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miércoles, 24 de enero de 2024

La Isla del Cuerno: El Faro, Parte I (Completo)



LA ISLA DEL CUERNO: EL FARO (I) 
(VERSIÓN 1.0)
Por Rebelde Buey


1.
1 de febrero.

Camilo.
Siempre se vestía puta cuando iba con su tarta de frambuesa al faro, para que se la garchara el Sapo. Siempre. Y también cuando andaba delante de los dos negros que nos trabajaban la tierra, o de los proveedores que venían del continente… o cualquier visita que tuviéramos. De ahí y de tantas situaciones sospechosas y sabidas, venía su mote de “la puta del archipiélago”. 
Sin embargo, esta vez había algo especial en el aspecto de mi esposa. Como más sofisticado. Me acerqué a ella mientras terminaba de vestirse frente al espejo de la habitación grande, y me llegó un aroma dulce, suave, como si la hubiera perfumado la primavera.
Vestía una falda de las cortas, que yo sabía eran ideales para que el viejo la manoseara fácil y la enterrase pija rápido, sin quitarle la ropa en el primer polvo. Lo que noté es que arriba su camisa no era tal. Más bien parecía una de las prendas de la lencería fina que se mandaba traer de París. No tenía sentido, nunca iba al faro con ropa delicada; el gordo marginal y borracho no apreciaba nada que no fueran simplemente las tetas y el culo.
—¿Eso no es ropa interior? —le hice ver.
—Sí, ahora me la cambio —explicó sin mirarme, sin quitar la vista del espejo en donde se apuntalaba pechos y ancas para hacerse aún más atractiva—. Me estoy vistiendo.
Se terminó de acomodar la pollerita, tomó una camisa parecida a la que ya tenía puesta y se detuvo, viéndome a los ojos. La respiración le inflaba y desinflaba los pechos sin corpiño, apenas cubiertos con la tela de seda, que los recorrían en diagonal por el medio, mostrándome un poquito las aureolas de los pezones hasta cubrir justo las tetinas. Y los muslos cortados por el ruedo de la pollera, a la altura casi de mis ojos, eran tan sensuales —o sexuales— que sentí un hormigueo raro en mi entrepierna.
—¿Y…? —me reclamó.
Yo me despabilé de mi ensoñación. En los últimos meses solo la veía desnuda cuando tenía la suerte de espiarla mientras otros se la cogían.
—¿Qué, mi amor?
—Me voy a quitar esto, ponerme un corpiño y cambiarme. —Hizo una pausa, como si yo debiera haber entendido. La miré con expresión de pescado—. Tenés que salir de la habitación, Camilo, no seas como esos tipos degenerados de las ciudades.
En ese tiempo se la cogían Samuel y Eber, todos los días; el Sapo, al menos tres veces por semana; y Rómulo, cada puto martes del año. El único que no la veía desnuda era yo.
—Soy tu esposo.
—Pero yo sigo siendo una señora decente. ¿O no…?
Ella sabía a esa altura que yo estaba al tanto de todos los cuernos que me ponía. Tenía que saberlo, era evidente hasta para un ciego.
—Está bien —me rendí—, pero no vayas allá. Esta tarde quedate conmigo.
—Tengo que llevarle la tarta al Sapo. Tenemos que ser buenos vecinos, vos siempre lo decís.
Sabía que se iba a coger, como siempre. Pero tenía el presentimiento que esta tarde era especial para ella, por eso no quería que fuera.
—Llevásela mañana. Hoy quedate para la siesta.
—Vos sabés cómo disfruta de mi frambuesa el Sapo. Si no voy, va a venir a buscarla él y eso a vos te gusta menos. —Creo que vio mi estremecimiento. Cuando el Sapo llegaba borracho la trataba a ella como a una puta y a mí, como su idiota, y yo no tenía las agallas suficientes para enfrentarlo—. Además, la hora de la siesta ya pasó.
Efectivamente, la hora de la siesta había sido dos horas antes. Y me la había estado garchando uno de los dos negros, como cada tarde.
—No quiero que vayas —rogué. Me di cuenta que era por la lencería—. No con esa ropa. —Y se la señalé.
—Sos tonto, Camilo, ¿cómo voy a ir en lencería con un tipo que me metió mano delante tuyo, y te dijo cornudo en la cara?
Seguía refregándome otra vez aquella tarde; lo haría hasta el fin de los días.
—Estaba borracho —lo excusé, aunque ya Fátima me echaba de la habitación agitando su mano desde el dorso, espantándome como a una mosca.
Salí para darle indicaciones a Samuel y Eber. Cuando Fátima se iba a coger con otros a mis espaldas, darles órdenes a los negros me hacía sentir más hombre. Aunque los dos morenos eran los que más me la cogían y su gravitación en la casa era cada vez mayor, al. que ya tomaban decisiones importantes por mí. 
Para salir al huerto, pasé en mi silla de ruedas por la cocina y vi la tarta de frambuesas. Al menos esta vez se la llevaba de verdad.
Cinco minutos después salió Fátima de la casa. Como dije, siempre andaba sexy día y noche, pero hoy tenía un aura especial. Hasta los negros —que ya estaban acostumbrados a cogérsela— la siguieron con la vista, embelesados como yo. Fátima salió al sol de la tarde con la tarta en sus manos, tomó el caminito más alejado y nos saludó con una sonrisa a la distancia. Y aunque llevaba una camisa grande de hombre —muy grande, una de las de Samuel—, me pareció ver, cuando la brisa jugó con su casaca y su pollera, que debajo tenía puesta la ropa interior fina que me había prometido no llevar. 
—¡Fátima! —le reclamé en un grito, y traté de alcanzarla con mi silla de ruedas. Pero estaba sobre tierra húmeda y era difícil romper la inercia. Fátima me sonrió y agitó una mano haciéndose la tonta, como siempre, y se fue alejando con rumbo al matadero del Sapo, meneando las caderas, viéndose aún más puta que de costumbre—. Fátima…
Rumié mi bronca, clavado ahí en mi trono de bufón, hasta que los negros me dieron una mano y me empujaron a suelo más firme. Fui de inmediato a la casa y revolví la ropa de mi esposa. Como calculé, la prenda de seda con procedencia parisina no estaba. La iba a disfrutar su amante borracho y roñoso. Por H o B, hacía mucho que yo no iba al faro a espiar a mi mujer cuando se la cogía el Sapo. Aquellas imágenes robadas a su intimidad me habían proporcionado una de las primeras pajas con Fátima. Si había un momento para volverla a ver con el cabello suelto sobre su espalda, cabalgando verga gruesa, era esa tarde, con esa lencería especial.
Esperé un poco, dándoles tiempo a que comenzaran, para que estén en lo suyo y no me notaran en la ventana. Aproveché y fui a buscar unos pañuelos blancos para hacer más discreta mi eyaculación, que a esa altura sabía era segura. Como a los quince minutos salí para el faro.
—Hola, Camilo, ¿dónde anda su bella esposa? 
Rómulo se topó conmigo apenas crucé la puerta de la casa, con ese descaro prepotente de quien viene habitualmente a cogerse a la mujer de uno.
Sonreí con cierta estúpida alegría: por una vez ese turro a quien nunca podía espiar, no me la iba a usar. Y, de hecho y pensándolo bien, hasta me iba a dar la excusa para ir a espiar a Fátima. 
—No está acá, pero se la traigo.
—No, no hace falta hoy —me frenó, y fue como si me dijera “no se preocupe que hoy no se la cojo”—. Les traje algo de mercadería, no mucho. En verdad aproveché el viaje del reemplazo del Sapo y los Gorrienzi.
—¿Los Gorrienzi?, ¿quiénes son esos? ¿Y de qué reemplazo me habla?
—El Sapo se toma un mes de vacaciones. Bah, cuatro semanas. No quiere, pero lo obliga la alcaldía.
—¡No tenía idea!
—¿No le contó nada su mujer? ¿No va ella a lo del Sapo tres veces por semana?
Rómulo nunca perdía la oportunidad de humillarme. Todo el mundo en el continente y en el resto de las islas sabía que mi mujer se iba a hacer coger al faro día por medio, y que los dos negros ya vivían dentro de la casa.
—¿Y cuándo se va? —pregunté.
—Hoy. Ahora. En el bote traje a Muérdago y a los Gorrienzi, ya le dije.
De pronto entendí lo de la lencería especial que quería estrenar Fátima: era su regalo de despedida.
—Voy a buscarla —le dije, y arranqué.
—No hay apuro, don Camilo. Primero tengo que bajar la mercadería suya, bajar los bártulos de esta gente… Voy a tardar bastante.
—¡Voy a verla ya mismo!
Me fui a toda prisa hasta el faro, todo lo a prisa que me permitía mi silla de ruedas.



