaba sensualidad al contrastarse con el tono oscuro de su piel. 
—Tres. El de Historia, el de Geografía y otro más que no sé.
Zicuta había reprobado nueve materias en el colegio, por eso iba a repetir y, por ende, perder el año.
—¿Solo tres? ¿Y los demás?
—Voy a tratar de convencerlos en tandas. No puedo encargarme de nueve tipos a la vez, ya no tengo quince años.
El comentario podía tomarse de muchas maneras. Especialmente porque yo conocía su prontuario de adolescente, fruto del cual había nacido Zicuta.
Kenaya terminó con el labial, lo guardó y se miró. Inmediatamente se acomodó el short, calzándoselo bien arriba y enterrándoselo todavía más en el culazo que Dios le había dado. Aproveché que la tenía dándome la espalda y en puntas de pie, mientras terminaba de arreglarse, y le pasé la mano completa por toda la redondez de su generoso trasero. Kenaya me sonrió por el espejo.
—Mmm… no me hagas así que me vas a calentar.
Quité la mano de inmediato, como si me hubiera quemado. Lo último que quería era mandarla excitada a una casa con tres tipos.
—¿Y entonces? —regresé—. Con los otros profesores, ¿qué?
—Me los tendré que bajar de a tres. —Tomó uno de los perfumes de su estante—. Estoy arreglándolo…
—¿Cómo bajar? ¿A quién te tenés que bajar?
Se colocó unas gotas en sus dedos, y de los dedos al cuello y al medio de sus pechos. Era la fragancia dulce y femenina que usaba conmigo cuando salíamos. Solamente olerla ya me hacía parar la pija.
—Subir. Subir las notas. Tendré que convencerlos de que le suban las notas a Zico.
—Pero dijiste “bajar”.
—Es que estoy nerviosa, ya me dijeron que va a ser una negociación muy larga y dura. —Giró y me tomó de las manos—. No sabés cómo me gustaría que pudieras venir conmigo a hablar con esos tipos. En fin…
—Puedo, mi amor... Es más, ¡quiero!
—¿Y dejar a mi pobre chiquitín solo durante la noche? No, Amadeo, me quedo más tranquila si sé que vos estás acá, cuidándolo.
—¡Tiene 16 años!
Por toda respuesta, me ignoró, me dio un besito en la nariz y giró, ya lista para salir. Volví a verla de atrás, los muslos desnudos y poderosos que terminaban en un culo redondo y apretadito, con el short metiéndosele a presión en medio de la raya. 
—Mi amor, a la noche, cuando vuelvas, no te salvás.
—Ay, Amadeo, no me esperes despierto, no sé cuánto tiempo me va a tomar convencerlos. —Se acomodó las tetas en el escote, no tanto para que se le vieran más, sino para que le queden firmes y paradas. Estaba hecha una diosa—. Son tres, acordate...



Los voy a poner en tema. Y disculpen que no lo haya hecho antes, es que ver a mi mujer salir vestida así, tan sexy, a una casa llena de hombres, me puso un poco nervioso. Estoy juntado con Kenaya desde hace tres años. Somos como un matrimonio. La traje a vivir a mi casa cuando su ex dejó de pasarle pensión alimentaria y su sueldo ya no le alcanzó para el alquiler. Ella vino con todo su amor, su encanto, su alegre y caribeño buen humor y su sexualidad siempre dispuesta. Pero también vino con su hijo: un pendejo hijo de puta llamado Zico, al que apodaban Zicuta, porque era venenoso. 
Kenaya era un encanto, y una bomba también. Por eso me enloquecía. Una bomba que había tomado pésimas decisiones en su pasado y tenido una vida turbulenta, llena de excesos. Había sido muy promiscua en su adolescencia, eligiendo “chicos malos” uno tras otro hasta que un brasilero semi marginal la dejó embarazada. El brasilero —quizá espantado por la responsabilidad— se volvió a Río de Janeiro y por diez años no tuvieron noticias de él. Hasta que un día regresó a Argentina y luego de presiones legales, comenzó a pasar la pensión. (Hasta que dejó de pasarla).
Desgraciadamente, en esos diez años que el papá de Zicuta se evaporó, Kenaya no aprendió lección ninguna, y volvió a ser tan promiscua como de adolescente, acostándose invariablemente con hijos de puta marginales, tipos sin trabajo, guachos que la maltrataban y todo lo que ya se imaginan.
¿Y Zicuta?, se preguntarán. Zicuta me despreció desde el día en que nos presentaron. Como si yo no fuera lo suficientemente hombre para su madre. Y cuando se vinieron a vivir conmigo me lo hacía saber siempre que quedábamos solos en la casa, cuando su madre se iba a ver a una amiga o a la casa del padre de Zico, para seguir reclamándole lo de la pensión.
—Te la está cogiendo, cornudo —me provocaba—. ¿A qué te pensás que fue mamá a lo de mi viejo? Extraña lo que es estar con un macho.
Por supuesto no le di la menor importancia… al principio. Cuando Kenaya salía en sus “noches de chicas”, Zicuta me decía que estarían en un boliche swinger haciéndose garchar en manada. Así que era siempre lo mismo: un pequeño cobarde resentido que solo chillaba cuando mami no estaba por ahí.
Pero pasado el primer año, cuando ellos se terminaron de establecer en casa y ya comenzaron a sentirla suya —sobre todo Kenaya, Zicuta nunca se adaptó— mi morena mujer comenzó a salir sola más seguido. Primero con excusas y razones plausibles; luego, ya no tanto. Y finalmente este último tercer año saliendo sola —con amigas, quiero decir— al menos dos o tres veces por mes, sin mayor explicación que la clásica “noche de chicas”. No quería que yo también saliera. Me exhortaba a quedarme con su hijo, para cuidarlo y para que tuviéramos más oportunidades de conectar, de hacernos amigos, como decía ella. Me trabajaba con la culpa y yo me quedaba en casa mientras ella se iba a bailar y regresaba a las 8 A.M.
—Te la están garchando, cuerno —me toreaba Zicuta—. A esta hora debe estar con la minifalda por la cintura, esa que le viste ponerse, y recibiendo pija en el box de un baño público.
Ése era el pequeño monstruo con el que debía “hacerme amigo”. Cada viernes, o viernes por medio, era así. Una vez se lo comenté a Kenaya y por supuesto no me creyó. Otra noche en que ella salió, grabé a Zicuta diciéndome ese tipo de cosas, para que mi mujer no pensara que estaba loco, o celoso del niño. Pero cuando escuché el audio, lo borré de inmediato: es que tuve la sensación, por primera vez, de que Zicuta tenía razón. No que se la estuvieran cogiendo en un baño en ese momento (o sí, Kenaya lo había hecho innumerables veces en su vida alocada), sino que en cada salida se la cogieran, ya sean tipos al azar levantados en boliches, o citas arregladas previamente en la semana con alguien conocido. Salía de casa a las doce de la noche y regresaba casi siempre cerca de las ocho de la mañana. Tenía tiempo de coger y hasta dormir un poco en el hotel, si quisiera.
Porque está bien eso de salir con amigas, incluso si iban a bailar. Ahora, ¿qué necesidad tenía de ir cada vez más y más puta? ¿Para quién se arreglaba así? ¿Cuál era el punto de vestirse de esa manera? Es cierto que ella siempre fue de andar sexy en cualquier salida, yo mismo la conocí así. Pero a mí me parecía que últimamente optaba por ropa demasiado escandalosa. Y peor aún, no andaba tan puta cuando salía conmigo.
Ahora se estaba tomando un Uber para ir a lo de los profesores. La espié por la persiana del living. Con ese conjuntito estaba hecha una dama de lo más sensual… o un putón bombástico. Como sea, cuando el tipejo del Uber la vio venir, se bajó del auto en un santiamén y se hizo el caballeroso, sonriéndole de manera pajera y abriéndole la puerta de atrás, llevándola de la cintura y espiándole las tetotas que se le salían del escote hasta el borde los pezones, cuando Kenaya se inclinó para sentarse atrás.
El Uber se fue y por primera vez tuve la sensación fuerte, igual a una premonición, de que esa noche me la iban a coger.
—Esta noche te la van a coger… 
Zicuta apareció con su sonrisa de villano, leyéndome la mente.
—Dejá de decir boludeces —le recriminé. Aunque mi convicción ya no era la de otros tiempos.
Como a la hora comencé a hacer la cena. No soy muy ducho en la cocina, ese es territorio de mi mujer. De modo que en un momento me encontré con el horno a pleno, un pastel de papa adentro, sin saber cuándo sacarlo. Pude fijarme en internet. Pude llamar a mi madre. Y, sin embargo, como un tonto inseguro, tuve la necesidad de llamar y preguntarle a Kenaya. 
Necesitaba escucharla. Saber que estaba ahí para contar con ella. Saber que no se la estaban cogiendo.
—Síííhhh… —me atendió muy agitada, casi jadeando—. ¿Quéhhh… pasaaahhh…?
Se hizo un silencio, a la espera de mi respuesta. Yo me quedé mudo porque ella fue algo cortante. Quiero decir, la esperaba más relajada y que al menos me terminara alguna frase con un “mi amor”. Esos dos segundos de silencio fueron extraños. Juraría que escuché ruidos de succión. Como cuando uno exprime los últimos gotones de una botella de yogurt bebible. Me pareció que el chup-chup era rítmico.
—H-hola… —dije aturdido—. ¿Estás bien?
Otro jadeo y el sonido de succión se apagó.
—Síhhh… ¿qué pasa…?
De pronto recordé por qué la había llamado.
—El pastel…
Otra vez el silencio con el chup-chup lejano. Esta vez, además, la escuché respirar pesado.
—¿Qué pastel? Mi amor, estoy con los profesores tratando de que revean lo de Zico.
—Sí, sí. El pastel de papa. Una vez que lo pongo en el horno…
Y de pronto, la voz de un tipo, seguramente de uno de los profesores.
—Hasta la base… ¿a ver si llegás…?
No estoy seguro que fuera eso lo que escuché, estaba un poco paranoico, para qué mentir. Seguramente, no. No, claro que no. La voz estaba alejada. Hasta podría haber sido una tele de fondo.
—¿M-me escuchás, Kenaya?
Esta vez no hubo silencio. Escuché un gorgoteo, como si alguien de pronto se ahogara. Una risita masculina de satisfacción. El ahogo se disipó, escuché a mi mujer tomando aire violentamente con la boca y recién entonces me respondió.
—Sí, mi amor… ¿Qué pasa con el pastel de paja? ¡De papa!
Respiraba agitada. Respiraba como cuando alguna vez cogíamos, como en una de mis mejores noches. ¿Qué estaba pasando?
—Una vez que lo pongo en el horno, ¿cuánto lo dejo para sacarlo?
Otra vez el chup-chup rítmico. Y además, Kenaya respiraba sonoramente, como si estuviera haciendo algún esfuerzo. O tal vez solo me parecía: todo sonaba más o menos lejos del teléfono, como si hubiese girado o levantado la cabeza.
—Esto es más de 20x6, te lo aseguro… —dijo de pronto mi mujer. No me hablaba a mí, evidentemente hablaba en otra dirección—. No va a entrar por atrás, es muy grande…
—¿Kenaya? ¿20x6 qué?
Me pareció oír un “mmm” y una risita, y el aliento de mi mujer volvió al micrófono del celular.
—Veinte minutos a fuego fuerte, por seis con el horno apagado.
Ahora, sí. Tenía sentido.
—¿Mi vida, estás bien? Te noto algo distraída.
—Amadeo, te dejo porque si no, no van a aprobar a Zico. —Yo me estaba volviendo loco, todo era muy raro. Le iba a pedir que volviera, que me estaba sintiendo mal, cuando escuché claramente, de fondo, grave por la distancia, el sonido de un timbre. Insistente y jocoso timbre—. Ahí cayó otro amigo del profe de Geografía.
—¿Amigo? ¿Cómo amigo? ¿Cómo “otro”? ¿No tenías que hablar sólo con tres profe…?
—Te dejo, tengo que retomar esta durísima negociación.



