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viernes, 27 de marzo de 2020

La Isla del Cuerno (II)


LA ISLA DEL CUERNO (PARTE II)
Por Rebelde Buey


9.
No volvimos a hablar del tema. Pasaron un par de días y era como si fuéramos desconocidos manejándose cual sonámbulos. Supuse que ella estaría avergonzada, esperando que yo le pidiera explicaciones. Pero mi silencio era aún más desconcertante que el suyo. ¿Por qué no le recriminaba nada? ¿Por qué no le gritaba lleno de ira y dolor? Yo no lo sabía aún; ella, sí.
Por terror. Por liso, llano, pleno y absoluto terror. No iba a mandarla para Buenos Aires de una patada, ella contaba con eso. Regresar sola no era nada más un fracaso para Fátima, sino también para mí. Y un chisme sobre su infidelidad iba a ser vergonzosamente humillante para ambos. Estábamos encallados en esa isla del Diablo, atados el uno con el otro sin más chance de sobrevivir que regresar juntos e inventar una separación digna, o quedarnos allí juntando rencor. Dios, ahora me daba cuenta que Fátima estaba encallada desde el mismísimo día en que llegamos.
Podía hacer mil cuentas y especulaciones de todo tipo, pero al final del día, con la cabeza pegada a la almohada y escuchando la respiración de mi mujer junto a mí, todo se reducía a que la amaba. Aunque nunca lo dijera. Aunque aprovechara cada oportunidad para someterla de las maneras más sutiles, la amaba como el primer día o aún más, porque íntimamente le estaba agradecido con el alma por quedarse a mi lado de manera incondicional.
—Hay que pasar un aviso para reemplazar a Demetrio —dije por primera vez en dos días—. Yo no puedo trabajar la tierra ni los animales con esta silla, y vos… sos mujer.
Estábamos almorzando en la misma mesa en la que le había echado en cara su infidelidad, y donde le había dicho puta. Hasta ese momento el silencio era tal que por la ventana se escuchaba el arrullo del viento contra los árboles.
—No podemos esperar a Rómulo —dijo Fátima en tono monocorde—. Es una semana, más los quince días hasta que vuelva.
Lo que estaba diciendo era que debíamos ir al faro a mandar un aviso por cable al balsero, de modo que él juntara un grupito de postulantes y vinieran en su barcaza en una semana. O quizá antes, si le pagábamos el viaje. Lo que estaba diciendo, también, era que ella debía ir sola a lo del Sapo, como las últimas cien veces. Era una manera de semblantearme. ¿La iba a dejar ir sola? ¿O iría yo y nadie más? Siempre habíamos dicho que el Sapo, lo mismo que Demetrio, era un viejo inofensivo. ¡Pura mierda! Era una mentira ingeniada a la sombra de mi necesidad. Ella, lo mismo que yo, sabía que el Sapo era un viejo hijo de puta. Que la miraba con ganas cuando yo no estaba, y que a veces hablaba con ambigüedades que podían interpretarse de maneras deshonestas. El hormigueo que tenía olvidado volvió por una fracción de segundo. Habría que ver ahora cómo mi mujer tomaba una insinuación del Sapo, después de haberme traicionado con otro hombre.
—¿Te escribo el texto y vas para el faro? —dije, escondiendo mis ojos en el papel para no mirarla.
—Es la hora de la siesta.
—Si te apurás, no. Cuanto antes salga el cable, antes tenemos solucionado el tema.
Obediente como nunca, quizá por la culpa de haberme hecho cornudo, Fátima tomó mi papelito recién escrito, se puso de pie y encaró para salir. Se detuvo en la puerta.
—¿Me cambio?
Sin siquiera la presencia de Demetrio, Fátima se venía vistiendo esos días de manera excesivamente casual, incluso más liviana de ropas que las coristas de Coco Chanel. Primero pensé que andaba así para resultarme atractiva y obtener mi perdón más rápido. ¡Qué ingenuo!, lo hacía para vengarse de mí. De mí y de mi impotencia miserable.
Ahora estaba bajo el marco de la puerta, casi de espaldas y con la cabeza girada para hablarme. Iba en una especie de vestido-mono negro extrañamente inapropiado. Tenía un escote tan generoso que los pechos de Fátima apenas si podían cubrirse, quedando el borde de las aureolas de sus pezones asomados por sobre la tela, casi como una sombra, inmateriales pero presentes, y abajo, la falda era tan cortita y ajustada que debía bajársela a cada paso si no quería que su culazo quedara regalado. El viejo no solo se la iba a comer con la mirada: se la iba a comer a como dé lugar. Ir así a su casa, sola, era como pedir que se la cogiera.
—No sé… —tragué saliva—. Hace mucho que no veo al Sapo.
—Sigue tan inofensivo como siempre.
Volví a tragar saliva. Si iba así era para darme una lección o para repetir una experiencia similar a la que se dio con Benito. Por suerte el Sapo no parecía un muchachito de película, más bien uno de sus villanos.
—Está bien —decidí—. Si te vas a cambiar vas a tardar mucho y ahí sí que lo vas a enganchar durmiendo la siesta.
Como si ya lo tuviera resuelto, giró hacia afuera sin decir nada y se marchó.



10.
Regresó dos horas después, un trámite que no podía demorar más de treinta minutos incluido ir y venir. Yo ya había cruzado el umbral de los nervios y estaba histérico. ¿Qué anduvo haciendo con el Sapo todo este tiempo? En una situación normal lo primero que uno diría es que descargó su angustia vomitando su problema con el viejo, llorando su desazón como si se tratara de una amiga, porque hacía cuatro años que no tenía ni hablaba con ninguna amiga.
Pero Fátima se había acostado con otro apenas dos días antes. Y aunque la llaga estaba abierta, la separación era algo latente y el viejo era un gordo feo y desagradable, mi corazón era pura incertidumbre y casi me revienta cuando ella entró a casa.
No dije nada, sin embargo. No quería mostrarme como un patético Otelo.
—Lo hicimos —dijo con tranquilidad—. Rómulo viene el viernes con lo que haya juntado.
Encaminó hacia la habitación y no pude aguantarme.
—Tardaste dos horas.
Mi mujer giró con cierta reluctancia. Su rostro era la expresión del desapego y la indiferencia. Tuve la certeza en ese momento de que a ella ya no le importaba nada. Ni yo, ni lo que había sucedido, ni lo que podía pasar. Me pareció que si en ese momento yo le recriminaba algo más, se daría media vuelta y se marcharía en silencio y no volvería a verla nunca.
—Sí —dijo—. Tuve que aguantarlo en la cama toda la siesta.
—En la ca…
Quedé hablando solo, ella se fue a la habitación sin importarle realmente mis preguntas. Supuse que habría llegado al faro cuando el Sapo ya estaba en medio de su siesta. Más de una vez había pasado. Entonces ella volvía a casa y regresaba a las 17 horas. Esta vez, con seguridad habría ido a caminar a la playa. A pensar en nuestra situación.



11.
Fátima.
Supe desde el primer momento que al faro iba a ir vestida así como estaba. No importaba si a Camilo le parecía bien o mal. Era una cuestión de rebeldía, me dije. Estaba harta de que me condicionen y juzguen como a una joven aristócrata de Buenos Aires en medio de ese chiquero en el margen del mundo. Pero mientras caminaba hacia el faro y la brisa fresca que venía del mar flameó sobre mi escote y endureció mis pezones, me di cuenta que era otra cosa. Que quería ir así para que otro hombre me viera. Que me notara, que diera testimonio de mi presencia en esta vida, aunque más no fuera ese viejo sinuoso y desagradable del Sapo, que nunca hacía otra cosa que insinuarme groserías y mirarme los pechos o el trasero cada vez que le daba la espalda.
Llegué al faro y golpeé la puerta, que estaba cerrada. Era justo el horario de la siesta del Sapo, quizá lo agarraría acostándose y me atendiera en camiseta sucia y agujereada, y calzones flojos y raídos, de esos que le marcan un bulto tremendo y a veces asoma su miembro por la bragueta. Como sucedió el otro verano en la playa.
No respondió nadie, por eso entré. El corazón me galopaba. ¿Y si dormía desnudo? Por supuesto no entré por eso, era mi responsabilidad de buena vecina cerciorarme de que el Sapo no estuviera en problemas. Podía estar muerto o caído sin poder moverse.
No, no estaba muerto, sino dormido. En la cama. Con una camiseta roñosa. Lo llamé tímidamente y no despertó. En cambio se removió en su lugar y masculló algún sueño, y la sábana que lo cubría de la cintura para abajo se corrió hasta la mitad del calzón.
El bulto se hizo evidente. El bulto del Sapo solía ser evidente incluso con pantalones. Me mordí el labio y avancé hasta el camastro. Lo llamé otra vez, con voz aún más baja. Como no respondió me senté en la cama con intenciones de taparlo. Si el viejo estuviera despierto me hubiera visto los muslos apretados y tensados por la faldita que apenas los podía contener, y sus ojos no hubieran podido evitar fisgonear la bombachita que de seguro se podía ver. Pero no estaba despierto. Por suerte. Tomé las sábanas y sin querer rocé su dureza dentro del calzoncillo. ¡Por Dios! Retiré un poco la sábana para cubrirlo todo de manera más prolija, y en el movimiento pude ver completo el calzoncillo del Sapo. Aspiré por la sorpresa. La bragueta holgada y más grande de lo conveniente se abría en el medio y asomaba un monstruo gordo y rechoncho, enorme aun dormido, consistente y con margen hacia la plenitud. Suspiré recordando lo que sin querer había amasado la semana anterior, cuando el Sapo dormía como ahora.
No podía dejarlo así con semejante vergón afuera del calzoncillo. Era humillante para el pobre viejo. Se lo tomé en medio de otro suspiro con mi mano derecha. Con toda la mano, desde abajo, sintiendo su peso muerto, que latía con vida.
—Dios… —murmuré para mí, y cerré la mi mano alrededor del vergón asqueroso que subyugaba mis dedos—. Dios, dame fuerzas…
Tal vez porque Dios no habitaba en esa isla, su fuerza no se hizo presente, y solo atiné a mover suave arriba y abajo ese trozo de carne inerte y vivo a la vez. El Sapo jadeó adormilado y se reacomodó. Y su pija quedó toda afuera del calzoncillo.
Comencé a agitarla con mayor determinación y metí mi manita izquierda por la botamanga del calzón para tomarle los testículos. ¡Y carajo, eran los huevos más grandes que mis manos habían tomado en toda mi vida. Mis recuerdos viajaron automáticamente al duque. Una vez me había insinuado en broma (y ahora me daba cuenta que hablaba en serio) que una noche me llevaría a los barrios bajos, al suburbio, a regalarme por monedas a los viejos de las pulperías, a los changarines del puerto o a los rufianes de las esquinas más peligrosas. Yo había reído aquella vez, a mis dieciséis. Ahora, mientras masajeaba pija, recordaba que además en aquel preciso momento se me había disparado un orgasmo ante la sola idea de ser carne de la plebe.
Cerré los ojos y apreté fuerte la pija. Se fue poniendo tan gorda que ya mi mano no podía abarcarla en todo su ancho. Comencé a agitar con más fuerza, de pronto gestionar ese vergón inmundo, ordeñarlo además desde los huevos, era una necesidad que no podía reprimir.
El jadeo del Sapo se convirtió en un gemido, y la respiración se le hizo más pesada. Yo masajeaba el vergón cada vez con más velocidad y determinación, sin volver a abrir mis ojos. Tenía miedo, terror, de que el Sapo se despertara. La vergüenza y la humillación me harían soltar todo y huir corriendo. Y no quería huir. Necesitaba seguir rindiendo pleitesía a ese pijón de dimensiones irreales. Pajeé. Pajeé más. El miembro estaba ahora completamente duro, rígido, derecho, y la respiración del viejo era la de una persona despierta. La misma que tres días antes le había provocado a Benito mientras mi marido dormía.
No abrí los ojos. La que no quería despertar era yo. Sentí el movimiento del cuerpo al que beneficiaba y un instante después, una mano áspera y firme me empujó desde la nuca llevando mi cabeza hacia abajo. Abrí la boca instintivamente, con curiosidad y ganas, y de pronto una redondez gomosa chocó mis labios y abrió sin dificultad mi boca de señora de buena familia.
Tragué.
Tragué solo la cabeza, y no más.
—Abrí bien grande, putón… —escuché murmurar al viejo, bestial como siempre. Y obedecí.
El vergón arremetió, y mi corazón también. Se me llenó la boca de carne dura y elástica, como una banana verde con cáscara. De pronto el vergón se retiró y mi boquita se vació, excepto por el glande, pero casi en el mismo momento el tronco volvió a entrar, y otra vez me llené de pija. Esta vez hasta la garganta.
—¡¡Aggghhh…!!
—¡Chst! Sin quejas, putón… Te la vas a tragar hasta la base.
Abrí por fin los ojos. Tenía media pija en la boca, solo eso, y ya no me pasaba más. Frente a mis ojos estaba el resto del tronco, que terminaba (o nacía) en el vello y en la panza asquerosa del viejo.
—No… va a entrar nunca… Es demasiado gra…
—Va a entrar, putón… No hoy. Ni mañana. Pero con tiempo te voy a enseñar a acomodar la garganta para que me la tragues literalmente hasta los huevos.
En el momento lo tomé como una bravuconada que se dice al calor de una cama. Dos semanas después el Sapo me habría hecho progresar sin prisa pero sin pausa hasta lograrlo.
Cuando se cansó de que se la chupara, sentí el tirón de cabellos y mi cabeza se alejó con tristeza del pijón monstruoso. La baba me corrió por el mentón, y las lágrimas —por el intento de llevar más verga hasta la garganta— me recorrieron todo el rostro, por las mejillas y el mentón. No era mi mejor versión de la dama que era. O que estaba dejando de ser.
—¿El cuerno te espera en casa?
—No me importa —dije, y fui a trabar la puerta por las dudas.
Caminé alejándome del viejo con andar lento y felino, moviendo caderas y trasero, y sabiendo que en ese mismo preciso instante le estaba provocando al viejo el antojo más grande de su vida de cogerse un buen culo.
Trabé la puerta, giré sobre mis talones y regresé a la cama donde me esperaba un viejo desagradable. O un terrible, gordo y enorme vergón como jamás en vida me hubo llenado. Hasta esa tarde.



12.
No podría precisar cuánto ni por qué. Pero en algún punto entre que Fátima fue al faro a transmitir el mensaje buscando gente, y el día en que esos jornaleros vinieron en la balsa de Rómulo, tuve ya no la sospecha sino la certeza de que mi mujer me había vuelto a engañar.
Quizá fue por su cambio de actitud, más distante, menos dependiente de mi mirada. Quizá por su nueva manera de vestir, ya nunca más como una dama, ni siquiera una dama en día de campo o vacaciones, sino lisa y llanamente como una corista de burdel. Verla insinuante y medio exhibicionista todo el día me llenaba la vista y me provocaba cosas, debo admitir. Pero cuando venía el Sapo o Rómulo, ella no se cambiaba, ni siquiera con un pareo que la cubriera las ancas y la cola, o siquiera se cerraba un botón más de la blusa que vistiera.
Así, el Sapo la miraba de ida y vuelta ya sin el menor reparo, como si estuviera eligiendo una prostituta en una casa de citas. Y no me refiero a que la miraba a mis espaldas, como antes. Desde que Fátima había ido al faro a enviar el cable, el Sapo la miraba distinto, y se movía en mi presencia como si ya no me respetara.
Con Rómulo fue igual. A la tarde siguiente llegó con un herrero y estuvo con Fátima en la despensa del sótano inventariando para saber qué traer en el próximo viaje. Antes y después el balsero la vio con un pantaloncito muy muy breve, demasiado diría yo, y todavía más enterrado entre los glúteos que cualquier otro, y fue como si se la estuviera cogiendo con la mirada. Y con las insinuaciones, porque los chistes subidos de tono y las frases doble intencionadas hacia ella, prácticamente en mi cara, fueron casi la única manera de comunicación.
Aunque quizá la certeza total la tuve el día en que el Sapo cayó por casa con unos enormes, gigantescos, cuernos de alce.
—Camilo, mire lo que le traje —me dijo lleno de entusiasmo y bajando dos pares de cuernos de la caja de la camioneta.
—Son dos…
—Son hermosos, ¿no? Estaba clavando una madera floja en mi cama y me acordé que los tenía en una habitación llena de trastos. Había tres o cuatro más, pero estos eran los más grandes. Y en el primero que pensé fue en usted.
—¿En mí?
—Hombre, su mujer hará su casa muy acogedora pero mire: ¡ni un puto adorno! Esto lo ponemos sobre la entrada, arriba de la puerta… un adorno magnífico.
Observé el par de piezas, que eran una. Sin dudas era de un alce viejo, los cuernos eran enormes y se ramificaban cada uno en decenas de astas de distintos colores y tamaños. Los conocía por haber ido a cazar muchas veces.
—De verdad son piezas magníficas, pero no sé si en la puerta…
—¡En la puerta, claro! ¿Dónde, si no? Así se van a poder ver desde todos lados. La gente va a llegar en el bote del Rómulo y desde lejos se van a ver los cuernos de don Camilo. Va a ser famoso en la zona.
No hubo forma de convencerlo. Tomó una escalerita que había sobre un costado de la casa, sacó un martillo, un madero y unas grapas de los bolsillos y comenzó la instalación.
Fátima llegó en ese momento, atraída por el alboroto. Venía de la ducha así que estaba casi desnuda, con un corsé de encaje flojo que le hacía también de corpiño, prácticamente traslúcido en los pezones, y tan breve que no lograba contener sus enormes pechos. Arriba llevaba una bata de baño abierta, que delante del viejo ni siquiera amagó cerrar.
—Buenas, Sapo. ¿Qué está pasando acá?
—Me está poniendo los cuernos —dije, mirando a Fátima desde los pechos a los ojos, sin el mínimo tono de broma, porque en ese momento me di cuenta que todo ese montaje era alguna burla morbosa del viejo volcándome su resentimiento vaya a saber por qué.
Lo había dicho de un modo tan neutro que fue evidente para Fátima (y sorpresivo para mí) que no había reproche.
El Sapo rió exageradamente, dando por hecho que lo mío había sido una broma. Fue a tomar una nueva grapa de su bolsillo y por primera vez reparó en mi mujer, así vestida. Su esfuerzo por parecer natural fue dantesco. Tenía a la esposa del cuerno prácticamente en pechos, pechos enormes y a la vista de él, que se la venía cogiendo, y al estúpido de su marido al lado, sin decir nada, como un cornudo idiota. Volvió a mirarle los pechos sin el mínimo disimulo esta vez, ya no le importaba el marido. El imbécil se merecía que le miren así a su mujer.
Fue irreal.
Fátima aprovechó ese único momento —o ese momento único— para sumarse con una sonrisa:
—Si te van a poner los cuernos, mi amor, que sea en la habitación de huéspedes.
Cinco minutos después, dos gigantescas e imponentes astas de alce enaltecían la entrada de mi casa.
—Ay, quedan hermosas… —le celebró mi mujer al Sapo, juntando sus brazos e hinchando aún más sus tetas semidesnudas.

A la tarde Fátima le hizo mermelada de frambuesas al viejo, como agradecimiento por los cuernos. Con su dulce aún tibio fue presta a llevárselo. Era la cuarta vez en diez días que iba al faro. Se quedaría dos horas, como las tres veces anteriores. ¿Qué duda cabía?
Pero esta vez el sendero de tierra estaba seco, lo podía transitar con mi silla de ruedas. Por supuesto callé esa información y me quedé en casa cuando ella salió, como las otras veces.
Habré llegado al faro media hora después que Fátima.
Fue fácil. Tan fácil que en ese momento me di cuenta que a ella ya no le importaba nada. Sólo me asomé por la ventana del costado y los vi. Así de sencillo. Así de estúpido. Ni siquiera se habían tomado la molestia de ir a hacerlo escaleras arriba. Lo hacían ahí, en el primer catre que encontraron. Igual que con Benito. Ella arriba. Arqueada. Tomándose los cabellos en medio de una cabalgada de pija mucho más salvaje que la que le viera con el chico. Entre otras cosas, imaginé, porque el vergón del viejo hijo de puta era notablemente más gordo y grande que cualquier otra pija que yo hubiera visto en mi vida. El viejo era ruinoso, desagradable. Tenía una panza prominente que de alguna manera mi esposa se arreglaba para franquearla, al bajar, y clavarse la pija cada vez más a fondo. Era como una imagen hipnótica ver el subir y bajar del culazo perfecto de mi mujer. El culazo y la cintura, porque eran uno. Y los dedos del viejo de este lado de las ancas, asiéndose de la cintura de Fátima sin dejar de manosearla con lascivia, como si le estuviese dando pija a la mujer más hermosa que se hubiera garchado jamás. El vidrio de la ventana acallaba el fap fap de la carne, pero no tenía éxito con el chirrido agudo de los flejes del camastro. “wiki… wiki… wiki…” hacía, y era como un arco roto en staccato mancillando el cuerpo de un Stradivarius. Pero el Stradivarius que mancillaba no emitía queja, al contrario, se recogía el cabello mientras arqueaba su espalda, y gemía más y más fuerte con cada estocada que el viejo le punzaba hasta los huevos.
—Ay… Sapo hijo de puta, cómo me cogés… Ohhhh…
Me fui enseguida, antes de que se les ocurriera mirar en mi dirección.
Llegué a la puerta de mi casa media hora después. Era verdad que mis cuernos se veían desde lejos. Iba a entrar a casa, pero la silla de ruedas se trabó en la entrada y de pronto quedé atrapado en el marco de la puerta, bajo las astas de alce que me pusiera el Sapo. No podía quitarme la imagen del viejo feo empernando hasta la base a mi mujer, que en mi memoria seguía subiendo y bajando sobre el vergón como un eco interminable. El sol pegó sobre los dos cuernos y sus sombras me tocaron como si me atraparan. Y en ese momento, a cincuenta metros, apareció la silueta de mi esposa, llegando con una sonrisa y la satisfacción de haberle entregado su dulce al Sapo.
—¡Qué lindos te quedan los cuernos ahí arriba! —me dijo sonriendo de oreja a oreja y con chispas en los ojos. Me dio un beso en la frente, esquivó mi silla y entró a la casa.
Entonces una euforia celestial me llenó el cuerpo y el alma. Fue de golpe. Fue un segundo. Me miré el pantalón, a la altura de la bragueta, porque allí se había dado el milagro. Miré de nuevo porque no me lo creía. Toqué. Solté una lágrima... tal vez dos. Toqué de nuevo y apreté.
Por primera vez en cuatro años, por primera vez después del accidente que me amputara mi hombría, tenía una erección. Una dura, apretada y verdadera erección.



13.
El bote de Rómulo llegó en la mañana. Traía varios cajones de víveres, dos cerdos pequeños en dos jaulas, tejas inglesas, caños y cajas con repuestos para distintas máquinas.
Y cinco jornaleros.
Fátima y yo fuimos a recibirlos. El olor a sal que traía la brisa desde el mar, y el aire fresco, casi frío aunque el verano estaba encima, nos vigorizó como el vinagre a una flor cortada. A mí me dio fuerzas para ir y venir con mi silla de ruedas, y a Fátima para subirse disimuladamente aún más el ruedo de su ya corta falda, y “olvidarse” en casa el saquito de hilo y dejar así más en evidencia sus pechos enormes.
Los cinco hombres bajaron, sorprendidos por al audacia en la ropa elegida por mi mujer. Parecían cinco presidiarios escapados de la prisión de Ushuaia, un ato variopinto de edades y etnias distintas: un viejo como de ochenta años, un indio tonto de unos dieciocho, un gordo peludo de alrededor de cincuenta y dos negros jóvenes de treinta y cinco, musculosos y altos, que miraban a uno y otro lado con desconfianza, pero que se comieron con los ojos a mi mujer apenas ella les sonrió.
—Bienvenidos a nuestra morada —dijo Fátima, y giró señalando con ambos brazos hacia nuestra casa, que se observaba lejos allá arriba. Supe de inmediato que giró al solo efecto de darles la espalda y mostrarles el culazo, regalándose a los ojos de esos desconocidos y confirmándole a Rómulo, que ya la había visto así unos días antes, que al lisiado que tenía por esposo lo iba a convertir en su completo cornudo.
Yo me hice el tonto una vez más, papel que últimamente me salía como ningún otro. El hormigueo suave volvió a recorrerme la entrepierna cuando mi mujer comenzó a caminar con cierta sensualidad y los hombres la siguieron sin quitarle los ojos del culo.
Quedamos Rómulo y yo solos por un instante. Rómulo sacando cosas del bote, y yo quieto y con cara de estúpido.
—Lo felicito, Camilo. Su mujer está cada vez más hermosa.
“Cada vez más puta” querés decir, balsero de mierda. En cambio sonreí y le dije con el tono más idiota que pude:
—Es cierto, y es una bendición. Casualmente el Sapo me decía lo mismo.
—¡Ah, sí! Me dijo el viejo que su mujer le dio el dulce… y que él le regaló un adorno para la casa…
La humillación me hizo enrojecer, por suerte Rómulo me daba la espalda en ese momento. De modo que el otro viejo hijo de puta le había cableado a su compa balsero que por fin se había cogido a la mujer del paralítico. No podía culparlo. Pero ahora el balsero y vaya a saber cuántos más sabían que Fátima me hacia cornudo.
Fui rápido hasta la casa, imprimiendo energía y velocidad como cuando regresé de espiar a mi mujer dejándose por el Sapo. Llegué justo cuando Fátima y los jornaleros llegaban a la huerta.
—Mi amor —dije con tono de esposo ejemplar—, creo que es mejor que los entreviste y les explique en qué consiste el trabajo. Quizá puedas ayudar a Rómulo con nuestras provisiones.
¿La estaba entregando? Sentí como si hiciera eso, aunque en verdad quería evaluar a la peonada yo solo, para elegir al hombre menos tentador para mi esposa.
Fátima sonrió y regresó al muellecito a encontrarse con Rómulo. Estaba seguro que la seducción mutua, o al menos la de él, iba a ser mucha y escandalosa, pero por alguna razón, tener esa certeza y no la duda comiéndome el cerebro me quitó angustia.
Puse a los cinco hombres en línea y les expliqué el trabajo. Me molestó sobremanera que los dos negros dejaran de mirar al frente, donde yo hablaba, para echar miradas furtivas sobre las ancas de Fátima, cuando ella se alejó. Si ya no me gustaba la idea de contratar a ninguno de los dos, porque eran jóvenes y porque eran negros, con esta falta de respeto al patrón sus chances quedaron sepultadas.
Al indio con cara de tonto tampoco lo iba a elegir. Si hay algo peor que un negro, es un indio. Cualquiera lo sabe. La cosa estaba entre el gordo peludo cincuentón y el viejito. El primero iba a trabajar mucho más, el segundo me garantizaba tranquilidad con mi matrimonio.
—La casilla que ven allá es done vivirá uno de ustedes. Tiene un catre, una mesa y una estufa, que sirve para cocinar y calentar el ambiente. El baño es aquél, está afuera, lo mismo que la ducha de verano. Ah, y tienen tres días por mes para ir al continente, pero la balsa de ida va por cuenta de ustedes, yo sólo pago la que los devuelve.
Les explicaba éstas y otras cosas cuando vi a Rómulo tirando de un carrito con uno de los chanchos con dirección al faro. Fátima lo seguía, sonriendo, se ve que con tanto movimiento tenía un buen día.
—Vamos a llevar esto a lo del Sapo, Camilo —me gritó al pasar—. Y después volvemos para que Rómulo me llene la despensa.
No era un pedido de permiso. Tampoco un manifiesto rebelde. Lo dijo al aire con la misma despreocupación que un niño anuncia que va a la casa de un amigo. Solo que ella era una mujer casada, deseable, que iba a estar a solas y casi sin ropas un buen rato con dos hombres, uno que se la quería coger y otro que ya se la estaba cogiendo regularmente.



14.
Los dos negros entraron a mi despacho con andar cuidado y gesto respetuoso. Tal vez por los libros. O el ambiente educado. Le decíamos despacho pero en verdad era una sala de lectura con un escritorio y una biblioteca más que interesante. Era mi refugio del mundo.
Hice pasar juntos a los dos negros porque me los quería sacar de encima rápido. Ya había entrevistado a los otros, y estaba cansado de las mismas preguntas y respuestas. Además, la decisión por el viejito estaba tomada.
Me acomodé con mi silla tras el escritorio y no los invité a sentarse. ¡Negros de mierda, mirándole el culo a mi esposa cuando deberían escuchar mis instrucciones! Los observé bien un segundo, ahí de pie uno junto al otro. Eran no solo jóvenes y sanos, anchos y musculosos, sino también bien parecidos, más allá de la rudeza de sus gestos y las cicatrices de la vida. Era sencillo imaginar que esos dos tendrían mucho éxito entre las negras jóvenes (y no tan jóvenes). Iban ambos con el torso desnudo, igual que el peludo cincuentón. Solo que este par calzaba unos pantalones anchos y livianos, muy cortos para sus piernas largas. Entre la luz de la ventana y la lámpara de petróleo, las sombras les jugaban raro en los pantalones, dibujándoles un bulto gordo y largo, como si entre las piernas tuvieran algo así como un machete corto para abrir maleza. Lo raro era que los dos negros estaban en diferentes ángulos y las sombras no deberían dar igual a los dos. ¿Eran las sombras, maldita sea? No podía ser otra cosa. Había escuchado las tonterías habituales sobre las virtudes anatómicas de los negros, pero eran solo eso: tonterías. Observé mejor. No era posible. Moví la lámpara y las sombras se movieron, pero los bultos animales siguieron allí, sin respetar la física.
Tragué saliva. ¿Qué pasaría si uno de estos negros…? De pronto una imagen me asaltó. La de aquella noche en que descubrí a Fátima en la cama de la habitación de huéspedes, montándose sobre Benito. Solo que esta vez la imagen era la de ella sobre uno de estos negros. El hormigueo volvió.
Sacudí mi cabeza para despertarme de cualquier idea estúpida. Salí con mi silla de detrás del escritorio y fui a cerrar la puerta detrás de ellos.
—Esta entrevista… —comencé—. Esta parte de la entrevista es a puertas cerradas porque es personal —Me miraron con curiosidad—. Tengo que hacerles preguntas y pruebas sobre… sobre su salud y sus costumbres… Lo que se pide siempre, bah.
Asintieron como dos tontos, ésta debía ser su primera entrevista de trabajo.
Comenzaba a cerrar la doble puerta cuando escuché por el pasillo la risa de Fátima y una voz masculina, la de Rómulo. De pronto pasaron frente a mí, ella inclinada culo en punta sobre una caja que empujaba, y Rómulo detrás, casi pegado, sonriendo como un patán yendo a una fiesta y mirándole el trasero con deleite. Arrastraba otro cajón, y reían juntos como niños. Aparentemente jugaban una carrera, pero era evidente que el juego era una farsa para que ella exhibiera su cola perfecta y él la mirara a centímetros sin complejos, casi metiendo su cabeza en el culo de mi mujer.
—¿Qué pasa acá?
—Nada, Camilo —se le cortó la risa a Fátima —. Recién volvimos del faro y ahora ayudo a Rómulo a que me meta todo esto en la despensa.
La despensa estaba al final de ese pasillo, a cinco metros, escaleras abajo.
—Dejen de jugar como chicos… Don Rómulo, usted es gente grande, eh? Termine con eso así se lleva a todos estos tipos cuanto antes, yo ya estoy terminando la última entrevista.
Don Rómulo asintió con la cabeza y agravó el gesto, pero apenas comencé a entornar las puertas vi que otra vez sus ojos manoseaban el culazo de mi mujer.
Cerré y regresé tras mi escritorio.
—Disculpen… A veces mi mujer… No importa.
Tomé un papel y una pluma y comencé el cuestionario.
—¿Tienen o tuvieron infecciones graves? —Negaron con la cabeza. Continué rápido—. ¿No? ¿Sífilis? —Otra negativa—. ¿Alguna enfermedad que se te pegue por… ya saben… coger…? —Se miraron confundidos. Volvieron hacia mí y negaron—. ¿Nada? ¿Qué, ustedes no cogen? ¿No tienen novia o amante, o una amiga? ¿No van de putas?
El más bajo y robusto rompió el silencio.
—Señor, no voy con putas ni tengo novia, pero… muchas amigas aceptan estar conmigo… Me invitan todo el tiempo…
No lo dudaba.
—A mí también, señor —intervino el alto, y arriesgó un poco más, dando medio paso hacia delante—. Ninguna puta, solo amigas y amigas de amigas… Incluso muchas blancas.
—¿Blancas?
—Señoras blancas. Las patronas de algunas de nuestras amigas… Siempre piden por nosotros.
—No les creo. No insulten a una dama blanca solo para sentirse más hombres… más blancos… Un negro nunca va a cogerse a una señora blanca, ¿entienden?
—Sí, señor —al unísono.
—Bájense los pantalones.
—¿Señor?
—Quiero ver si es cierto que no tienen sífilis o algo peor. Si mintieron con eso de cogerse mujeres blancas… pueden mentir sobre cualquier cosa…
Se miraron entre sí, dudando, pero la necesidad de un trabajo regular los iba a hacer ceder.
Los pantalones cayeron al piso y sin quererlo, murmuré:
—Oh, por Dios…
No había manera de que esas cosas que colgaban entre sus piernas fueran sus pijas… Eran no solo enormes: eran exageradas. ¡Y ni siquiera estaban en erección! Así como se encontraban, ya eran igual que la del Sapo en el momento de cogerse a mi Fátima.
Acerqué mi silla lentamente hacia los negros, sin dejar de mirar ni por un segundo esos dos vergones oscuros y venosos como morcillas. Por la altura de la silla mi rostro quedó muy muy cerca de los dos portentos de esos machos. De esos negros inferiores.
—No puede… ser… —murmuré acercándome aún más, casi pegando mi rostro al vergón del más alto. ¿Cómo se vería semejante cosa entre las piernas blancas de Fátima?
Estiré la mano muy lentamente, como hipnotizado, y tomé la morcilla hasta llenarme la mano.
El negro se retiró un paso.
—Señor…
Me espabilé un instante.
—Es para comprobar lo que me dijeron de la sífilis. Si algo me enseño mi padre es a no confiar en la palabra de un negro.
El alto regresó el paso perdido y volví a tomar el vergón en mis manos. Me estremecí. Si eso se agrandaba no cabría dentro de Fátima. Rodeé toda la pija con mi mano y suavemente tiré hacia atrás. Sentí el latido de la pija y ese latido se replicó en mi propia entrepierna. Moví hacia delante y otra vez hacia atrás, y acerqué mis ojos y mi boca al glande de esta bestia, que ya tenía el tamaño de una castaña. El vergón volvió a latir, y luego una vez más. Y otra. Sentí crecer la rigidez en mi mano, el endurecimiento suave pero fatal.
Hice una seña al otro negro, que se acercó. En un segundo estuve en medio de ambos masajeando suavemente las dos vergas, que no paraban de crecer. A cinco centímetros de mi rostro.
Entonces me vi así a mí mismo y vi a Fátima. ¿Cómo se vería ella arrodillada entre dos negros como estos? Fue como si despertara de un trance. Si contrataba a uno de esos dos, no importaba cuál, Fátima iba a terminar convertida en su hembra e iba a vivir con él cada noche, sepultándome a mí en un rol de felpudo, de cosa inservible cuyo arreglo ni vale la pena.
Regresé tras mi escritorio y les pedí repentinamente ofuscado que se reunieran con los otros postulantes en la huerta, que en unos minutos iría con mi decisión.



15.
Salí unos minutos después a la huerta, con el veredicto claro. Pensé que iba a encontrar a Fátima, siempre curiosa con la gente nueva, y a Rómulo, esperando impaciente que termine esto para regresar al continente a los rechazados. No estaban. Solo me esperaban los cinco jornaleros.
No la hice larga. Acerqué mi silla con la dificultad que me ponía la tierra muy húmeda y fui al grano.
—La persona elegida, por idoneidad y mayor experiencia, es el viejito —Los otros se miraron de reojo, no lo podían creer—. ¿Cómo se llamaba, señor?
—Galarza.
—El señor Galarza. El resto han estado también muy bien pero solo puedo elegir a uno.
Vi el desánimo en todos ellos, y cierta indignación. No los engañaba, se les hizo evidente que elegí al tal Galarza porque era con el único que no había riesgos de que me metieran las guampas.
Y con eso caí en cuenta: ya debía ser el cornudo de la isla. Era el lisiado impotente y amargado con una mujer hermosa y exuberante a quien no podría satisfacer. Seguramente estos tipos y todos en el continente daban por hecho que Rómulo y el Sapo me la cogían en cada descuido mío. Contaba con que ese pensamiento revoloteaba en la fantasía de algunos, pero jamás lo había tomado en serio porque sabía que mi Fátima era absolutamente fiel. Ahora, ante la certeza de que mi mujer me había hecho cornudo con Benito y comenzaba a hacerlo regularmente con el Sapo, el mito cobraba otra dimensión y otro sentido: nunca me había importado porque era mentira; pero ahora que era verdad, me importaba más que ninguna otra cosa.
Llegar a esa conclusión me cerró el estómago con un sentimiento de angustia.
—Bien, el señor Galarza se queda en la isla, ustedes cuatro pueden regresar al bote de Rómulo, que ya debe estar esperándolos.
Me miraron, dudando, hasta que el negro alto habló.
—Las cartas.
—¡Claro! —me espabilé. Con el asunto de comprobar si los dos negros no me engañaban con lo de la sífilis, había olvidado las recomendaciones de cada uno, que fui leyendo y dejando sobre el escritorio para iniciar cada entrevista—. Ya se las traigo.
Quedaron esperándome en la huerta mientras fui para mi despacho.
Y la escuché.
En el silencio de la casa vacía, escuché los gemidos de ella y los choques de la carne cuando se facturan los cuernos: fap… fap… fap…
Y el murmullo de ella.
—Así… Así, Rómulo, así… No pares…
¡Hija de puta, otra vez! Y ahora en casa, a plena luz del día, con su marido y otros hombres en las estancias de alrededor. Llegué en dos brazadas hasta la puerta de la despensa, que estaba abierta como si ya no les importara nada. No podía avanzar más, me lo impedía la escalera que se adentraba hacia abajo como una boca taimada.
Se escuchaba la cogida con una claridad extraordinaria, supongo que porque el sonido siempre sube. El fap fap del bombeo del hijo de puta de Rómulo sobre la cola de mi mujer —o entre sus piernas, da igual—, el quejido de la mesada de madera agitándose adelante y atrás al ritmo del bombeo. Y el jadeo animal, de chacal hambriento y egoísta de Rómulo disfrutando de la mujer de otro.
—Por fin me dejaste garcharte, Fátima… —gorgoteaba—. No puedo creer que te esté cogiendo…  Ahhh…
—Tenía razón el Sapo… Vos también me ibas a hacer gustar…
Una lágrima rodó por mi mejilla. La traición es como si te apuñalaran con un cuchillo de carnicero y te desangraras sin morir jamás.
—No voy a aguantar mucho… ¡Estás demasiado buena!
—Aguantá, por favor… Ahhhh… apretame los pezones… ahhh… Apretame con todo, que eso me lo acelera… ohhhh…
—Pedazo de puta, lo que se pierde el cuerno…
No sé si fue maldad, resentimiento o simple morbo, pero que Rómulo se refiriera a mí en esos términos detonó el orgasmo de mi mujer.
—Por Dios, no pares, me siento tan llena… tan llena… Ahhh… No pares… no pares… ¡Ahhhhhhh…!
—En el contienente no me van a creer que me cogí a la mujer del cornudo… Ahhhhh…
—Ay, sí, hijo de puta, síííííhhhh… Ahhhhhhhhhhhh…!!
No veía nada, solo escuchaba. Aunque si cogoteaba un poco, notaba la claridad atenuarse apenas y recuperarse, al mismo ritmo del fap fap.
Cuando los gemidos se hicieron jadeos, y los jadeos se hicieron respiración, escuché un sonido acuoso, como si Rómulo sacara su verga de adentro de mi mujer. Si era así, seguro le había acabado adentro. Si era así, estarían a punto de subir. 
Me alejé de inmediato.

Tomé las cartas de recomendación del escritorio y salí de la casa como si me persiguiera el diablo. No quería cruzármelos en el pasillo. Ni verlos salir de la despensa, él acomodándose la verga y mi mujer con los cabellos revueltos y leche chorreándole por la entrepierna. Sí, ya sé, era una imagen exageradamente estúpida, pero me había atacado cierto pánico. 
Llegué a la huerta y mi expresión habrá sorprendido a los jornaleros porque me miraron como si fuera un loco. Estaba agitado por el apurón, y rojo y sofocado por haber escuchado cómo un hijo de puta del continente se había cogido a mi mujer. Le extendí los papeles primero al indio y después al cincuentón peludo. Las manos me temblaban notoriamente y de pronto, sin pensarlo, me acomodé la pija en el pantalón, pues me dolía de lo apretado que estaba. 
Y me di cuenta. 
Me miré y volví a tocarme abajo porque no podía ser. Un rayo no cae dos veces en el mismo lugar. Ni dos milagros caen dos veces en el mismo hombre. Era la segunda erección en cuatro años, y ésta era más plena e intensa que la anterior. 
Estiré el tercer papel, que era el del viejito Galarza. 
—Lo siento —dije, porque de verdad lo sentía—. Cambié de opinión… Recién en la casa… mi mujer me hizo ver que usted es demasiado grande para lo que se va a necesitar… Vamos a precisar a alguien más joven y más fuerte. —La cara de fatal derrota del pobre viejito me estrujó el corazón, pero no podía ir contra el segundo milagro—. Además, como yo estoy… postrado y no puedo hacer ningún trabajo de hombre, pues…
En ese momento, de la casa salió mi mujer con Rómulo detrás, acomodándose disimuladamente la pija. Fátima llevaba los cabellos algo desordenados y juraría que la entrepierna estaba levemente brillosa, como húmeda por demás. Fue una imagen impactante para mí. Ya me había acostumbrado a ver por los alrededores a Fátima vestida como una corista de burdel, mostrando mucha más piel y carne de lo debido, pero verla en esos pantaloncitos tan tan breves con un tipo sórdido y vigoroso detrás, pegado casi a su cola sin importarle mi presencia, y caer así en un patio lleno de hombres, dos de los cuales eran tremendos negrazos casi en cueros y con tremendos bultos… era otra cosa. 
—Empiezan desde hoy —dije a los negros, justo cuando mi mujer se paró detrás de mí, apoyando sus manos en cada manija para empujar la silla—. Los dos. 
Rómulo me saludó con un “hasta la próxima, don Camilo” sin levantar la cabeza y se encaminó rapidito para el bote que lo esperaba en la playa. Los otros jornaleros rumiaron sus disgustos y se fueron con él. 
Fátima se inclinó sobre mí —siempre detrás mío— hasta apoyar sus pechos sobre uno de mis hombros.  
—Tenés que presentarme, soy la Señora. 
En ese momento comencé a comprender a esta nueva Fátima: le importaba un pito la presentación. Lo que quería era inclinarse para que el escote se agrandara en una U y mostrar a los negros casi la totalidad de sus senos. Y me jugaba una de mis dos erecciones últimas a que la muy hija de puta, aprovechando que su rostro quedaba fuera de mi vista, les sonrió de una manera más licenciosa de lo que debiera una esposa. 
—Sí, perdón, mi amor. —Y me dirigí a mis nuevos peones—. Ella es Fátima, mi esposa. Es tan patrona de esta casa como yo, así que lo que ella pida o necesite, se lo dan sin chistar. 
Asintieron como dos chicos buenos. Y no sé, quizá sólo fue una idea mía pero creo que ambos se les estiró una comisura de los labios, como si en ese momento hubieran visto una complicidad en mi mujer o comprendido cosas por encima de mí. 
—Y ellos son… Perdón, nunca les pregunté sus nombres. 
—Samuel —dijo el más alto—. Pero me dicen Poronjo. 
—Eber —dijo el otro, y medio se quedó, era más tímido. 
—Los amigos le dicen Berenjena. Bah, más que nada las amigas…
No quise saber las razones de esos motes extraños. Pero Fátima, con una sonrisa incipiente y un brillo desconocido en sus ojos, decidió que lo iba a averiguar.

CONTINUA EN LA TERCERA PARTE:

17 COMENTAR ACÁ:

trabajabdofederico dijo...

Simplemente existen tantas cosas Buenas en este capitulo, Simplemente muy Bueno.

NanyMuyInfiel dijo...

Que suerte tiene fátima de que su cornudo le haya conseguido dos negros para ayudarlo...

Vikingo Miron dijo...

Bienvenido sean los dioses cornudos!! Tenemos un Best seller señores...vaya historia y morbaso...los personajes, ambientes, la manera de pensar de cada uno hacen de esto una verdadera joyita.

Me encanto ese toque interracial que se acerca asi como el cornudo mide y tantea esas dos mambas negras para su esposa...como que su mente se lo ordena y el sabe que es su tarea..a tal punto de arrepentirse de haber seleccionado al viejo Galarza.

Otro punto a favor es que el cornudo se empieza a excitar y a sentir movimiento en su entrepierna.

Lo mejor del cornudo son sus pensamientos, lo mejor de Fatima es su actitud.

Esperando ese martes 14 de abril como si fuera mi cumple!!

Gracias Rebelde!! sigue asi INSUPERABLE

SALUDOS VIKINGO MIRON

Rebelde Buey dijo...

gracias federico!

Rebelde Buey dijo...

una suerte enorme... enorme y negra jajaja

matute dijo...

Muy buen relato. Consulta, como se pueden conseguir los relatos viejos?, como la serie "DÍA DE ENTRENAMIENTO" Saludos

Rebelde Buey dijo...

increíble, justo mientras vos estabas escribiendo esto, yo estaba contestándote lo mismo en el post anterior. te copio/pego la respuesta.
"DÍA DE ENTRENAMIENTO, lo mismo que otros relatos levantados del blog, se sumarán de manera episódica a los packs de pago, para alentar a la gente a comprar los relatos nuevos (el próximo será SERVICIO DE LIMPIEZA)"

Anónimo dijo...

Gracias por la respuesta. Por lo tanto, aun no se puede acceder a la serie "DÍA DE ENTRENAMIENTO"? Puede ser que el link, con el detalle de los PACKS, no funcione? Gracias. Saludos

Rebelde Buey dijo...

Hasta ahora solo hay 3 packs, ninguno incluye Día de Entrenamiento.
Son los siguientes tres:

■ LA TURCA:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/07/la-turca-pack-10.html

■ BOMBEANDO:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/09/bombeando-pack-5.html

■ EL CLUB DE LA PELEA:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/10/el-club-de-la-pelea-pack-12-incluye-los.html

trabajabdofederico dijo...

Este fin de semana lo volvimos a leer, y...? es Delicioso.

En la noche te comentamos los detalles, que a nosotros nos divirtieron de este capitulo, o es parte? bueno de esta sección.
aunque nos dejo "¿con intrigas?" para el próximo capitulo.

trabajabdofederico dijo...

PRIMERO.- AMBOS.- Hoy comenzaremos comentando las cosas Buenas en las que coincidimos (Esposa y yo) respecto a este capítulo.
¡Milagro ahora casi NO discutimos!?.
(REBELDE es Amor y Paz, jaja.)

1.- Toda la escena de “PONER los Cuernos fue Mágica”
En nuestra opinión ha sido tu máxima escena morbosa
(Es decir SIN sexo)
Incluso al leerla, en nuestra cabeza suena una melodía mágica, como de elfos. (jeje)

- Me está poniendo los cuernos dije mirando a Fátima a los ojos sin el mínimo tono de broma porque en ese momento me di cuenta que todo ese montaje era alguna burla morbosa del viejo volcándome su resentimiento Lo había dicho de un modo tan neutro que fue evidente para Fátima (y sorpresivo para mí) que no había reproche El Sapo rió exageradamente
- Fátima aprovechó ese único momento o ese momento único para sumarse con una sonrisa Si te van a poner los cuernos mi amor que sea en la habitación de huéspedes.

La leemos y volvemos a leer y nos causa multiplex reacciones, a veces; Risa, Morbo, crueldad, lujuria, complicidad, etc… Nunca es igual.

- El sol pegó sobre los cuernos y sus sombras me tocaron como si me atraparan en ese momento apareció mi esposa llegando con una sonrisa y la satisfacción de haberle entregado su dulce al Sapo -¡Qué lindos te quedan los cuernos ahí arriba! me dijo sonriendo de oreja a oreja y con chispas en los ojos.

Y que las sombras lo atrapen…!!! Simplemente mágico, de verdad lloramos del romanticismo.

trabajabdofederico dijo...

SEGUNDO.- ESPOSA = No puedo evitar VER las escenas con MIS propios ojos, al leer el capítulo del Sapo (Sapito, para las íntimas, o Señor Sapon, al imaginarle la verga, jaja.)
1.- Tomé las sábanas y sin querer rocé su dureza dentro del calzoncillo ¡Por Dios! Retiré un poco la sábana para cubrirlo y en el movimiento pude ver completo Aspiré por la sorpresa La bragueta se abría y asomaba un monstruo enorme Suspiré recordando lo que había amasado la semana anterior cuando el Sapo dormía No podía dejarlo así con semejante vergón afuera del calzoncillo Era humillante para el pobre viejo Se lo tomé en medio de otro suspiro con mi mano Con toda la mano desde abajo sintiendo su peso que latía con vida murmuré para mí y cerré mi mano alrededor del vergón asqueroso que subyugaba mis dedos Dios dame fuerzas Tal vez porque Dios no habitaba en esa isla su fuerza no se hizo presente y solo atiné a mover suave arriba y abajo ese trozo de carne inerte y vivo a la vez.
2.- Sentí el movimiento del cuerpo al que beneficiaba y un instante después una mano áspera y firme me empujó desde la nuca llevando mi cabeza hacia abajo - Abrí la boca instintivamente con curiosidad y ganas de pronto una redondez chocó mis labios y abrió sin dificultad mi boca de señora de buena familia, Tragué solo la cabeza no más! Abrí bien grande putón…! escuché murmurar al viejo bestial como siempre, Y obedecí El vergón arremetió y mi corazón también, Se me llenó la boca de carne dura, De pronto el vergón se retiró y mi boquita se vació excepto por el glande pero casi en el mismo momento, el tronco volvió a entrar y otra vez me llené de pija, Esta vez hasta la garganta Agh…! Sin quejas putón, Te la vas a tragar hasta la base Abrí por fin los ojos Tenía media pija en la boca y ya no me pasaba más Frente a mis ojos estaba el resto del tronco que terminaba (o nacía) en el vello y en la panza asquerosa del viejo No va a entrar nunca…? Es demasiado gra…! Va a entrar putón No hoy Ni mañana Pero con tiempo te voy a enseñar a acomodar la garganta para que me la tragues literalmente hasta los huevos En el momento lo tomé como una bravuconada que se dice al calor de una cama Dos semanas después el Sapo me habría hecho progresar sin prisa pero sin pausa hasta lograrlo.
3.- La baba me corrió por el mentón y las lágrimas por el intento de llevar más verga hasta la garganta me recorrieron todo el rostro por las mejillas, No era mi mejor versión de la dama que era O que estaba dejando de ser
Esta frase me mato….! Esta tan llena de DRAMA!”
- de la dama que era O que estaba dejando de ser (APLAUSOS de pie, por 10 años)

Cuando se trata del Sapo “!NO se lee, se VE, con la Imaginación…!”
Jaja, amo a este maldito grosero, abusón, irrespetuoso, burlón y Mandón.

trabajabdofederico dijo...

TERCERO.- AMBOS = Nuevamente al final del capítulo, tus relatos nos dejas con la intriga y la angustia (eso nos cautiva) de pensar, en lo que vendrá, para esta pareja…?

Los días se nos hacen eternos, por leer, a esos penes DESTROZANDO a Fátima.

A).- Los NEGROS, (nos encanta leer interracial) bueno como Camilo los contrato como peones, creemos es mejor decirles; caballos de trabajo, o seria mejor? “PENES DE CABALLO” jaja,
Nadie puede acusar a Camilo de poco profesional, él les Reviso” sus INSTRUMENTOS de trabajo antes de contratarlos. (jaja,)
Gracias a Dios, “son 2” por qué tendrán mucho trabajo, en esa isla.
Fátima Se apoyara mucho en ellos, jaja.
Y a ver si no le enderezan la columna a Camilo, a base de meterle un pene de negro!?
También nos pareció muy original que el marido los insulte como reforzando su ya muy perdida autoridad.
- ¿Blancas? —Señoras blancas. Las patronas de algunas de nuestras amigas… No les creo. No insulten a una dama blanca solo para sentirse más hombres… más blancos… Un negro nunca va a cogerse a una señora blanca, ¿entienden? —Sí, señor —al unísono. —Bájense los pantalones. —¿Señor?
—Quiero ver si es cierto que no tienen sífilis o algo peor. Si mintieron con eso de cogerse mujeres blancas…
Por la altura de la silla mi rostro quedó muy muy cerca de los dos portentos de esos machos.
- De esos negros inferiores. —No puede… ser… —murmuré acercándome aún más, casi pegando mi rostro al vergón del más alto.
¿Cómo se vería semejante cosa entre las piernas blancas de Fátima?
Estiré la mano muy lentamente, como hipnotizado, y tomé la morcilla hasta llenarme la mano.
(Súper Morboso!!!)

B).- Y las experiencias con el Duque, que le hicieron sentirse a Fátima, “¡UNA PROSTITUTA…!!” admito ya también me provoca mucha ¿curiosidad leerlas?
(Este tonto, se ríe y dice que el sabia, que yo también terminaría queriéndolo saber)
Hasta dentro de un rato. Que este fin de semana te volveremos a releer.

Ya no quisimos opinar tan rápido, pues NO queremos que creas que estamos obsesionados con esta Historia (aunque SI estamos obsesionados con esta historia, Jiji)

Señora y El.

trabajabdofederico dijo...

Te mande un mensaje a tu correo, espero lo recibas?

Rebelde Buey dijo...

gracias, vikingo. los pensamientos del cornudo, efectivamente, son bastante particulares, y muy diferentes a otros cornudos vistos en esta página. el resto de los personajes me atrevería a decir que también, en mayor o menor medida.
el 14 sale la parte III, que no sé si va a estar tan buena, pues es prácticamente un puente necesario a la parte IV, que es donde ser construirá el clímax, que se dará allí y/o en la quinta y última parte.

Rebelde Buey dijo...

CONFESIONES CREATIVAS:
(1) A mí también me gustó mucho la escena de los cuernos de alce, tanto la idea como la forma en que quedó terminada. Fue un rapto de inspiración, no estaba en el plan original, y quedó sutilmente divertida y morbosa.
(2) La "poética" de las sombras abrazando al cornudo fue creada en una de las etapas de correcciones. ¡que para eso son las correcciones! originalmente era una frase mucho más plana y literal, sin vuelo.
la corrección de un texto se hace por "capas", en mi caso no tan ordenaditas como lo explicaré: En la primera arreglo todos los errores de tipeo, las palabras repetidas y las cosas más groseras. Voy dejando marcas amarillas en todas los problemas más groseros y que me tomarán más tiempo, para revisar más adelante.
luego vuelvo sobre el texto e inicio una segunda capa de corrección. Lleno /completo frases que en el cuaderno dejé en blanco (o puse "bla bla bla" porque sé que musicalmente debe ir algo, pero todavía no sé qué), comienzo a ajustar el tema del vestuario de la protagonista y otros posibles problemas de continuismo, acomodo la puntuación, etc.
En la tercera y cuarta capas de corrección ya voy más profundo y hago tres cosas: reemplazo algunas palabras por otras con mayor significado y resonancias, trato de arriar el campo semántico para que se una con el escenario y/o los temas principales de la historia y, en la medida de lo posible, trato de darle un poco de vuelo poético a algunas frases, sin abusar (y sólo a algunas, no a todas).
Lo de las sombras fue hecho con este proceso, que por cierto recomiendo a todos los que escriben.

Rebelde Buey dijo...

jajaja otra "ganancia" de la etapa de correcciones. la frase final "o que estaba dejando de ser" fue agregada en la segunda o tercera corrección xD
me han dicho muchísimo, cuando escribo otro tipo de cuentos "serios", de literatura, que mis cuentos "no se leen, se ven". supongo será por mi gusto e incursión por el cine y el comic

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