2.
1 de febrero.

Camilo.
Podrá ser lo que ustedes quieran: traidora, manipuladora, mala esposa, infiel, puta. Elijan. Y todo podría resultar cierto. Lo que seguro era cierto es que mi Fátima era la mujer más sensual y hermosa sobre la faz de la tierra. Hacía como un mes que no la veía desnuda, dejándose envilecer por algún otro hombre. Ahora la tenía ahí, a tres metros, magreándose con lujuria dentro del faro, sin saber que yo la espiaba desde afuera por un ventanuco y me tocaba abajo como un marido cornudo y pajero. 
Me olvidé por completo de Rómulo. Solo existía Fátima, mi hermosa Fátima, pura belleza y curvas, aún vestida a medias, arqueándose en el disfrute del manoseo áspero del Sapo, y de los besos en sus pechos y pezones. Y el culazo expuesto, vejado sobre un sillón rotoso por ese viejo sucio y vil, un mal tipo que solo quería su carne y vaciarse dentro de ella. Saqué mi pija de la bragueta y me la agité sin pudor. No me veían. Aún si miraran en mi dirección, no me iban a descubrir porque una planta en una maceta me escondía.
Pero en el fragor de la lujuria, o el viejo o mi mujer se movieron un metro a la izquierda, quizá porque el Sapo se había cansado de tanto jueguito y me la iba a empalar de atrás, como tantas otras veces. Los perdí de vista. Estiré mi cabeza para volver a encuadrarlos y no los encontré. Moví la silla y no avanzó más de un par de centímetros, trabándose con una piedrita insignificante que inmovilizó la rueda. Quise forzar la silla para encontrar otra vez a mi mujer, pues solo veía sus pies saliendo del sillón. Como no la encontraba, me estiré un poco más. La silla, trabada, se ladeó; yo cogoteé un poco más porque me pareció que el viejo hijo de puta se estaba tomando el vergón, y de pronto la física hizo lo propio y la silla de ruedas se fue para el otro lado. Alcancé a tomarme de lo que pude —la plantita adornando el ventanuco—, por lo que la maceta cayó, dio una vuelta en el aire y se estrelló contra el caminito de cemento que conducía a la puerta. Puerta que tronó cuando un fierro de la silla dio contra ella y la rasguñó en la base, haciendo un ruido quejoso, de madera sufriente.
No había manera de que no me hubieran oído. Apenas atiné, así caído y de costado como estaba, a meterme la pijita dentro de la bragueta, sin llegar a cerrarla.
La ventana desde la que yo había estado espiando, se abrió. Fátima solo miró hacia afuera, no alcanzó a asomarse para abajo pues desde adentro, el viejo seboso y urgido la tomó de las nalgas y la reclamó.
—Dale, putita, que hoy es mi último día.
—Juraría que escuché algo…
—Debe haber sido un pájaro, vení de una vez.
Tuve la suerte de que regresaron a coger. Si me hubiesen encontrado allí en el piso, tirado como una bolsa de cuernos y con la bragueta abierta, mi humillación hubiese sido apoteótica. Respiré profundo y me recuperé del temblequeo y las pulsaciones aceleradas. Mi cabeza —todo yo, en realidad— había quedado de costado y pegada a la puerta; y la puerta, abajo, estaba semipodrida y roída por la sal y la humedad. Estaba apolillada, salpicada de pequeños agujeros aquí y allá. Puse un dedo curioso y la madera apelmazada cedió y un agujero se agrandó.
Y lo primero que vi fue algo incomprensible. Un culo feo y peludo moviéndose con cierto ritmo, aunque acelerando. Abrí apenas más el orificio apolillado y vi las piernas de mi esposa elevadas al cielo, como un rezo, rodeando la humanidad del Sapo, que ahora metía bomba y bomba como si fuera la última cogida de su vida.
La tenía tomada de los costados de los muslos, cerca del culo, para mantenerle la grupa a la altura que a él le satisfacía mejor. Los jadeos de mi mujer estaban llenos de deseo, de aire, de emancipación. 
—Ay, Sapito… Ay, Sapito qué rica verga… Ahhh…
El flap flap de la pija del Sapo contra las carnes de mi esposa era desalentador para mí, pero me hacía estallar la pijita. ¿Qué carajos le veía una señora tan hermosa y seria como Fátima a ese viejo decadente? Nunca lo sabría. Bueno, sí, le enterraba y sacaba y volvía a enterrar un chorizo bien bien grueso; pero eso ya lo tenía con Eber y Samuel.
—Mirá que te cogen todos en la isla, ¿eh…? —jadeaba el viejo—. El Rómulo, los negros, los del barco pesquero… pero te sigo sintiendo estrechita como el primer día, pedazo de puta… Uhhh…
¿Qué barco pesquero? ¿Cuántos se estaban cogiendo a mi mujer en la Isla del Cuerno? 
La siguió bombeando un rato más así, con ella patitas arriba. Los gemidos eran libres, no aplacados como cuando se la cogían los negros en mi casa y tenían que callar los goces porque yo podría despertarme. Acá nada ataba a mi mujer, que jadeaba y pedía más pija sin pudor. 
Yo ya había vuelto a sacar lo mío y me pajeaba cada vez más desesperado. Pero no fue hasta que el Sapo se cansó y la mandó a mi esposa a montarse arriba y volví a verla de espaldas, culazo y cintura desnudas, con su cabello agitado, cabalgándose cada centímetro adentro, que me desaté. Que la fuerza de la naturaleza y de mi manito hicieron el trabajo que Dios dispuso, es decir, que un esposo disfrute del sexo con su esposa. 
El primer espasmo me vino de golpe y sentí que por fin nuevamente iba a eyacular viendo cómo se cogían a mi mujer.
—Te acabo, putón, no aguanto más —escuché al Sapo.
A mí ya me estaba a punto de estallar.
—Sí, Sapito, llename así le llevo la leche al cornudo…
No le veía la cara a mi esposa, pero podía adivinarla. Y adivinándola, es que me fui.
—Ohhh… —rumié mi goce, lo más silencioso que pude.
El Sapo tenía otras libertades. No solo la de cogerse a mi mujer, también la de expresarlo como le saliera de las tripas.
—¡¡Ahhhhhhhhhh…!!! ¡Puta, puta, puta! ¡Sentí la leche adentro, hija de re mil putas! 
—Sí, Sapo, te la siento siempre… Uhhhh…
Todo el minuto siguiente no paró de bombearla, y ella de escurrirlo desde ahí arriba, para quedarse con toda su hombría adentro. De pronto me di cuenta que yo estaba tumbado contra el piso, con la pija al aire y un lechazo sobre mi propio pantalón abierto. Como se les ocurriese salir, no tendría yo momento más humillante en ese páramo.
Qué errado estaba. Ojalá solo hubiese sucedido eso. 



3.
1 de febrero.