Terminé de cocinar, puse la mesa y llamé a Zicuta mientras servía la comida. Mis pensamientos estaban a mil, desatados de imaginación por lo que había escuchado al teléfono. Quería pensar, calmarme. No necesitaba el cinismo de un niñato.
—Te la están cogiendo, cornudo. Lo sabés. Le están entrando verga y vos acá mansito como un flor de pelotudo.
Yo ya venía transpirando y con la respiración agitada, aún antes de esto.
—Estás hablando de tu madre, Zicuta. Querés desquitarte conmigo y la insultás a ella.
—Un hombre en serio ya me hubiera cagado a trompadas… —dijo, no sin algo de razón.
Claro que si le ponía un dedo encima se terminaba mi relación con Kenaya. Y hasta podría terminar con una denuncia seria, tal vez hasta preso un par de días.
—Si tu vieja es tan puta como decís, el brasilero drogón de tu viejo que se supone que admirás, también fue un cornudo.
Pensé que lo había arrinconado, que lo mortificaría con lo de su padre. Pero mi cabeza seguía imaginando a mi mujer chupando las vergas de tres tipos, así que lo dije con voz temblorosa y eso me jugó en contra.
Sonrió Zicuta, como si otra vez estuviera en mi mente.
—No necesitó cornearlo a mi papá. Se la cogía bien cogida, como un hombre.
—¡Qué carajo sabés vos sobre ser un hombre! Tenés 16, pendejo malcriado. 
Me levanté de la mesa sin haber comido más que un par de bocados. Ahora, además de sudado y ansioso, estaba rojo de impotencia.
—No te enojes, cornudo… —se me rio en la cara.
—Levantá la mesa vos y lavá todo —le ordené, sabiendo que a lo sumo llevaría su plato al fregadero y lo dejaría allí.
Me fui a mi habitación. Agitado como nunca. Con el sonido de la chupada y jadeos que había escuchado por teléfono resonando en mi cabeza. Me la estaban cogiendo. ¿Sería verdad? Sí, qué duda cabía. Solo un cornudo podría dudarlo. Tenía que —necesitaba— saberlo. El problema era que si me la estaban cogiendo, ¿qué iba a hacer yo?
Volví a llamar.
—¿Hola? —pregunté luego de que por un rato largo no atendiera nadie.
—Ho… Ho… laaahhhhhh…
Esta vez no fue una sensación de jadeo lejano. Fue un gemido hecho y derecho.
—¿Kenaya? ¿Qué te pasa? Estás rara…
—Me están dando… los profes de Zicooohhh… mi amor… No puedo… atenderte…
Me hablaba como drogada o en medio de un sueño. Jadeaba con cada palabra.
—¿Cómo que te están dando? ¿Q-qué te están dando?
De fondo se escuchaba el fap-fap de carnes chocando de manera constante, rítmica, como un motor de bajas revoluciones.
—Las notas… de Zicooohhh… Ahhh… Para ver por qué… me hicieron venir a acabar acá… Ahhh…
—Cortale al cornudo, putón, que todavía te faltan tres más.
Y entonces la voz de mi mujer se hizo más clara y firme.
—Mi amor, te dejo, no llames si no es por algo importante… Ahhhh…
—Es por Zico —improvisé, en un intento desesperado para estirar la conversación.
—¿Qué pasa? Hmmmm…
—Me… dijo que esos profesores podrían proponerte algo… feo… para que lo aprueben…
—No le hagas caso, está rebelde, como cualquier adolescente. Ahhh…
—Sí, pero…
—Ahhh…
—Pero…
—Ahhh… 
—¿Mi amor?
—No llames si no es por algo urgente, Amadeo.
Y colgó.
Me quedé congelado. Se la estaban cogiendo, como me había dicho el cretino de Zicuta. Los jadeos, los gemidos, el choque de carnes… ¿Cómo podía ser posible? Era por completo ilógico, una locura. Ninguna mujer en el mundo sería tan desquiciada como para ponerse a hablar con su marido por teléfono mientras se la cogen.
Recordé entonces los videos amateurs —verdaderamente reales—, de X-Videos, que había visto varias veces, en los que distintas mujeres atendían por celular a su novio o marido en una habitación de hotel, mientras mamaban o recibían verga de sus amantes. Ustedes los habrán visto también.
Me estremecí.
Fui a la habitación de Zicuta y golpeé con furia, temblando de impotencia.
—¡Tu mamá no está cogiendo con nadie! Acabo de hablar con ella por teléfono y está convenciendo a tus profesores para que te cambien las notas.
—No es lo que se ve por la web-cam.
¿Qué carajos? Por experiencia sabía que el chico cerraba con llave, fue un impulso el que me hizo intentar abrir.
—Está cerrado, cuerno —se mofó—. Todo lo contrario de las piernas de tu mujer en este momento.
—¡Pendejo hijo de puta, dejá de hablar así de Kenaya!
—La estoy viendo ahora, cuerno. Cómo le están dando bomba en este preciso momento. El profe de historia. Y el de geografía está al lado, en bolas, esperando su turno.
—¡Dejá de decir boludeces, enfermo!
—Y hay dos tipos más, además de los profes. No los conozco. Se la van a coger también, seguro. Deben ser amigos de ellos...
—¿Qué amigos? ¡Mentira! ¿Cómo vas a estar viendo en vivo lo que sucede en la casa del profesor? ¡Estás loco!
—Lo hace siempre. El profe, cada vez que se lleva una mina a su casa lo transmite por StreamStud. Para sus amigos. Un compañero mío se enteró de casualidad y consiguió el link, y ahora chequeamos todos los días para ver si se repite. Ya lo enganchamos cogiendo como seis veces.
Me estaba diciendo la verdad. Me di cuenta por su tono de voz. No lo de su madre. Sino el hackeo del StreamStud de su profe.
—Mostrame —lo reté, sabiendo que no tendría nada de Kenaya.
Escuché el elástico de la cama, dos pasos y una cadena colocándose en su cerrojo. Desde hacía meses había puesto una cadenita para abrir sin abrir, como si mi casa fuera Fuerte Apache. La puerta se abrió diez centímetros y lo primero que vi fue un ojo y media sonrisa.
—Allá —me dijo, y apartó el rostro de la luz de apertura para que vea parte de la habitación. Sobre su escritorio estaba la pantalla de la PC, en donde claramente una mujer morena de cabello oscuro y buenas curvas, igual a mi mujer, estaba siendo bombeada desde atrás. Era una cámara fija, con visión isométrica, en la habitación de una casa. Había otros hombres medio desnudos alrededor de la mujer, que agitaba su cabeza al ritmo del bombeo que le propinaban, con evidente placer.
Cuyo rostro, convenientemente, no se veía.
—Es un video porno cualquiera —le dije—. Un video amateur de X-Videos.
—Miren cómo conoce de sitios porno, el cornudo pajero…
No era X-Videos lo que había en pantalla. Me di cuenta por los colores del logo y la señalización. Tampoco era Porn Hub o algún otro de esos sitios. Ni FaceTime ni Whatsapp. Era StreamStud. O al menos tenía sus colores. Zicuta apareció otra vez por la apertura de la puerta y me bloqueó la vista.
Lo reté:
—¿De dónde sacaste eso? ¿Quién te lo dio? ¿Patata?
—No sé de qué me estás hablando, cornudo.
Lo que más rabia me daba era que me boludeara un nene de 16.
—¡Pendejo hijo de re mil putas, dame el link o te rajo a patadas de mi casa!
Se rio. Sabía que no iba a hacer semejante cosa.
—¿No era que estabas tan seguro de que tu mujer no estaría cogiendo con otros?
Me adivinó cuando quise forzar la puerta y cerró por completo, dándole a la llave. Golpeé la madera con ganas, desquitándome. 
Sin embargo, no había sido una derrota total.
Cuando le pregunté si el link se lo había dado Patata, sus ojos me dijeron que había acertado. Patata era su mejor amigo, un gordo granuliento de ducharse poco, que había venido varias veces a casa, y que era lo opuesto a Zicuta. A él le iba a poder sacar el link con solo amenazarlo un poco.
Llamé a Patata y le dije que sabía lo del link y que me lo diera. Se negó y solo tuve que decir que le contaría a sus padres que miraba videos de su profesor desnudo y cogiendo con tipas. Me lo dio de inmediato, haciéndome prometer que no le contaría de la filtración a Zicuta. Desde ya que no pensaba hacerlo, no le iba a dar al maldito la gratificación de mi rendición, pero la facilidad con la que obtuve el link me hizo reflexionar sobre cuántos chicos más tendrían acceso a ese “vivo”. Cuántos adolescentes —y adultos, seguramente— estarían viendo en ese preciso momento cómo tres profesores se estaban cogiendo a mi mujer. También me hizo pensar cómo me mirarían en la próxima reunión del colegio. ¿Cuántos de los presentes sabrían que a mi mujer se la enfiestaban los profesores?
Aun cuando me hacía estas preguntas, dudaba que fuera a encontrar a mi mujer cogiendo con esos tipos para que aprueben a su hijo. Era imposible.
Sin dudas iba a ser otra mujer. De ninguna manera iba a ser mi esposa.



El rostro de Kenaya, sonriendo de lujuria, se vio con claridad a través de la Tablet cuando giró hacia su izquierda y atrás, para decirle algo al profe que la estaba taladrando. Mi alma se cayó al piso. Casi literalmente. Pude sentir el vacío vertiginoso bajar desde mi pecho hasta el bajo vientre, como se siente bajar un trago de ginebra barata.
Aunque cabía la posibilidad de encontrarla a ella, el impacto de verla desnuda y en cuatro patas, rodeada de tipos que se la estaban cogiendo en línea, me sacudió y me hizo trastabillar hasta caer sentado en la cama matrimonial. No se escuchaba nada, era como una película muda con pocos colores y de un azulado granuloso, lo que no ocultaba el evidente clima festivo y que mi mujer se lo estaba pasando muy bien.
Kenaya regresó su cabeza hacia adelante y paró aún más su culazo, adoptando una postura sumisa que yo jamás le había visto. El profe de geografía cruzó la cama por arriba y se sentó delante de mi esposa, arrodillado y con la pija —más bien el pijón— sobre el rostro de ella. Kenaya tomó el mástil con una sonrisa aún más cargada de deseo. Lo tomó por la base y lo agitó arriba y abajo, buscando cubrir todo el largo hasta la cabeza. No lo lograba. Y entonces miró a los ojos al dueño de ese portento, agachó la cabeza sobre la pija y comenzó a mamar.
Tragué saliva aún teniendo la boca seca. No solo estaba temblando y con el corazón acelerado, ahora también tenía una erección. ¿Cómo carajos era posible eso?
Se la estaba cogiendo el tercer profesor, ese que no sabía de qué materia era, o alguno de los dos amigos que habían invitado. Porque en el recuadro fijo de la cámara se veía a cinco tipos, además de mi mujer. Uno de los tres que yo no conocía, le estaba surtiendo verga a mi esposa por atrás. La tomaba de la cintura y aplicaba empujones, casi mecánicamente por momentos. Los otros se mantenían expectantes, a veces se acercaban a mi mujer y la manoseaban, especialmente los pechos enormes y deliciosos que tantos polvos (y pajas) me regalaron. ¡Hijos de puta, las tetas también!
Y vaya que también. El profe de geografía tuvo suficiente con la mamada (imagino que no querría acabar tan pronto) y le pidió a Kenaya que se irguiera un poco. Ella miró hacia atrás, por un momento todos hablaron entre sí. Y yo no podía escuchar. De casualidad toqué algo en la pantalla y vi que el sonido estaba muteado. Toqué y levanté el volumen. Mi corazón se aceleró aún más. Los podía oír perfectamente, con esa reverberación suave de un micrófono a un par de metros, nada grave. Fui de un salto al cajón de la mesita de luz de mi mujer y busqué unos audífonos. No quería que Zicuta pasara por mi habitación y escuchara la cogida. Me los puse y subí el volumen. Estaban deliberando.
—Pará, pará un poquito —le decía el de geografía al que le estaba surtiendo verga a Kenaya.
—Es que no quiero sacársela. ¡Me la cogería todo el tiempo!
—Esperá —dijo mi esposa, y se incorporó un poco, obligando al de atrás a cortar el bombeo.
El de geografía se adelantó y se bajó de la cama. La hizo venir a ella hacia el borde, quitándole lo poco que quedaba del soutien y dejándola a la altura de su verga. El de atrás se quejó y luego fue a ponerse nuevamente detrás de mi mujer, para reiniciar la penetración. Ella quedó prácticamente de rodillas, poniendo en punta el culazo un poco por sobre sus talones, para que el de atrás se la pudiera clavar mejor, cosa que hizo de inmediato, casi con desesperación. Mi esposa empezó a moverse al ritmo del macho, todavía arrodillada. Miraba seriamente a los ojos al profe de geografía que tenía delante suyo, mientras se la cogían. El profe se le acercó, la empujó de los hombros apenas hacia él, hasta que los pechos enormes le quedaron a la altura de la pija. Y el hijo de puta, entonces, clavó verga entre las mamas, desde abajo, presionando con sus manos cada pecho hacia el centro, y empezó a bombear a la par de su colega de atrás, cogiéndole las tetas.
El gesto serio de mi mujer se convirtió en lujurioso. Pronto comenzó también ella a moverse arriba y abajo, clavándose más profundo atrás, y sosteniendo la paja turca que le hacía el hijo de puta de geografía. Creo que hubiese preferido que ella se riera; verla tan seria y tan compenetrada con la doble cogida me dio envidia y me ofuscó un poco. A pesar de la distancia y la luz que no era óptima, se veían claramente los pezones sobre la oscura piel de mi esposa, y las manos de él —los pulgares, en verdad— fregando y estimulándolos mientras la verga iba y venía entre los pechos. También era claro cómo la cabeza de la verga del de geografía se asomaba por arriba de los pechos, con cada estocada, pinchándole la barbilla a Kenaya, que a veces procuraba alcanzar con la boca. Así era: de atrás la movían con ritmo cansino y consistente, y adelante le cogían las tetas, que apretaban esa verga cómo yo sabía que lo hacían, aunque nunca jamás, ni en mis sueños más fantasiosos, lograría que mi glande lograra asomarse por arriba de los pechos.
Tuve la lucidez, en un momento, de que en cuanto todo terminara yo no tendría ninguna prueba de la infidelidad de ella, de su traición. Cuando la echara a la calle, con sus labiales, su ropa sexy y el cretino de su hijo, la iba a echar con todo el reproche posible.
“Tengo que grabar esto antes de que se acabe”, pensé. Y comencé a buscar en la Tablet alguna app para hacerlo. Debí descargarme una. Mis dedos temblaban por la desesperación de que la transmisión en vivo se fuera, el wifi se cayera o simplemente el link dejara de funcionar. Tuve suerte. La suerte de los cornudos, me dije. La primera app que me bajé funcionó y lo que siguió pasando en la casa de los profes lo pude grabar en video, para que me quedara para siempre.
El de geografía le acabó entre las tetas. Recién ahí Kenaya sonrió con lujuria, con perversión, mirando a su macho a los ojos. La leche fue a parar a las tetas y el segundo chorro a la cara. Kenaya parecía extasiada. El de atrás, quizá caliente con lo que sucedía adelante, comenzó a gemir muy fuerte e insultar a mi esposa.
—Ahí va, puta, te acabo… Te dejo la leche para que se la lleves al cornudo…
Eso hizo semi reír a mi mujer, que agachó la cabeza, abrió la boca y comenzó a limpiar la verga embadurnada de semen del de geografía. El de atrás seguía insultando, ahora prácticamente a los gritos.
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Sos mi puta, pedazo de yegua!
Se estuvo deslechando dentro de mi esposa como por dos minutos. Dos minutos en que mis manos, de este lado, se pajearon con furia. Kenaya giró hacia su macho que la llenaba por atrás:
—Puta tuya, no; de los cinco —le dijo muy confiada y alegre—. La única exclusividad es para mi marido.
En ese momento me cayó la revelación, como una gota sobre la cabeza. Kenaya me hacía cornudo desde siempre. Y con "desde siempre" no me refiero al día uno de nuestro noviazgo. Me refiero a esa certeza interior, absoluta, que te viene de las entrañas, y que intentás tapar, como intentás tapar el sol con una mano, para no ver la realidad de que tu mujer va a coger cuando quiera y con quien quiera, aun siendo tuya. Esa sensación perenne —y que revive con cada pequeño gesto suyo— de que ella siempre estuvo ahí siendo eso, una mujer disponible para quien ella desee. Y lo sabías, y hacías como que no te dabas cuenta. Entendí que no odiaba a Zicuta por faltarme el respeto. Lo odiaba por decirme la verdad. Porque me obligaba a ponerme frente a un espejo horrible y resquebrajado.
¿Qué iba a hacer yo ahora con esto? ¿Enfrentarla con la verdad? Miré hacia atrás en el tiempo y vi que nunca habíamos tenido una pelea. Jamás. Es la mujer que mejor me entendió y que mejor entendí. 
O lo fue.
No iba a enfrentarla ahora. Iba a hacer el duelo en silencio, aguantar, hacer como si nada por un tiempo, hasta que mi cabeza se enfriara y mi corazón se alejara definitivamente de ella. Y recién entonces la sacaría de mi vida.
Miré la pantalla otra vez. Ahora le estaba dando bomba uno de los amigos del profesor. La tenía de frente, recostada y tomada de los muslos con una mano y mientras la clavaba con pijazos cortos y profundos, le besaba con la boca bien abierta los pechos que tantas veces habían sido solo míos. El bombeo siguió y siguió, el ritmo lo evidenciaba el cabeceo de mi mujer, al compás de cada uno de los pijazos.
El ritmo lo marcaba también mi mano, que acompañaba cada penetración, cada gemido profundo de Kenaya, con una paja más y más furiosa, más y más acelerada… que me hizo acabar cuando ese cuarto hijo de puta se deslechó dentro de mi amada. Un poco de la leche que tenía en mi mano, antes de alcanzar a limpiarla, manchó con una línea la pantalla.
Con los pulsos bajando, apagué la Tablet y en el fundido a negro alcancé a ver al quinto y último tipo acomodándose detrás de mi mujer, para gozársela él también, como vaya a saber cuántos hijos de puta lo hicieron antes.

