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sábado, 27 de julio de 2024

La Isla del Cuerno: El Faro, Parte III



LA ISLA DEL CUERNO: EL FARO (PARTE III) 
(VERSIÓN 1.0)
Por Rebelde Buey


1.
3 de febrero.

El viento fresco de la mañana frente al mar hizo que Camilo se acogotara el cuello del saco, clavado sobre su silla en el terraplén. Sin embargo, ningún frío parecía suficiente para abrigar las piernas, el culo o, aunque sea, los pechos de su mujer. Siempre con faldas cortas para que le metan mano más fácil. Siempre con escotes de escándalo para provocar el piropo malintencionado y entrar rápidamente en la charla sexual. 
Rómulo ató el bote al muelle y se acercó a Fátima. Le dio un beso, la magreó a gusto por la cintura y dejó caer sus manos hasta las nalgas, y recién entonces levantó la vista y saludó a Camilo allá arriba que —como un cornudo atado a una montura— no tenía más opción que sonreír estúpidamente mientras le manoseaban a la mujer en sus narices.
Fátima también giró para saludarlo. Estaba tan pegada al botero que para levantar el brazo debió inclinarse un poco y sacar cola, que apoyó contra el bulto del hombre, fregándolo como una gata, aunque procurando que pareciera sin querer.
Rómulo no traía provisiones, así que subieron de inmediato. La mujer, primero, y el hombre tras ella, de modo que a cada paso el tipo le iba mirando bajo la cortísima falda, sin pudor y sin la más mínima discreción ante el marido que los iba a recibir.
—¿Y el Sapo? —preguntó Rómulo cuando Fátima y él llegaron arriba, junto a Camilo.
—No está.
—¿Cómo que no está? Vine especialmente para llevármelo al continente. 
—Amanecimos y ya no estaba en la casa —dijo Fátima—. Ni el bolsito dejó.
Rómulo miró a la pareja con gesto desconfiado. Conocía el comportamiento de las gentes como para adivinar que ahí pasaba algo raro. Aunque lo desconcertaba la presencia del cornudo. 
—Tiene que dejar la isla. —Rómulo se rascó la cabeza, buscando—. La alcaldía lo obliga a tomarse vacaciones, si no lo hace durante tres años. 
—Creo que vino en vano, don Rómulo.
Rómulo giró sobre sus talones en un gesto de frustración. 
—Voy a ir a hablar con Mandrágora. Él va a saber qué hacer. 
Apenas el hombre se movió en dirección del faro, Fátima le salió al cruce poniéndose adelante. Los pechos pegaron un breve salto frente a los ojos del botero, que deseó que fuera jueves para poder amasarlos o hundir allí su pija en la soledad de la despensa. 
—Creemos que ese Mandrágora le quiere robar el trabajo al Sapo —anunció la mujer, esgrimiendo aún más sus pechos, como una primeriza. 
 Rómulo observó incrédulo al matrimonio por un segundo completo.
—Ya lo sé. 
Ahora fue turno de Camilo y Fátima de sorprenderse. 
—El trabajo incluye la vivienda en el faro. Mandrágora le quiere quitar todo. 
Rómulo resopló. Esquivó con facilidad al lisiado y tomó a la mujer de la cintura, para hacerla a un lado. El pobre esposo debió ver ante sus ojos, a centímetros, cómo el que se la cogía todas las semanas la agarró con firmeza y masculinidad, y como si él no existiera aprovechó para bajar la mano abierta y acomodarse en toda la redondez de la nalga derecha. Ni tiempo tuvo Camilo de decir algo, Rómulo apartó a la mujer y se puso a andar hacia el faro. 
—No es ningún secreto, lo saben todos en el archipiélago. Ya lo intentó otras veces… en otras islas. Solo que ahora tiene el apoyo de la alcaldía. 
—¿La alcaldía está metida? ¿Qué carajos está pasando? 
Rómulo debió aflojar el paso para que Camilo les pudiera seguir el tranco a él y a la mujer por el camino de tierra.
—Bueno, ya saben cómo es el Sapo. Todo el día borracho, reporta a la base cuando quiere, una vez casi se le incendia el faro... no ocurrió una desgracia de milagro. Supongo se lo querrán sacar de encima. 
—Es que ese Mandrágora me da mala espina. Parece un mal sujeto.
—¿Mal sujeto? ¡Ja! ¡Es un flor de hijo de puta! Lo mínimo que va a hacer es robarse todos los meses cuanto suministro le provea el ayuntamiento.
—Entonces estará de acuerdo en que hay que ayudar al Sapo —imploró Fátima—. No podemos dejar que ese ser siniestro le robe toda su vida. 
—No, no cuenten conmigo. Mandrágora me ofreció… —Rómulo tuvo un chispazo de recato por primera vez ese año y se cortó. Pero enseguida se le fue—. … cogerme a la mujer de su empleado. 
—¿Qué…? —Fátima arqueó las cejas, incrédula—. ¡Usted es amigo del Sapo!
—Claro que soy su amigo. ¿Pero no vieron ese culo y esas tetas…?
Entre paso cojo y discusión, el faro se asomó en el último codo del camino.
—No me vas a coger nunca más —le murmuró Fátima entre dientes, pero con tanta rabia que no pudo evitar elevar la voz más allá de lo debido. La mujer miró de reojo, esperando que su cornudo no lo hubiera escuchado. De todos modos, Camilo, Rómulo y ella misma supieron que mentía. 
Fátima giró hacia su esposo, le rodeó la espalda por el cuello con un brazo, apoyándole los pechos sobre un hombro y parte de su cabeza. El pobre Camilo no pudo resistir un respingo en su pijita.
—Mi amor, hacé algo —le reclamó Fátima. Se la notaba levemente desesperada—. Esto es muy injusto para el pobre Sapito. 
—¿Y qué querés que haga? Además, se lo merece por haberte cogido anoche. 
—Fue una sola vez y se lo consentimos porque estaba borracho. 
Camilo pensó en las otras cien veces que él no lo consintió.



—¿Cómo que no lo encuentran? —se enfureció Mandrágora—. ¿Se desvaneció en el aire?
Adentro estaban todos, recién terminados de desayunar. El patrón, Paolo, Jasmina y Liliana. Camilo se sorprendió de la poca ropa que vestían las dos mujeres de la casa, luciendo muslos y pechos casi como en un prostíbulo, y de la sensualidad que desprendían; la una jovial e inocente, la otra experimentada y más emputecida. No las había visto así la tarde en que las conoció, todas vestidas de ciudad.
—Durmió en lo de los señores, pero se fue antes de que ellos se despertaran. Pasé por acá más que nada para consultarle qué hacemos. 
—Está en la casa de estos dos, eso es obvio. 
—Como sea. Tengo que volver al continente con el Sapo o con una denuncia suya para la alcaldía. Vine por eso. 
—La denuncia la hago ya mismo. ¡Jasmina, tinta y papel!
—Sí, patroncito —respondió la joven. 
—No hay apuro, señor Mandrágora. —Rómulo vio a Jasmina girar y salir de un salto a hacer el recado. Qué hermoso culito tenía esa chiquilla, con ese pantaloncito breve y enterrado, pegado a la piel. Lástima que no hubiera entrado ella en el arreglo—. Puede escribirla y enviarla cuando venga el correo. 
—¿Qué quiere decir?
—Yo soy simplemente el botero… —Mandrágora lo miró sin entender, obligándolo a aclarar—: Llevo y traigo mercadería, y hoy me iba a pegar la vuelta con el Sapo, si estaba. Pero no soy agente de la alcaldía. 
—¿No teníamos un arreglo, usted y yo?
Jasmina llegó con papel, pluma y tintero, y los dejó sobre la mesa, frente a su patrón, con una reverencia infantil. A Rómulo se le fueron los ojos hacia sus pechos y su culito, cuando ella se volvió.
—Todavía no recibí nada de mi parte del trato, don, y ya me pide que denuncie a mi amigo el Sapo. ¿Entiende mi recelo? 
Mandrágora sonrió. Como siempre, todo era cuestión de precios. O mercancías. Miró en rededor: la luz entraba a regañadientes por la ventana y la puerta medio abierta, y sin embargo iluminaba a la perfección a los dos cornudos y al mañoso del botero. Pero también a las curvosas siluetas de Fátima, Jasmina y Liliana. 
—Cogete a la mujer de Paolo ahí atrás, en la piecita. A la hija todavía me la estoy trabajando. 
—Señor Mandrágora —exclamó atónito el marido—, ¿qué dice?
—¡Callate, cuerno! Tu mujer va a coger con quienes yo diga, las veces que se me cante. ¿Algún problema? 
—N-no, señor… Es solo que… no lo conocemos a este sujeto… 
—Lo vas a conocer rápido. Va a venir a usártela todas las semanas. 
Liliana dio un paso adelante y se ubicó a un costado de la mesa. De pronto su cuerpo, enfundado en esa falda suelta y muy por encima de las rodillas, con tajo adelante y a los costados, más la blusa escotada, la hicieron brillar. Tal vez fue porque se paró espigada como una hembra que sabe que va a recibir a un macho y no al remedo de hombre que era su marido.
—Señor Mandrágora, yo... no sabía que... No sé si... 
—Es igual que cuando te cogen mis amigos, Liliana, no te pongas quisquillosa. Andá ahí atrás con Rómulo y haceme quedar bien. —Como la tenía a su lado, le metió una mano lasciva por debajo de la falda y la subió hasta tomarle el culo. Luego la soltó con chasqueando la lengua—. Haceme quedar bien. ¿Entendiste? 
—Sí, señor. Le voy a exprimir hasta la última gota de leche.
El esposo, de pie presente, miró a las visitas y enrojeció como un pimiento.
—Mi amor, no hables así… No es que vayas a disfrutar… ¿no…?
Liliana tomó a Rómulo de la mano y comenzó a llevarlo hacia la piecita que estaba ahí a dos metros, tras el tabique de madera que lo separaba del living. Las cabezas de todos giraron para seguirlos.
—No seas idiota, Paolo, sabés que no disfruto del sexo, mucho menos cuando me cogen los tipos que me trae el patrón.
Rómulo tomó la mujer del culo y la magreó para comprobar las carnes. ¡Eran tal cual las imaginó! Miró de costado al pobre cornudo y sonrió anticipando su suerte. Le gustaba cogerse mujeres hermosas, como todo el mundo. Pero le gustaba más si la mujer era casada y el marido andaba bien cerca. Entró al cuartito, llevado de la mano.
Mandrágora regresó al asunto de la denuncia y ahora todas las cabezas giraron a él. Tomó la pluma como para arrancar y, de pronto, no supo. 
—Hey, vos, Camilo. Se nota que sos un tipo culto. Ayudame a escribir la denuncia… Ya que lo tenés escondido en tu casa, por lo menos… 
—No me parece que yo deba...
Entonces llegaron los primeros murmullos.
—Uy, qué pedazo… —se escuchó a Liliana tras el tabique, aunque tratando de hablar bien bajito—. Me habían dicho en el continente lo que cargabas, pero…
Fátima reclamó:
—No me parece correcto eso de denunciar al Sapo, señ…
La voz de Rómulo la interrumpió.
—Date vuelta, putón. Vas a sentirlo en carne propia.
El botero no habló en ningún tono bajo, no pretendía disimular nada.
—Eso… Quiero comprobar todo lo que me contaron…
Se escuchó un topetazo contra la madera, como si a Liliana la hubieran tirado a la pared. Se escuchó también un jadeo y la hebilla de un cinturón tocar el suelo.
En el living se hizo un silencio incómodo. El pobre Paolo quedó gris ceniza, con los ojos bajos para no enfrentar a nadie. Cuando llegó el primer jadeo, Camilo se apiadó del pobre cornudo para llenar el silencio de la sala.
—Está bien —se dirigió a Mandrágora en voz bien alta—, escriba: “Oficina Principal de la Alcaldía…”
—¡Ahhhh…! —se escuchó a Liliana, todavía reteniendo la voz. La pija había entrado por primera vez, fue claro. La mujer solía reaccionar así cuando los hombres la clavaban. Bueno, excepto con su marido.
—“Asunto: Denuncia Administrativa por Incumplimiento de Vacaciones Obligatorias.”
Fátima cruzó a su marido.
—¡No vas a ayudarlo a expulsar al Sapo!
Pero de fondo vino el sonido de un choque de carnes y otro gemido de la señora Liliana.
—Ohhh… sssíííí…
Fátima miró al pobre Paolo, disminuido como una pasa de uva, procurando desaparecer. Y comprendió. Dio un paso al costado para que Camilo siguiera dictando.
—“Me dirijo a ustedes para presentar una denuncia formal contra el señor…” ¿Cómo se llama ese viejo vago?
—Yo le pongo el Sapo —resolvió Mandrágora, que escribía a toda velocidad.
—Uhhh… Despacio… Así…
La hebilla se arrastró sobre el piso. Se escuchó también un “plop”, como si la verga se hubiera retirado de la esposa de Paolo, inesperadamente.
—Abrí más las piernas, putón…
—“… por su flagrante incumplimiento de las normativas internas referentes al período de vacaciones obligatorias.” 
El putón habrá abierto más las piernas porque por unos segundos no se escucharon más jadeos y en cambio vino otro sonido acuoso y enseguida un golpeteo sordo contra la madera, como un bombeo. 
—Señor —interrumpió Paolo—, sería bueno ir a revisar los depósitos de gaso…
—Vos te quedás acá, te necesito por si se me acaba la tinta.
No lo necesitaba. No se le iba a acabar la tinta en todo el mes. Solo quería que los demás lo vieran ahí, mientras le cogían a la mujer al otro lado del tabique.
Los topetazos sobre la madera comenzaron a hacerse más notorios. Quizá por eso Jasmina intentó irse.
—Patrón, si quiere yo podría ir a revisar esos tanques.
—Vos subí y esperame preparada en la cama de arriba… No voy a tardar mucho con esto.
—Sí, señor —dijo la jovencita, hizo una reverencia jovial y subió por las escaleras desabotonándose la blusa para ganar tiempo.
Los topetazos vinieron acompañarlos por los gemidos de mujer.
—Ahhh… Ahhhh… Qué rica pija… Qué buena pija por Dios… Seguí…
Mandrágora le hizo una seña a Camilo para que continuara.
—“…viéndome obligado a informarles que el susodicho burló estas disposiciones…”
—Ahhh… Ahhhh… Por Diossss… Así… Así… Asííí… Más duro…
Los topetazos contra el tabique se hicieron tan fuertes que Fátima y Paolo observaron que la delgada pared se movía, como si respirara.
—“…y de forma deliberada y sin previa notificación faltó a presentarse para su regreso al continente”.
—Qué buen culo que tenés, hija de puta… —se escuchó a Rómulo con voz jadeada—. La próxima te lo hago hasta los huevos…
El pobre Paolo volvió a estirar el cuello y asomar su cabecita.
—Patrón, si no le molesta yo…
—Callate, cornudo, si no querés que te la haga coger hasta por los perros de la isla.
—Dame, Rómulo, dame pija… ¡¡quiero más pija!!
—Al carajo, el culo te lo hago ahora…
El golpeteo incesante, como martillazos de pija contra la pared, continuó y se fue haciendo más poderoso. Mandrágora, sin embargo, parecía no darle importancia: miró a Camilo, que a su vez observaba el tabique y se humedeció la boca haciendo saliva.
—¿Y, Camilo…? ¿Qué más pongo en la denuncia…?
Camilo tragó. No había calculado que ese rufián podría ser tan déspota. Ese rufián al que él estaba ayudando a quedarse en su isla para siempre.



Fátima, Rómulo y Camilo regresaban por el camino que llevaba al muellecito. Camilo un poco atrás, esforzándose por llegar a la par de su mujer y el cretino que se la cogía.
—Es inaudito lo que acaba de hacer, señor Rómulo —se indignó Fátima—. Pensé que usted era una persona más seria y respetable.
—Le doy a todas las mujeres casadas que puedo. Usted mejor que nadie debería saberlo. Acá en el archipiélago está lleno de cornudos, yo solo hago el trabajo que ellos descuidan. 
—No todas las mujeres de las islas son así de libertinas… —aguijoneó el marido—. ¿Verdad, mi amor? 
—Usted es muy afortunado, señor Camilo. Una mujer tan bella como su esposa... He visto damas mucho menos atractivas con hombres... bueno, con hombres con piernas, que pueden... ya sabe... no como usted… Y así y todo igualmente los hacen cornudos. 
La brisa venida del mar trajo olor a sal marina y se llevó la humillación. Camilo odió a Rómulo. Fátima, también. Pero por otra cosa.
—Eso no justifica lo que hizo —siguió reclamando ella—. Escuchamos todo lo que sucedió en ese cuartito con la señora Liliana... y los jadeos y gemidos de ella, y sus palabras soeces para con el pobre marido… no me acuerdo su nombre…
—Cornudo, querida. 
—No seas tonto, Camilo. ¿A vos te hace gracia?
Camilo sonrió con una satisfacción que le infló los cachetes. Su mujer estaba celosa. Hija de puta: ella, casada a la que se la cogían los dos negros empleados, más el Sapo y Rómulo, amonestaba al botero por hacer con otra mujer casada lo que hacía con ella misma, también casada.
Llegaron al terraplén que conducía al mulle. Se detuvieron.
—Díganle al Sapo que no sea estúpido. Quedándose con ustedes solo va a empeorar su situación. 
El botero bajó al embarcadero, seguido por Fátima. El marido debió quedarse arriba, solo en su silla de ruedas, como siempre.
— Ya le dijimos que no está en nuestra casa. Cuando amanecimos...
Rómulo levantó una mano con gesto de que sobraban explicaciones. 
—No es mi maldito problema. Solo sepan que conozco la fama de Mandrágora, ese tipo es un desquiciado y no tiene límites. —Desanudó la soga atada al amarradero, se subió al bote y con un patadón a la madera comenzó a alejarse sobre el agua increíblemente calma—. El jueves vengo con “su” mercadería —prometió el botero, con la vista yendo y viniendo de las ancas a los pechos de la Puta del Archipiélago. Y una sonrisa de suficiencia.



2.
8 de febrero.

La semana en la vida del matrimonio siguió normal. Si con normal quisiera decirse que el Sapo se cogió a la mujer de la casa todas las noches y todas las tardes, excepto la del jueves en el que se la clavó Rómulo, en la despensa. Camilo se había estado preguntando toda la mañana cómo reaccionaría su mujer cuando el botero viniera a traer las mercaderías del continente. Sin dudas Rómulo intentaría cogérsela en la soledad del depósito, como cada semana; pero esta vez Fátima había escuchado a su amante disfrutar con otra mujer, estaba claramente celosa y enojada porque Rómulo iba contra el Sapo. Para sorpresa de nadie, y aunque se mostró reservada y distante, una vez en la despensa de abajo, Camilo pudo escuchar desde la escalera cómo su esposa fue echada sobre la mesa, cómo aceptó la friega y el manoseo y el bombeo de verga hasta que inició a gemir. Igual que siempre, a Camilo se le paró y enseguida se manoteó la pijita escuchando el disfrute de su esposa en brazos de otro. Fuera de Rómulo o cualquier macho.
Por las noches —en verdad, cada noche de esa semana— Camilo se despertaba en algún momento con los gritos de su mujer acabando con la pija del Sapo. Fátima ya ni se molestaba en cerrar la puerta de su cuarto ni la del cuarto del amante, para cubrir sus orgasmos. Luego de esa cena en la que el viejo se la cogió frente a él, y su mujer lo miró a los ojos disculpando al macho por su borrachera, Fátima se había vuelto más descuidada. O tal vez —o seguramente— su esposa se descuidaba a propósito para que el cornudo de su marido pudiera disfrutarlo, a su particular y patético modo. 
Todo anduvo así de normal, entonces, hasta que cayó Mandrágora por la casa. 
Fue cerca de las seis, con el sol cayendo por el oeste y pintando de naranja la cornamenta de alce que dominaba la entrada.
—¿Dónde está ese viejo de mierda? ¿Dónde lo metieron?
Mandrágora estaba más enojado que de costumbre, incluso Camilo temió que se pusiera violento. Como si viniera a desquitarse de una frustración fuerte, como si lo dominara alguna impotencia. 
—Ya le dijimos que se fue. —Camilo debió seguirlo con su silla de ruedas hasta la cocina, porque Mandrágora no había ido allí sólo a preguntar, había ido a saber; y “el hombre” de la casa no lo iban a detener—. Deje de obsesionarse, caramba. 
Mandrágora revisó la cocina abriendo baúles y mirando tras las dos puertas. Salió de un tirón y revisó el dormitorio matrimonial, que ahora era de los negros y en estos días había usado el Sapo para cogerse a Fátima con confort y privacidad.
—Señor, le pido por favor... 
—Lo voy a encontrar, cornudo. Mejor decime dónde está porque si lo encuentro yo te juro... 
Apareció Fátima desde la piecita de Camilo y cerró la puerta tras de sí. Se la veía molesta.
—¿Qué pasa? ¿Qué hace usted acá? ¡Salga inmediatamente de mi casa!
Mandrágora iba justamente en esa dirección, era lo único que le faltaba revisar. Vio a la mujer prácticamente bloqueando la entrada y supo que allí estaría el viejo. Carajos, ¡qué buena estaba esa hembra! Iba casi siempre con poca ropa, pero no era la escasez, era la sensualidad de las prendas elegidas. Faldas y escotes, pantaloncitos y prendas ajustadas. Liliana debería aprender bastante de esa mujer. Ahora estaba prácticamente en ropa de dormir, con un camisolín traslúcido, una bombachita mínima debajo, que se veía sin mayor complicación, y arriba en tetas, es decir, sin corpiño. La transparencia le dejaba ver los pezones enormes y contrastados con la piel blanca de los pechos, lo que de alguna manera lo excitó más que si la hubiera visto desnuda.
Se la estaban cogiendo ahí. Recién. ¿Qué duda cabía? Con seguridad su voz la alertó y la obligó a salir, así que ahí tenía que estar el Sapo.
—¡Correte del medio, puta! 
Fátima miró a Camilo. Ella aflojó sus rodillas pero se mantuvo interrumpiendo la entrada del cuartito. 
—¿Vos no vas a decir nada? —crucificó a su marido.
La silla de ruedas se acercó, parecía temblar tanto como las manos de Camilo. El pobre lisiado tomó aire para manifestar algo, aunque sea un ruego, cuando Mandrágora se hartó y empujó a la mujer para un costado, abriéndose paso. 
Fátima cayó sobre el codo de la silla de ruedas de su esposo. 
—¿Qué esperás para hacer algo, cornudo? —le recriminó con furia.
Camilo sintió un hormigueo extraño. Le dolieron las palabras de su esposa, pero a su vez, en la caída, los pechos de ella habían recorrido todo su brazo, prácticamente de punta a punta, y eso le provocó un escalofrío dulzón y, sí, fuera de lugar.
—Perdoname, querida. Es que entró de manera intempestiva y... 
—¡Mandrágora! —gritó Fátima, entrando a la habitación. 
Camilo la siguió, hipnotizado aún por el contacto con sus pechos y la visión del culazo de su esposa, tragando tanga y mal disimulado con las transparencias.
—No puede ser —murmuró Mandrágora, que miraba a uno y otro lado—, lo tienen en algún lado... Me dicen o les rompo toda la casa... 
Quizá fue la fregada de tetas sobre su humanidad, o la visión del culazo semi desnudo, el mismo culo que él había visto tantas veces taladrado por tantos hombres. La cuestión es que Camilo se envalentonó:
—Deje de hacer el ridículo, hombre, parece un niño malcriado. 
Mandrágora dio un bramido de frustración, levantó una mano y le propinó a Camilo una trompada en pleno rostro. 
—¡No! —gritó Fátima.
—¡Cornudo de mierda, ¿dónde metiste al Sapo!? 
Un segundo golpe volteó a Camilo con silla y todo, dejándolo de costado y sobre el suelo. Y entre sollozos 
—¡No está acá! —chilló horrorizada Fátima, y el hombre se dio cuenta que era verdad. Que estaba escondido en algún lugar de la isla, pero no allí. No en ese momento, al menos. 
Mandrágora reacomodó la silla a las patadas, para que la cabeza y el torso de Camilo le quedara de su lado, y volver a golpearlo.
—Por favor, señor, no me pegue más... 
No sintió ninguna compasión por ese pedazo de mierda. Por el contrario, Mandrágora se enfureció al punto que se inclinó como para comenzar a patearle el cuerpo, así en el suelo como estaba.
Entonces vio a Fátima con los pechos agitados, no solo por el terror. Viéndolo a él. A su puño. A su puño entintado con la sangre de la cara de su marido. Y Mandrágora supo, porque de mujeres sabía, que en ese preciso momento esa hembra estaba en celo.
—¡Vení acá, putón! 
Y tomó a la mujer de un brazo y la trajo hacia él.
—¡No! —gritó Camilo cuando adivinó lo que iba a suceder. 
Fátima, en cambio, no gritó. 
—Esto te pasa por esconder al Sapo. —Tomó a Fátima y la unió a él. Su sudor se le adhirió al rostro y brazo de ella, que no ofreció resistencia—. Cornudo, ¿cuál es tu cama?
—¿Qué? 
—Tu cama, pelotudo. ¿Dónde dormís? 
—Por favor, señor... —Camilo.
—Ahí —señaló Fátima con la cabeza, pues tenía los brazos tomados. Mandrágora le aflojó la sujeción con una mano, y Camilo hubiese jurado que su esposa estiró una comisura de sus labios. 
—Por Dios, no, señor, por favor... 
Mandrágora tomó los cabellos de la mujer con su mano libre y entre tironeo de cabello y brazo, la arrojó sobre la camita de Camilo. 
La mujer cayó boca abajo, con sus piernas apenas recogidas, empinando su culo, que quedó cortado en el meridiano por el borde del ruedo del diminuto camisolín. La transparencia de la prenda permitió a Camilo ver la tela y elástico de la bombachita que moría entre las nalgas. El reflejo —o la costumbre— hizo que Fátima recogiera aún más sus muslos y el culazo se empinó otro poquito más. 
Mandrágora jadeo de deseo. 
—La muy famosa Puta de la Isla... —murmuró 
Camilo se removió en el piso en cuanto vio al hombre saltar a la cama y ubicarse detrás de su esposa. Parecía un gusano en sal.
—¡Hijo de puta!, ¿qué va a hacer? 
Mandrágora se desabrochó el cinturón con un tintineo, y abrió su pantalón. La pasividad de Fátima solo aceleraba sus movimientos. En unos segundos estuvo desnudo de la cintura hasta la rodilla y ubicado entre las piernas dócilmente abiertas de la mujer. 
Camilo no podía mover nada excepto los brazos. Intentó levantarse. No pudo. Quiso acercarse a la cama y casi se pone de sombrero la silla, que se quejó con un chirrido metálico. Ya junto a la cama, ahora solo podía ver la redondez superior de los glúteos de su esposa y el torso y rostro con expresión demoníaca de Mandrágora. 
—Fátima, ¿dónde estás? ¡No te veo!
—En la cama, cornudo.
—¡No me digas así! Frenalo. ¡Decile que no te haga nada!
Hubo un ruido en el elástico de madera de la camita de Camilo. El monstruo hijo de puta se estaba acomodando entre las piernas de su esposa, que seguía de rodillas y culo en punta, a merced de una verga.
—Si no fueras tan poco hombre lo hubieras frenado vos. 
Hubo otro ruido de elástico, y el rumor de un manoseo de carnes.
—¡Deténgase, por favor! ¿Q-qué va a hacer? 
Mandrágora dio una nalgada que le arrancó un gemido a la mujer, y miró desafiante desde allá arriba. 
—¿Qué te parece que voy a hacer, imbécil?
Y Camilo, que desde ahí abajo solo veía la parte de arriba del culazo de su esposa y detrás de ella toda la humanidad del hombre, no pudo sino certificar cómo el abusador llevó su cuerpo hacia adelante, clavando. 
—¡Ahhhhhh…! —la escuchó gemir a ella. 
Camilo estaba tan cerca de la cama que no podía ver el rostro de su mujer, solo su culazo y a Mandrágora empujando y retirando. Tuvo el impulso de alejarse para ver mejor, pero se sintió tan patético que reprimió su deseo. Mandrágora la sacudió por segunda vez. "Ahhhh…”, se escuchó de nuevo. 
—¡Fátima, no te veo! ¡Frenalo, por el amor de Dios! 
—Sí, mi amor… Uhhh… Ya lo freno…
La tercera clavada fue sonoramente más profunda.
—¡¡Ohhhhhh…!!
—Qué rápido te abrís, putón. Empapada, estás... 
—¡Fátima, no!
—Parece que tu maridito te quiere ver —dijo Mandrágora, que se tomó un instante para agarrar a la mujer de los cabellos y de la cintura y, sin dejar de clavársela, la empujó sobre el borde de la cama—. ¿Mejor ahí, cornudo? 
El rostro desencajado y de ojos cerrados de Fátima se asomó desde el filo del colchón y quedó muy cerca de Camilo, moviéndose al ritmo del incipiente bombeo. Su hombro izquierdo, que aún sostenía el camisolín semitransparente, se veía entero, lo mismo que el perfil de su torso y su cintura. El culazo en punta sobresalía y recibía con estoicidad cada embate de verga que empujaba Mandrágora, chocándola una y otra vez, siempre un poco más fuerte.
Camilo tragó saliva. Se le había parado la pija desde el momento en que Fátima se dejó arrojar con tanta docilidad sobre la cama. Ahora que veía cómo el machazo perverso se la cogía y su mujer se mordía los labios y achinaba los ojos, acabó sin tocarse. Y siguió acabando y acabando, mientras Mandrágora siguió bombeando y bombeando dentro de su esposa. Y mientras su esposa siguió cabeceando y cabeceando empoderada de placer.
Pero cuando terminó de acabar, y sin dejar de mirar, su pija no se ablandó ni un poco. Siguió duro. Incluso pegó un respingo cuando Fátima abrió los ojos en medio de la cogida y lo vio a él tirado en el piso, observando cómo se la cogían. 
—Oh, Dios... —murmuró Camilo, avergonzado.
La cabeza de Fátima se movía como una maraca, al ritmo de los topetazos del macho. Su gesto era serio, como si estuviera concentrada, sin dudas sintiendo cada centímetro de pija horadarla hasta lugares que nunca nadie había llegado. Y al ver a su marido ahí, tirado en el suelo como un pedazo de trapo sucio, mojado en la entrepierna, no pudo evitar dibujar una sonrisa maliciosa. 
—Hacé algo, inútil… —le recriminó otra vez en un jadeo, con la cabeza agitándose—. Ahhhhh… —gimió, y cerró los ojos al sentir nuevamente la pija penetrando su conchita casada, que debía ser del imbécil que permanecía ahí, con la silla de ruedas tumbada a su lado—. Sé un hombre y… Ahhh… paralo… 
Cuando dijo “paralo” (en lugar de detenelo) lo miró directamente a la entrepierna, y Camilo se preguntó si no se referiría a su pijita. La tenía parada, claro que sí. ¿Ella lo sabría? Por lo pronto, le había visto la mancha húmeda en el pantalón. El fap-fap del bombeo era incesante, insistente como el acosador que se la estaba empalando. La cabeza de su esposa —toda ella en realidad— se fue viniendo hacia él con cada clavada del tipo, que comenzaba a sudar y no paraba de mirarlo a los ojos, como mostrándole lo que un hombre debía hacer con una mujer así.
Con su mujer.
—Te la voy a llenar de leche, cornudo…
Camilo se estremeció, pero con sorpresa vio a su mujer mudar su rostro y girar la cabeza hacia su macho.
—Todavía no… —dijo débilmente—. Me falta un poquito…
—¡Mi amor!
—Ya te llené de verga. Ya te arruiné para tu marido.
—El cornudo no me importa… 
—Parece que el cornudo no le importa a nadie —sonrió Mandrágora, y miró directamente a los ojos de Camilo, que notó cómo el macho ya bufaba y sostenía el culazo de su esposa con sus dos manazas, apretando fuerte hasta blanquear las nalgas.
—Un poquito nada más, y estoy… —rogó Fátima. Camilo vio cómo su esposa llevó una mano por debajo de ella. Luego sabría que fue a buscar su clítoris—. Por favor…
—Me importa un carajo lo que te falte para acabar.
Y empezó a bombear fuerte. Muy fuerte. Y más rápido. El rostro se le transformó, cobró una dimensión extraña, de goce y dolor, como si estuviera a punto de transformarse en un animal.
—¡¡Pedazo de putaaaahhh…!!!
Las clavadas se hicieron descuidadas, a fondo. A todo lo hondo que una pija que se iba haciendo más ancha hacia su base se podía permitir. Y esa puta de la isla estaba acostumbrada a recibir pija de la gruesa. Cada latigazo se hizo más bárbaro, más bestial, y en un momento la verga ensanchó tanto a la pobre esposa que ésta comenzó a sentir dolor, y a la vez goce por la fricción de ida y vuelta de medio metro de pija.
—Me duele… —gimió la mujer. Pero de inmediato comenzó a acabar—. Oooohhhhdioooooosssss…!
Y el macho al cuernito:
—¡Te la voy a abrir en dos, pelotudo!
Mandrágora comenzó a acabar y fue, literalmente, como ver a un animal, o a una especie de bárbaro, un hombre de las cavernas. Se convirtió en una máquina de bombear, igual que las de los pozos petroleros, pero a una velocidad que Camilo jamás había visto. La verga entraba y salía tan rápido, que Camilo apenas si pudo notar cuando la leche comenzó a salir por borbotones, con cada pequeño espasmo de libertad que dejaba el tronco al retirarse por un segundo. No la leche que se derramaba por los muslos de su esposa, esa no la podía ver porque estaba en el piso, pero sí la que juntaba en la base de la verga. 
—Mi amor, te lastimó…
—Callate, cornudo… Fue el orgasmo más intenso que tuve en mucho tiempo…
—P-pero querida… No podés decir eso... 
Mandrágora dio cuatro estocadas más, escurriéndose el tronco interminable para depositar hasta la última gota de leche dentro de la mujer del pobre Camilo. Le gustaba cogerle las mujeres a este tipo de imbéciles. Sacó el tramo de verga que aún quedaba dentro de ella, se la acomodó entre los pantalones y se puso de pie junto a la silla de ruedas.
Camilo seguía tirado ahí en el piso, su rostro sobre el rostro de la mujer, que se había abandonado a la extenuación y suspiraba con sus ojos cerrados. El pobre marido la acariciaba y casi lloraba por terror a la sangre.
Sin decir nada, absolutamente nada, Mandrágora giró y salió de la habitación y de la casa, y se regresó por el caminito que lo llevaba al faro.
En un momento, Fátima abrió los ojos agotados.
—Qué poco hombre resultaste, al final...
—No me digas así... en mi condición... 
—¿Condición? ¿Qué condición? Condición de cornudo, esa es tu condición. 
—Ayudame… 
—Te dejás pegar por un bruto cualquiera que apenas si habrá hecho la primaria. 
—Ayúdame a subir a la silla …
—Un hombre de verdad no dejaría que le cojan a su mujer... 
—Por favor, mi amor... No quiero seguir tirado en el piso... 
—Dejaste que abusaran de tu esposa dos veces… ¿qué clase de hombre…? 
—Fátima, por favor, siento el piso frío...
—No… Por primera vez desde que nos casamos, vamos a hacer el amor… 
—¿Qué…?
Camilo se emocionó ante la posibilidad, aunque enseguida reprimió el brillo de sus ojos y cerró la boca. No quería ser descubierto. No quería entregar ese último despojo de dignidad. —¿Cómo? 
—De la única manera que un lisiado medio hombre como vos lo puede hacer… Con la lengua… 
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué? 
—¿Y con qué me lo vas a hacer, con la oreja? Porque ese pito atrofiado no se te paró nunca más desde el accidente. ¿O sí se te paró?
Arrinconado, Camilo bajó los ojos, no sin antes echar un vistazo al culo redondo que debía ser suyo y se acababan de coger.
—Está bien... Espero que regreses del baño y... 
—No, no, no... Ahora. Y así como estoy. 
—¿Sos loca? ¡Estás con el sudor de otro tipo! Estás llena de ese hijo de puta. 
—Sé hombre, aunque sea una vez en tu vida. Me tocás con la lengua en un lugarcito que yo te digo... Solo ahí, no tenés que tocar adentro, donde Mandrágora me cogió. 
—¡El clítoris, ya lo sé! No soy tonto. 
—No, pero sos cornudo. 
La mujer se incorporó y su marido la vio casi sobre él, con sus poderosos muslos por encima de su cabeza. Se le volvió a parar. Lo metió en la silla y, haciendo palanca en una rueda, la enderezó hasta recolocarla en posición normal. Y la silla, con él, junto a la cama, de frente.
Fátima se acomodó en la camita en cuatro patas, de rodillas, en la misma exacta posición en la que se la estuvieron cogiendo unos minutos antes, solo que esta vez puso la concha frente al morro de su marido.
—Haceme el amor, cornudo…
Camilo dudó, pero no iba a perder la oportunidad de tener algo de intimidad con la mujer más hermosa del planeta. Por fin iba a tocar esa conchita rosada y siempre húmeda que tantas veces había visto usada por tantos hombres.
Fue al clítoris, sacó la lengua y, tímidamente y sin saber del todo lo que hacía, comenzó a lamer y moverse. La pija estaba a punto de explotarle nuevamente. Si no fuera que ya había acabado un rato antes, ahora se estaría deslechando.
—Sí… —gimió su esposa. Y se arqueó para que la lengua avanzara más arriba. Camilo corrigió su altura un centímetro.
—Mi amor, esto es lo más hermo…
—Cerrá la boca y chupame toda, no solo el clítoris.
Camilo calló. Fue a chupar pero encontró leche y restos de lefa dentro y alrededor de la concha. El único lugar sin guasca era el clítoris, y estaba seguro que porque lo había limpiado sin darse cuenta con los primeros lengüetazos.
—Es... está un poquito sucio ahí y…
—Limpiá, la puta madre… Sé el cornudo que apenas podés ser y limpiá a tu mujer del trabajo que tienen que hacer otros hombres porque vos no podés.
La humillación lo ahogó y a la vez le regaló un respingo en el glande. Hizo un amague de resistencia, que su esposa adivinó:
—Si no me limpiás toda la cogida, dejo de cuidarme y te lleno la casa de hijos negros de Samuel y Eber. 
Camilo se zambulló en la concha enlechada, y con algo de asco comenzó a lambetear.
—Tragá, no te puse ahí para darme unos besitos. 
—Pero mi amor, es mucha y huele horri…
—Tragá y llevate la muestra en la cara. A ver si así se te pega algo de la hombría de Mandrágora.
—Esto está lleno de la leche de ese tipo.
—“del señor Mandrágora”, empezá a decir…
—Es... aggh... es muy asqueroso... 
Con un suspiro, Fátima tomó una correa de cuero de la silla de Camilo y lo pasó por detrás de la cabeza de su marido. Juntó los dos extremos en una mano y empujó la cabeza contra su concha, haciendo fuerza hacia ella y no permitiéndole al cornudo salirse de allí hasta limpiarle la cogida del otro tipo.
—Limpiá... así... Limpiá para quitarme del cuerpo la humillación que debí soportar porque no fuiste hombre suficiente. Limpiá… Sacame toda la asquerosidad del cuerpo...
—Oh, por Dios…
—Tragá, cornudo. Tragate hasta la última gota de leche, no me dejes nada adentro... 
Si antes Camilo vio cómo Mandrágora bombeaba de manera animal dentro de su esposa, ahora le tocaba descubrir que una mujer podía bombear con su cuerpo usándolo a él de traga-leche. El tironeo de la correa se hizo más y más fuerte, y también más rápido.
—Así… Así… No pares… —decía Fátima. ¿Estaba acabando?— ¡¡No pares!!
Camilo estaba feliz como un niño por provocarle a su esposa lo mismo que le provocaba cualquier otro hombre que se le cruzara, excepto él. Pero a la vez se ahogaba metido entre sus piernas, su culo y toda su concha que lo succionaba como si fuera un palo que daba placer. Cuando ella estalló, le llegaron fluidos nuevos que casi lo ahogan ya no por falta de aire sino por lo que estaba tragando. Afortunadamente fueron solo unos instantes. 
Para cuando su mujer aflojó la correa, Camilo por fin se zafó unos centímetros y pudo tomar una bocanada de aire, y el gemido de su mujer se le aclaró y se hizo más presente.
—Ahhhhhhsííííí…
Las respiraciones fueron regresando de a poco a la normalidad. 
—Pensé que me matabas… —jadeó Camilo.
Fátima no respondió. En cambio se incorporó y adecentó sus ropas y su cabello, y en un minuto nadie hubiera dicho que venía de coger y de hacerse limpiar por su marido. Sonrió feliz, como realizada.
—¿Qué vas a querer almorzar hoy? —le dijo de pronto en un tono amoroso, que Camilo ya había olvidado.
Él sacudió la cabeza.
—¿Dónde está el Sapo? —dijo— ¿Dónde se escondió? 
—Ni idea, amor. —“Amor”, la palabra que en general solo usaba Camilo—. Supongo volverá a la noche. 
—Tiene que dejar la isla. Ese tipo Mandrágora puede volver y no quiero que otra vez... Me da miedo, Fátima. 
—No seas cobarde. ¿Miedo? La peor parte me la llevé yo, que fui abusada.
—¡Me tuve que tragar la leche que te metió adentro ese hijo de puta! 
—La culpa es tuya por no hacer tu parte de hombre de la casa... Limpiarme es lo que te tocó por ser cornudo. Es fácil, Camilo: un marido es hombre o es cornudo. Si esta noche el Sapo se pone borracho y me coge delante tuyo, como la otra vez, vas a tener que limpiarme de nuevo. O lo frenás o me quitás la humillación del cuerpo con tu lengua... 
—No es justo... 
—Es lo más justo que vas a tener en nuestro matrimonio… mi amor…


3.
8 de febrero.

Camilo. 
A la noche cayó el Sapo. Borracho. ¿Dónde estuvo todo el día? ¿De dónde sacó alcohol para llegar en ese estado? Nunca lo sabré. Lo que supe de inmediato, apenas se plantó en la puerta de casa con la prepotencia de quien no tiene nada que perder, era que vino para cogerse a mi mujer. Otra vez.
Y supe también, en ese momento, que lo había estado deseando. Yo lo había estado deseando.
—Te la voy a coger, cornudo —anunció entrando a la cocina, donde Fátima levantaba la mesa. 
Yo protesté débilmente, sin la menor convicción, como para cumplir con lo que se suponía debía hacer. El Sapo ignoró mis mariconadas. Me movió con la silla para un costado, como se mueve a una cosa, y fue entre tambaleos hasta mi esposa. 
La encontró doblada sobre la mesa, limpiándola, con los pechos enormes saliéndose del escote generoso. Extrañamente, mi mujer no sonrió cuando vio al Sapo con intenciones de cogérsela.
—Hoy no, Sapito… Estoy toda dolorida…
—Una buena garchada es lo que necesitás, te va aliviar cualquier mierda que tengas. Y vos, cornudo, no la hagas trabajar tanto que después no tiene ganas de coger.
Fátima dejó de fregar, se incorporó y sus pechos fueron un pequeño sismo. Se limpió la frente con el dorso de la manga.
—No es eso. Me agarró Mandrágora. 
—¿Te agarró?
—Me cogió en la piecita de Camilo. —Fátima volvió sobre la mesa, apenas me echó una mirada corta—. Contale, Camilo. —Y luego una mirada al Sapo, acompañada de una sonrisa apenas perceptible—. Él estuvo ahí, no pudo detenerlo.
Si ya no estaba feliz con que otro hombre supiera que Mandrágora también me la cogía, se imaginarán que mucho menos feliz me hizo que mi propia esposa le dijera que yo había estado presente. Presente e impotente.
—Estaba enloquecido —me justifiqué, comenzando a enrojecer—, muy violento.
El Sapo me miró como si yo fuera un idiota, y rio entre sorprendido y satisfecho.
—¿Mandrágora ya te la coge…? —se mofó—. Carajo, no tardó nada. 
Sentí las mejillas ardiendo y miré de reojo a mi mujer, para que me sacara de ese lugar incómodo.
—No tuvo opciones —me defendió—. Ese tipo es mucho más hombre que Camilo.
El Sapo se dio por complacido y rodeó la mesa hasta llegar a Fátima. Le tomó el culazo con una mano y lo sobó con impunidad, delante mío, aunque sin siquiera mirarme.
—Es mi turno —le dijo, simplemente.
—Ya lo sé. Pero de verdad me dejó a la miseria. La tiene muy ancha, me abrió. Me hizo arder.
—Es mi turno —insistió, y por el movimiento del brazo y el gesto de mi esposa, me juego la cornamenta que posa sobre la puerta de casa a que le estaba metiendo los dedos en la conchita—. Dale, si ya sabés que va a gustar…
Fátima suspiró y dejó el trapo sobre la mesa. Se irguió sacando pecho y se quitó el delantal. Quedó en un pantaloncito de algodón que le marcaba la conchita ahí abajo, y en una camisola escotada que le dejaba los pechos libres hasta la mitad de los pezones.
—Mi amor —resolvió—, terminá acá y después andá para tu piecita. Yo voy a hablar unas cosas con el Sapo en la habitación principal… Más tarde nos vemos.
Así. Sin más.
Me quedé de una pieza mientras el Sapo simplemente tomó a mi mujer de una mano y la sacó de la cocina como si fuera suya, como si ella no tuviera voluntad. En silencio vi cómo ella se dejó llevar por el gordo asqueroso, con la misma docilidad que tenía con todos los hombres excepto conmigo. Los seguí en mi silla de ruedas por el pasillo, gimoteando alguna queja muda que de seguro no oyeron. El Sapo arrastró a mi mujer hasta la habitación principal, la que había sido mía y de Fátima y que estos días estaba usando él. La única habitación con cama matrimonial. 
Entraron y yo me quedé bajo el marco de la puerta, como si temiera profanar el derecho de facto que ostentaba el Sapo de cogerse a mi mujer. Fátima se subió a la cama y quedó por un momento de rodillas, apuntando su rostro hacia mí.
—Todo esto es tu culpa... Si no fueras medio hombre... 
No dije nada. Ver sus tetas saliéndose del escote con más de medio pezón liberado al aire, y sus ojos de gata mirándome fijo, totalmente emputecida, me dejó sin reacción. 
El Sapo estaba demasiado tomado como para coordinar movimientos. Apenas liberó su verga del pantalón, se pajeó dos veces manoseando el culo de mi esposa, y estuvo empalmado de inmediato. Nalgueó a Fátima sonoramente y se tiró sobre el colchón. 
—Cogeme vos. Hoy no puedo ni moverme. 
Fátima volvió a mirarme a los ojos y otra vez me pareció que estiró una de las comisuras de sus labios. 
—A tu cuartito, Camilo… Es feo que veas esto, te puede hacer daño… 
No esperó respuesta. Giró y fue a montarse sobre el Sapo, que la esperaba empalmado. Por supuesto no me moví un milímetro. Así vi a Fátima girar y darme la espalda, acomodarse sobre el gordo y pasar una pierna al otro lado del cuerpo, agacharse levemente para tomar el vergón duro. Luego levantó un poco su pelvis, subió por sobre la pija, acomodó el glande entre los labios de su concha y, con bastante facilidad, bajó ella misma enterrándose ese mástil de carne que se introdujo de inmediato centímetro a centímetro, como si lo devorara. 
Fue parecido a la primera vez que me había hecho cornudo con aquel chico, en el cuartito que ahora era el mío, solo que esta vez no había oscuridad. Un velador daba a la habitación un aurea tenue, acaramelada, como si estos nuevos cuernos que me estaba poniendo fueran color miel. Por lo demás, la espalda de ella, desnuda, subiendo y bajando sobre la pija, con sus cabellos meciéndose en cada estocada, su pelvis trabajando para empujar pija más y más adentro de ella, empalándose… era como un dulce deja vu. Lo mismo su reluctancia en los movimientos, y esos jadeos que solo podían ser los de mi mujer gozando de otra verga. 
De otra verga más... otra vez... 
Aproveché que Fátima me daba la espalda y comencé a pajearme por sobre el pantalón. La imagen era demasiado fuerte para evitarlo. Me di cuenta que mientras ella no girara en mi dirección, podía estar viéndola empernada por una pija toda la vida. 
—Así... así... —murmuraba mi mujer, más para ella que para el Sapo. Subía y bajaba sobre el gordo borracho con la lentitud de una lamida, sintiendo cada tramo de verga entrarle y salir. Y los jadeos... Dios, escucharía esa música eternamente—. Así... Mmmm... 
Cómo odié al viejo. Veía claramente el ancho venoso de su pijón desaparecer dentro de la concha de mi mujer cada vez que ella bajaba, y cómo los labios se estiraban alrededor del tronco hasta el punto en que parecía que se le iba a romper. 
Sí, cómo envidié a ese viejo hijo de mil putas… 
Fátima se había olvidado de mí por completo. De mi presencia.
De mi existencia.
Y eso, de algún modo morboso, solo me calentaba más. 
Acabé como un cornudo pajero mucho antes que ellos, y me escapé sin que siquiera hubieran notado mi respiración.


FIN DE LA PARTE III (de cuatro partes en total)


Hasta acá han leído poco más de 65 páginas, si esto fuera un libro. 

Comenten. Eso me alienta a escribir más.

3 COMENTAR ACÁ:

Rebelde Buey dijo...

COMENTARIOS DE LOS LECTORES (Compilado del Capítulo I)

EDMOND dijo... Valió la pena la espera, que morbo, que puta tan bien educada la señora Liliana. No entiendo porque Fátima defiende tanto al sapo como si no tuviera más machos a su disposición, incluido Mandrágora si se queda. Una pregunta Rebelde, el anexo que había comentado sobre la cogida a Jasmina, se puede recibir por correo, o lo publicará acá?

luisferloco dijo...
Esta frase, es borgeana... sabés que no disfruto del sexo, mucho menos cuando me cogen los tipos que me trae el patrón. Buenísima!!!!

luis ramirez dijo...
De verdad que es muy buena esta saga, la espera valió muchísimo la pena. Lo que ahora me toca esperar con ansias (además de la continuación de esto jejejeje) es el anexo. Va a estar de verdad bueno.

Quien nunca te alcanzo dijo...
Emociona "ver" a Jasmina en acción, ojalá ocurra pronto

Cat dijo...
Y a Fátima? La harán coger con los perros de la isla? Ella que es la puta del archipiélago? Mal puedo esperar por la continuación.

Rebelde Buey dijo...

COMENTARIOS DE LOS LECTORES (Compilado del Capítulo II)

luisferloco dijo...
Este relato termina en milagro. De tanto cogerse a Fátima, Camilo se va a levantar de la silla de ruedas... No para defender a la mujer, sino para sumarse a la orgía...

pepecornudo dijo...
por fin el cornudo encuentra su labor para el resto de sus días

Cat dijo...
Por fin Camilo ha consumado su matrimonio... jaja

Anónimo dijo...
Mi amigo debe terminar con lo que empezó. Con la hija del cornudo

Faus dijo...
Me encanta esta saga pero algo que me gustaría saber: es claro que a camilo le gusta ser cornudo pero en algún momento blanquea todo? Llegué a empatizar con camilo y en lo personal me encantaría que Camilo sea un cornudo feliz con Fátima enamorada de el por aceptar ser cornudo

Edmond dijo...
Hola Rebelde, al pueblo lo que pide, Fátima taladrada por Mandrágora, que gran relato. Lo único que me hubiera gustado más es que la señora se mostrará un poco más "digna", obviamente se moría de ganas de la verga, pero que hubiera protestado un poco mientras la ponía en 4 y empezaba a clavar la aunque lógicamente sin cerrar las piernas ni hacer algo por detenerlo, solamente "indignada" al tiempo que iba gimiendo y mojándose más.
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COMENTARIOS DE LOS LECTORES (Compilado del Capítulo III)

Quien nunca te alcanzo dijo...
Cortico pero con sabor. Grande Maestro

V.Cazenave dijo...
Rebelde eres un troesma

Cat dijo...
Ya le echaba de menos a Camilito... y a Fátima cogiendo el Sapo! La limpiará Camilo, como ella ha amenazado?

edueduardov dijo...
me gusta esta saga, tu pluma vale oro

David tatuado dijo...
Gracias por volver!! Encantador relato

lascivia dijo...

Es preciosa la manera en que esta pareja ha evolucionado a lo largo de su existencia, cada uno encontrándose a si mismo.

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