Camilo.
—Señor Camilo, ¿qué está haciendo?
Era la voz antipática de Rómulo, esta vez divertida, casi de festejo, pícara, como si me estuvieran acusando de espiar a una esposa metiéndole los cuernos a su marido. Entiendan esto: el tipo ve a un hombre tirado en la puerta de una casa con su silla de ruedas desparramada y ni siquiera se pregunta qué pasó. Sólo se burla.
—Me… me caí… —atiné a decir. Miré con dificultad. Detrás de él venía más gente, pero no los pude ver bien.
Rómulo no dejó de sonreír, se agachó delante mío y vi que observó los pedazos de maceta rota. Era como si hubiera sabido exactamente cómo y por qué terminé así, y qué había estado haciendo ahí tirado sin pedir ayuda a mi mujer o al Sapo, que él daba por descontado que estaban adentro.
En ese momento la puerta se abrió, y desde ahí abajo, la cabeza a la altura del piso, vi las piernas poderosas de Fátima, abiertas en compás, en esa minifalda por la que casi alcanzaba a ver la bombacha blanca con la que un rato antes jugaba el Sapo.
—Amor, ¿qué hacés acá? ¿Qué pasó? 
Mi mujer se agachó para socorrerme y agradecí a Dios que lo hiciera justo cuando llegaron los desconocidos. Descubrí en el movimiento que ya no tenía nada bajo su faldita y pude verla toda, completa, así tal cual nuestro Señor la trajo al mundo. Trató de incorporarme, pero no lo lograba, así que con un gesto pidió ayuda a Rómulo, que dejó de reír como un idiota y tomó las asas del respaldo y, con fuerza, enderezó la silla. Fátima me sostuvo y acompañó el movimiento del balsero. 
Me sentí terrible, una cosa inútil y caducada. Sin dudas hubiese sido menos humillante que mi esposa me hubiera descubierto espiándola. Pero estar allí, tirado y desvalido, dependiente de la ayuda de mi mujer y del que todo el archipiélago sabía que me la cogía, sumado a que el balsero venía con gente que no conocíamos, fue demasiado. Si al menos hubiesen sido tipos que se la cogieran regularmente, habría sido menos vergonzoso. Supongo.
Cuando quedé más o menos estable y el rubor rojo y el calor se iban yendo de mi cuerpo, Fátima me sacudió un poco la ropa para quitarme arena, hierbas y mugres. En un santiamén, con una habilidad que no le conocía, se las arregló para cerrarme los botones de mi bragueta. Lo hizo tan rápido y con tal disimulo que nadie más se dio cuenta. Mi rubor volvió esta vez y fue breve y solo para mi esposa, que me miró en un parpadeo para comprobar que estuviera bien, e inmediatamente sonrió para saludar a los que recién llegaban. La humillación de saber que mi mujer supo que la espiaba en sus escapadas licenciosas fue apagado de inmediato con esa emoción que hacía tiempo no sentía por ella: la calidez, la paz del mimo y el cuidado que suele dar una buena esposa. Recién caía en que con dos negrazos jóvenes, fuertes y vigorosos cogiéndosela día y noche se hacían difíciles las demostraciones de cariño y respeto para conmigo.
Fátima se estiró sobre la silla y sobre mi humanidad, extendiendo la mano en un saludo. Uno de sus pechos que sobresalía por el escote recorrió mi rostro y se me frotó por un mágico instante. El mismo pecho que unos minutos antes el mismo Sapo estrujaba y al que magreó con la verga y le tiró la leche de la cogida. Mi pija volvió a respingar.
—Mucho gusto, soy Liliana.
Giré. La voz era femenina y lejana, la voz de alguien que no tiene otro remedio que estar allí. La tal Liliana era una mujer diez años mayor a Fátima, de rasgos mediterráneos y gesto avinagrado, con cabello largo y oscuro, recogido en un rodete apretado. Parecía una rectora severa, pero los pechos redondos que se dejaban entrever por el escote, y las ancas generosas que ponía con el culo en punta me decían que tan severa no debía ser.
 De inmediato se presentó Jasmina, su hija, una hermosura jovencísima, agraciada por la juventud y los rasgos heredados de su… Bueno, de su madre, no. Y aparentemente tampoco por los del padre. A diferencia de su progenitora, Jasmina tenía pintada una sonrisa y sus ojos chispeaban a uno y otro lado, como si el mundo se estuviera descorriendo ante su mirada virgen.
—Qué exquisita damisela —dije tratando de ser un buen vecino cortés y caballeroso.
—La señorita está comprometida para contraer nupcias en abril, con el ingeniero Octavio Adorno —me cortó su avinagrada madre—. No se haga el donjuán libidinoso.
Detrás de ellas, con dos valijas enormes, una a cada mano, sobrevolaba la imagen de un tipo alto y oscuro, amplio de hombros, con un sombrero negro de ala muy ancha. Estaba serio como la roca con la que va a chocar un barco en una tormenta, ojos oscuros y vacíos, casi malignos, y nariz aguileña, sin llegar a lo grotesco.
—¿El señor cómo se llama? —pregunté tratando de sonar amigable.
Hubo un silencio algo incómodo, que el hombre debió romper.
—¿Qué importa? —dijo finalmente con tono seco—. Estoy acá para reemplazar al farero por un mes… en todo… —Y me pareció que miró con un acento especial a mi mujer.
—Es el señor Mandrágora —dijo Rómulo, a medias disculpándolo, a medias presentándolo—. Y éste es el señor Gorrienzi, esposo de la señora y padre de la señorita Jasmina.
—Dígame Paolo, para servirle.
Era un cuarteto por demás heterogéneo. El tal Paolo parecía un tipo de lo más regular: ni bueno ni malo, ni tonto ni despierto. Se lo veía de espíritu entusiasta, pero algo en su mirada, y en especial cuando abrazó de la cintura a su mujer, me hizo sospechar que llevaba a cuestas algunas inseguridades, aunque no podía precisar cuáles.
—Bueno, ¿dónde está ese viejo gruñón? —zanjó Rómulo—. Tiene que dejar el faro ya mismo.
—¿De qué habla? —pregunté con una sonrisa, sabiendo ya la respuesta y mirando de reojo a mi mujer. Cualquier cosa que la alejara de ese gordo desagradable era música para mis oídos.
Pero ella me primereó.
—El Sapo tiene un mes de vacaciones —aclaró Fátima, sonriendo a los recién llegados, aunque por alguna razón me pareció que apuntando más al tipo ése llamado Mandrágora. Como si estuviera en una película, mi mujer juntó sus brazos atrapando sus pechos, que se hincharon y empujaron para arriba sobresaliendo aún más del escote que ya casi no los contenía.
—Nosotros vamos a reemplazarlo —dijo Paolo—. Bueno, el señor Mandrágora, en verdad. Nosotros solo somos sus colaboradores, por así decirlo.
Salió el Sapo por la puerta, todavía en los calzoncillos flojos con los que se había estado cogiendo a mi esposa un rato antes. Y sobándose la verga que había estado usando para ello. La señora Liliana y Jasmina notaron el gesto.
—Que se vayan todos de mi casa —gruñó—. No necesito vacaciones.
Rómulo sonrió algo nervioso y se le acercó por un lado y le apoyó una mano en el hombro. Noté que dejó colgando su otro brazo, que quedó tocando las ancas y cola de mi mujer, que no se quejó ni se movió.
—Sapo, ya lo hablamos mil veces. Es obligatorio que te las tomes, o el Ayuntamiento va a revocar tu contratación.
Las vacaciones obligatorias se habían creado cuando en las islas no había nadie y el farero vivía completamente solo durante meses. Era un convenio humanitario para evitar que el trabajador se volviera loco.
—No tengo nada en el continente. ¿Qué voy a hacer? —se quejó el Sapo con un dejo de tristeza y hasta angustia en su voz. Pero de pronto su tono fue desfachatado y festivo. Quitó a Rómulo del medio y abrazó a mi mujer por los hombros, soltando una mano que cayó en uno de los pechos—. En cambio, acá tengo todo lo que necesito. Una mujer y mi amiguito Camilo.
Rómulo sacó un folio lleno de hojas y comenzó una discusión con el Sapo. Fátima tuvo tiempo de entrar al faro y rescatar un corpiño de copa enrome, que conservó con descaro en sus manos. La discusión continuaba.
—Esto es ridículo —cortó Mandrágora, soltando por primera vez los dos valijones y dando tres pasos hasta llegar al Sapo. Lo tomó con una sola mano de la camiseta, arrugándosela por el pecho, y aplastó al viejo contra el marco de la puerta—. Se va un mes a cumplir sus putas vacaciones, o se va un mes a un hospital a curarse dos costillas rotas.
Si estaba algo tomado, el Sapo se despabiló en el acto. Al fin alguien lo ponía en su lugar.
—Está bien, hombre, está bien. Ya tengo la maleta hecha.
El señor Mandrágora lo soltó. Dio un paso dentro del faro y giró para hablar con los suyos.
—Entren de una vez.
Como niños reprendidos, el matrimonio y su hija se movieron de un salto y a un tiempo, como impulsados por un resorte, y entraron también.
Rómulo se quedó levantando al Sapo, que había caído al piso. Yo le hice una seña a mi mujer para que nos regresáramos, pero ella seguía apenada por el viejo. En un momento, mi esposa lo abrazó, refugiando el rostro del Sapo sobre sus pechos, y el desgraciado de Rómulo pegado a ella, casi desde atrás y manoseándole el culo, aprovechando que el propio cuerpo de ella tapaba la maniobra. Fue un momento extraño, bordeando lo embarazoso, conmigo como testigo de una especie de intimidad furtiva entre mi esposa y dos viejos que se aprovechaban constantemente de ella.
—Agarrá tus bártulos que te llevo —le dijo Rómulo.



4.
1 de febrero.

Camilo.
Ya llegábamos a casa. Sorteamos la última curva del sendero y vimos los cuernos de alce que hacía tiempo el Sapo puso sobre la entrada. El Sapo, sí, el mismo que ahora iba con su amigo Rómulo unos pasos adelante nuestro.
Fátima, que empujaba mi silla desde atrás, acercó su boca a mi oído y me susurró como un ensueño: 
—Nunca me canso de ver los cuernos que puso el Sapo en nuestro hogar. 
Los labios carnosos de mi mujer rosando mis lóbulos me la hicieron parar. Imaginé una sonrisa burlona a mis espaldas.
—Me alegra que se vaya… Un mes sin que le lleves tartas o caiga por casa a molestar, nos va a venir bien.
Hubo unos segundos de silencio, solo cortados por los ruidos del pedregal bajo las ruedas de mi silla.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó mi esposa.
Gire mi cabeza para ver si estaba bromeando.
—¿Qué vamos a hacer con qué?
—Es obvio que no quiere ir al continente porque no tiene a nadie. Está muy solo, pobre viejo.
“Por ser que está muy solo se las arregla bastante bien para coger casi todos los días”, pensé. La miré con gesto severo.
—No vas a pretender que se quede un mes entero en casa para… para… 
No lograba hacer con las palabras un rodeo elegante sin tener que decir “para que te siga cogiendo a diario”.
—La habitación de Samuel y Eber va a estar vacía por este mes, sería como si nada cambiara.
Que los negros hubieran usurpado la soberanía de mi casa y se cogieran a mi esposa dos veces por día era escandaloso, aunque de alguna manera ya lo tenía asumido y naturalizado. Que me la cogiera el Sapo en el faro, también. Pero esto se sentía a otra cosa. 
—Ya sabés que cuando ese gordo hijo de puta toma de más, te empieza a manosear delante mío, diciéndome cornudo.
—No lo dice en serio, lo dice de borracho.
—Y los borrachos nunca mienten.
—Claro que mienten. ¿Cuántos tipos vinieron con el cuento de que me cogían, o te dicen que todos en el archipiélago me cogen? ¿Y no quedamos en que de seguro eran todos borrachos?
Llegamos. Los dos hombres se plantaron en la entrada de casa y nos esperaron. A unos metros, sobre la tierra trabajada y bajo un árbol, los buenos de Samuel y Eber, que le daban verga en secreto a mi mujer todos los días, nos esperaban con las valijas hechas, para iniciar sus vacaciones de un mes.
—Ni se te ocurra proponer eso. 
—Ufff… —refunfuñó Fátima—, está bien. 
Rómulo bufó negando con la cabeza gacha. 
—Ahora éste —por su amigo— dice que no tiene no sé qué papel para ir al continente.
Cuando estaba tomado, bien podría decirse que el Sapo era igual que un niño.
—Me sacaron de mi casa como si fuera un delincuente.
—No quiero que vuelva al faro, va a hacer problemas. Y yo ya estoy retrasado. ¿Lo pueden dejar dormir acá esta noche? Mañana, cuando esté más sobrio, uno de ustedes podría ir a buscar esos papeles, y yo al medio día paso y me lo llevo.
—¡No!
—¡Por supuesto!
Dijimos con mi esposa al unísono.
—Sólo no dejen que vaya allá. No me fío de ese señor Mandrágora; podría denunciarlo y el pobre Sapo perdería su trabajo.
Por mí, ningún problema. Menos tipos para cogerse a mi mujer. De seguro el Mandrágora ése le daba a la hija mientras el matrimonio se arreglaría solo. Si el Sapo se salía de la ecuación, sólo me la seguirían cogiendo los negros en casa, al regreso de sus vacaciones. 
Pero ya estaba todo decidido. Rómulo apoyó a su colega de corneadas con cuidado, sobre el marco de la puerta, y le dio a mi mujer la mochila con un par de mudas de ropa. Hizo una seña a Samuel y Eber, que miraban divertidos, y se fueron los tres huyendo hacia el embarcadero, dejándonos el regalito en casa.
Viejo hijo de puta. Ahora estaba borracho y derrotado, pero después de la cena iba a intentar cogerse a mi mujer.



5. 
1 de febrero.

Ya entrada la noche, en el faro se respiraba una atmósfera diametralmente opuesta a la casa de Camilo. Sin lloriqueos, sin estupideces de borracho pendenciero, sin quejas.
En este faro, bajo la tutela de Mandrágora, todo andaba como un reloj de cuerda: un paso a la vez, sin detenerse jamás. El patrón, como le decía Paolo con cierta admiración, había echado un ojo a todo el complejo y había resuelto rápido. 
El faro tenía dos pisos habitables y un tercero que, como al ir para arriba se iba estrechando, solo servía de guardilla. En la planta baja había una cocinita, una mesa y un sillón, que era donde el Sapo solía cogerse a la señora Fátima. El sillón se respaldaba contra una pared, y esa pared daba a un cuarto con dos camas de una plaza, puestas una a los pies de la otra, siguiendo el largo del cuartito improvisado. El piso de arriba, por lógica más pequeño, también tenía una habitación similar, pero aún más chica, donde solo entró un camastro mínimo que trajeron del galpón. Lo otro que trajeron fue un colchón de dos plazas, que colocaron en el espacio restante, mucho más grande y de acceso directo a la escalera.
—Repártanse las tres camas —dijo Mandrágora.
Padre, madre e hija supieron que hablaba de los camastros de una plaza, no hacía falta aclarar que la más grande y cómoda era para él. 
La cuestión no era sencilla: dos iban abajo y uno arriba, con el patrón. La lógica era que el matrimonio ocupara la habitación doble, pero eso significaba que la hija debería ir al primer piso, sola, con el señor Mandrágora. 
—Yo voy arriba —dijo Paolo. No había en verdad un beneficio real en compartir habitación con su mujer; no este mes de trabajo, al menos. Y sí lo había no enviando a su hija, aunque estuviera en su propia habitación, con puerta cerrada. Jasmina era una moza muy muy joven, y por supuesto reservada para su prometido, con quien se casaría en unos meses. 
Estaban los tres en la planta baja, acomodando la ropa y sacando sábanas limpias, aprovechando que el señor Mandrágora revisaba afuera el galpón de trastos. Liliana se quitó el vestido largo que había usado para viajar y se puso una falda corta y una blusa ajustada que le marcaba las curvas como a una modelo de las revistas pícaras.
—Mi amor, estás hermosa —le festejó Paolo, que aprovechó un descuido de su hija para buscar entre los pechos de su mujer, encontrando torpemente el elástico del corpiño, y recibiendo un golpe en la mano de parte de su esposa.
—No empieces a ponerte pesado, por favor —lo amonestó Liliana con gesto acusador.
Jasmina escuchó el comentario y adivinó lo sucedido.
—Papá, otra vez con tus asquerosidades.
—Es mi mujer, no hay nada asqueroso en tocar a la mujer de uno.
—Sabés que mientras estemos trabajando, al patrón no le gusta.
Liliana giraba de la mesa a una de las maletas sacando ropa de cama. Con cada movimiento, el busto le caía con gracia y la cintura se le afinaba, agrandándole y redondeándole las caderas. Iba a ser un mes completo sin tener permitido hacerle el amor a su esposa, y ya venía de cuarenta días de abstinencia previos. Era mucho.
—Es que estás tan hermosa, tan sensual…
—¡Papá! 
Liliana se quitó las manos de su marido de encima con expresión ofuscada. El pobre hombre se sintió contrariado, como si tuviera que pedir disculpas por algo que no hizo.
—Es mi mujer —le dijo a Jasmina—. Es natural. ¿Cómo te creés que te concebimos, tu mamá y yo?
—Eso es lo que todos se preguntan —bromeó Liliana, yendo al cuartito con unas sábanas y riendo por primera vez en el día.
Se agachó para hacer una de las camas y expuso su culazo apretado en punta. Paolo trago saliva.
—Yo no veo la hora de casarme y vestirme así para mi Octavio.
—¡Jasmina! —retrucó esta vez su padre.
—Dijiste que era natural entre marido y mujer, ¿no?
Paolo se sintió impotente. Su mujer andaba por ahí con ropas muy reveladoras, “porque son cómodas”, decía ella; aunque todos en la familia sabían que se vestía así por preferencias del señor Mandrágora. Por suerte su niña llevaba ropas decentes, de señorita. Aunque la moda impartía escotes generosos y Jasmina las respetaba, al menos su hija tenía buena figura pero no era tan voluptuosa como la madre.
—Todavía no debés pensar en eso. Ni siquiera te sabés limpiar los mocos.
—Mamá sabe más que ninguna otra mujer. Me va a enseñar todo lo que deba hacer para mantener feliz a mi marido.
—Cocinar como la gente, eso es lo que tenés que hacer.
—¡Mamá!
Liliana tomó aire fastidiada y resopló otra vez con mal humor. No se le escapó que su marido le espió con lujuria el crecimiento en el volumen de sus senos, que sobresalían por el escote.
—La noche antes del casamiento te explico todo. Mientras tanto, en vez de estar mirando cómo trabajo yo sola, practicá cómo ser una buena esposa haciendo la cama del patrón.
Paolo miró a su hija ir de mala gana a cumplir con el mandado de su madre. Se sintió orgulloso, una buena hija, una gran madre y esposa, y un buen trabajo para mantenerlos a todos. Aunque lo del trabajo era más mérito del señor Mandrágora que suyo.
El hombre conseguía suplencias y changas especiales por sus contactos en el ayuntamiento. Siempre muy buena plata que repartía con el del sindicato. Paolo y su familia también recibían su parte, mientras trabajaran bajo su mando. Como eran changas con instancia temporaria, se necesitaba también una mujer. Paolo tuvo suerte, muchos querían trabajar para el señor Mandrágora, por la buena paga, pero sólo él tenía una mujer.

Apenas terminada la cena que había cocinado Liliana, Mandrágora decretó con tono seco:
—Mañana arrancás limpiando de porquerías y matorrales todo el parque. —Apuntó con sus ojos a Paolo, que cabeceó asintiendo, como un pájaro carpintero—. Después, con el camino de entrada… Y mañana cortás todo el pasto. Quiero que los supervisores se caigan de culo cuando vengan a inspeccionar. Ustedes dos. —A Liliana y a Jasmina, que comenzaban a levantar la mesa—. Limpieza a fondo a toda esta pocilga. A fondo, ¿eh? Lo que no sirva, o no sepan para qué sirve, lo tiran a la mierda. Vamos a hacer lo que vinimos a hacer.
Jasmina comenzó a lavar los platos mientras su madre terminaba de levantar la mesa. Liliana fue hasta el señor Mandrágora, ella de pie casi pegada a él, y se inclinó para levantarle el plato y el vaso. Su pecho izquierdo se montó como sin querer sobre el hombro del patrón y se refregó de ida y de vuelta, en un movimiento que a Paolo le pareció deliberado y reluctante.
Mandrágora sintió el contacto y por supuesto giro hacia ella. El escote de la blusa era como un escaparate mostrando toda la sensualidad de esa mujer casada. Los pechos se le amontonaron, se le hincharon sensualmente. Mandrágora corrió su silla, la tomó de la muñeca para que dejara plato y vaso en la mesa, y se puso de pie. La tomó de la mano y se dirigió a Paolo y Jasmina. 
—Ustedes terminen acá, yo voy a resolver un asunto con tu mujer. 
Mandrágora llevó a Liliana hasta la escalera y ambos subieron a la segunda planta. Lo último que vio Paolo fueron los muslos de su mujer por debajo de su pollera y una mano de su patrón sobándole las redondeces de su hermoso culo.
—Sí, patrón —dijo obediente Paolo.



6.
1 de febrero. 

Camilo.
Viejo gordo hijo de puta… ¿Cómo puede ser que Fátima se le entregue así? Encima es sucio, desarreglado, borracho, irrespetuoso, y se la garcha casi a diario… En cambio yo no me la puedo coger nunca… Repito: ¿cómo puede ser?
Por suerte ya se terminaba todo este asunto; al menos por un mes. Un mes sin cuernos, solo pajas recordando las cogidas de ella con otros hombres. Quizá en estos veintiocho días en el que ella se viera obligada a la abstinencia, las cosas podrían ser diferentes entre nosotros. Después de todo, ella se tuvo que enterar esta mañana, cuando me encontró tirado en la puerta del faro, que ya se me paraba. Desde mañana, cuando Rómulo pasara a buscar al Sapo, yo tendría un mes completo para intentar cogerme a mi esposa.
Desde mañana, porque esta noche —ahora— el Sapo cenaba con nosotros para luego ir a dormir a la habitación de los negros. 
El viejo le dio abundante al vino, como siempre, y se puso borracho y pesado, como siempre también. Le patinaba la lengua, le hacía chistes obscenos a mi mujer, me dijo “cornudo” un par de veces. Todo en tono de broma, porque Fátima iba y venía vestida casi como para ir a dormir, con un pantaloncito muy breve de algodón con bordes de encaje, que se le enterraba abajo entre los globos de sus nalgas, como invitándolo a la grosería. Lo mismo arriba, con una camisa corta de escote mal cerrado, con menos botones de los necesarios para contener esos pechos enormes que se querían salir con cada movimiento de Fátima para servir la comida.
—Qué linda que está hoy tu mujer, cuernazo —me dijo el Sapo, tuteándome. Y luego agregó, tratándome de usted—. Si no lo respetara como lo respeto, esta noche se la cogería, jajaja.
Nadie en esa mesa dudaba que eso mismo iba a suceder. Si Fátima iba a estar un mes sin coger con algún macho, no desaprovecharía esta última noche para ir a visitarlo, aunque estuviera como una cuba.
Pero no habría que esperar tanto.

Fátima y yo dormíamos —o en rigor de verdad, simulábamos dormir— en nuestra habitación. Cada uno en su cama de una plaza, separada por un pasillito de un paso. Justo unos minutos antes de yo comenzar a hacer la pantomima de roncar, para que me creyera dormido y ella se fuera a la habitación de su macho, el Sapo se apareció de manera furtiva, chistando.
—Señora Fátima —lo escuché susurrar desde la puerta.
Fátima reaccionó de manera ambigua, también en murmullos, mirando hacia mi cama.
—Sapo, ¿qué hacés acá? Es la habitación de mi marido.
El gordo pareció contrariado, estaba todo en penumbras, pero igual escudriñó en mi dirección, 
—Está dormido, el cornudo.
Fátima lo reprendió: 
—No le digas cornudo, puede estar despierto.
El Sapo se acercó, se sentó en mi camastro y me movió suavemente.
—Don Camilo… Don Camilo… ¿Está despierto? —Le escuchaba la respiración nerviosa, y el vago olor a alcohol que le salía por los poros—. ¡Ey, cornudo!
—No le digas así.
—Si vos también le decís cornudo.
—Es distinto, yo soy la esposa.
Yo seguí con los ojos cerrados, sin reaccionar. Supongo que los convencí, porque el Sapo se levantó y se cruzó a la cama de mi mujer, que aparentemente me respetaba cada día un poco más.
—Como sea, está dormido —dijo en un murmullo—. Y yo estoy re caliente.
Escuché el colchón aplastándose levemente y de inmediato unos roces cortos. Le estaba manoseando los pechos por sobre el escote del camisolín, con la impunidad de siempre.
—Vamos a tu pieza, acá está Camilo —dijo Fátima en un jadeo. Cuando le estrujaban los pezones, no ofrecía una real resistencia.
—Quiero cogerte con el cornudo al lado.
—¿’Tas loco?, ¡se puede despertar!
—Es un cornudo. ¿Qué cornudo se despierta mientras le cogen a la mujer?
Eso hizo reír a mi Fátima, aunque fue más una risita de excitación, no de otra cosa. Escuché unos ruidos de sábanas y el fleje de la cama cediendo definitivamente a todo el peso del Sapo. 
—No, Sapo, salí de adentro de la cama y vayamos a tu pieza. Ahí me vas a coger tranquilo… Camilo nunca va para allá, de noche… 
Me quedé un buen rato más con los ojos cerrados. Aunque en la semi penumbra nunca me verían entreabrirlos, preferí no tomar riesgos.
—Está dormido, ya te dije. Y si no lo está, se va a hacer el dormido. ¿O te pensás que un lisiado inútil como tu marido te va a dejar? ¿A quién se va a conseguir? Por eso se aguanta todos los cuernos que le ponés.
—¡Sapo, no digas eso…! Ahhhh…
Abrí los ojos.
El quejido de mi mujer fue más sonoro que el del elástico de la cama, cuando el Sapo empujó verga dentro de ella. Estarían bajo las sábanas, ahora. Apostaba que en cucharita, para hacer menos despliegue. 
Tomó un par de segundos acostumbrarme a la oscuridad. Además, abrí apenas, lo menos posible. La espalda del Sapo estaba ahí, moviéndose imperceptiblemente, y cubriendo con su volumen el cuerpo de Fátima, al otro lado.
—Ahhh… Ahhhh…
No podía ver a mi mujer, pero su jadeo recibiendo verga era inconfundible. Mi pija comenzó a endurecerse con cada empujón que le veía dar al viejo inmundo. Llevé una mano a mi entrepierna y en un minuto mi paja acompañó el ritmo que imprimía el Sapo al entrar y salir de dentro de mi mujer. 
—Ay Sapito, cómo te siento… 
Tragué saliva tan fuerte que temí que me escucharan. Mi pija estaba como la piedra, y se me humedeció y pegotearon dos dedos. Los jadeos de mi esposa se fueron convirtiendo en gemidos, y ya el hijo de puta que se la beneficiaba comenzó a respirar más pesado. 
—Qué pedazo de culo, señora… ¿Cómo voy a poder estar un mes sin este culo…?
—Meteme un dedo, Sapito… Uhhh… El que tiene la costra… Ahhh…
—Putón… 



7.
1 de febrero.

Si bien el faro es una construcción vertical en el que cada nivel es individual uno del otro, éstos no son independientes en tanto están unidos por la escalera caracol interna que sube hasta la bohardilla, atravesando cada piso y uniéndolos. Así, los gemidos de Liliana recibiendo verga del señor Mandrágora se podían escuchar desde la base hasta la punta del edificio.
—Ahhh… Ahhh… Ahhh… Síííhhh…
Paolo tamborileó nervioso sobre la mesa que ya estaba limpiando su hija. Había aceptado que el patrón le cogiera a su esposa cuando se le antojara, y hasta se había acostumbrado. Lo que lo ponía inquieto, sin embargo, era cuando las cogidas eran presenciadas o escuchadas por Jasmina. Porque una cosa es que ella supiera, como saben tantas hijas cuando sus madres le ponen cuernos a sus padres, pero otra cosa era tenerla ahí cerca, escuchando. Y en ocasiones viéndola.
—Es una de “esas” noches —dijo Jasmina a Paolo, con los jadeos de su madre sobrevolando como una campana. Le hizo un gesto para que levantara su vaso y poder pasar un trapo a la mesa.
Paolo se mordió los labios por dentro. Pensó: “Una de esas noches en que mamá goza como una ramera del puerto, querrás decir”. ¿Qué clase de ejemplo le estaban dando ellos, como padres? La mamá convertida en la puta personal del patrón, y el papá convertido en un cornudo consciente; y todo por un puñado de dinero mensual. Por suerte su hija había quedado fuera de esta ecuación, en parte —o en todo— porque Jasmina se iba a casar tan jovencita. Paolo mismo había arreglado con el padre de Octavio, un buen chico muy trabajador y bien educado como su hija, que encima acababa de recibirse de ingeniero petrolero. Por fortuna se gustaron y de inmediato se llevaron muy bien, noviaron un año y formalizaron. Paolo lo quería así. Cuanto más rápido, menos chances tenía la familia de Octavio de enterarse que a la madre de la prometida se la cogía el patrón, y que él y Jasmina lo sabían. En la isla, los rumores se movían rápido, y la fama se pegaba como una brea negra y putrefacta.
—Ahhh… Ahhh… Así… Así… No pare, patrón… No pare por fa…
Además, Jasmina estaba creciendo rápido. En lo físico, porque su espíritu seguía tan inocente como siempre. Cuanto antes se escapara de la órbita del señor Mandrágora, Paolo estaría más seguro. Y eso sucedería en tres meses, cuando Jasmina se casara.
—No entiendo algo, papá. Se supone que mamá no disfruta con el patroncito, pero… 
—Jasmina, no quiero hablar de esas cosas con vos.
Desde arriba los gemidos de la madre no solo eran más fuertes, padre e hija comenzaron a escuchar el arrastre de las patas de la cama sobre el piso de madera —tump-tump… tump-tump…—, al ritmo del bombeo que el señor Mandrágora le imprimía al acto. 
—Ya sé, pero es que ella siempre te dice que odia cuando él se la lleva, pero siempre la escucho pedir más.
—Sos muy chica para entender estas cosas, mi amor.
Jasmina tomó aire para responder, pero la voz de Mandrágora la cortó: “Te voy a llenar esa zanja de puta usada hasta hacerlo rebalsar de leche…” y a su madre gimiendo “Sííííh…”.
—Justamente estoy por casarme —retomó con voz algo temblorosa— y quiero entender. Cuando mamá grita, ¿está gozando o le está doliendo?
—Eso te lo va a explicar tu madre la noche antes de la boda… ¡Y por supuesto que tu madre no goza cuando está con el señor Mandrágora!
—¡No se detenga, patrón, no se detenga…! ¡Más duro! ¡Más duro que ya estoy! ¡Ahhhhh…!
Se hizo un silencio incómodo entre padre e hija, solo llenado con los gemidos e insultos femeninos y masculinos, que bajaban por la escalera. Jasmina, tal vez apiadándose de Paolo, decidió que ya había terminado con su labor y saludó como para ir a acostarse. Con el “Ahhh Ahhh Ahhh” de fondo, Jasmina se inclinó sobre su padre y lo besó en la frente.
—Buenas noches, papá.
Paolo vio venir los pechitos de su hija asomando por el escote. No eran tan voluminosos como los de su esposa, pero sin dudas eran deseables, igual que su cintura apretada y sus ancas de guitarra. Sintió el perfume dulzón de la proximidad de su hija y los pechos le quedaron prácticamente en la cara. Sí, había sido buena idea casoriarla con el ingeniero Octavio para el final del verano.
Jasmina se fue a dormir al cuartito de la planta baja, escuchando gemir a su madre:
—¡Suéltela, patrón! Ohhh… ¡Lléneme la cueva de leche para llevársela a mi marido…!



8.
1 de febrero.

Camilo.
Con el paso de los minutos y el subidón en la acción, el Sapo y Fátima comenzaron a relajarse y a olvidarse de que yo estaba en el otro catrecito. Los jadeos se hicieron gemidos; los susurros, murmullos, y el tono de la lascivia fue subiendo.
—La cola, no, Sapo… —escuché claramente a mi mujer.
El ruido de la cama se detuvo.
—¿Desde cuándo no?
—Está mi marido durmiendo ahí al lado.
—Dejate de joder… —Se ve que el ruego de mi esposa para preservar su lealtad conmigo no fue muy respetado porque enseguida volví a escuchar el colchón, un ruido como de sopapa húmeda, a mi Fátima suspirando y luego otra queja de la cama. Y un nuevo gemido de ella, esta vez seco y corto. Y el Sapo—: Entró bien, putita…
—Ahhhh… sííííhhh… síííhhh… —jadeó Fátima. Pero se arrepintió—: Quiero decir, no…
—Siempre entra bien en este culazo hecho por Dios. Samuel y Eber te lo trabajan a conciencia…
El viejo comenzó a bombear a mi mujer, y los flejes de la cama festejaban cada empujón del macho: flicky-flicky-flicky… Como estaban de espaldas a mí, me atreví a abrir los ojos de par en par. Me fui acostumbrando a la oscuridad.
—No, no… —se negó mi esposa, aunque cada vez que la cintura y el culo del Sapo empujaban dentro de ella, gemía con descaro—. Está mal… 
—Qué mal… Este culo está más que bien…
—Ahhh…
La sábana se había ido corriendo y ya podía ver claramente el trasero peludo del viejo remachando a mi esposa, que seguía oculto al otro lado de su cuerpo. Hubiese pagado en oro por ver la expresión de ella en ese momento, pero al menos pude ver cómo con cada clavada, Fátima iba llevando su piernota de muslo perfecto hacia atrás, como abrazando las pantorrillas del Sapo.
—Hija de puta, pensar que la primera vez me costó un buen rato…
—Bajá la voz, Sapo… Uhhh… que Camilo se puede despertar… Mmm…
—…y ahora te entra hasta la mitad, como si nada…
—No seas malo… Ahhh… Ahhh… Qué gorda la tenés…
Flicky-flicky-flicky… 
—Los negros te lo mantienen estirado, ¿no, putón…?
Los quejidos de la cama ya comenzaban a ser superados por el choque de las carnes. Era flicky-flicky por abajo, y fap-fap, fap-fap… a la altura de la cama. El bombeo se aceleró un poco. La pierna de mi mujer se enredó más en la pantorrilla del viejo que se la beneficiaba.
—Mucha pija de negro… —confesó Fátima con una mezcla de timidez y morbo—. Qué vergüenza… 
—Qué vergüenza, sí… —El Sapo ya prácticamente hablaba en voz normal, la lujuria le hacía olvidar los buenos modales de caballero—. ¡Ahí te mando tres cuartos de verga!
—Ahhhhhh!! Cómo me gusta cuando me rompés el culo, Sapito… 
Escuché más bufidos. Un “m-mmm...” de dolor-placer.
—Ahí está, putón… Hasta los huevos… Toda la verga adentro, como te gusta.
El fap-fap ya era furioso, inundaba la habitación. Los elásticos de la cama se quejaban más que un cornudo al regreso de un viaje de negocios.
—Qué vergüenza… Ahhhhhh… —Mi mujer comenzó a acabar. Yo conocía de memoria ese gemido, aunque trató de cubrirlo. Creo que incluso hundió su boca en la almohada, porque la oí más grave—. Ohhhhh…
El Sapo se soltó cuando escuchó el orgasmo de mi esposa. Y le largó la leche.
—Aaaghhhhh… ¡Qué rico es acabar adentro de este culazo! Ahhhh…
—Un mes sin los negros… Un mes sin esta pija… 
Fátima hablaba entre jadeos, mientras el viejo —convertido en un mono en celo— le bombeaba pija dentro del culo.
—Cómo me gusta hacerlo corundo a don Camilo… Ahhh…
Fátima tosió una risita muy breve, casi cortada, escuchando —igual que escuchaba yo— cómo el viejo fue derrumbando sus jadeos obscenos hasta escurrir su último chorro de leche. Se hizo un momento de silencio, rubricado apenas por las respiraciones todavía pesadas, cuando ella preguntó con un dejo de preocupación. O añoranza. Nunca lo sabré.
—¿Qué voy a hacer?
El Sapo exhaló toda su satisfacción en un resoplo, como un minuto antes exhaló toda la leche dentro de mi mujer.
—Te lo vas a tener que coger al cornudo lisiado… ¡Jajaja!
Fátima giró y lo enfrentó. Cerré los ojos instintivamente: ella no era descuidada como el Sapo, ella sí podía descubrirme.
—Ya sabés que no se le para.
—Me puedo quedar. No tengo nada en el continente, no conozco a nadie… Acá por lo menos me puedo deslechar dos veces por día.
—¿Y el cornudo?
Hija de puta. ¿Por qué se refirió a mí de esa manera? ¿No era suficiente humillación con cogérselo en mis narices?
—El cornudo, que se la aguante. Tiene que dar gracias que sigue con vos y no lo abandonaste.
Hubo un momento de silencio, con Fátima sopesando los pros y los contras, y supongo que preguntándose de qué manera me iba a convencer de dejar que el Sapo se instale en casa. Volvió a girar y otra vez le puso el culo servido en bandeja a su macho.
—Al final, la lencería fue al divino botón…
—¿Qué lencería?



