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jueves, 23 de julio de 2020

La Isla del Cuerno (V) (Final)

 

LA ISLA DEL CUERNO — PARTE V (Final) — (VER. 1.1.3, 19/6/21)

Hallarás las cuatro partes anteriores en la columna de la derecha (si estás en una PC) o en una de las secciones de listados abajo (si estás con Android -celular/tablet).

 Por Rebelde Buey


Comencé a levitar esos días. Dios, ¿cómo había podido vivir sin todo esto? ¿Cómo lo hacían mi madre, mis amigas, todas las mujeres decentes de este mundo? ¿Sólo las putas tenían derecho a gozar? Comencé a coger con el viejo gordo y desagradable del Sapo por una necesidad primaria; desesperación, en realidad. Pero ahora lo hacía casi a diario. No me sentía culpable con el cornudo. Lo amaba, o lo había amado —quién sabe—, pero se lo merecía más que nadie en el mundo. Y yo no me sentía asqueada con el viejo. Porque no era con él que cogía. Era con su tranca, como le gustaba decir a él. El Sapo podía estar ahí o no, no lo sabía. Yo simplemente me montaba en ese pedazo de verga gorda y me dejaba clavar. Me llenaba de carne y venas y esa dureza agresiva que era una caricia por dentro.
Cerraba los ojos. Siempre los cerraba. Me sentaba sobre el vergón, arrodillada con una pierna a cada lado del dueño de ese prodigio. Así, no me cogía al viejo. Me cogía a Benito, a los amigos del Duque, a ese botánico tan lindo que trajo una vez Rómulo. Cabalgaba con los ojos cerrados y entonces ese vergón eran todos los hombres. A veces me apoyaba con las palmas sobre el pecho del viejo y se me iba el botánico o el que imaginara. Pero esa pija era tan portentosa, tan necesaria para mi goce, para mi salud mental, que con cada cogida el viejo me iba gustando un poco más. Y aceleraba. Cuando el instrumento se me clavaba todo, hasta la base, empezaba a acelerar. La rigidez me calentaba. Era una rigidez por y para mí. Hecha para mi disfrute y para olvidarme del cuerno. 
¿Pero cómo olvidarlo? Una mujer que ama, nunca olvida a su cornudo. Un instante antes de acabar, siempre —pero siempre— me acordaba de mi marido. Así estuviera soñando con Rodolfo Valentino, en ese momento cambiaba la montura y pasaba a cogerme a Camilo. Al Camilo entero, al de antes del accidente. Al Camilo del que me enamoré. Eso, hasta el segundo previo a acabar. Porque en la explosión regresaba el Camilo actual, el lisiado, el déspota, el que me tenía agarrada con su lástima y culpa a ese matrimonio que era como una isla rodeada de desgracia. Y me era inevitable. Acababa y se lo quería enrostrar, pasárselo por sus narices y que sufriera por lo que sufría yo. Quería acabar y descargárselo en la cara; pero como no estaba allí, como no estaba en ningún lado, entonces no me quedaba otra que dedicárselo a los gritos.
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhh para vos, cornudoooohhh!! La están llenando a tu mujer de verga y leche, pedazo de cornudoooohhh…!! Ahhhhhhhhh…!



27.
Vinieron en el bote de Rómulo. Los diez. Y a la humillación intrínseca de ver bajar a una decena de negros jóvenes y musculosos que van a cogerse a tu mujer como si fuera su puta, se le sumó una perlita: la de la sonrisa maldita de Rómulo, que miraba a mi esposa y a los negros imaginando cómo se la irían a coger en manada, y a mí, con la condescendencia obscena que se le da a un niño pequeño. O a un deficiente mental. Me miraba como si tuviera un cartel de cornudo en la frente. Era tan obvio que esos negros estaban allí para coger, que Rómulo, sin decir nada, sin que le dijeran cómo eran las cosas, se convirtió de facto en testigo presencial de la obviedad supina, lo que todos —absolutamente todos excepto el cornudo— sabían.
Los negros bajaron del bote entre risas y bromas que ya se venían haciendo de antes. Me pregunté cuántos de esos chistes serían sobre la putita que se les iba a regalar a los diez, y cuántos sobre el imbécil paralítico de su marido. En el muellecito los esperaban Samuel, Fátima y Eber, y yo escaleras arriba, en mi silla, sobre el pequeño barranco.
Parecía que venían de una fiesta. O que iban a una, mejor. Se saludaban con Samuel y Eber, sus amigos, e inmediatamente veían a mi mujer ahí, a un metro, y lanzaban expresiones de sorpresa y de aprobación exagerada sin disimular que les resultaba sexualmente atractiva. Fátima era una mujer exuberante, de pechos redondos y grandes y cola y caderas generosas. Esa tardecita no iba menos provocativa que siempre, con una calza corta y ajustada a cada curva de su cola, y arriba un top blanco con un escote más que generoso, como para dejar que los nuevos machos fueran apreciando lo que se iban a comer.
Un rato antes, todavía en casa, la veía desde mi silla de ruedas cambiándose frente al espejo y no pude evitar una insinuación.
—¿No estás un poco provocativa? —le recriminé con poca determinación, como para que no se le ocurriera hacerme caso—. Vamos a recibir a diez negros completamente desconocidos… No son como Samuel y Eber, que no te ven como una mujer sino como la patrona.
Me daba un respingo en la pija cuando me comportaba tan cornudo imbécil con ella.
—Es mi ropa de trabajo, es para estar más cómoda… Además, sabés que a Samuel le gusta que ande vestida así…
Asumir que ese peón con ínfulas de rey tenía más derechos que yo sobre mi propia esposa y su manera de vestir, también me la hizo crecer.
Los negros en el muelle no sólo se sorprendían y se admiraban con la belleza de Fátima, sino que uno a uno, a medida que bajaban del bote, la iban saludando con un beso más que confianzudo, lleno de alegría —una alegría festiva, no por el trabajo que venían a realizar—, con alguna broma en la mitad de los casos, e invariablemente, todos, con eternas tomas de cintura o ancas, cuando la besaban. Era muy manifiesto que la estaban midiendo, mensurando. Y ni mi mujer ni yo, yo ahí arriba, quisimos hacer el mínimo comentario a la crudeza con que cada negro le miraba los pechos por entre el escote, o el culazo cada vez que giraba o se inclinaba a saludar a alguno. Era escandaloso, impúdico, al borde de lo aberrante. Y sin embargo me tenía con una erección mayor que la que había experimentado un rato antes viéndola cambiarse para ellos.
Cuando Fátima giró hacia mí para saludarme y que me saluden ellos, los negros, sin excepción, le miraron por dos segundos el culo embutido en esa calza, las piernas, la cintura, el cabello sobre la espalda y todo cuanto pudieron. Con el viento casi no los escuchaba, cuando hablaban. Mi mujer bien pudo haber dicho “saluden al cuerno”, que yo no me hubiera enterado. No puedo afirmarlo, pero por algunos movimientos y un par de expresiones de Rómulo, que veía la escena desde atrás, estoy seguro que Samuel le manoseó groseramente las nalgas a Fátima, que se manejó como si nada sucediera.
Ya arriba, conmigo, los diez negros se mostraron un poco más respetuosos de las normas. Solo un poco. Era evidente que tenían órdenes de Samuel de disimular mínimamente que venían a trabajar para mí.
—Este es mi marido Camilo —me presentó Fátima, con una sonrisa sugerente—. Es el que les va a pagar, así que es al que más tienen que respetar.
La aclaración me sonó a una burla encubierta, Fátima estaba presionando sobre los límites para ver hasta dónde podía yo aguantar. