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martes, 14 de abril de 2020

La Isla del Cuerno (III)


LA ISLA DEL CUERNO — Parte III
por Rebelde Buey


16. 
El mes que siguió fue una revolución silenciosa. Fue como las olas en el mar cuando llegan a la playa de la isla: crecen, evolucionan, giran sobre sí mismas queriendo alcanzar el cielo pero finalmente se estrellan contra la arena.
Los dos negros, Samuel y Eber, comenzaron a trabajar desde el día siguiente. Lo hacían bien y rápido, con mucho vigor y poca pausa. Se detenían solo a media mañana para tomar una limonada que les alcanzaba mi esposa, y al mediodía y a media tarde para comer algo a la sombra de un árbol. Yo simulaba arreglar cosas afuera, los primeros días, nada más que para observarlos: eran poco discretos para mirar a mi mujer; sobre todo las tetas y el culo, cuando les daba la espalda. No terminaba de figurarme si era una actitud infantil producto de la ausencia de roce social o, por el contrario, una actitud cínica y provocadora, como dejando claro que eran dos hombres que miraban lo que se les antojaba mirar, y que, eventualmente, irían por lo que querrían ir.
Había un solo colchón en la casucha de los negros. Fátima tuvo la iniciativa, ese siguiente día, de mandar a pedir uno extra.
—Mi amor —me dijo en la mañana, mientras observaba conmigo a los dos negros zapando la tierra, desnudos de la cintura hacia arriba, tensando los músculos brillosos de sudor—, voy a pedir otro colchón al continente para que lo traiga Rómulo en el próximo viaje. —Asentí. Iba a proponerle que fuera al faro a enviar el cable, cuando me informó—: A la tarde voy a lo del Sapo. Voy a tratar de llegar antes de que se tome la siesta, ¿sabés? Es la hora en que arman los pedidos en el continente.
Un revoloteo indefinido invadió mi estómago, mi bajo vientre y mi corazón: Fátima estaba planeando ir a coger con el viejo. Ir tan cerca del horario de la siesta era para justificar su tardanza de dos horas.
—Pero… ¿y si está durmiendo?
—No sé, supongo que me iré a caminar por la playa… Dicen que la arena estiliza las piernas y pone más firme la cola… —Tragué saliva. La cola se le estaba poniendo más firme, solo que a fuerza de coger con el Sapo.
Miré mi reloj: en menos de tres horas me la estarían garchando.
—¿Entonces hoy tampoco vas a regresar rápido…? —reclamé, cercano al ruego.
—Es que ahora con los dos negros no necesitás tanto mi ayuda, Camilo. Es más, estaba pensando que tal vez me vaya a caminar todas las tardes… me voy a poner más linda que cuando nos casamos.
¿Era una amenaza? ¿Era una burla?
—Sí, bueno… No sé… Después… después lo charlamos… —dije, y me di cuenta que estaba en su puño, porque no había nada que charlar sobre una esposa yendo a caminar diariamente dos horas por la playa.
Así que esa tarde, a la una, Fátima se bañó y se vistió. Sirvió lo que tenía cocinado en tres platos, me sirvió uno en la mesa de la cocina y fue con los otros dos al huerto, para que los negros comieran algo. La vi por la ventana caminar hacia ellos con un pantaloncito corto y demasiado metido en la cola desde el tiro, y arriba ese body que ya le venía desde adentro del pantalón y mostraba un escote generosísimo, que la enormidad de sus pechos lo hacía escandaloso. Iba con ambas manos ocupadas, poniendo un pie delante del otro como hacían las modelos de Coco Chanel, y moviendo su fabulosa cola que —era verdad— estaba cada vez mejor. Vi las sonrisas de los dos negros, no de agrado por el descanso y la comida, sino de entendimiento y seducción con la hembra que tenían en frente. Como yo no estaba afuera y no me veían, esta vez no tuvieron reparo en acomodarse groseramente los bultos delante de mi mujer, cuando se sentaron a la sombra de un árbol.
Intercambiaron unas palabras que no escuché, pues no los tenía cerca, unas risas, una mano de Fátima apoyándose en el brazo musculoso y sudado de Samuel, y luego ella se retiró por el sendero para ir a hacerse garchar secretamente por el viejo sucio hijo de puta. Los negros la miraron ir con tal hambre y desparpajo que en ese momento tuve la certeza, como que ese pedazo de tierra estaba rodeado de agua, que me la iban a coger. Y pronto. Llevé una mano a mi pija y me la apreté. El hormigueo estaba ahí.
Fátima volvió una hora y tres cuarto después, con la noticia de que el Sapo creía que el mensaje no había llegado al continente. Aparentemente algún cable estaría roto porque en toda la mañana tampoco había recibido confirmación de otros mensajes suyos.
—Lo mandamos igual aunque es difícil que lo hayan recibido.
—¿Al menos insistieron?
—Sí, mi amor. Lo hicimos dos veces. El pobre Sapo quedó muerto…
—¿Y si en tierra no lo recibieron, qué?
—El Sapo dice que lo mejor es que vuelva mañana y lo hagamos otra vez.
—S-sí… Supongo que sí… —concilié, sin mencionar que el Sapo no necesitaba que fuera Fátima a enviar nada, si él ya tenía el texto podía enviarlo y luego avisarnos de la confirmación de la recepción.
Al día siguiente, a la hora de la siesta, mi mujer volvió al faro a hacerse coger nuevamente por el viejo, ante la mirada descarada de los dos negros que le fichaban el culo cuando ella se alejaba, y ante mi mirada resignada e idiota, que también le miraba el culo.
De pronto y sin saber cómo, estaba en un sueño surrealista: Tenía una esposa joven y hermosa, a quien nunca le había hecho el amor, que deambulada por la huerta y entre los negros cada vez con menos ropa pero con sonrisas y charlas cada vez más amistosas. Un vecino hijo de puta que vivía en un faro y me la garchaba prácticamente todas las tardes. Y un balsero que al quinto día trajo el colchón extra y se las arregló para cogerse a Fátima en la despensa, lejos de mi alcance, repitiendo aquel encuentro primero. El hijo de puta de Rómulo, que durante cuatro años pasó por la isla una vez a la quincena, y si podía una vez al mes, comenzó a desembarcar cada tres o cuatro días. Dejó de traer cajas grandes y comenzó a bajar lo justo y necesario para un regreso pronto. De modo que los viajes a la despensa de mi casa, para “ayudar” a mi mujer con la mercadería, se multiplicaron a siete u ocho encuentros mensuales.
La rutina era siempre la misma: Fátima iba sola a recibir la balsa, momento en el cual yo estaba seguro que el cretino se la magrearía a gusto y se pondrían de acuerdo en dónde coger y cosas así. Aparecían ambos por el sendero que viene del muellecito, ella en alguna calza metidísima entre las nalgas, delante suyo, revoleando disimuladamente el culo para beneplácito del usurpador, y él cargando uno o dos cajones de provisiones. Los negros y yo los observábamos llegar, casi siempre riendo con tonterías, y encaminarse sin pausa hacia la casa, más precisamente a la despensa. Y por media hora o más yo debía comportarme como un tonto, sabiendo que en el corazón del hogar se estaban garchando a mi mujer. Y a su vez Samuel y Eber, que serían negros pero no estúpidos, se hacían los desentendidos conmigo, porque para ellos era evidente (para cualquiera, en verdad) que el balsero, en esa media hora, se estaba cogiendo a la mujer del patrón.
Era doloroso y a la vez muy excitante acercarse a la puerta de la despensa e ir escuchando cada vez más fuerte los jadeos y gemidos de Fátima, penetrada y bombeada groseramente por el balsero hijo de puta. Por más que me hiciera el tonto, siempre me las arreglaba para pasar aunque sea unos minutos y escuchar a mi mujer gozar bajo la pija de Rómulo. Luego volvía a la huerta y los negros disimulaban cruces entre sí y me miraban como si fuera un imbécil. Era un precio que no me importaba pagar con tal de escuchar coger a mi mujer.

A los veinte días de ese primer mes pasó lo que, desde el día de mi segunda erección, supe que iba a suceder.
Fue una tarde, justo la que Fátima no había ido al faro bajo la excusa de ir a caminar por la playa. Andaba buscando a mi mujer para preguntarle una tontería sobre un vino para la cena, aunque la verdad era que solo quería deleitarme con la ropa que le había visto ponerse —una falda muy muy breve, tanto que al sentarse uno podía verle la ropa interior, y arriba una pechera que apenas le contenía las tetas— y para qué mentir, luego de años de hacer nada con ella,  iba a intentar jugar un poco con alguna prenda —solo un poco—, quizá tontear con el elástico de sus braguitas con detalles de encaje (que también le había visto ponerse y la hacían la esposa más deseable de este lado del mundo), o hasta meter una mano aventurada bajo su falda. Seguro lo hacían el Sapo y Rómulo, así que también lo podía hacer yo. A tal punto estaba hermosa y sugestiva que di por hecho que iría a hacerse coger por el viejo, pues desde que iba al faro se vestía cada vez más y más puta.
Pero Fátima no se había ido y tampoco estaba por ningún lado. En ninguna habitación, ni en la despensa. Ni afuera en el duchador, ni en el corral, ni el tanque australiano. Vi a Eber hacer unos surcos en la tierra y le pregunté desde el sendero, desde donde mi silla alcanzaba a llegar.
—¿Viste a mi esposa?
—No, patrón —me respondió sin levantar la vista de la tierra.
—¿Habrá ido al faro? —pregunté, más para mí que para él. El negro siguió estirando el surco sin decir palabra.
—¿Y Samuel?
Hubo un segundo de silencio. La zapa se detuvo en el aire por un instante imperceptible, y enseguida volvió a lastimar la tierra.
—Fue a revisar las redes, para ver si hoy cenamos langosta, patrón.
Un minuto antes había tomado como sumisión el que no levantara la vista cuando le preguntaba. Ahora me daba cuenta que no quería mirarme a los ojos porque ocultaba algo. Miré más allá de él, hacia la casilla que compartía con su compañero. Aunque estaba algo lejos, noté la puerta cerrada. Por primera vez en tres semanas. Esa tarde de calor.
Maldita puta infiel y vulgar. Se había metido en esa cueva inmunda y olorosa, seguramente llena de piojos, para hacerse coger por ese negro con la pija del tamaño de un machete.
—Seguro se fue a caminar a la playa… —le dije a Eber para que no sospechara que era un cornudo consciente—. Desde que ustedes llegaron tiene más tiempo para esas cosas de mujeres…
Le dije que me iba a recostar y me fui a la casa, rojo de humillación. Ya adentro, desde la cocina, me aposté como un francotirador de la Primera Guerra en un rincón de la ventana, con los ojos puestos en la casillita de los negros. Estaba lejos, pero si salía una mujer de esa puerta me iba a enterar.
Y salió, media hora después. Primero lo hizo Samuel, solo, mirando hacia todos lados. Cuando vio que el cornudo no andaba por la huerta, habló hacia adentro y salió Fátima.
Fátima quedó congelada bajo la entrada un segundo, también mirando hacia todos lados. A diferencia del negro, una de las direcciones en la que miró fue hacia la casa, hacia donde estaba yo. Era imposible que me viera. La distancia ni siquiera dejaba ver bien los rostros, y yo andaba apenas asomado en una esquina de la ventana. Fátima no fue hacia a huerta. Con su falda con forma de bincha y la pechera puesto a las apuradas, con medio pecho afuera, se pegó a la casilla, la rodeó y se escapó por atrás, dejándome brevemente la visión de la tela de la falda pegada a la cola por la transpiración, como una segunda piel. Samuel fue directo a la huerta, y se juntó con su compañero. Se dijeron algo, rieron, chocaron puños y volvieron a trabajar entre bromas y risas, que duraron toda la tarde.
Fátima apareció unos minutos después, desde el lado sur de la isla. Había rodeado toda la casa para aparecerse desde allí.
—Fui a caminar por la playa —me dijo de buen humor, cuando le pregunté dónde estaba—. Ahora que hay dos hombres jóvenes haciendo tu trabajo, tengo más tiempo para relajarme y disfrutar de la isla.
Eran palabras tan ambiguas que bien podrían estar componiendo una burla. El inicio de una erección me hormigueó abajo. Estábamos solos, ahora en la cocina. Justo frente a la ventana por la que la había visto salir de la casilla recién cogida por un negro. Metí la mano bajo su falda y encontré las braguitas que le había visto ponerse y que el negro le habría bajado o corrido para un costado. Tomé el elástico y lo hice jugar entre mis dedos.
—¿Qué hacés? —me preguntó con una sonrisa pícara.
—Esta ropa… —jadeé—. Te queda tan linda… Te hace ver tan… puta…
—¿Te gusta? —Me sonrió y giró para mostrarse ante mí, con lo que mis dedos debieron soltar su bombachita. Dios, el giro fue frente a mis ojos, prácticamente tocándome la cara, y el culazo de mi mujer, redondo, hinchado, explotado ahora de pija de negro, realmente estaba mejor que nunca. Era una invitación a penetrarlo, aunque dudaba que una señora del nivel de ella, por más infiel que se estuviera comportando, permitiera o siquiera pensara en que un hombre entrara por donde Dios no lo permite.
Me acarició una mejilla. Se inclinó sobre mí para besarme y el aroma de su perfume mezclado con el de la cogida reciente me inundó los sentidos. Volví a meter mis dedos bajo su falda. El contacto con su piel, con una parte de una de sus nalgas me aceleró como un barco a vapor.
—Me visto así para vos —me mintió, y eso solo completó mi erección. Me besó en la cabeza—. Pero no iniciemos algo que después no vas a poder terminar…
Me retiró el dedo que yo había vuelto a enganchar en el elástico de sus bragas y retiré mi mano alcanzando a rapiñar algunos centímetros de su nalguita, como un mendigo que estira su mano para que le den una dádiva. Enrojecí en el acto por la humillación. Sin embargo mi erección ahora era tan fuerte que me dolía por la posición de mi pantalón.
—No te avergüences —malinterpretó Fátima, y como para compensarme (o quizá para terminar de burlarse) giró irguiéndose como una vela en el palo mayor, levantó la falda mostrándome el culazo y se enterró la bombachita entre los cachetones de su culo perfecto (aunque con notorias marcas rosadas de magreo)—. Al menos esto es y será siempre tuyo, mi amor. Vas a poder disfrutar de verlo todas las veces que quieras. Sos mi marido, ¿no?
Me vino el orgasmo en ese mismo momento, viéndole el hermoso culo recién usado por un negro joven al que le pagaba cada quincena para que horadara mi tierra. Y horadara también a mi mujer. Acabé y no dije nada, y rogué que no mirara mi entrepierna porque podía descubrir la humedad.
La vi irse con limonada hacia los negros y hablar y jugar tontamente de manos con ambos. Volvió y no me encontró. Había ido a cambiarme y asearme como podía.
Durante la cuarta semana de ese primer mes pude comprender bien cómo Fátima había ido armando todo a mis espaldas: los lunes, miércoles y viernes ella iba al faro a coger con el Sapo, con la coartada de ir a caminar por la playa, ahora que tenía más tiempo. Ya no iba a la hora de la siesta, sino justo después. Los martes y jueves se hacía coger alternadamente por uno de los negros en la casilla, a puertas cerradas a pesar del calor, mientras el compañero, en la huerta, oficiaba de campana.
Tuve que allanarle el camino para evitar pescarla. Sí, así como lo leen. Comencé a tomar siestas los días que ella iba a garchar a la casilla, aduciendo cansancio, con Fátima no sólo alentándome a dormir, sino ayudando a meterme en la cama para asegurarse que me acostaba y tener así al menos una hora para coger con Samuel o Eber. Me pregunté si esta nueva libertad no haría más osados a mis peones y se la irían a coger los dos a la vez. Para comprobarlo, me levantaba y me asomaba por la ventana de la cocina sin que me vieran. No me la enfiestaban. Fátima se estaba transformando en una puta pero seguía prudente. Siempre uno de los morochos trabajaba la huerta como campana. Lo que sí noté desde mis siestas es que ahora se permitían tener la puerta de la casilla abierta.
Si bien nuestra relación con Fátima mejoró sustancialmente por todo el sexo que ella conseguía (hablábamos más, y ella estaba de buen humor todo el día y se mostraba mucho más cariñosa conmigo, como nunca antes), cuando se acostaba con los negros yo no podía espiarla. Y quería. Necesitaba volver a ver su cuerpo desnudo, vibrando en éxtasis, sola en el universo con cada pulsión de carne que le asestaran. Quería estar allí para ella. Para que no estuviera tan sola, aunque nunca lo supiera.
Con el Sapo era distinto. Al menos una vez por semana me escapaba al faro y los espiaba desde la ventana del costado. Siempre ella arriba. Dios, cómo le gustaba cabalgar a esa mujer. Se estaba convirtiendo en una potra indomable.
Así que la cosa, a partir de ese primer mes, era de Lunes a Viernes. Y súmenle a Rómulo cada tres o cuatro días, con quien tampoco podía espiarla, si bien al menos me deleitaba con sus conciertos sexuales, cuando paraba el oído en la puerta de la despensa.
Pero con los negros no había manera. Justo con los negros, que tenían los vergones más gordos y largos que hubiera imaginado en mi vida. Justo con esos dos portentos de virilidad que harían que la cabalgada de mi Fátima seguramente fuera épica. No había manera de acercarme a la casilla sin que me viera el que vigilaba, es decir, sin evidenciar mi condición de cornudo consciente, de medio hombre que no satisface a su mujer y deja que otros hombres hagan la tarea que él no puede.
Tenía que pensar algo rápido si quería que mi matrimonio funcionara en estos nuevos términos que —aunque sin querer— me estaba imponiendo Fátima.




17.
Fátima.
¿Que si lo quiero contar? Sí, claro que lo quiero contar… Es que no sé cómo. Han pasado diez años y aún hoy me avergüenza lo que hice. Mi única justificación era que tenía dieciséis, que estaba comprometida para casarme y que el duque… no, el duque no me exime de nada. Creo que al contrario, sin saberlo me excusé en él para atreverme a ir más allá de cualquier límite que mis padres me hubieran enseñado… y que un marido hubiera permitido.
No quería besarlo, era muy grande para mí. Era un viejo. Pero iba a ser su esposa y debía entregarme. Al cabo eran solo dos labios tocándose. ¿Dios, cómo haría en la noche de bodas? Lo besé por primera vez de compromiso, disimulando de la manera en que toda señorita de sociedad sabe, porque nos preparan para eso. Luego de ese pequeño acto, que para mí fue enorme, lo que siguió fue más tolerable, pero de todos modos lejos de ser algo que me agradara. Nos besamos ese primer día bajo un sauce, en la estancia de uno de mis tíos, y luego el otro día, y más tarde otro día más. Y cuando me di cuenta estaba en su palacete de Belgrano tomando champagne, algo tonta, sentada con mis piernas recogidas sobre el sillón, y el duque lanzado sobre mí besándome y metiendo mano por todos lados.
—Me encanta cómo se viste, señorita Fátima —me decía con un entusiasmo que bordeaba la vehemencia—. Me di cuenta que le hace un segundo dobladillo a sus faldas para que le queden un poco más cortas que las que usan las otras chicas. ¡Eso me enciende!
Era cierto, lo hacía para espigar más mis piernas y que a la vista pareciera más alta y delgada. No había querido darme cuenta que también de esa manera mostraba un poco más que cualquier otra mujer a mi alrededor.
—La hace vulgar.
Me ofendí. Estaba preparada para cualquier título excepto ése.
—Señor Milano, usted será todo el duque que quiera pero yo…
—No fue una ofensa, señorita Fátima, fue un cumplido. Las mujeres que saben vivir son las que mejor bailan entre lo delicado de un vals y lo vulgar de un cancán. Y usted me gusta porque ya lo hace a los 16. No quiero ni pensar lo que será dentro de diez años.
Nunca nadie me había dicho que lo vulgar podía ser algo bueno, digno de elogio. De alguna manera toda mi vida yo lo sentí así, aunque jamás me hubiese dado cuenta. Quizá por eso unos pocos años después me impactaron tanto los diseños de Coco Chanel, más que nada los que confeccionaba especialmente para las chicas de los vodeviles y espectáculos picarescos.
El duque, que ya tenía una mano sobre mis muslos, por debajo de mi falda, tomó uno de mis pechos y en el mismo movimiento, con el pulgar, presionó sobre el pezón. Una electricidad me recorrió de inmediato, claro que el pudor y la decencia se impusieron.
—¡Duque! ¿Cómo se atreve?
—Mire —dijo con la sonrisa de un niño travieso, y me señalo la bragueta de su pantalón de donde salía un cilindro de carne duro y pleno que latía como un corazón.
—Es… Es… —Yo sabía lo que era , más nunca había visto uno, solo escuché hablar de eso a mi madre y mis matronas, cuando me enseñaron lo básico—. Es…
—Es un pene… Y aunque por su educación y licencia quizá le parezca desagradable, lo cierto que en estas circunstancias sería más apropiado decir una pij…
—Es lo más hermoso que vi en mi vida… —dije olvidándome de todo, y yendo hacia esa verga con mis dos manos todavía tímidas.
Me tuve que arrojar al piso y arrodillarme frente a él, entre sus dos piernas, para tomarlo y observarlo desde la menor distancia posible.
—Oh, sí… qué linda hembrita vas a ser para cada hombre de esta ciudad…
Yo prácticamente no lo escuchaba, estaba hipnotizada ante esa cosa que mamá me había dicho era algo repugnante pero necesario para el matrimonio, y que en cambio estaba descubriendo hermosa y mucho más gorda y carnosa que lo advertido.
—Tómela con las dos manitas… Así… Bien… Ahora agítelo arriba y abajo…
Comencé a pajearlo lentamente (sin saber qué era pajear), con mis ojos fijos en la cabeza redonda e inflada que asomaba en la punta. Estaba tan cerca que podía oler el jabón con el que se había bañado mezclado con la humedad de la pija.
—Qué nena obediente, señorita Fátima… La voy a hacer tan faliz en los barrios bajos…
—¿Qué? —me desperté de pronto.
—Abra la boca —me ordenó. Yo ya la tenía un poco abierta, por el asombro de lo que estaba manipulando; igual, abrí más—. Ahora béselo como cuando me besa en la boca… Si le da pudor o no le gust…
Me zambullí sobre el vergón y tragué el glande de un solo bocado. Quería comerlo, masticarlo, tragarlo y jugar con eso, todo a la vez.
—¡Hija de puta! —se sorprendió el duque—. Cabecee —me indicó—. Cabecee sobre la pija mientras se la traga…
Me tomó de los cabellos y comenzó a guiarme y en apenas un par de minutos ya lo estaba haciendo más que bien. Chupando, pajeando, jugando con ese cilindro que se ponía cada vez más grande y más duro.
—Así… así, putón… —jadeaba el duque—. Toda una señorita de la alta sociedad chupando pija, qué placer…
Lo escuché esta vez… y no me importó nada. Sabía que una dama no hacía eso, así se lo pidiera el propio marido. Yo solo quería comer pija y comer pija y comer pija y comer pija.
—Muy bien, putón… Uhhh… No puedo creer que esta sea la primera vez que chupa una verga, Fátima… Oh, Dios, lo que va a ser en unos meses… No pare… ¡No pare que se los suelto!
—Mfff… mfff… mfff…
—¿Sabe lo que le voy a soltar, no?
Claro que no sabía. Sentí un orgullo muy primitivo, como si de pronto esa extraña habilidad nueva me hiciera la mujer más experimentada del mundo, y me salió hacer sí con la cabeza. Entonces el duque comenzó a bufar como jamás lo había hecho, ni siquiera con mis besos, y se dobló sobre sí y me aplastó la cabeza sobre su verga, desde arriba hacia abajo.
—¡Tragá, putón! ¡Tragá toda la leche como las putas del Docke!
Si la pija que tenía en mis manos y mi boca estaba dura, de pronto se puso igual que el mármol. Y sentí el latigazo entre mis dedos, una corriente palpable que iba desde el duque hasta mí.
Y una explosión húmeda y líquida me llenó la boca, como si hubiera aparecido allí por magia.
—¡Tragaaaaahhhhhhh…! ¡Tragá, nenita de mamá, tragá…!
Mi primera reacción fue largar la pija porque pensé que me iba a ahogar, pero a la vez la tibieza de ese líquido bañándome el paladar fue algo tan familiar, tan natural, que supe que quería más. Vino el segundo lechazo y ya tuve que engullir sí o sí, para recibir el tercero.
—¡Tragá, putón, tragátela toda…! Así… ¡Oh, por Dios, te la estás tragando en serio…!
La mano del duque seguía tironeándome de los cabellos para aplastarme sobre la verga y la leche no paraba de entrarme. Me fui tragando todo; bueno, todo lo que pude, porque una parte se escapó por la comisura de mis labios.
El duque fue aflojando los espasmos y de a poco volvió a respirar más o menos tranquilo. Me miró, yo todavía arrodillada, la leche viboreando desde mi boca hasta mis pechos, que se asomaban llenos queriendo salir del escote.
—Cómo nos vamos a divertir usted y yo antes del casamiento…
Fue como si la palabra casamiento hubiera roto algún hechizo. En ese momento, con su voz aún retumbando en el living de su hogar, caí en lo que acaba de hacer, en lo fuera de mi sano juicio que había estado, y en que el hombre que me iba a desposar me había visto actuar como una prostituta, y que apenas se diera cuenta, apenas sus calores se hubieran ido, querría anular el matrimonio con la humillación que eso significaba para mí y mi familia. Me inundó una repentina angustia y me pregunté qué pasaba conmigo, qué extraño sortilegio me habían hecho o qué clase de horrible persona era, yendo en contra de todo lo que mamá y la Madre Superiora me habían enseñado durante toda la vida. Tomé mi cartera y salí corriendo del palacete como si me persiguiera el pecado.
Más asustada de mí misma que de ninguna otra cosa.




18.
De a poco, muy de a poco, las formas se fueron desdibujando. Primero, todo se naturalizó. Dejé de preguntar dónde estaba mi mujer cuando me la garchaban los negros, para tomar siestas que les evitaran tener que mentir excusas inverosímiles. Al Sapo lo veía cada tanto, cuando venía a casa a buscar algo o arreglar cosas. Noté que el viejo me hablaba muchas veces con tono condescendiente, y le miraba el culo y las piernas —o las tetas— a Fátima con más y más descaro cada vez. El nivel de condescendencia era proporcional al nivel de alcohol con el que venía, llegando a tratarme casi como a un idiota, un día que vino notablemente tomado.
—¡Qué pedazo de cornudo! —le oí mascullar una vez, entrando a la cocina, sin saber que me iba a encontrar allí.
Ese día había vuelto con la excusa de dejarse olvidada una herramienta en casa. Borracho como estaba, lo que quería era ver a Fátima y magrearla, pensando seguramente que podría cogerla. Sé que la manoseó a mis espaldas. Lo supe por las sombras, porque a esa altura comenzaba a leer los gestos, los silencios, las respiraciones, cada sonido, para entender lo que sucedía detrás mío. Fátima estaba notablemente molesta y nerviosa, quería sacárselo de encima rápido. El Sapo venía pesado, hablaba con doble intención todo el tiempo, arrastrando las sílabas.
—Sacá a este viejo borracho de mi casa —me dijo en un momento Fátima, muy molesta, como si fuera mi culpa. Al inclinarse ella para hablarme al oído, el viejo le metió una mano en el culo, frente a mis narices. Una soberbia mano en el culo.
Mi mujer se asustó, más por miedo a que el viejo deschavara que se la cogía que por otra cosa.
—Está borracho… —lo disculpó ella ahora, y debió quitárselo de encima con una mano en el pecho.
El Sapo ni se dio cuenta. Se rascó groseramente una nalga y me dijo sin más:
—Su mujer es hermosa, don Camilo. Y se la cogen todos en esta isla. Perdón, se la quieren coger todos. Yo no, señor Camilo. Yo no me la quiero coger… Yo ya me la cojo. —Y echó una risotada cascada—. No, mentira, amiguito… Su señora sería incapaz de hacerlo cornudo. Mire que yo lo intenté, ¿eh? Porque en todo el archipiélago y hasta en el continente, el mundo entero anda diciendo que usted es el cornudo de la isla.
Fátima trataba de empujarlo hacia fuera, y seguía justificándolo.
—Usted está borracho, Sapo. Está diciendo pavadas.
Y aún cuando se soltó de Fátima y tomó una de mis cajas de herramientas, le alcanzó para mortificarme:
—Me llevo éstas, don Camilo. Un lisiado medio hombre como usted no necesita tantas herramientas… Me las llevo yo. Los cornudos no se enojan cuando otros tipos les toman sus cosas, ¿no?, así que…
Yo quedé literalmente sin reacción. El Sapo rió como un idiota y por fin cedió a los empujones de Fátima y salió. Fátima le ordenó a Samuel y Eber que lleven al viejo al faro y se aseguren de dejarlo adentro.
Y regresó conmigo.
Hecha una furia.
—¿¡Qué carajos fue eso!? —me increpó.
—No sé, vos decime. Hablaba como si se acostara con vos.
—¡Sos un cobarde! ¡Un tipo me dice puta, te dice cornudo y vos como si nada!
—¿Qué querías que haga?
—¡Que me defiendas, cagón!
—Estaba borracho, vos misma lo dijiste.
—¡Yo no soy hombre para defender a mi mujer! —Estaba de verdad indignada, no era una actuación— Y parece que vos tampoco.
—¡Fátima!
—Te dijo cornudo. ¡Te dijo cornudo en la cara! ¿Sabés lo que significa que seas cornudo? ¡Que me acuesto con todos! Con él, con Rómulo, con Berenjena, con Poronjo… —En la vehemencia de su tormenta no advirtió que nombró a los negros por sus nombres “de macho”. Que los mencionara así hizo que mi pija pegue un respingo—. Te dejaste decir cornudo, Camilo.
—Mi amor, no es la gran cosa… Si el viejo estaba borracho, cuando se despierte ni se va a acordar de lo que dijo.
Fátima no paraba de caminar en media luna al otro lado de la mesa. Yo seguía detenido en mi silla de ruedas, tratando de entender por qué estaba reaccionando así. De pronto ella fue a la pileta de la cocina, dándome la espalda, y se apoyó con ambas manos a los lados y agachó la cabeza como en una penitencia. La faldita, tan breve que la regalaba, se le subió un poco más y por debajo pude verle la tanguita verde agua, casi blanca, guardando y conteniendo la conchita abovedada. Tuve un inicio de erección. Y no puede evitar preguntarme cómo sería cogerla, qué sentirían los negros —y el mismo Sapo— al penetrarla todos los días por ese lugarcito tan privado y tan mío, que ahora me encontraba espiando.
—¿No es la gran cosa? —Fátima levantó la cabeza y giró hacia mí, apoyando la cola sobre la pileta de la cocina. Flexionó apenas una pierna y los muslos se destacaron como un pedestal de suficiencia—. Tal vez debería empezar a decirte cornudo yo también, a ver si no es la gran cosa… total, parece que te da lo mismo.



19
Esa noche Fátima hizo que Samuel y Eber cenaran por primera vez con nosotros, en la cocina-comedor. Y me dejó claro que se iba a convertir en una costumbre diaria.
—Si ya aceptás que piensen que sos un cornudo, por lo menos que vean a los negros en casa.
Eso disparó una idea en mi nuevo cerebro de marido engañado: si quería ver cómo los negros le daban bomba a mi esposa, tenía que hacer que los negros vivieran en la casa. ¿Pero cómo iba a lograr semejante cosa?
Asumí el papel de marido sumiso, al menos mientras Fátima pareciera ofendida. Notaba que había algo inusual en ella, un regodeo alrededor de la idea de asumirme como marido engañado, o que los demás lo piensen. En las últimas horas había dicho la palabrita cornudo tantas veces que se me hizo evidente que había allí una especie de fetiche, un regodeo viscoso en esa región intermedia entre el suponer de los demás y la seguridad de no serlo. Y por alguna razón estaba seguro que ese morbo se lo estaba inoculando Rómulo.
—No podría aceptar que te acuestes con otros tipos —le mentí—. No sería un hombre si lo aceptara.
—Te dejaste robar unas herramientas y ni siquiera le dijiste nada. Eso es de poco hombre. Así que elegí: o sos cornudo o sos cobarde.
—¿Y no es lo mismo?
—Un cornudo es todo lo contrario a un cobarde. No se me ocurre algo más valiente que un cornudo asumido…
¿Por qué me empujaba de esa manera? ¿Qué estaba queriendo expresar? Me hablaba sin decir nada pero significando todo. Dios, cómo había subestimado estos cuatro años a mi mujer. Sin embargo, yo no estaba ni remotamente preparado para aceptar mi nueva condición de una manera formal. No lo iba a estar nunca.
—Yo no soy ningún cornudo… y mucho menos un cobarde. Aunque si me vas a hacer bromas tontas como ésta, prefiero que me digas cornudo y no cobarde. —Fátima me miró intrigada—. No delante de la gente, ¿eh…?
Mi mujer avanzó un paso. Su mirada enigmática se transformó en una sonrisa llena de trampa y —se me ocurrió— complicidad. Se puso rostro contra rostro y me besó brevemente en los labios.
—Como vos quieras, cornudo.
En ese momento entraron en la cocina los dos negros, que venían de bañarse. Estaban mojados y desnudos a excepción de unas toallas, que usaban a modo de taparrabos y sostenían con una mano. A esa altura Eber ya no era tan tímido, y ambos tenían un trato con nosotros más relajado e informal.
—No encontramos nuestra ropa, señora Fátima.
—La puse a lavar. Está en el piletón, todavía con jabón. Antes de ir a dormir lo enjuagan y lo cuelgan para que esté seco mañana.
Los dos negros nos miraron reclamando algún tipo de explicación. No podían cenar desnudos con nosotros. Fátima señaló con los ojos dos calzoncillos míos apoyados en los respaldos de dos sillas. Los negros los tomaron y los desplegaron sobre sus cinturas para cotejarlos con su supuesta anatomía.
—Esto… no va a servir… —dijo Samuel, y se apuró a aclararme—. No se ofenda, patrón, pero no hay manera de que esto contenga nuestras… bueno, usted entiende.
Así que esa primera cena se sentaron a la mesa, desnudos, solo cubiertos por las toallas anudadas a la cintura. Fue inevitable: cuando se sentaron, el tajo que hacía el taparrabos de toalla se abrió como la entrepierna de una esposa infiel, y a los pobres negros les quedaron expuestos los muslos y una buena parte de sus pijones grandes y gordos. Yo no lo veía, estaba sentado frente a ellos y me tapaba la mesa. Fátima presidía a mi derecha, así que ella sí podía mirar, a menos a Samuel, a quien tenía inmediatamente también a su derecha. Noté que se le iban los ojos a cada rato. Y hasta en una oportunidad simuló tirar queso rallado sobre la falda del moreno, solo para sacudirle el queso con sus propias manos, bajo la mesa.
—Ay, disculpame, Poronjo… ¡Samuel! Soy una torpe…
Se le había escapado el sobrenombre “de macho” del negro. Otra vez. ¿O había sido para tantearme en un nuevo terreno? De todos modos, esto no fue lo más descarado de la noche. Cuando Fátima terminó de manotearle la pija a Samuel, amparada en que desde mi posición no podía ver qué limpiaba y qué manoseaba, se sacudió las motitas de queso sobre la mesa y me miró directo a los ojos. No desafiante, más bien tratando de leerme. Le ofrecí una media sonrisa y le serví vino. Luego, tras los postres, los dos negros se ofrecieron a ayudar a Fátima con la mesa y los platos sucios, y en un minuto estaban los tres contra el piletón, demasiado juntos por el poco espacio. Los observe desde mi silla. Ellos de espaldas anchas y oscuras, atléticas, desnudas, cubiertos apenas con unas toallas y, en el medio, mi bella mujer en piernas desnudas y una cola parada y poco decente, que se escapaba sin remedio del breve pantaloncito pijama.
—Mi amor, me voy a acostar, si no te molesta. —Quería darles espacio. Quería ver qué podía pasar con estos tres adentro de la casa—. Estoy un poco cansado…
—Andá, Camilo. Yo acabo acá y voy también.
Estuve en la habitación, solo, contando los minutos que tardó mi mujer en llegar. No sé qué pasó en la cocina. Quizá algo grande, quizá algo menor. Quizá nada. Fátima tardó quince minutos, que puede ser poco o mucho depende lo que haya hecho. O se haya dejado hacer.
—¿Pudiste acabar en la cocina? —pregunté malicioso. Fátima comenzó a abrir su lado de la cama.
—Los negros acabaron.
—¿¡Cómo!?
—Me vine antes para estar con vos, así que les dejé los últimos trastos a ellos.
Giró hacia mí, ya en la cama, me sonrió y me besó en la boca, como hacía tiempo no me besaba. Tenía un gusto desagradable, y también desagradable olor, y sabía pastoso y salado. Volvió a sonreírme y esta vez giró hacia el otro lado de la cama para ir a dormir.
—Hasta mañana, cornudo…



20.
Fátima
El Sapo es con seguridad la persona más desagradable con quien me tocó compartir una cama. Créanme. Sin embargo el viejo seboso y sucio ejercía algún tipo de fascinación sobre mí. No era como con Poronjo o Berenjena, a ellos me entregaba fácil por sus vergones tremendos. Ni como Rómulo, que me gustaba su desfachatez, su arrogancia y su manera de bombearme fuerte, con violencia, contra la mesada de fraccionar la mercadería. El Sapo era otra cosa, era como si me conociera íntimamente, como si hubiese ido a navegar por mi cerebro a los dieciséis y ahora accionara todas y cada una de las palancas que en aquellos días me hicieron descender a los infiernos.
—Hoy voy a romperte el culo, putón —me dijo aquella tarde, la tercera vez que me cogía. Me lo dijo así, como si nada, como si mi cuerpo no tuviera el derecho de preservarse, apenas si ameritara ofrecérsele a él.
Lo vi ensalivarse la verga, volver a escupir y cargar aún más saliva. Iba a necesitar bastante para cubrir toda esa pija.
—No… —murmuré.
—Qué no ni no. Tenemos dos horas hasta que el cornudo empiece a sospechar. Con eso va a alcanzar para abrírtelo. Otro día te lo dilato y te la mando hasta los huevos.
Me levanté la falda como una nena buena, porque deseaba que todo eso que se estaba ensalivando me entrara y me llenara de carne. Giré. Le mostré la cola, apenas cubierta por una bombachita que me había enterrado entre las nalgas, truco que había aprendido de las prostitutas del Dock Sud [barriada muy baja en las afueras del Buenos Aires de aquellos días, lleno de prostíbulos, fábricas olorientas, tugurios y delincuentes de toda calaña]. El Sapo se volvió loco, como cada vez que le daba acceso a mis carnes: cola o pechos, tajo o boca. Me amasó las nalgas con tanto deseo que el magreo rústico, animal, me hizo erizar la piel.
—Te lo voy a romper…
—No… —volvi a decirle, pero tan vencida en mis convicciones que ese gemidito mío sólo lo alentó.
Me tomó de la cintura, me llevó contra la baranda de la escalera que subía al faro y me arrancó la falda de un tirón. Me inclinó con delicadeza, me recorrió con sus manos la espalda baja, la cintura y la cola, que me abrió con reluctancia.
Y vio.
—¡Hija de puta…!
Y se dio cuenta.
—Pedazo de puta… Yo sabía que engañabas al cornudo desde siempre…
—No.
Me abrió más, hasta que mi ano quedó completamente expuesto a la luz de sus ojos. Sonrió como un chacal.
—¡Esto está roto bien rompido!, y me dijiste que el imbécil de tu marido nunca llegó a cogerte.
—También te dije que no lo engañé hasta que… hasta lo del sobrino del viejo Demetrio…
Me miró buscando entender. También sabía que Benito no me había hecho la cola.
—¿Cuándo…?
Me miraba y me abría el ano una y otra vez. Sonreía. Estaba como fascinado por haber descubierto que mi delicado y supuestamente virgen orificio estaba completamente detonado, como el de una vulgar buscona de pago.
—Antes de casarme…
—Lo corneaste de novio… Qué lindo…
El Sapo se ensalivó el dedo medio y lo bajó por la raya de mi cola.
—No. De antes. De cuando me comprometí para casarme, a mis dieciséis…
De pronto, y aunque estaba semi desnuda y magreada por un viejo asqueroso, aunque estaba permitiendo que un dedo comenzara a penetrarme atrás buscando abrirme y relajarme, aunque venía haciendo cornudo a Camilo con este hombre y no iba a dejar de hacerlo mientras viviera en esa isla… me ruboricé.
—Te lo hizo el conde ése…
—El duque.
El dedo comenzó a bombearme suavemente el ano. Dios, cuánto hacía que algo no entraba ahí… Años… Era una sensación única. La invasión mentirosamente delicada, amable, preparando el terreno para el profanador masivo, violento. Sentir los primeros dedos traía siempre el regocijo del contacto nuevo, y la premonición de un disfrute opuesto y mayor, aún por venir.
—El duque —me secundó, como para tratar de retener el dato—. Debe tener una verga de caballo porque te dejó arruinada para todos lo que seguimos…
La bestialidad de sus palabras me hirieron, me enojaron y me encendieron como pocas veces. De pronto quería que ese viejo hijo de puta y rústico me violara por atrás hasta partirme en dos.
—Clavame! —le pedí—. Clavame así como estoy, quiero sentirte adentro… Quiero sentirte todo, hasta los huevos.
No se hizo rogar nada. Se ensalivó así nomás por última vez, me abrió las nalgas, acomodó, puerteó y empujó con fuerza.
—¡¡¡Ahhhhhhhhh…!! —grité.
—Te gusta que te rompan el culo, ¿eh, putita?
—No… Me gusta que tu pija me use como se le antoje…
—Así que el duque la tenía como un burro… Por lo menos eso va a hacer más fácil que te la mande hasta el fondo en un ratito…
Había metido la cabeza y no mucho más, y me dolía bastante. Era cierto que estaba arruinada, claro que también era cierto que hacía unos nueve años que esa entrada estaba en desuso.
—El duque no la tenía tan grande… la tuya es muchísimo más gorda… ¡¡Ahhhhh…!!
Comenzó a bombear para aflojarme. La cabeza y un poco más.
—Mentirosa, como todas las putitas casadas que conozco…
—No… —Cada vez que tomaba impulso sentía la carne rugosa de su pija avanzar un centímetro más. Me dolía. Pero era dolor y premio a la vez—. El duque no me dejó así… Me estropearon una noche en Dock Sud… Una noche en la que él me llevó para celebrar nuestro compromiso…
«Eran muchos… no sé cuántos… El primero fue él, el duque… me rompió el culo como otras veces… Me gustaba… ya sabía lo que venía, ya sabía qué debía hacer y cómo disfrutar… El mismo duque me enseñó… Pero el duque estuvo poco. Me acabó enseguida… y cuando me iba a subir las bragas y la falda caídas en el piso, cubriendo mis tobillos, me dijo que me quedara así, quietita, que un amigo suyo me quería conocer…»
—Seguí… seguí contándome, putón… Mirá, ya te entró media pija y te sigo bombeando…
—Sí, sí, no pares… El amigo… El amigo me conoció, vos entendés… me conoció como quería. Me estuvo conociendo un rato, no mucho, hasta que se deslechó adentro mío… adentro de mi culo… Y ahí el duque, que estaba tomándome las manos junto a mi rostro mientras me daban, me dijo que me quede así parada contra la pared un rato más, con las piernas abiertas, que tenía otros amigos que también me querían conocer.
«Me empezaron a coger tipos… uno tras otro… no sé cuánto tiempo… Me rompían el culo… Me bombeaban un rato y se vaciaban… Me acabaron tantos que la leche comenzó a salirse y a bajar por mis piernas, cosa que a los tipos no les importaba. Llegado un punto, entre lo abierta que cada uno me iba dejando y la leche de los anteriores, las pijas cada vez entraban más fácil y más adentro… y el duque junto a mí, dándome ánimos, besándome a veces, secándome la transpiración con un pañuelo de seda mientras mi cabeza se agitaba con cada estocada que me mandaban hasta los huevos.»
«Después del séptimo u octavo tipo, tal vez noveno, perdí la cuenta. Pero siguieron más, muchos más. El duque me decía que no mire, que lo vea solo a él… hasta que una vez miré. Se había formado una fila de hombres que se perdía en la oscuridad, porque el callejón era muy oscuro. Me estuvieron rompiendo el culo tipos hasta las cuatro de la mañana, tal vez más, porque en el horizonte comenzaba a clarear.»
«El duque me felicitó. Me dijo que era una nena buena y que si me seguía portando así él iba a poder juntar plata para casarnos más rápido. En el momento no entendí, me habían estado cogiendo por horas, casi ni podía caminar. Solo escuché, o quise escuchar, que nos íbamos a casar más rápido. Volvimos en un carro, y me llevó a casa, a la que tuve que entrar a escondidas como una bandida.»
—Yo sabía que eras tremenda puta… Yo sabía…
El Sapo ahora bombeaba fuerte y parejo. La verga me entraba hasta la base desde hacía un rato y yo ya estaba a punto.
—¡Dame con todo, Sapo! ¡Rompele el culo a la mujer del paralítico de mierda!
Nombrar a mi marido siempre lo ponía más enérgico, más violento.
—¡Sí! ¡Sííííí! ¡Cornudo imbécil, me estoy cogiendo a tu mujer! ¡Le estoy rompiendo el culo mientras vos girás en casa con tu sillita de ruedas!
El bombeo era cada vez más fuerte, los caños de la escalera se me estaban incrustando en las costillas y me aplastaban un pecho. Nada me importaba.
—¡Sí, Sapo, haceme mierda! ¡Rompeme el culo y azotame pensando en mi marido!
Soltó la mano con la que me venía tironeando de los cabellos y empezó a nalguearme fuerte.
—¡Pedazo de puta, no me aguanto más, te lleno de leche!
—¡No pares! No pares y pegame, que me vengo…
—¡Perra viciosa, no voy a parar hasta cogerte adelante del cornudo!
—¡¡¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡¡Te la suelto!! ¡¡Te la dejo adentro para el cuerno!! ¡¡Ahhhhhhhhh…!!
Sentí la tibieza inundarme por dentro, y afuera la cola caliente y roja de las nalgadas, que no se detenían. Era la segunda vez que tenía un orgasmo anal, la primera había sido hacía tanto tiempo que ésta era como una resurrección.
—¡¡¡Aaaaaaahhhhhhhhhh…!!!

Unos minutos después estábamos los dos callados, semi sentados en el catrecito, recuperando nuestras respiraciones. El Sapo quiso encender un cigarrillo, pero el atado estaba lejos y desistió. Miré alrededor. Detrás de la escalera en la que acababan de romperme el culo asomaban varios juegos de cuernos de alce, uno de ellos muy frondoso.
—Son casi tan grandes como los de mi marido —reí, siendo la puta infiel que se empezaba a rumorear que era.
El Sapo me miró divertido. Me sonrió como se le sonríe a un amigo cómplice, algo que jamás le había visto hacer.
—Están ahí desde siempre. Podría llevárselos al Camilo y ponérselos en la habitación.
Era un chiste. Arranqué a sonreírme y de pronto mi gesto se hizo serio y perverso.
—O mejor en la entrada de la casa. Para que todos vean los cuernos que le ponés a mi marido.
El Sapo rió brevemente, y luego entendió que le hablaba en serio. Y volvió a reír, esta vez distinto.
Al día siguiente, lo hizo.




21.
Las llamas subían hasta el cielo y pintaban la noche de naranja y ceniza. El crepitar de la madera quemándose era cálido, amigable como un buen recuerdo, y a la vez aterrador. Casi seguro el fuego agarró algo adentro porque de pronto se escuchó un silbido y una pequeña detonación aguda.
—¡Camilo, por favor! ¿¡Dónde estás!?
—¡Acá, Fátima!
Llegué detrás de ella, la silla andaba más lenta sobre la tierra. Fátima estaba de pie ante la casuchita ya hecha fuego. Llevaba sólo la camisola del pijama y abajo nada más que las bragas, que se le veían un poco porque la camisola apenas si le cortaba las nalgas por la mitad. Estaba quieta, detenida, con sus piernas en compás. Dios, estaba más deseable que nunca, con el fuego detrás como una rúbrica de poder.
Giró y me preguntó, algo imperativa y sobre todo preocupada.
—¿Dónde te habías metido? ¡Me estabas matando del susto!
—En el baño. No es fácil con esto.
Me miró, pareció que me iba a decir algo y se calmó. Sin embargo su respiración seguía agitada por el miedo, y la camisola abierta le dejaba ver los enormes pechos subir y bajar con fuerza. ¡Qué hermosa hembra tenía por mujer! ¡Maldita suerte tenían todos los que se la garchaban!
—¿Qué hago?
—No se va a propagar, la casucha no tiene nada inflamable al lado.
Fátima se tranquilizó un poco. Había echado tres o cuatro baldazos de agua que tomó del tanque australiano que prácticamente no habían ahogado ni una llama.
—Mis negros… —se lamentó en un murmullo por Samuel y Eber, pero yo la escuché. Y luego agregó más fuerte, para mí—. Se van a poner mal cuando vean que se les incendió la casilla…
Pensé que más se iban a lamentar porque ahora no tendrían lugar donde cogerse a mi esposa. Y entonces vi ese lamento en el rostro de Fátima.
—Mañana vuelven del continente —traté de calmarla—. Son fuertes y hábiles, pueden reconstruir la casucha en un día.
—Hay que limpiar todo eso. Hay que traer madera, cortarla, traer colchones nuevos… les va a tomar no menos de cinco días, y eso si Rómulo consigue todo rápido. —Fátima tenía razón. Noté cierta zozobra en su rostro, lo que significaba que mi actuación había sido buena—. ¿Dónde van a dormir todo ese tiempo?
Era evidente que no los íbamos a dejar a la intemperie.
—Podemos meterlos en la habitación de huéspedes —dije, y la expresión de Fátima cambió de oscuro a luz en una fracción de segundo, igual que el reflejo del fuego sobre su piel. Era como si estuviera sonriendo, aunque sus labios no se movían ni un milímetro.
—¿En la piecita? —se hizo la tonta.
Y yo agregué, quizá para sentirme más humillado, quizá para que ella intuya que si iba a ser su cornudo, sería su mejor cornudo posible.
—Como cuando acogimos a ese chico Benito. Esto sería igual.
—Sí —asintió Fátima, más para ella que para mí—. Sería igual que esa vez… pero con dos negros… y por cinco noches… Exactamente igual…
Nos quedamos allí a la espera de que el fuego se extinguiese. Cada segundo que duró ese espectáculo rogué que Fátima no se me acercara a dar un abrazo o un beso, y especialmente que no me tomara de las manos. Tenía miedo que notara el olor a gasoil que no había logrado quitarme en el baño.


CONTINUA EN LA PARTE 4:

15 COMENTAR ACÁ:

trabajabdofederico dijo...

Ya lo leímos, esta de 10. el fin de semana comentamos

Vikingo Miron dijo...

Una Delicatessen, un bocatto di cardinale, una joyita , maravilla de historia Rebelde, eres el Tinto Brass del Relato jaja!!

Algunos momentos memorables, que el cornudo empiece a reconocerse como tal y a eyacular buscando situaciones.

La presencia del Conde también como cornudo pero con un perfil mas participativo.

La situación anal de Fatima mas experimentada de la que imaginábamos.

El incendio final es la entrada de una gran cena!!!

Formidable Rebelde!

SALUDOS VIKINGO MIRON

Fede dijo...

Todos tus relatos son excelentes, pero este es por mucho, el mejor. Rebelde, si vos hablas con mi Vero, las historias que podría contarte... si queres decime como nos podemos contactar con vos

Rebelde Buey dijo...

gracias vikingo!!
para mí también fue una sorpresa los antecedentes anales de fátima. fue lo último que escribí, mucho después de haber escrito la novela completa. pero como que me dio un ataque de que debía ser así. ni idea por qué jajaja

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias por el elogio, fede!
todo el mundo se pone en contacto por mail. algunos por skype. mi mial lo tenés en la columna de la derecha, pero es:

rebeldebuey arrroba ymail com

(lo pongo así para evitar los bots de spam)

Rebelde Buey dijo...

no hay problema. acá te espero jajaja

Edgarin dijo...

Hola Rebelde, tu trabajo es excelente.

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias edgarin!

Anónimo dijo...

PRIMERO.- NO mentiremos, nosotros leemos estos relatos por el sexo!
Y siempre hemos quedado satisfechos, por REBELDE, Pero…?
Pero…?
En esta ocasión dejaremos de lado, ese fabuloso tema.
Para hablar de otras cualidades que tiene el ESCRITOR.
“La IMAGINACION”
Y de eso hace gala en este capitulo
En nuestra opinión sobresale y nos sorprende.
La sodomizacíon de Fátima, en 2 tiempos
El PASADO y el PRESENTE, eso nos sorprendió
Y fue muy morboso leerla, como platicaba ella el pasado y como el Sapo hacia el presente.

Federico y Sra.

Anónimo dijo...

SEGUNDO.- Otra de las riquezas al leer a REBELDE
Es la variedad de sus “PALABRAS” léxico, ejemplo:

Ella en alguna calza metidísima en la cola, delante suyo, revoleando disimuladamente el culo para beneplácito del usurpador,

GRACIAS rebelde por ayudar a la educación.

Federico y Sra.

Anónimo dijo...

TERCERO- Bueno admito mi error (Esposa) y acepto que leer la vida de Fátima, a los 16 añitos, ha sido súper Romántico, Esa primera mamada, que DIO y que Fátima la realizo casi de manera INNATA, fue pura alegría.
Pero que le agregaras ese pequeño toque de DRAMA al final, nos ganó, (Aplausos)
- caí en lo que acaba de hacer que el hombre que me iba a desposar.
- me había visto actuar como una prostituta
- con la humillación que eso significaba para mí y mi familia.
Me inundó una repentina angustia y me pregunté qué pasaba conmigo, qué extraño sortilegio me habían hecho o qué clase de horrible persona era, yendo en contra de todo lo que mamá y la Madre Superiora me habían enseñado salí corriendo del palacete como si me persiguiera el pecado.
Más asustada de mí misma.

Esto es digno de Shakespeare.

Fede y la que Manda.

Anónimo dijo...

CUARTO.- Y actualmente en esta casa ahí unidad, la escena del Sapo faltándoles el respeto a ambos.
- “!Dentro de su propia casa!”
Acariciando a la esposa, pero lo mejor INSULTANDO al cornudo.

Y si pensamos que NO se podía poner mejor, NOS equivocamos.
Mejora al escribir “La DISCUSIÓN entre los esposos”
(Aplausos de pie)

- Fátima estaba notablemente molesta y nerviosa, quería sacárselo de encima -Sacá a este viejo borracho de mi casa me dijo Fátima muy molesta como si fuera mi culpa, Al inclinarse ella para hablarme el viejo le metió una mano en el culo, frente a mis narices, Una soberbia mano en el culo
Mi mujer se asustó por miedo a que el viejo dijera que se la cogía, Está borracho lo disculpó ella
- se soltó de Fátima y tomó una de mis cajas para mortificarme, Me llevo éstas Un medio hombre como usted no necesita tantas, -Me las llevo yo Los cornudos no se enojan cuando otros tipos les toman sus cosas así que…? Yo quedé literalmente sin reacción.
- ¡Sos un cobarde! ¡Un tipo me dice puta, Te dice cornudo y vos como si nada! ¿Qué querías que haga?
¡Que me defiendas cagón! Estaba borracho vos misma lo dijiste ¡Yo no soy hombre para defender a mi mujer! Estaba de verdad indignada no era una actuación, Y parece que vos tampoco, ¡Fátima! Te dijo cornudo ¡Te dijo cornudo en la Cara! ¿Sabés lo que significa que seas cornudo?
-¡Que me acuesto con todos!
- Te dejaste decir cornudo Camilo, Mi amor no es la gran cosa el viejo estaba borracho, cuando despierte ni se va a acordar de lo que dijo que ¿No es la gran cosa? Fátima levantó la cabeza y giró hacia mí, Tal vez debería empezar a decirte cornudo yo también a ver si no es la gran cosa… total parece que te da lo mismo al menos Fátima pareciera ofendida
- Notaba que había algo inusual en ella un regodeo de la idea de asumirme como marido engañado o que los demás lo piensen, En la última hora había dicho la palabrita cornudo, tantas veces que era evidente que había allí una especie de fetiche, un regodeo
- Te dejaste robar las herramientas y Ni siquiera le dijiste nada, Eso es de poco hombre, Así que elegí o sos cornudo o sos cobarde?

La que Manda y yo.

Rebelde Buey dijo...

lo de la sodomización a dos tiempos, como ustedes dicen, surgió en la primera corrección. Tenía el recuerdo de Fátima completo, y por otro lado solamente el inicio de la sodomización del Sapo. Pero al hacer la primera corrección vi que era mejor escribir más sobre la que estaba ejerciendo el Sapo para que sirva de marco al recuerdo, y de paso, justificarlo dramáticamente.
gracias por notarlo!

Rebelde Buey dijo...

es que en realidad, si se fijan, ese "toque de drama" es más importante para la novela (para pintar al personaje) que la mamada en sí.
Es para ver el punto de partida de Fátima. Cómo era a los 16, y qué cosas le habrán sucedido en la vida para que a los 26 (cuando termine esta novela, tendrá 26) sea algo totalmente opuesto ಠ‿↼

Rebelde Buey dijo...

qué bueno que les haya gustado! para mí la escenita de la discusión es el mejor momento de la novela. siempre trato (y muchas veces no se puede o no lo logro) que cada capítulo de una miniserie tenga una escena "recordable" o destacada. En el capítulo anterior fue la colocación de los cuernos de alce en la entrada de la casa. En este capítulo creo que es la discusión (bueno, al menos para mi gusto) (˘⌣˘)

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