9.
1 de febrero.

Con la luz de abajo apagada y su hija en la cama, Paolo no tuvo más excusas para no subir. La cogida ahí arriba se seguía escuchando, nunca se había detenido, y era evidente que su mujer tuvo un orgasmo bajo el yugo de su patrón. Otra vez. 
Para decir que no disfrutaba nunca del sexo, Liliana tenía orgasmos bastante seguido con el señor Mandrágora.
Y solamente con el señor Mandrágora.
Paolo subió la escalera con reluctancia de gusano, tomándose un minuto para cada escalón. Hasta que llegó al segundo nivel, donde se hallaba su cuartito con camastro de una plaza, oculta tras un tabique a la izquierda, y la cama matrimonial presidiendo la estancia más grande. Sabía lo que iba a encontrar, ya había visto la escena otras veces. Muchas veces. Más de las que alguna vez creyó que podía soportar. Su mujer, desnuda, con sus piernas abrazando por la cintura a su patrón, también desnudo, ubicado entre medio de los muslos de ella, bombeándola con furia y energía animal, entrándole verga como si el mundo fuera a morir.
No por repetida, la escena dejaba de impactarlo. Cada vez que el señor Mandrágora le cogía a su mujer, de esa manera tan desatada, él se sentía inseguro, idiota, poco hombre…
—Perdón, patrón… —pidió tímidamente—, tengo que pasar a mi piecita si quiero dormir temprano.
Para ir a su camastro, tapiado por un tabique que le daba intimidad al patrón, Paolo debía rodear la cama y conducirse hasta la puertita de su piecita improvisada.
—¡Desaparecé, pelotudo, que estoy por acabarle a tu mujer!
—Sí, señor; perdón, señor…
De un trotecito corto, encogiendo hombros para empequeñecerse, Paolo se metió en su cuartito miserable. Desde ahí escuchó cómo los gemidos de su patrón se hicieron más fuertes, conforme la cama cedía al peso de cada empujón prepotente. Los bufidos ya eran los de una bestia; sin embargo, lo que más le llamó la atención fue que con su brevísima interrupción, Liliana recomenzó a gemir otra vez fuerte, como cuando acababa. 
¿La presencia de Paolo la había incentivado? Quizá verlo ahí, de pie, al hombre que era su esposo y que amaba, la hacía olvidarse del señor Mandrágora mientras éste se la serruchaba. ¿Su mujer pensaría en él, mientras la verga del patrón le entraba y salía de a decímetro cúbico por entre las piernas? Eso podría explicar por qué cada vez que Paolo andaba cerca o los miraba coger, ella se excitaba más.
El pobre marido cavilaba en esas cuestiones mientras se cubría hasta el cuello con su sábana y escuchaba, al otro lado del separador, cómo su patrón comenzaba a llenarla de leche a su mujer.
—Ahí va, puta… Te suelto la crema toda adentro… Ahhh…
—Sí, patrón… Ahhhh… Hágame un hijo…
—¿Querés un hijo, pedazo de puta? Te lo hago… Ohhh…
—Hágame un hijo para que lo críe el cornudo de mi marido…
—Un día te lo voy a hacer… ¡¡Ahhhhhhhh…!!
No era la primera vez que su esposa le pedía al señor Mandrágora semejante cosa. Siempre le explicaba, al regresar a la cama con él, que lo decía para hacer acabar al patrón más rápido y liberarse del flagelo de su sometimiento de manera pronta.
Sin embargo, Paolo notaba que cada vez que hablaban de este tema de hacerle un hijo en medio de una cogida, su esposa volvía a tener ese subidón que indefectiblemente terminaba en otro orgasmo de ella, no importaba cuántos ya hubiera tenido.


Esa noche del 1 de febrero, en verdad ya madrugada del 2, en el mismo preciso momento —una en el faro y otra en la casa de Camilo—, dos mujeres casadas gritaban de placer el orgasmo que les propinaban vergones ajenos, gruesos, gordos, que las rasgaban por dentro y les regalaban goces que sus propios maridos jamás les entregarían. Maridos que, por casualidad o por destino, estaban cada uno en un camastro a cortísima distancia del acto clandestino, impropio, que estas mujeres casadas no deberían propiciar, mucho menos gozar.
Los gemidos orgásmicos de cada una de ellas rompieron la noche de la isla, obligando a sus maridos a cubrir con las sábanas sus oídos o sus ojos, más por vergüenza de sus incontrolables erecciones que por las licenciosas y furtivas expediciones carnales de sus señoras esposas.

Fin de la PARTE I



El Viernes 26 arranca el Capítulo 1 de EL FARO, PARTE II.

Hasta acá han leído poco más de 23 páginas, si esto fuera un libro. 

Esta mini serie se publicará a razón de dos o tres capitulitos por semana (dependiendo de mi tiempo en la vida real) hasta completar las casi 100 páginas de la nouvelle. Estén atentos para seguir leyendo.

Comenten. Eso me alienta a escribir más.

8 COMENTAR ACÁ:

Vikingo Miron dijo...

Que fenomeno que sos Rebelde, el morbo, la escritura, los diseños de arte, los personajes, todo un mundo fantastico para disfrutar, solo los cornudos entendemos de eso.
Cuando termine los 9 capitulos, comentare nuevamente sobre la trama, seguro sera antes del viernes.

SALUDOS VIKINGO MIRON

trabajabdofederico dijo...

Me gusto mucho el dibujo de la "PORTADA" la mujer con ese trajecito y botitas Blancas, Cinto fino, etc. Muy sexi.

Felicidades al Diseñador también.

La que Manda.

COMENTARIOS (Compilación) dijo...

• trabajabdofederico
Mucha CURIOSIDAD...! Nos genera conocer a MAS personajes que se cogen a Fátima, perdón quisimos decir , que Fati, es una mujer que sufre opresión masculina, y es necesario, que platique sus sentimientos con otras personas.
Buen inicio de año, con una gran cantidad de ANGUSTIA y celos, de parte del cuerno.
Eso nos provoca alegría.