FIN de la Parte I – Continúa en la Parte II.

DANDO LA NOTA I: ZICUTA – Revisión 1.2 – 15/07/2023
© 2023 By Rebelde Buey

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DANDO LA NOTA II: KENAYA  (VERSION 1.1.0.1)

Por Rebelde Buey

Fueron semanas extrañas, sobre todo la primera. Si tuviera que definirlo de algún modo, diría que fueron tiempos helados, de invierno polar luego de la caída del sol. Había visto a mi mujer en vivo siendo vejada por cinco tipos a través de un streaming semi privado. La había visto dejarse someter por atrás, chupar pija y dejarse coger sus enormes tetas como si fuera una puta. Y lo peor de lo peor: la había visto disfrutar.
Y ahora la tenía en casa, como si tal cosa, haciendo los quehaceres de siempre, sin saber que yo supe, sin ver que la vi desde una tablet. Aunque algo intuía, claro; Kenaya no es tonta. Luego de verla enfiestada toda la noche y haberme pajeado con esa imagen, ella regresó a casa para encontrarme serio, mudo de impotencia y enfermo de celos que no estuve dispuesto a expresar. Me la cogí sin mediar palabra y como un primerizo, encontrándola totalmente estirada al punto de casi no sentirla. Y así y todo, acabé en la segunda penetración. No dije nada esa noche, ni al día siguiente; no sabía en realidad qué decir. En el fondo, infantilmente, esperaba que ella viniera arrepentida y me confesara todo: que había ido hablar con los profesores para cambiar las notas de Zicuta y la obligaron a hacerlo, y que no tuvo más opción que aceptar o su hijo repetiría de año.
No sucedió. Kenaya jamás dijo nada, y se comportó amorosa y estimulante como siempre. Por mi parte yo seguía en shock, casi no hablaba y por supuesto ella lo notó. Fueron cuatro o cinco días donde yo llegaba tarde a casa para estar menos con ella, y me iba más temprano por lo mismo. Mi silencio —mi reticencia, mejor dicho—, hizo que no me preguntara nada, como si supiera que mi respuesta haría estallar la casa por los aires.
A la sexta noche me buscó en la cama. Se puso detrás mío, en cucharita, y me tomó de la pija con una mano. Me fue imposible no volver con mi mente a la cogida en que la había visto por streaming. Ya me había hecho cinco pajas con esa grabación, una por cada vez que Kenaya había tenido una “salida de chicas” o a ver a “una amiga”. En cuanto me agarró ahí abajo, recordé con precisión cómo la hija de puta sobaba los dos vergones que le habían puesto adelante. Y cómo los agitaba arriba y abajo con las manos llenas. Fue imposible no comparar: a mí me la estaba agitando con solo dos dedos, pulgar e índice. ¿Por qué entonces iba a querer coger conmigo? ¿Qué le podía dar mi pijita de dos minutos? Los vergones de los profesores no le entraban en la mano, cuando trataba de apretarlos; sobresalían un tercio por arriba del dedo índice y otro tercio por debajo del meñique. 
Y aunque la odiaba en ese momento y odiaba la imagen grabada a fuego de ella bombeada a topetazos por unos casi desconocidos, los movimientos de Kenaya con sus dos dedos sobre mi pijita me la hicieron parar. Giré en la cama, la escruté con furia y le miré los pechos que sobresalían sensualmente por el escote del camisón. Tiré de él hasta romperlo, dejándola casi en tetas, y me arrojé sobre ella, que giró para recibirme.
No estaba excitada, mi mujer. Creo que incluso se asustó un poco. Tal vez por eso me dejó hacer: tomarle los pechos, avanzar entre sus piernas con torpeza, acomodarme como pude, y clavar.
—Hija de puta… —le gemí, y amasé sus tetas y la clavé de nuevo, y le vi la cara desconcertada, esa cara de puta que me tenía enamorado y que nuevamente venía a mi memoria desde el video: es decir, con un vergón oscuro pegándole en el rostro y ella pidiendo “más fuerte… más fuerte…” al que la bombeaba de atrás.
Acabé otra vez de inmediato, ahora en la tercera penetración. Y acabé murmurando “puta”. No sé si me oyó. Tampoco me importó mucho.
Incluso luego de esa noche en que me comporté como jamás lo había hecho, Kenaya no preguntó qué me pasaba. Supo que había algo mal. Seguro intuyó que yo sospechaba que se la cogieron los profesores. No podía ser que no lo sospechara. Como fuere, no se hizo cargo y pasaron los días y el clima en la casa se fue normalizando.
Hasta que un viernes por la noche, mientras se preparaba para otra “noche de chicas”, me avisó que durante la semana siguiente haría la segunda ronda con otros tres profesores. No sé qué cara habré puesto, pero la vi apurarse y calzar sus botas por encima del muslo con premura, terminar de acomodarse la minifalda demasiado corta y salir de casa con un beso, para meterse al auto de sus amigas.
Yo estaba desorientado, sin la menor idea de qué hacer. Se le iban a coger otra vez. Tres tipos, otra vez. Y yo ahí sin decir ni hacer nada. Por un lado no quería que me hiciera cornudo como aquella noche, y por otro, solo deseaba verla nuevamente en video como si se tratara de mi actriz porno favorita. Quizá lo mejor sería dejarla negociar con los profesores una vuelta más, verla y grabarla en video y luego, sí, plantearle que en mi casa y bajo mi techo las cosas iban a ser a mi manera.
Fui de inmediato a buscar la tablet y los pañuelitos descartables. 
Zicuta irrumpió en mi habitación, sin golpear ni avisar, como si hubiese querido hallarme en una situación incómoda. Me encontró sentado en la cama dentro de las sábanas y frazadas, con la tablet a la altura de las piernas.
—Hola, cornudo… —saludó la sanguijuela. Aunque esta vez me mordí la lengua. Esta vez, tanto él como yo, sabíamos que era verdad—. ¿Mamá se va a garchar con sus amigas y vos te quedás otra vez en casa, bien mansito…?
—Zicuta, dejame en paz. Parecés un nene de cinco años.
—Me enteré que conseguiste el link del profe.
—No sé de qué me hablás. Andá a tu habitación, quiero dormir…
Me notó incómodo en la cama. Con mi mujer toda la noche en un boliche y yo ahí con una tablet y unos pañuelitos de papel, era fácil adivinar que me iba a hacer una paja.
—¿Llegaste a grabarla? —me preguntó burlón—. ¿Pudiste ver cómo se la garcharon?
—¡Zicuta!
—Sabés que se la cogieron tres tipos y te hiciste bien el boludo… A esta altura mi vieja y yo deberíamos estar en la calle, cuerno. Creo que al final tenías razón: sos el tipo ideal para mamá.
—Dejame en paz. Me voy a levantar y voy a echarte a patadas en el culo —blufeé. Y digo blufeé porque en ese momento no me hubiese podido poner de pie para echarlo, por la erección que me había provocado saber que mi esposa iba a estar toda la noche en un boliche, vestida como una puta y rodeada de cientos de chacales que la manosearían e intentarían cogérsela en un baño o en el hotelucho más cercano. 
—Yo creo que no dijiste nada porque en el fondo esperás a ver el streaming de la próxima enfiestada… —Me miró con los ojos entrecerrados, tratando de adivinarme. Probablemente me vio tragar saliva—. ¿Pero pensaste que la próxima no va a ser en lo del profe de historia? No va a haber link. Ni siquiera va a haber cámaras. El único enfermito es el de historia.
Sonrió con gesto demoníaco, como si supiera que mis planes eran robarle una última copia pirata a la peli porno que protagonizaría su madre. Por suerte no me vio ponerme rojo de la vergüenza. Se dio media vuelta y se marchó justo antes. Me quité las sábanas de encima y me levanté a cerrar la puerta. Mi erección seguía ahí, imperturbable, haciendo una carpita ridícula en mi boxer de algodón. Cuando estaba por cerrar, regresó Zicuta y entró para decirme algo. O molestarme.
—Cornudo, mamá se va a quedar a dormir en lo de Pau… —Como venía mirando hacia abajo porque estaba abriendo desde el picaporte, me vio en calzoncillos y con el pitito parado. Se empezó a reír—. Dejá no importa, ¡ja ja ja!
Cerré de un portazo, para acallar su risotada que se iba por el pasillo. Apagué las luces y me metí en la cama con la tablet. ¿Qué había venido a decir Zicuta? Que su madre se iba a quedar en la casa de alguien. De su amiga, seguro. A veces lo hacía. Se quedaba a dormir de Paula y regresaba al mediodía. Vi el frame del video congelado en la pantalla, con Kenaya rodeada de tipos, recibiendo verga de todos lados. “Noche de chicas” las bolas. Se iba a quedar en la casa de algún macho. Se iba a hacer coger toda la noche, seguramente con su amiga. 
Puse play en la tablet y el video en el que se cogían a mi mujer cobró vida. Comencé de inmediato a pajearme con furia. ¿La hija de puta estaría cogiendo en el boliche en ese mismo momento? Qué pena no tener una cámara que la estuviera filmando, como tuve en lo del profesor de historia. Y como no iba a tenerla en su segunda tanda con los profesores. Zicuta tenía razón.
Dejé de masturbarme. No sabía a ciencia cierta si ahora o esta noche Kenaya iba a coger. Lo que sí tenía por seguro era que lo haría en la semana, y no habría streaming ni puta mierda para ver cómo se la garchaban.
De pronto me sentí desahuciado, sin aliento. ¡No la iba a poder ver! Me la iban a enfiestar y yo me iba a quedar en casa solo, añorando como un cornudo. 
No, no, no, no. Eso no podía suceder. No iba a suceder. Ok, fui cornudo una noche, pero al menos la había visto en vivo y, además, no lo sabía de antemano. Esta vez no iba a ser un cornudo consciente y encima quedarme con las manos y los ojos vacíos. Estaba dispuesto a hacerme el tonto una vez más, solo si podía grabarla. Y eso no iba a suceder.
Qué estúpido, ¿cómo no me di cuenta que con otros profesores no tenía manera de verla? Esto lo cambiaba todo. No podía permitirle ir a esa reunión, ahora que sabía que se le iban a coger y yo no obtendría nada. Tenía que adelantar mis planes. Tenía que prohibirle ir. Pudrirla para la mierda y que ella decidiera si seguía putaneando como putaneaba antes de conocerme —para que su hijo no repitiera de año—, o conservaría a su novio-marido, al que se suponía amaba tanto.



—¿Cómo que me prohibís ir el miércoles con los profesores? ¿Quién te creés que sos para prohibirme algo?
—No vas. No te vas a quedar nunca más a solas con ningún profesor.
Kenaya adivinó que yo sabía. O que me habían dicho. No podía imaginar que además tenía pruebas irrebatibles, de modo que se confió en eso para discutirme.
—¡No puedo dejar que Zico repita de año!
—¡Que repita! Se la pasó de joda los dos cuatrimestres, que asuma las consecuencias.
—Va a perder todo un año, Amadeo. ¡Tenés que entender!
Seguía sin preguntarme por qué, la muy turra. Y no lo iba a hacer, así que fui a fondo.
—¡No voy a dejar que te cojan de nuevo tres tipos más! ¿Te creés que soy boludo?
El rostro de mi mujer se transformó. Vi la sorpresa en su expresión, no tanto porque yo supiera, si no por plantar el tema entre nosotros. Su gesto se hizo grave, su mandíbula se cuadró. Pero como aun creía que lo mío era solo intuición, y no certeza, se defendió.
—¿De qué me hablás? ¿Estás diciendo que soy una puta, Amadeo? —sobre actuó su indignación.
—Kenaya, te pido por favor… Lo único que te pido es que no te hagas la boluda ni me subestimes. Fuiste con los profesores a cambiar las notas de Zicuta y terminaste cogiéndotelos a todos.
—¿De dónde sacaste esa locura? ¿Es por las tonterías que a veces te dice Zico? Pedime disculpas, Amadeo. Pedime disculpas ya mismo o…
—¿O qué? ¿O te vas? La enfiestada que te pegaron salió en vivo por streaming, pelotuda. Cinco tipos, y vos en el medio. Te vieron los amigos del profesor, algunos alumnos y quién sabe cuánta gente más… ¡Sos la puta del colegio, Kenaya!
Se puso blanca, primero; y luego, amarilla. Con lo de “cinco tipos” se dio cuenta que sí sabía. Nadie estaba enterado que en esa reunión se sumaron dos amigos más a último momento.
—No… —dijo, y se cayó sentada sobre la cama—. Te juro que yo no…
Agachó la cabeza y se hizo a silencio. Estaba calculando cien cosas a la vez: daños de imagen, su futuro conmigo, las implicaciones en el colegio, su relación con Zicuta… Le di la estocada final:
—Ya quiero ver cuando vayas y tengas que entrar al colegio.
Se ensombreció. Ahora estaría calculando cuál sería el real alcance de todo esto. Cuánta gente terminaría enterándose. Yo mismo había hecho ese recorrido en mi cabeza, la noche en que la vi por streaming.
—Mi amor… —cambió de pronto, y se puso de pie para venir a abrazarme—. Te juro que no fue intencional. Fui a hablar con los profesores y me dijeron que la única manera de…
—Te vi, Kenaya. Vi el video. Vi cómo lo disfrutabas… 
La frené en su intento de abrazo y agaché la cabeza, quería que se sintiera mal por haberme traicionado y por estar mintiéndome. 
Creo que recién en ese momento entendió la encrucijada en la que se encontraba.
—Pero… no puedo permitir que mi hijo repita… —Volvió hacia mí y esta vez me dejé abrazar, y se puso a llorar—. Te juro que no quería… y que no lo disfruté… —mintió entre lágrimas—. Tengo que hacerlo… ¡No puedo no hacerlo!
Su llanto era genuino, se estaba dando cuenta que me iba a perder. Créanlo o no, era la primera vez en toda la relación en la que yo estaba en una posición de poder sobre ella. Y eso me la paró. Sin querer, le devolví el abrazo.
—Perdoname —me pidió—. Por favor, Amadeo, perdóname… Vos sabés que te amo, y que te amo de verdad.
—Yo ya no sé nada, Kenaya. 
Rompió a llorar otra vez.
—No digas eso…
—Lo único que sé es que te vi cogiendo con cinco tipos, y que ahora me decís que te querés coger a tres más. —Deliberadamente volví a meter el tema de la próxima enfiestada. Verla pelear para salir a coger y tratar de no perderme me hacía sentir poderoso.
—Me dijeron que solo le cambiarían las notas si pasaban una noche conmigo. No sabía que me filmaban. No tengo opción… Por favor, no me dejes por esto, no significa nada. Lo hago por Zico.
—No es que te filmaron —le aclaré—. Solamente el profesor de historia transmite en vivo las cogidas que se manda en su casa. No sé, está loco… El miércoles nadie te va a filmar.
La última frase la dije de la manera más ambigua posible. Ella lo interpretó como yo planeé.
—El miércoles tengo que ir a hacer eso, pero quiero seguir siendo tu esposa —me dijo angustiada, tomándome el rostro con sus dos manos. Las lágrimas le recorrían cada una de sus mejillas. Hija de puta.
—Me estás pidiendo que te perdone una corneada con cinco tipos, y que ahora te deje coger con tres más… ¿Y con las otras materias… qué va a pasar?
Zicuta había desaprobado nueve cursos en total de modo que, aunque la dejara coger de nuevo, aún faltaba una última tanda de tres profesores más. Vi la derrota en el rostro de Kenaya y no voy a mentirles, supo dulce como la venganza.
—Yo… Vamos paso a paso, mi amor… —me dijo, porque era obvio que luego del miércoles tendría que dejarse coger de nuevo—. Quizá los profesores que estén conmigo pasando mañana puedan convencer a los que faltan de no cogerme… que lo hagan de onda. Puedo negociarlo con ellos.
Era absurdo. Sabiendo que tremendo hembrón se dejaba por un par de notas, ningún profesor resignaría cogérsela porque un colega se los pidiera. En verdad, con lo que contaba Kenaya era que, cuando ya se la hubieran cogido casi todos los profes, tres más no iba a ser diferencia a esa altura, y me convencería más fácilmente de aceptarlo. En especial si eran los últimos.
Hice como que caí en su manipulación, pero debía ser a mi manera, para sacar lo que a mí me interesaba de todo esto.
—Mi amor, por favor, perdóname por lo que tuviste que ver y dejame hacer esto una última vez. Lo necesito. Lo necesito para que mi hijo no repita. No me dejes. Después de esto voy a hacer lo que quieras. Voy a ser tu esclava.
—No lo sé… —me hice el dubitativo. Mi aparente indecisión reavivó los colores en sus mejillas—. No me gustan estos tipos. Te manipularon para cogerte —le concedí—, y encima trajeron dos amigos. No confío en ellos… ¿Cómo sé que no van a salir con algo más raro esta vez? Vas a estar sola en una casa con tres tipos, si es que no traen más… ¿Y tu seguridad? Yo qué sé si no se clavan unas líneas de merca y se les ocurre pegarte o algo así.
Por la cara que puso, creo que por primera vez pensó seriamente en eso.
—La verdad que no sé, Amadeo… Les va a parecer raro que vos estés presente… 
Le levanté una ceja en clara señal de que me desagradaba estar allí, con tres tipos dándole bomba.
—Cuando el otro día te cogieron y yo me la pasé puteando porque me estabas haciendo cornudo, al menos me sentí tranquilo viendo que ninguno intentó nada feo con vos. 
—No les puedo pedir que lo transmitan para que vos me vigiles. 
Me tomé la barbilla haciendo como que pensaba. Lo cierto es que ya lo tenía resuelto desde el domingo a la noche.
—Te puedo hacer una video llamada de WhatsApp, como una charla cualquiera. Hacés como que cortás pero en realidad dejás el celular acomodado para que yo pueda ver cómo te cogen… o sea, ver que solamente te cogen y no intentan cosas raras.
Kenaya se alejó un cuarto de paso hacia atrás, para mirarme y adivinar mis intenciones. No sé qué pasó por su cabeza, solo sé que me besó en la boca con inesperada pasión. 
—¡Lo que quieras, mi amor! Lo que se necesite para mantener esta pareja más unida que nunca en el amor. Te amo, mi amor. Te amo, te amo, te amo tanto… Chuik! Chuik! Chuik! (Besitos.)



Kenaya les avisó a los profesores que yo llamaría. Estaba en casa del de física, con el de matemáticas y el de química. En el medio de los tres, en la cama, aún vestida, aunque con el botón del jean desabrochado. Parecía una diosa egipcia con un séquito de desgraciados: un cuarentón regordete, un flaco alto y huesudo, y nomás el de química un joven buen mozo.
—¿Va a hacerte una video llamada mientras te cogemos? —preguntó el de química, subiendo una mano por debajo del saquito de lana abierto y llenándose la mano con sus pechos sin corpiño. 
—Es por precaución. Está preocupado por mi seguridad, así que va a llamar cada tanto para ver que esté todo bien. 
—Por mí que llame cada cinco minutos, no voy a dejar de acabarte en estas tetas por un pelotudo como tu marido.
Cuando me comuniqué, ya no estaban vestidos. Bueno, mi mujer tal vez apenas. Había ido de los profesores con un jean de esos que parecen rotos, muy ajustado, y arriba solo un saquito de lana abierto, sin botones, que mostraba por debajo los pechos enormes cayendo con gracia (pues ni sostén se había puesto), y de paso le dejaba la pancita a la vista. Ahora estaba sin el saco y con el jean tirado en el piso, pero conservaba la tanguita blanca, que le abuchonaba la conchita y le hacía el culazo deseoso de romperlo, aunque corrida a un lado, pues uno de los profesores, el de física, se la estaba serruchando desde atrás como si no hubiera un mañana.
Alguno atendió la videollamada y le acercó el celular a Kenaya, que puso el teléfono en frente para que pudiéramos hablar cara a cara. Lo primero que vi fue su rostro hermoso sonreír genuinamente por estar conmigo. El “hola, mi amor”, como si estuviera en el cumpleaños de una tía, contrastaba con su cabeza agitándose como una maraca al ritmo de los pijazos que le surtían. Fue una imagen fuerte y disonante, una realidad extrañada donde su dulzura y candidez convivían armoniosamente con la lujuria y la perversión a la que la sometían.
—Ho-hola —dije. Se suponía que ella atendería como si yo no supiera que se le estaban cogiendo. Esa era el plan, no toparme con esto.
—Les dije a los profes que vos querías verme. No te importa, ¿no?
—¿Eh? ¡No, no es que te quiero ver! —Me sentí avergonzado; extrañamente, no porque se la estuvieran cogiendo—. Solo quería ver que estés bien.
—Ah, ok… Estoy bien. Entonces me llamás en un rato, te dejo.
—¡No, no, esperá! Si ellos no tienen problemas en que yo mire… mire que vayas estando bien, quiero decir...
Entonces se escuchó la voz de un hombre.
—¿Es el cornudo? 
Kenaya clavó el celular en algún lado de la cama, y en mi pantalla quedó el plano de ella en cuatro, con los codos apoyados en las sábanas blancas y su rostro cerca de la cámara. Atrás se veía su culazo en punta, asomando por sobre su cabeza; y tras el culo de mi mujer, la panza y el torso de un tipo desnudo, bombeándola a conciencia.
—No es un cornudo, es mi marido Amadeo. 
—Bueno, el cornudo de Amadeo —insistió el tipo.
Hubo una risita.
—No sean así. Amadeo no es ningún cornudo. Hace esto por Zico —Kenaya giró su cabeza y acercó su rostro a la pantalla—. Mi amor, vos no ningún cornudo, ¿sabés? 
Y de pronto un pijazo más profundo de los que venía recibiendo le hizo cerrar los ojos y morderse el labio inferior.
Y otra vez uno de los profesores:
—Es un cornudo mirón. Se debe estar pajeando y todo…
—No, es por Zico… No lo hace de mirón, y menos para tocarse. —Kenaya volvió a abrir los ojos, pude ver el esfuerzo por disimular el placer que sentía con el bombeo del de atrás—. ¿No es cierto que no te estás pajeando, mi amor?
Por reflejo quité mi mano libre de mi pija y me puse colorado, mientras vi un tercer tipo desnudo moviéndose por sobre la cama en dirección a mi mujer. En verdad, solo veía del ombligo para abajo, lo suficiente para notar cómo una verga oscura y bastante gorda pendulaba al compás de su andar. Tosí con dificultad.
—Solo quiero asegurarme de que no se aprovechen —dije con un hilo de voz.
La verga gruesa y oscura como una morcilla irrumpió ahora por un costado de la pantalla y se apoyó sobre el rostro de mi mujer, frotándose contra las mejillas, boca y ojos. Me impresionó no solo el grosor sino también el volumen del glande, que le hizo cerrar los ojos cuando rodó por allí. Pasado ese instante, Kenaya los abrió y miró a cámara, y juraría que una de las comisuras de sus labios se estiró en un amague de sonrisa. Tomó con una mano el vergón que le cubría medio rostro y abrió la boca, palpitando esa barra de carne con devoción.
—No sos un cornudo, mi amor —dijo mirándome a través del celular. Acomodó el pijón sobre su barbilla y labios, para agregar antes de meterse todo en la boca—: Y es un orgullo que dejes que me hagan esto para ayudar a nuestro hijo.
Cerró los ojos, como si en un parpadeo se olvidara de mí, y tragó el glande y parte del tronco que ya pujaba por meterse. No iba a haber manera de que todo eso entrara en su boca, por más buena voluntad que ella le pusiera. No iba a ser como la vez anterior, que le hizo fondo blanco a los cinco turros que la disfrutaron en casa del profe de historia. Esta verga era cosa seria. Muy seria.
El bombeo al que la sometía al cretino de atrás le sacudía no solo el culazo sino todo el cuerpo, y la cabeza no era la excepción. Eso hizo que a mi mujer se le dificultara un poco mamar como Dios manda ese vergón descomunal, que se le salía de la boca y le pegaba en el rostro obligándola a entrecerrar los ojos. Hasta que un par de minutos después logró adaptarse y comenzó a tragar pija al compás del bombeo. Yo retomé mi paja, era imposible no pajearse. Y me detenía cuando me parecía que ella se olvidaba de mí. Y no, no porque me enfadara, sino porque me calentaba más.
El de atrás, el que se le estaba cogiendo, pegó una nalgada sonora y anunció:
—Ya casi estoy, putita. Un ratito más y te lleno de leche…
Mi mujer abrió los ojos y vio el celular. Y a mí. No digo que se sorprendió, pero estoy seguro que me había olvidado y me recordó recién cuando volvió a verme.
—Está bien, señor profesor —dijo, mirando a la cámara, directo a mis ojos—. Lo que usted decida necesario para cambiar las notas de mi hijo.
Y volvió a cerrar los ojos y apretar los labios para sumirse en la pija que estaba sintiendo hasta lo más hondo de su alma.
Salió una cabezota desde un costado. No era el que se la estaba garchando ni el de la verga gruesa; era el de matemáticas, que se enfocó a sí mismo y esgrimió una sonrisa burlona. 
—No hay drama, cornudo. Podés ver cómo te la cogemos uno por uno, y más tarde las segundas vueltas por el culo.
Alguien dijo: 
—Yo primero le hago el culo, después veo…
Enrojecí. 
—Ya les dije que no es que quiero ver cómo se la cogen, sólo que…
El de sonrisa burlona movió el celular de Kenaya y enfocó hacia la cabeza de ella. En ese momento le estaban abriendo la boca y le introducían otra vez el glande, tratando ahora de que tragara más hondo. La verga se salió y recorrió la mejilla hasta embocar nuevamente entre sus labios. Kenaya, olvidada de la cámara, tragó cabeza y tronco. Ancho y venoso tronco que fue devorado poco a poco hasta la mitad. 
Y otra vez la cámara giró, y la cabezota del de matemáticas:
—¿Te gusta, cornudo? 
Yo tenía una erección como no había tenido en mi vida. Más dura que cuando me la cogía yo. Me reacomodé en la cama. 
La cámara volvió a enfocarla. Ahora tragaba la verga casi hasta la base, con mucho esfuerzo. Kenaya, al notar de reojo la cámara, quiso salirse para saludarme o decir algo. Pero el hijo de puta de química adivinó el movimiento y le aplastó la cabeza hasta abajo, antes que la levantara.
—Seguí mamando, putón. Con el cornudo hablás todos los días.
Mi mujer se ahogó porque en el movimiento la boca fue hacia la base, y la base no solo era ancha, sino que el largo de la pija le atoraba la garganta allá arriba. 
—Gggghhhh…!!!
—Sííí… Ahogate, putón…
Vi las manitos desesperadas de Kenaya agitarse en el aire, y al macho que la sometía, no inmutarse con los movimientos y seguir presionando hacia abajo, hacia él. Se ve que en un momento sus labios tocaron la base real porque el de química dijo “fondo blanco, muy bien” y aflojó la presión sobre la nunca. Kenaya salió de la sujeción como eyectada, tosiendo y tomando aire con la boca en cantidades ingentes. El de matemáticas acercó el celular y vi claramente las lágrimas gordas desarreglando el delineador, que salían de los ojos de mi mujer, y la nariz moqueando. La cámara giró y volvió a enfocar la cabezota de sonrisa despreocupada del de matemáticas. 
—Qué pedazo de putón tenés, corneta. No sabés cómo te envidiamos acá con los profes del cole —se burló, y fue hacia atrás, a donde la seguían bombeando a mi esposa. 
El improvisado camarógrafo era bastante bueno. Mostró un plano cercano del profe de física, brilloso de sudor, agitando pecho y cabeza, que apuntaba hacia abajo, a la clavada. Se tomó un segundo para sonreírme con soberbia, justo cuando el plano se abrió. El tipo estaba completamente desnudo y bombeando ahora con una energía furiosa, como si el hecho de que el cornudo lo estuviera viendo le inyectara una adrenalina extra. 
La toma fue bajando por el torso del profe, luego la panza, la cintura, y ya ahí comenzaba a verse el culazo de mi esposa. Regalado. Entregado en cada choque de carnes que le aplastaba las nalgas para que la pija le entrara más profundo. Ahí se quedó la cámara un rato, con el guacho de física serruchando y metiendo verga dentro de esa conchita que era mía.
—¿Te gusta, cuerno? —se escuchó—. Decime si te gusta cómo me la cojo a tu mujer.
Ya no respondí. El que tenía el celular ya no se enfocó a sí mismo, simplemente mostraba la garchada que le propinaban a Kenaya, y hacía comentarios machistas, que festejaban también los otros. No pensé hasta mucho después en lo humillante que fue la situación, tanto para mí como para mi esposa. En ese momento yo simplemente tenía el corazón a mil pulsaciones, la boca seca y la pijita húmeda; y procuraba no perderme ni un solo detalle de la enfiestada, para asegurarme que no se propasaran con ella. 
El de matemáticas fue generoso. Mostró planos largos y cercanos de la verga taladrándola, al punto que pude ver claramente cuando los labios de la conchita se abrían al retirar la pija, y acompañaban el tronco cuando éste perforaba otra vez. A veces la imagen iba por un instante a la otra punta, como para que yo no me olvidara del rostro de Kenaya chupando pija, y luego regresaba a la cogida. Hasta que en un momento el de física anunció que no aguantaba más. 
—¡Mirá, mirá, mirá! —Hicieron zoom directamente en la cogida.
El de física se puso serio, como resolviendo uno de los problemas que les ponía a sus alumnos. Seguía mirando hacia abajo, al culazo que tomaba desde cada nalga para perforar en el medio. Comenzó a gemir fuerte y a respirar con la boca, al tiempo que aceleró el bombeo y propició la acabada. 
—No aguanto más, puta… ¡Te la suelto!
La cámara se acercó aún más a la penetración —ya salvaje— y pude escuchar claramente la voz de mi mujer:
—¡Sí, llename! ¡Sacate la leche con esta puta!
Kenaya me diría luego que solo lo dijo para calentarlo. Lo cierto es que, como hacía varios minutos que no veía mi rostro de cornudo por el celular, su alma emputecida regresó a su época de adolescente —y no tanto— en el que se bajaba muñecos sin ton ni son. Por eso, cuando el de matemáticas dijo “cómo le gusta la verga a tu amorcito, cornudo”, ella se rescató y apuró:
—Ay, mi amor, me olvidé por completo de vos… Perdoname… 
La imagen fue a la penetración. Se acercó tanto que por un segundo se salió de foco, y cuando reenfocó, el grueso de la verga del hijo de puta de física ocupaba casi todo el ancho de la pantalla. El tronco hinchado y durísimo, con las venas sobresaliendo y a punto de explotar, se movía adelante y atrás sin parar, como la biela de un motor, entrando y saliendo de esa concha que lo recibía mansa y sumisa, apenas rebelándose en piel de gallina. La rebelión fue acallada con otra nalgada.
—Oh, sííí… —escuché a Kenaya. 
El tronco aceleró el mete-saca, hasta que en un punto se fijó a las carnes de mi esposa, y allí se quedó adherido, fusionado por un par de segundos. Salió y volvió a entrar. Latía. Esa verga latía con vida propia, y en cada latido me pareció ver claramente el chorro de leche recorriendo la verga para pasarse al útero de mi mujer, llenándola con la hombría de ese macho que la sometía sin someterla.
Me pregunté qué carajos podría sentir Kenaya cuando me la cogía yo. Ni el ancho, ni el largo, ni el ritmo mío tenían punto de comparación con lo que estaba recibiendo. Y mucho menos los latigazos de leche que le inyectaba en cada bombeo.
El tipo la empujó varias veces más, estacionándose con cada clavada, vaciándose. Empujó una, dos, diez veces. Y el jadeo suyo se mezcló con un gemido largo y subrepticio que venía desde mi esposa, soltando su propio orgasmo. En un par de minutos el de física quedó exhausto, quieto, recuperando la respiración. Sacó la barra de pija embadurnada de su propio semen y de los flujos de ella, y la pasó por sobre la redondez de una de las nalgas, dejando su firma.
Otro macho que se pasó por la piedra a mi mujer. Y la sesión apenas comenzaba.



Esa noche dormimos juntos. A diferencia de la vez anterior, cuando terminaron de cogerse a Kenaya en la segunda vuelta, me avisaron por la videollamada para que pasara a buscarla. De regreso en el auto, mi esposa dormitó un poco. Y en casa, ya más lúcida, me observó sin decir nada, expectante de mi reacción. Solo cuando estuvo segura que no me volvería loco de celos con lo sucedido —ni le recriminaría nada—, se aflojó un poco, me abrazó por detrás, en la cama, y me susurró “gracias”. No reconoció nunca que lo había disfrutado. El “gracias” era por darle soporte a ella en la tarea supuestamente desagradable de salvar a su hijo de repetir el año.
Finalmente, agarrándome la pija, ya casi durmiéndonos, se dio cuenta.
—Tenés la punta húmeda y pegajosa, mi amor. ¿Es semen?
—Debe ser pis —mentí.
No dijo que no me creyó.
Cuatro días después se repitió la partuza con los tres profesores que faltaban, videollamada incluida. Quizá avisados por sus colegas —o por mi propia esposa—, enseguida que comenzaron a cogérsela cayeron más tipos. No dos o tres, sino unos cuantos tipos más. Desde la camarita del celular se me hizo imposible saber la cantidad exacta de hombres que estaban allí para cogérmela. Y aunque hubiese podido contarlos, nunca sabría cuántos más aguardaban en el living, o llegarían de otros lados al alba o incluso más tarde.
Me la devolvieron toda cogida como a las diez de la mañana. Concha, culo y boca usadas. Leche en las tetas, en la cara, en el cabello… Por suerte, Zicuta se levantó al mediodía y no vio a su madre entrar así a la casa.
Ya en la habitación, limpiándole la guasca seca y no tan seca de todo su cuerpo, aceptándola cogida por una docena de tipos, Kenaya tomó aire y suspiró fuerte, como queriendo sacarse de encima la añoranza que de pronto la empezaba a inundar.
—Ya está —dijo triste—. Ya no me quedan profesores que convencer. Ya no vas a tener que soportar por vídeo llamada cómo me cogen. Mi hijo no va a repetir.
La vi cabizbaja y triste de verdad, sin poder disimular su estado de ánimo. Eso me dio bronca y a la vez me la paró. Me había hecho cuatro pajas esa noche, viendo cómo la usaban un montón de desconocidos al azar. 
Las pajas también se acabarían.
—No sé, mi amor... —cavilé—, habría que pensarlo con calma. Llamame precavido… o paranoico, pero ¿qué pasaría si el Director se enterara de esta trampa? ¿O el Jefe de Cátedra?
Me observó con intriga. Yo justo le estaba pasando una gaza húmeda por todo un pecho lleno y recién cogido por doce tipos, aprovechándome de manera pajera para manosearla a gusto. También notó mi erección.
—Es cierto, no lo había pensado —dijo tímidamente. Y luego se envalentonó un poco—. O mismo los rectores, o el bibliotecario cubano. Ese muchacho nuevo, el negro alto, ¿lo viste?
—Sí, lo vi. Tal vez lo mejor sea asegurarse y convencerlos a todos… uno por uno… 
Kenaya metió su mano dentro de mi boxer y me tomó la pijita dura con dos dedos, como hacía últimamente.
—Sí… uy, cómo estás, Amadeo…
—Es que te extrañaba… Siempre con videollamada, ¿no?
—Claro… Para que me cuides… —y por último agregó con malicia—: Y también videollamada para mis “noches de chicas”…
Eso disparó mi quinto y último polvo de la noche. Pero el primero como cornudo oficial. 


FIN de la Parte II – Finaliza en la Parte III.

DANDO LA NOTA II: KENAYA – Revisión 1.1.0.1 marca/merca – 02/08/2023
© 2023 By Rebelde Buey.


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DANDO LA NOTA III: AMADEO — (VERSION 1.0)
Por Rebelde Buey

Estacioné el auto en el playón abierto frente al colegio, aunque más lejos de lo que correspondía: estuve esperando que se desocupara un buen lugar y, de la nada, una camionetita cerrada blanca me lo robó. Le toqué bocina a modo de queja pero elegí no hacer lío y me estacioné una hilera más allá. No salimos. Abrí una pequeña luz en las ventanillas para que entre el aire nocturno, y nos llegó de lejos el sonido grave y rítmico de una canción pop, de esas que pasan en la radio. Observé a mi mujer. Miraba hacia afuera tratando de adivinar quiénes iban ingresando al colegio. Estábamos solos; Zicuta se había juntado antes con sus compañeros, y de seguro ya estaría adentro. Kenaya se acomodó la falda sobre las calzas. Estaba nerviosa y vestida más decente que nunca en la vida. 
—Tranquilizate, nadie va a estar pendiente de vos.
—No sé… ¿Y si mejor nos volvemos? Así no avergonzamos a Zico.
Kenaya no tenía ropa de salir que no fuera sensual o súper sexy, a veces incluso de puta (como la que usaba para ir a bailar con sus amigas), de modo que cuando quiso vestirse “decente” para la fiesta de fin de año del colegio, simplemente no tuvo qué ponerse. Improvisó y el resultado fue grotesco. Gracioso, si no fuera que estaba tan nerviosa. Lo más apropiado que encontró fue un conjunto blanco de remera de manga larga muy escotada y minifalda. Dicho así, no suena a nada del otro mundo, pero el escote era grande, y los pechos de mi mujer… ya saben, no hay manera de poner eso dentro de una prenda tan ajustada. Lo mismo con su culazo: la falda era corta y no alcanzaba a tomar todo el volumen, con lo que se le estiraba y subía un poco, mostrándole los fundillos del culo y la tanga arropando su conchita. Por otro lado, tenía unos leggins para ir al gym. La solución fue juntar las dos prendas. Arriba la falda y por debajo los leggins. De esa manera los muslos no se le verían tan sexuales y por más que la minifalda se levantara, no le mostraría el culo a nadie. Resultado: un espanto. Igual, a ella solo le importaba no avergonzar más a su hijo. 
—Te viniste vestida como una monja y no dejás de mirar a ver quién entra y quién sale. No estés tan insegura, mi amor.
—¿Ya te olvidaste lo que sucedió en la última reunión?
Resoplé mirando hacia abajo, a los pedales del auto. Lo recordaba. Dos veces por año se hacen reuniones de padres, a veces tres. La última había sido reciente, posterior a las cogidas masivas que le propinaron los profesores para cambiar las notas de su hijo. Una parte del colegio —no muy grande— se enteró, nos dimos cuenta por las miradas desaprobatorias que nos dirigían los otros padres, especialmente las madres. Y los comentarios por elevación, delante de todos. Comentarios rencorosos y llenos de indignación, que censuraba los “favores” que conseguían algunos alumnos, y la injusticia resultante de eso. Si alguna familia no se había enterado todavía del escándalo, se enteró luego, en el chismorreo murmurado que sigue a las reuniones.
—Eso ya pasó —dije, tratando de bajarle la ansiedad, aunque no demasiado convencido—. Nadie sabe exactamente qué pasó. O si pasó o no. Son solo rumores.
—¡Qué fácil! A vos no te miran como si fueras una puta.
—¡Me miran como si fuera un cornudo!
—Pero a vos no te molesta que te haga cornudo. 
Desde que los profesores le cambiaron las notas a su hijo, la mayoría de ellos siguió cogiéndosela de manera más o menos regular, siempre con videollamada para que yo pudiera ver. 
—Igual me molesta que lo piensen. 
Destrabé el seguro de las pertas con un ¡plok! Debíamos ir a la fiesta. Si no lo hacía, se iba a arrepentir por no haber estado junto a su hijo en la noche de despedida del colegio. Además, sabíamos que Roa, el negro brasilero que le hizo el hijo, no iba a venir esta noche. Eso era importante, aunque solo para mí.
—No quiero entrar. 
La tomé de las manos y las apoyé sobre su regazo. Mi piel contra la lycra de sus calzas se sintió raro. Siempre tocaba piel al acariciar sus muslos. 
—No vas a entrar así. Vas a entrar conmigo con la cabeza en alto, con confianza y sin esa calza ridícula que no es propia de vos.
—¿Sin la calza? Estás loco. 
—La pollera te tapa lo que te tiene que tapar. Vas a verte sexy, como te ves todos los días. Y vas a ser vos. Quiero entrar a ese colegio y enfrentar las miradas con vos a mi lado. No con una copia tuya de mala calidad.
—No tengo sandalias que acompañen bien. 
La miré con algo de sorna.
—Con esas tetas y ese culo, nadie te va a mirar los pies. 

Caminamos por el playón abierto repleto de autos, esquivando algunos charcos. Había llovido un rato antes y el aire olía a verde húmedo, como a pasto arrancado. Kenaya iba tomada de mi brazo, aunque se estiraba la pollera para abajo a cada paso. Saber que iba conmigo semejante hembra, con ese conjuntito blanco que la mostraba tan exuberante, que la ponía tan en el centro de las miradas masculinas, me la ponía dura entre mis pantalones.
—Quería cambiar la imagen, Amadeo. Quería que todos me vieran como una mujer seria… Y mirame ahora, parezco una puta. 
—Se van a pensar que te cogés a todos los profesores —bromeé, llegando a una las puertas. 
Dos padres nos miraron y saludaron con una inclinación de cabeza y casi pude leerles los pensamientos: “Con ese pedazo de hembra debés ser tremendo cornudo…”. 
Le abrí la puerta e ingresamos. Adentro, el clima era familiar y levemente festivo, aún no había comenzado la fiesta en sí. No giraron todos a vernos entrar, como en las películas. En cambio, sí noté alguna que otra ojeada de censura sobre Kenaya. Para mi sorpresa, solo de hombres, todos padres.
—Me miran como si fuera una puta.
—Nadie te mira —mentí—. Además, no estás puta; estás sexy. Tenés el mismo tipo de ropa que usaste siempre, incluso en este colegio.
—¿Eso quiere decir que todo el mundo pensó siempre que era una puta?
La miré como si fuera una nena, se dio cuenta que en su pregunta estaba exactamente la respuesta, sólo había que quitar los signos al inicio y al final.
—Los únicos que saben son los que te cogen. Los padres no tienen idea si es verdad o no, solo se dejan llevar por rumores maliciosos.
Nos sentamos en una mesa algo aislada, lejos del escenario y de los tablones de comida y bebida. Y por lo tanto, cerca de los baños, donde las luces ya ni llegan demasiado fuerte. Kenaya insistió en que nos ubicáramos en un sector donde nadie querría ir. Carajo que estaba perseguida. En las anteriores fiestas de fin de año, ella siempre nos sentaba frente al escenario, en primera fila, con intención de que la llamen arriba para un juego, o sacar el número de algún sorteo frente al público. Le encantaba que la miraran ahí en lo alto, con minifaldas tremendas o shorts bien cortitos y metidos en el culo. Pensando ahora a la distancia, siempre fue la mami puta del colegio, la exhibicionista, la que “seguramente era fácil”. Y yo… no había manera de que no me tomaran como el cornudo del colegio.
La fiesta no estaba iniciada formalmente. Como ya saben, se trata de que el director y algunos profesores agasajen a los alumnos, éstos suban al escenario en grupos —o solos— a hacer demostraciones más o menos artísticas como cantar, representar un sketch, etcétera, que prepararon el último mes. Ahora había niños pequeños correteando sobre el escenario y alumnos adolescentes abajo, moviéndose sin bailar y charlando de manera muy casual.
Observando alrededor, tratando de pasar por alto la música que hería mis oídos, vi a Zicuta y unos compañeros poniendo bebidas en una de las mesas. Estaba elegante, con un pantalón de vestir, camisa y saco. Jamás lo había visto tan formal. Iba con zapatillas, como usan ahora los conductores de la tele. Incluso se había peinado y —me dijo luego Kenaya—, hasta se había puesto colonia. 
—Mirá a tu hijo, parece una persona.
—No seas malo —me amonestó Kenaya, con un golpe en el pecho. Aunque rió de todos modos, y aprovechó y me tomó del brazo, recostando su cabeza sobre mi hombro. Pude sentir su perfume—. ¿No está hecho un hombre, nuestro Zico? Desde que los profesores le cambiaron las notas, está distinto, ¿no? Como más maduro.
Dejé pasar el eufemismo de “le cambiaron las notas” cuando debió decir “me dejé coger por nueve profesores para que le cambiaran las notas”. Lo cierto es que era cierto. Desde que él se enteró que yo vi que a Kenaya se la enfiestaron sus profesores y aún así seguí a su lado, Zico dejó de molestarme. Era como si todo este tiempo hubiera estado esperando que yo aceptara ser el cornudo de su madre. Que tomara mi rol y ya.
Ahora el chico estaba con Patata y Cinthia, una compañera bonita y algo reservada de su mismo curso, flamante novia de Patata. Era una buena chica, se notaba. Aunque no tenía carita de ángel, siempre se comportaba muy responsable y seria, como muy madura para su edad. Por fin una buena influencia para Patata y Zicuta. 
—Voy con él —dije—. A saludarlo por haber pasado de año.
Kenaya y yo habíamos hablado de esto. Ella quería que lo felicitara y yo no. Es que había aprobado el curso porque los profesores le cambiaron las notas, y le cambiaron las notas porque se habían cogido a Kenaya. Felicitarlo era celebrar con él que su madre me había hecho cornudo. 
—¿Estás seguro? —me preguntó—. No quiero que discutan ahora que están bien. 
—Dejó de molestarme, parece más sensato. Creo que le daría un buen ejemplo masculino, si voy a felicitarlo.
Vi nervios en Kenaya, que estrujó sus dedos y miró para todos lados. Especialmente para un costado, a una mesa con tres matrimonios, en la que noté que los tres maridos nos ojeaban con recelo.
—No vayas, no quiero que me dejes sola.
—¿Qué pasa, mi amor? 
—Esos tipos me miran con mala cara. Son los padres de Gabito, Lu y Timy. Son unos forros, ya los conocés.
No los conocía a ellos, mas sí su fama. Eran ese tipo de gente de mierda que no les importa nada ni nadie, solo que su hijo no tenga malas notas, aunque sean vagos. Tipos que, si tuvieran que ir a apretar a una profesora, lo harían sin chistar y de la peor manera. 
—No pasa nada… ¿Qué van a hacer, echarte del colegio? Voy un segundo a saludar a tu hijo y regreso. Además, quiero hablar con la chica con la que está, para ponerlo nervioso.
—Sos chiquilín, ¿eh? No te entretengas, no quiero estar sola.
Me levanté de la mesa y no más dar el primer paso hacia Zicuta, me di cuenta de dos cosas: los tres padres de verdad nos estaban mirando con un desprecio tal, que me inquietó. Lo segundo es que la compañerita de Zicuta ya se había ido y, en cambio y de golpe, había aparecido junto a él, su padre, el negro brasileiro drogón que le había llenado el bombo a mi mujer y se desapareció diez años. Se me hizo un nudo en el estómago, creo que hasta bilis me subió a la boca. Pero ya estaba yendo, no iba a arrugar ante mi mujer, mucho menos por culpa de su ex. Sí, ya sé, van a decir que de seguro él también me la estaba cogiendo, que era lo que siempre decía Zicuta. Eso no eran más que bravuconadas y provocaciones de adolescente.
Hice de tripas corazón y avancé, aunque ahora con paso timorato.
—Qué bueno que pudiste venir —mentí a Roa, el padre de Zicuta, extendiéndole mi mano. La verdad es que él nunca había tratado de “poder venir”. Ese brasileiro de mierda no se presentaba jamás a ningún evento escolar de su hijo.
Roa me miró con gesto sobrador y echó un ojo furtivo por encima de mí, hacia Kenaya. Medía un metro noventa y la remera ajustada le marcaba el torso ancho y musculoso. Sonrió con suficiencia y me recibió el saludo, y en el contacto noté el sudor en mis propias manos, y cierto leve temblequeo. Instintivamente giré hacia atrás y vi a Kenaya sentada hablando con los tres padres que nos habían mirado feo, que estaban de pie haciéndole un semi círculo. ¿Qué carajos? Me puse tenso en un primer impulso, pero enseguida me tranquilicé al ver que en verdad los tres le hablaban con cordialidad. De hecho, le sonreían. Y mi esposa les respondía también con sonrisas y alguna risa cuando uno dijo algo que supongo habrá sido gracioso.
—Así que tu mujer tuvo que acostarse con nueve tipos para que aprobaran a mi hijo?
—¿Qué…?
Roa hizo un ademán con su mano, sosteniendo y moviendo un vaso como rodeando el salón 
—Todo el mundo lo sabe. ¿Por qué no me iba a enterar yo? Lo que me da bronca es que ella terminó haciendo tu trabajo. Le dije mil veces que eras un inútil; no sé qué carajos te ve… 
—¿Mi trabajo? ¡El trabajo para aprobar lo tendría que haber hecho tu hijo, que se la pasó boludeando todo el año! —Miré a Zicuta, que nos observaba como si fuéramos dos idiotas. Sacó su celular para mirarlo y ocultar su vergüenza—. Perdoname, Zico, vine hasta acá para felicitarte, no quise decir…
Zicuta hizo un gesto como que no le importaba demasiado y siguió con su celular, pero estoy seguro que solo se mostró así porque su padre estaba al lado. 
—No me malentiendas, Amadeo —volvió Roa—. Prefiero que aceptes que no sos suficiente hombre para semejante mujer. Es muy valiente aceptarse como cornudo.
—Kenaya hizo lo que hizo una sola vez, y como una excepción —mentí. 
Roa siguió con lo suyo.
—Es mejor para todos, así ni ella ni los que te la cogemos tenemos que andar escondiéndonos…
El negro no tenía dos neuronas alineadas. Lo pensara o no, fuera cierto o no, su hijo estaba ahí y él hablaba de su madre sin importarle lo que el chico pudiera sufrir. Zico se ensimismó más en su celular, se dio media vuelta y se fue.
—Ya sé qué querés hacer. Me estás provocando para que reaccione y vos quedes como una víctima. Para que Kenaya note que estás acá.
Roa parecía un poco picado, aunque no había alcohol en la mesa de bebidas. 
—Esta noche no vine por mi hijo, cornudo. Vine a cogerme a tu mujer.
Su amenaza fue hecha con tanta seguridad que por un momento sentí que ya estaba sentenciada en mi cornamenta. Pero me sentí peor por Zicuta, abandonado por ese sorete de persona al que no le importaba absolutamente nada. Me alegré que el chico ya se hubiera ido y no escuchara el desprecio de su padre.
—Sos una mierda —le dije, mirando alrededor del salón—. Al final no pude felicitar a tu hijo.
Roa encogió hombros y tomó otro trago. Esta vez fui yo el que lo miró con desprecio. Giré y me regresé a la mesa en la que dejé a Kenaya. 
Pero Kenaya no estaba. Había, en cambio, tres vasos plásticos con restos de bebida, y nada de ella ni de los tipos que la miraban tan feo. Me entró miedo de que pudieran habérsela llevado para hacerle algo malo… o que se la estuvieran garchando. Con mi esposa, nunca se sabía. 
“El baño”, pensé. Estaba a diez pasos y era tierra de nadie. ¿La habrían llevado allí?
De pronto se escuchó fuerte por los parlantes un “tump-tump”, y la voz del director saludando y dándole la bienvenida a todos los padres. 
—Hola hola, a ver si nos vamos acomodando… Y los que están afuera, vayan ingresando.
Observé una última vez alrededor: cero rastros de Kenaya. 
Fui a los baños. Ni hizo falta elegir si hombres o mujeres, ya los jadeos y el fap-fap se escuchaban claramente desde el pasillito distribuidor. El corazón se me aceleró. Maldita Kenaya, otra vez no. ¡En el colegio, no! 
Entré al baño de hombres. A simple vista no había nada, la cogida venía de un box. Lo abrí de un empujón y lo que me encontré me dejó helado. El jefe de cátedra, un cincuentón ancho y barrigueta, de cabello entrecano peinado para un costado, le estaba dando bomba a la Cinthia, la chica bonita y modosita que había visto antes con Zicuta… la novia de su amigo Patata. El tipo la tenía doblada sobre el inodoro, con la pollerita tableada tirada sobre su espalda y una tanguita color durazno estirada de lado a lado, a la altura de los muslos. Las medias negras por encima de las rodillas se estaban engrasando con el piso sucio de baldosas orinadas y repasadas con lejía, y aun así le daban un aurea sensual —de puta— que no le había notado cuando la vi en la mesa de las bebidas, junto a Patata. Por otro lado, la corbata desencajada del del jefe de cátedra, hecha un nudo, y la camisa abierta y deshecha, me indicaron que el hijo de puta se la venía garchando desde hacía un buen rato.
—Señor Amadeo —dijo la chica, sorprendida y con media verga adentro—. Por favor no le diga nada a Patata.
La media verga que estaba adentro comenzó a empujar nuevamente y se enterró unos centímetros más. Yo no reaccionaba, solo podía enfocarme en el cilindro de carne que la chiquilla se estaba tragando. El jefe de cátedra recomenzó con el bombeo y Cinthia entrecerró sus femeninas pestañas, largas como cuernos.
—Tranquila, no va a decir nada… También me cojo a su mujer.
Cinthia me miró como si yo fuera Jesús de Nazaret.
—¿En serio? Entonces me entiende —sonrió, y su cabeza comenzó a agitarse al ritmo de los nuevos empujones que le mandaban verga—. No le diga nada Patata, mejor enséñele a ser un novio como usted. Uhhh…
Como buen padre de familia que soy, me horroricé ante esa imagen perversa. Y como hombre que también soy, bueno… Cinthia era una chica hermosa y tenía un culito perfecto y tetitas que eran una delicia. Me fui del baño con una erección inesperada. Y saber que esa niña de aspecto angelical y que todos creían tan inocente hacía cornudo al pobre Patata… no ayudó a bajármela.
Ni Kenaya ni los tres tipos se encontraban en el salón de actos, así que salí. Recorrí algunos pasillos y aulas. Nada. Solo me quedó salir del colegio. Fui al estacionamiento. Cincuenta autos durmiendo y la van blanca que me había robado el lugar cuando llegamos. Era una camioneta Volkswagen blanca cerrada, de esas de los años 60, tipo Scooby Doo. Con un hombre de pie junto a la trompa de la van, vigilando a uno y otro lado. Era uno de los tres padres.
Un sacudón de adrenalina hizo que mis manos comenzaron a temblar. Ahí estaba sucediendo algo y ese algo incluía a mi mujer. Enfilé hacia allá, con el temblequeo a cuestas. Al acercarme noté que la camioneta era de una panadería, con el dibujo bien grande en un costado de unos “cuernitos” de grasa y un panadero con sonrisa de acosador mirando al frente. Lo otro que noté es que la camioneta se movía inquieta. Rítmicamente. 
Me la estaban cogiendo. ¡La puta madre, otra vez! 
Con tristeza me di cuenta que esta vez a Kenaya poco y nada le importó avisar o hacerme una videollamada. ¿Por qué? ¿Qué le costaba? ¿Qué carajos ganaba? Maldije entre dientes. Si la descubría, debería hacerle un escándalo y eso seguramente terminaría con los videos para que yo viera cómo se la garchaban. Varias veces por semana. Pero que se acabaran las videollamadas no significaba que se acabaran las cogidas que le daban.
Opté por agacharme y escabullirme entre los autos. Del colegio venía la voz del director, que invitaba a unos chicos a subir al escenario. La voz se iba a veces, un viento veraniego se la llevaba y traía hojas mojadas y olor a pasto lloviznado. Me acerqué lo más posible sin ser visto. De ninguna manera iba a ver algo de acción, el tipo ahí parado hacía de centinela. Me las arreglé para ocultarme y llegar lo suficientemente cerca. La camioneta se movía mucho más de lo que parecía de lejos, y desde esta distancia pude escuchar el goce de mi mujer. Los gemidos, lo mismo que el choque de carnes y los comentarios de dos hombres, me llegaban un poco graves. Me la estaban cogiendo desde el otro costado de la camioneta, el lado que no podía ver nadie pues daba a un parque. La tenían recostada dentro de la van, con la puerta lateral abierta, imagino que ella acostada con las piernas hacia el exterior, y ellos dándole bomba desde afuera y de pie. Pude confirmarlo cuando me agaché y apoyé la cara contra el piso y vi, por debajo de la van, los pies de uno de ellos con los jeans arrollados en los tobillos, inyectando movimiento a pleno. Había otros pies al costado, de seguro esperando su turno. Pero nunca vi las zapatillas blancas de mi esposa que, sin embargo, gemía más y más fuerte al ritmo de las sacudidas. Se me mojaba la cara con esa pátina grasosa del piso que se forma con el agua llovida y el gasoil de los autos. También me estaba ensuciando las rodillas y la manga de un brazo. No me importaba. Ver las piernas de ese hijo de puta moverse de manera monocorde, cogiéndose a mi esposa, era una imagen hipnótica. 
—Dale, boludo —dijo uno—, acabale de una vez que la tenemos que coger los tres.
Claro, no podían demorarse demasiado o sus propias esposas sospecharían si se ausentaban más de la cuenta. No sé cuál de ellos hizo el reclamo, solo sé que dio resultado y el afortunado que me la estaba cogiendo comenzó a acabar. Sin mediar palabra, sin avisarle a Kenaya, como siempre hacían los profesores o el personal de la escuela.
—Ahhhhhhh… Ahhhhh… Ahhh… —escuché acabar al hijo de puta. 
Me dio cierta tristeza que usaran a mi mujer de una manera tan despreciable, como si ella fuera un cubo donde depositar su calentura, su semen, la leche de los tres.
Por debajo de los autos vi los piecitos del abusador retirarse un paso atrás y unas manos tomar el pantalón arrollado, y subirlo con premura. Mi mujer jadeó sonoramente, anhelando la verga que le habían retirado.
En esa noche que sonaba vacía, la escuché con la claridad de un remordimiento. 
—No… Está mal… Déjenme ir a la fiesta, mi marido debe estar preocupándose. 
Unos nuevos pies ocuparon el lugar del primero y sus jeans cayeron al piso, desnudando dos piernas fornidas y peludas.
—Aguantá un toque, bonita. Te cogemos rápido… Un polvito para probarte y te vas… ¿sí?
Las patas peludas comenzaron a moverse, lo mismo que la camioneta. “Ahhhhh”, escuché gemir a mi mujer, demostrando que no podía ofrecer resistencia seria. El que ya se la había cogido levantó campamento, chocó puños con el que vigilaba y se regresó al colegio.
—Nos vemos adentro. Disfruten.
Tanta indolencia y desprecio me hizo hervir la sangre de las dos maneras posibles. Volví a apoyar la cara contra el concreto y a ver las patas peludas bombear con insistencia y fuerza sobre mi esposa. O dentro de ella. La van se movía y en un momento se sincronizó con el bombeo grave de la música que ahora venía de la escuela, y de pronto la cantante era Kenaya. 
—Así… así… así… 
—Dale, boludo, apurate —reclamó el vigía.
—Ya voy, ya voy… —Aceleró los pijazos, se notaba viendo sus piernas.
—Así… Así… Qué rico… Pobre mi marido… Así…
—Tu marido hoy se lleva a casa otro buen par de cuernos.
El que vigilaba volvió a mirar hacia todos lados. El lucerío que venía del colegio se reflejaba en el pavimento mojado y le arañaba la cara con colores giallo.
—Dale, boludo, dejá de hablar y acabale.
La camioneta se movió más fuerte.
—Apretá ahí abajo, putita, que me quiero vaciar bien sabroso. 
No sé si le hizo caso o no, tampoco supe qué quiso decir exactamente, mas enseguida:
—Ahhhhhh… Pedazo de puta… Ahhhhhhh…
La acabada y el insulto fue casi en un murmullo, como si se estuvieran cuidando de que nadie los escuchara. El segundo hijo de puta le estuvo enviando leche adentro un minuto más, en medio de jadeos e insultos, y luego se salió de entre las piernas de mi mujer, que otra vez resopló como si extrañara la verga que le retiraban. 
Sin embargo, se resistió.
—Tengo que regresar a la fiesta, chicos —Pobre Kenaya, se le notaba en la voz que no la estaba pasando bien, que era consciente que la estaban usando como a un pedazo de carne. Y de alguna manera, quizá por ser la puta del colegio o porque los tipos tenían poder de contarle al cornudo que se la habían cogido, ella supo que debía dejar que la siguieran usando—. Por favor…
—Ya va, mi amor, ya va… —El centinela, esta vez—. Falto yo, nada más. 
El tercer padre empujó al segundo, que se fue lo más pancho para el colegio, cerrándose el pantalón y acomodándose la camisa por el camino. 
—Date vuelta, negra… —le ordenó el último—. Dale, que te quiero coger mirándote el culo. 
Escuché dos golpecitos sobre el techo de la camioneta, y el sonido obediente de mi mujer girando sobre sí, para ofrecerle el culazo en punta al tercer hijo de re mil putas. 
En cuanto se la empezó a coger fuerte, me puse de pie. Ya no quedaba nadie vigilando, podía salir sin que me vieran. Noté que la camioneta se movía más fuerte de lo que me parecía desde abajo, o tal vez éste se la cogía con mayor brío. Lo mismo los jadeos de mi mujer: eran mucho más claros y vivos. Me quedé todo lo que pude escuchando y viendo moverse la van, que era como ver cómo se la cogían, pero en un momento debí aprovechar la ventana de dos minutos que me daría ese padre antes de acabarle a mi mujer, y fui para el colegio, a sentarme en nuestra mesa y esperarla. Hacerme el que no sabía nada y ver qué me decía.
Apenas entré me topé con Zicuta, Patata y la novia de Patata. Me resultó impactante, tal vez incluso estimulante, ver a Cinthia abrazar a Patata de manera amorosa y hacerle mimos y besarlo, cuando apenas 30 minutos atrás la había encontrado clavada desde la cintura por el jefe de cátedra, y bombeada como si fuera su putita personal. Patata la miraba embelesado, como si fuera un ángel puro al que él no podía alcanzar.
—Zico, ¿podemos hablar un segundo?
Tomé al chico del hombro y lo alejé un par de metros. La modosita y honesta novia de Patata me miró y me sonrió con complicidad, mientras su novio la besaba en el cabello.
—Zico, quería decirte que en estas semanas, y especialmente esta noche, te estuviste comportando como un verdadero hombre. Te felicito. Y de alguna manera, a pesar de todo lo que pasamos y nuestras diferencias, me siento orgulloso de vos y de que seas una parte importante de mi casa.
El chico miró para abajo, se removió en sus zapatos, luego miró alrededor. No sabía qué decir ni cómo actuar; seguía siendo un mocoso, al fin de cuentas.
—Está bien —dijo con torpeza—. Supongo que gracias, pero no voy a ser como vos —se rebeló—, voy a ser como mi papá. 
Hizo una mueca y vi que tampoco le gustaba cómo era el cretino de su padre.
—Está bien, Zicuta… Zico… No tenés que ser como nadie, en realidad. Como nadie en absoluto. —Por sobre el hombro de Zico vi entrar a Kenaya por una puerta más alejada—. Lo estás haciendo bien, nene —le dije, y lo abofeteé cariñosamente—. Me voy a ver a tu madre, permiso. 
Alcancé a sentarme unos segundos antes que ella, que vino a mí con una sonrisa enorme, franca, cálida, como si llegara de un baby shower.
—Te vi hablando con Zico —me dijo, con cierto orgullo—. Me encanta que se lleven bien… Los dos hombres de mi vida…
No había cinismo en sus palabras, se los juro. Era como si la triple rellenada de tripas a la que se sometió unos minutos antes no hubiera sucedido para ella. Le vi una manchita de grasa en el hombro de la casaca blanca y le quité una hoja de árbol que se le había pegado en la falda, justo en la redondez de su culazo.
—¿De dónde venís? —le pregunté esgrimiendo la hoja.
—Salí a hablar con unas madres… Nada… chismorreo de colegio.
En ese momento ingresó al enorme salón el tercer padre que se la había garchado recién, por la misma puerta que ella. 
La vi mirarlo, ella también me vio mirarlo. 
—¿Te creés que soy boludo, Kenaya?
Giró y me enfrentó con gesto desafiante. Sus pechos se inflaron cuando tomó aire para hablarme. Dios, cómo me gustaba esa mujer. 
—No empieces, Amadeo. 
—Estuviste cogiendo con ese tipo y otros dos más.
Me vio mirarle las tetas como un pajero de pie en un autobús.
—Ya te hago cornudo todas las semanas y vos lo aceptás sin problemas —me lanzó—. ¿Para qué voy a coger a escondidas tuyo? No tiene sentido.
—Ya sé que no tiene sentido, eso es lo que me vuelve loco. Vos me estás volviendo loco. —Por increíble que suene, Kenaya me miró y sonrió—. Le estás dando de qué hablar a los padres y madres de los compañeros de Zico. Pensá en tu hijo, carajo.
Kenaya se fastidió. Sabía que yo tenía razón, y su manera de gestionarlo fue molestarse conmigo y cruzarse de brazos como una nena malcriada.
—Tengo la solución para ese problemita.
Era la voz del padre de Zicuta. Giramos y allí estaba Roa, con su sonrisa carioca, su altura de un metro noventa y sus hombros ensanchando el horizonte de mi cornamenta.
—¿Qué problemita? —me quejé—. Acá no tenemos ningún probl…
—El problemita de que todos, absolutamente todos, saben que tu mujer te hace cornudo a diario. Y eso podría afectar el comportamiento de Zico, especialmente en lo social.
Me mordí la lengua y callé. Zico era un terreno en donde yo nunca tendría derechos. Ni siquiera voz o voto.
Kenaya:
—Solo lo saben los profesores, el director, el jefe de cátedra, los de...
—Solo lo saben los del colegio —la interrumpí.
—No se hagan. ¿Cuánto tardarán en saberlo los padres? Pero yo tengo la solución. —El negro sonrió a mi mujer desde su altura, y ella descruzó sus brazos y le miró interesada—. O bueno, al menos una posible solución.
Se hizo una especie de silencio. Roa ahí de pie, apoyado en el respaldo de una silla, solo sonreía.
—¿Y bien? —pregunté.
—Y bien, ¿qué? Esto es sobre Zico, es un asunto familiar. Y vos no sos nada de Zico, pedazo de cornudo.
—¡Roa, no le digas así! Será cornudo pero es una buena influencia para tu hijo.
—Pensé que me ibas a defender porque me dijo cornudo.
El brasilero se irguió en todo su alto y tomó a mi mujer de una mano.
—Si querés te cuento lo que podemos hacer… En privado. No lo quiero cerca al pete éste.
Kenaya suspiró con algo de frustración.
—Está bien. —Se levantó—. ¿Dónde?
Roa miró alrededor. El ruido de la música y unos adolescentes canturreando horriblemente en el escenario, más la gente riéndose de esas payasadas no eran un buen espacio para el diálogo. 
—Acá es imposible…
La tomó a mi mujer de la cintura y la arrastró hasta los baños.
En un principio no me di cuenta. Me quedé mirando el acto en el escenario, un sketch en el que un compañero de Zico ahora manoseaba ligeramente a Cinthia, con Patata disfrazado de viejo a su lado, que a su vez los amonestaba como si fuera un padre celoso.
Entonces caí. 
Salí impulsado de mi silla como si tuviese un resorte en el culo. Y me fui de tres zancadas a los baños.
Como un rato antes con Cinthia, los gemidos ya se escuchaban desde el pasillito distribuidor.
Ni siquiera se habían ocultado en un box. Roa se estaba cogiendo a mi esposa contra el lavabo.
La tenía subida con las piernas abiertas sobre la bacha de lavarse las manos, medio sentada, medio en el aire, y surtiéndole verga a empujones fuertes que hacían golpear la cabeza de ella contra el espejo. No entendía cómo se la podía estar cogiendo tan fuerte en tan corto tiempo. Está bien, Kenaya ya venía lubricada por la triple cogida del estacionamiento, pero el negro no hacía un minuto que le estaba dando y ya se la enterraba gorda y durísima hasta la base.
—¡Kenaya, la puta madre!
Mi mujer tenía tomado al negro por el cuello, con sus brazos sobresaliendo más allá de él y con la cabeza un poco metida en el pecho del brasilero, muy ensimismada en su disfrute, gimiendo. Giró sorprendida al escucharme. 
—No te enojes… es solo que… mmm… es un poco más hombre que vos, mi amor… mmm… No te lo digo porque no seas hombre, ¿eh? Al contAhhh… Al contrario... Quiero decir que es como más animal, ¿entendés…? Mmm… Te amo a vos, ¿eh…? Ya sabés… Ahhh…
—Hija de puta, no entendiste nada. Todo el mundo quiere confirmar que sos la puta del colegio, y tu idea es venir a coger al baño en la fiesta de fin de año de tu hijo.
—Ya sé, ya sé, mi amor… es que no pude acabar antes… Y hoy a la noche con vos… Nunca acabo con vos…
—Pero no lo hagas acá, la puta madre. Cualquiera puede entrar y verte.
—Roa dijo que tiene un plan para evitarlo… Ahhh…
—¿Qué plan? ¿De qué hablás?
—Es fácil, cornudo. Andá a la puerta y no dejes entrar a nadie. Deciles que hay un caño roto o inventá lo que quieras.
—¿Esa es la solución para que no te vean tan puta?
—Bueno, Amadeo, por lo menos a él se le ocurrió algo… mmm… Además, un poco extrañaba la pija de… uhhh…
En ese momento escuché la puerta y giré para salir al cruce. No quería que más padres supieran que a mi mujer se la garchaba cualquiera. No llegué a tiempo, la puerta se abrió antes.
Y entraron Patata, Cinthia y Zico.
—¡Oh, por Dios, mamá! —gritó Zico, tapándose la cara con una mano y retrocediendo. Lo que me dio la pauta de que aquel día en su habitación, Zicuta no estaba viendo realmente el video de su madre, sino una porno cualquiera.
Esta vez Kenaya tuvo la decencia de detener la cogida.
—Es lo más natural del mundo ver que expresen su amor tu madre y tu padre.
—¿¡Qué amor ni qué carajos!? —estallé—. Lo natural es que te encuentre cogiendo conmigo, no metiéndome los cuernos.
Zico salió del baño a las puteadas. Patata y Cinthia, que iban tomados de la mano, se quedaron y permanecieron de pie, fascinados, viendo cómo el negro musculoso retomó el movimiento entre las piernas de mi esposa con energía envidiable, y cómo la receptora de esos vergazos se sumía más y más en un nirvana de placer.
—Lo está haciendo cornudo al señor Amadeo —anunció Patata—. Pobre señor Amadeo…
—Mirá la cara de goce de la mamá de Zicuta —respondió Cinthia, casi en un murmullo—. No creo que con él se le vea así.
—No creo.
—¿Y no está bien que una mujer goce de esta manera con un hombre así de hombre?
—N-no sé… Supongo que… ¿que sí…? No sé…
Toda la escena me superó, y estos dos mocosos fascinados con la cogida, concluyendo que Roa era más hombre que yo, fue la gota que colmó el vaso.
—¡Me voy a la mierda! ¡Quedate cogiendo con este negro falopero y que se enteren todos de lo puta que sos. Después explicale a tu hijo.
—No te enojes, mi amor… En casa te lo compenso…
Sali furioso del colegio, dolido. Ya sabía que Kenaya era una puta. Ya la dejaba coger afuera cuando quería. Ya me había resignado a ser su cornudo consciente. ¿Por qué hacía estas cosas? Fui hasta el auto y encontré a Zico, apoyado contra una de las puertas. Estiró una mano abierta cuando llegué a él.
—Manejo yo —dijo.
—Tenés que quedarte… es tu fiesta.
—Te llevo y me vuelvo. Alguien va a tener que llevar a mamá a casa, a la noche. No vas a querer que la lleve mi papá.
Le di las llaves.
Entré al auto a las puteadas. Primero al aire, fuerte, y luego de a poco convirtiendo mi bronca en una rumiación cansada y herida de decepción.
—Ya sabés cómo es mamá —me dijo Zico, manejando por la avenida.
—¿Pero tenía que hacerlo en el colegio… y con tu viejo?
—Nunca dejó de cogérselo... Siempre lo supiste.
Abrí un poco la ventanilla y el aire fresco me lavó la impotencia de la cara. Solo me quedó cierta tristeza y la resignación de siempre.
—Una cosa es de vez en cuando, pero ahora que lo hicieron adelante mío… me la va a coger día por medio.
—¿Y la vas a dejar por eso?
—Solo tengo que lograr que…
Me callé. De pronto me di cuenta que otra vez me esperaba una noche en solitario, con mi mujer fuera de casa.
—Lo que sea que tengas en mente, no lo va a hacer. Mamá es como es.
—Sí, ya sé.
—Y vos sos como sos. —Llegamos y destrabó las puertas—. El uno para el otro, como siempre me decías.


FIN de la Parte III – Fin de la Miniserie.

DANDO LA NOTA III: AMADEO – Revisión (sin revisar aun) – 00/00/0000
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