• David tatuado
Que ansiedad por ver cómo sigue!
Gracias. Muy buen 2024


• Vikingo Miron
Formidable, mi saga preferida y eso que Rebelde tiene muchas, que morbaso.
SALUDOS VIKINGO MIRON


• Muffin Man
Y si de golpe algunos de los hombres de mar que recalan en la isla le lleva a Fátima alguna sustancia... blanquecina... y la hace probarla y ponerse más puta aun? No seria un aditamento que hasta ahora no se ha usado en los relatos? Te la imaginás? Puta, libre, infiel, desinhibida y merquera?

►Rebelde Buey
hola, muffin. gracias por comentar. la verdad es que nunca incluyo esos temas porque simplemente no me cachondean. y si no me cachondean, no puedo escribir de manera erótica. sí tengo textos sobre gente que se merquean (para los que no son de Argentina: merca es çocayna, merquearse es tomar çocayna), pero son dramas o de crimen (nada que ver con Rebelde Buey). Supongo que porque yo veo todo esto de los cuernos como un juego divertido o una liberación (tanto de mujer como de su cornudo). En cambio veo las adicciones a las drogas como una esclavitud empobrecedora (en todos los sentidos). Fijate que tampoco escribo sobre mujeres que denuncian falsamente a sus maridos para quitarles casa e hijos, que sería muy propio de este género de cuernos. Creo que las razones van para el mismo lado.
Pero no lo descarto, eh. En alguna de las mil historias que tengo para algún día escribir, la çoçayna está ahí, aunque muy poco y casi como una excusa o como algo "turístico".


• trabajabdofederico
El Sapo es un clásico, pero tenemos curiosidad de conocer a los NUEVOS ABUSADORES...!
Digo compañeros de la Isla.
Que torpe de nuestra parte.


• Vikingo Miron
Las frases que usas en primera persona para humillar al cornudo de Camilo son ARTE pura, que personaje el Sapo... maravilloso.
SALUDOS VIKINGO MIRON

►Rebelde Buey
gracias, vikingo! vas a ver un cierto "crecimiento", por decirlo de alguna manera, de este personaje en los próximos capítulos. no es crecimiento la palabra, pero vamos a descubrirle más profundidad.


• trabajabdofederico
La INTRIGA y la incógnita..?
Cada vez, es mas grande.
Por los nuevos protagonistas!?
La dureza y severidad de Liliana
Nos hace temer por el "culito fácil" de nuestra Fati.
Creo le espera un muy DURO "Aprendizaje" (Je, je, Ojala)
La presencia de la pequeña Nos intriga y no sabemos que esperar. Y eso también nos agrada Por sorpresivo?

►Rebelde Buey
creo que el jueves van a comenzar a develar —todavía de a poco— algunas dinámicas de los nuevos personajes ^^


• Anónimo
Hola Rebelde, pinta muy bien toda la historia, espero que Mandrágora aparte de cogerse a Liliana lo haga también con Jasmina. Recordé el relato de Junior como se beneficiaba a la madre y al final algo con la hija, pero quedó faltando que se cogiera a ambas.

►Rebelde Buey
Está difícil, recordá que Jasmina es una chica virgen y está comprometida para casarse en unos meses xDDD.

►trabajabdofederico
Precisamente por eso..! Deseamos que se la coja antes. (Ja, ja.)

COMENTARIOS (Compilación) dijo...

• trabajabdofederico
Rebelde, nos agrada mucho que entre semana se publique las 2 hojas, nos mantiene entretenidos y con curiosidad. Pero...
Los SABADOS es cuando tenemos mas tiempo para leer y hacer "cositas" en pareja, y es precisamente los fines de semana, cuando, NO ahí nada...!?
Necesitamos que publiques MUCHO!" los fines de semana, para poder aplacar las ansias del FARO.
Atentamente. La que Manda, y pues yo.

►Rebelde Buey
En verdad, publicarlo así es un truco para activar el blog y calmar la "ansiedad" de los lectores, pues con razón me venían diciendo que no estaba publicando nada (ya saben, por falta de tiempo). El Faro en sí es una mini serie como las otras que ya publiqué, solo que esta vez, en vez de esperar un montón para tipear y corregir, lo voy haciendo de a capitulitos.
Para que los lectores no tengan que esperar tanto.
Pero Uds siempre pueden esperar sin leer hasta juntar varios capítulos (en su caso, dos, para el fin de semana) y leer todo de un tirón.
Es posible que los próximos cuatro se publiquen Lunes, Miércoles, Viernes y Lunes, pues son breves (y con algo de sexo). Luego de eso comenzará la PARTE II.
PD: lo de las páginas, ojo que no son entregas. Una entrega tiene varias páginas.

• pui
Hasta acá, impecable, Rebelde!! Muy buens la vuelta de tuerca de un putón más en la isla... o dos?

►Rebelde Buey
donde comen dos, comen tres, jajaja

• David tatuado
Genial!!! Cómo siempre!!

• trabajabdofederico
En este capítulo nos causa mucha curiosidad, como manejaras Autor, a este NUEVO personaje de la Jasmina, en el futuro. Esta pequeña adolecente nos está robando el Pensamiento.
Queremos saber mucho, de su próximo despertar sexual.
Atentamente “La que Manda”.

►Rebelde Buey
está bien que la tengan en la mira, porque no está puesta ahí porque sí. dicho esto, también tengan en cuenta que esta historia no es sobre ella. (en verdad, esta historia ni siquiera es sobre sexo, es sobre la conspiración de un arribista menor).
Será una mini serie con cierta singularidad, espero les siga gustando.

• abel
Potente escena. El cornudo tam sometido que ni siquiera puede disfrutar libremente de una paja y la esposa tratando inutilmente de no ser tan puta con su macho. Morboso relato como siempre!

• trabajabdofederico
—La cola, no, Sapo… —escuché claramente a mi mujer.
Ja, ja,
Por Esa sola frase, lo volvía leer. Es demoledora. Y merece un Premio
Bravo autor, eres GRANDE..!"

• Muffin Man
Jasmina -en un acto de justicia- debería cojer con Camilo, aunque sea por lástima.
"La infidelidad" (tema principal del blog) no sería subvertido ya que ella tiene novio y va a casarse, con lo que ya tenemos un cornudo perdedor. Y el señor Mandrágora -que no hace falta decirlo- está esperando el momento para darle a ella también- sería otro de los perdedores. Pero claro: Camilo no es un gran amante. Por lo que Jasmina, insatisfecha, tendría otras vergas para compensar su fracaso.... bah, digo

►Rebelde Buey
mmm no sé, no tendría mucho sentiro. ¿por qué Jasmina debería tenerle lástima a Camilo, si ni siquiera lo conoce? Por otro lado, acertaste: Mandrágora sí está esperando el momento, jajaj

• trabajabdofederico
Muy muy Bueno.
Pero por que Dos Putas...? Cuando podrían ser TRES...!!!!
Esa jovencita, ya tiene la mente hecha, con esos ejemplos. Es fruta lista, a ser Cosechada.
No se, piénsalo.

►Rebelde Buey
pero esa noche solo tuvieron acción DOS putas.

• Cat
Buenísimo! Que venga la PARTE II.

Rebelde Buey dijo...

gracias, vikingo. dale, espero tu comentario, te guste o no. siempre suma!

Rebelde Buey dijo...

bueno, el diseñador soy yo, así que gracias! jajaja La imagen la hice con IA. Hice otras más, que en algún momento voy a publicar con textos alegóricos a cada imagen.

Muffin Man dijo...

Entiendo que si incluir la merca no te cachondea a vos y ese es tu motor -porque no creás y desarrollas los relatos como un autómata- es lógica su ausencia. Pero, por ejemplo, a mi que si "me pone" ya me imaginé que el Sr. Mandrágora la inicia a Fátima luego de seducirla y tenerla toda desnuda, caliente y sudada para comenzar a bombearla. Para mi una mujer que accede a probar por solicitud de otro hombre que no sea su esposo y luego de aspirar se pone más puta y complaciente aun, es el summum! Abrazo inmenso, capo.
¿Tu salud?

Rebelde Buey dijo...

todo bien. fue un episodio, nomás. tengo que hacerme unos estudios, que voy demorando por el trabajo. me tengo que poner las pilas con eso, gracias x preguntar =)
PD: tengo una mini serie en la que el cornudo y su novia o esposa deben infiltrarse en un edificio tipo Fuerte Apache, para conseguir pruebas de una pandilla que trafica droga. y obviamente ahí se la garchan todos jajaja

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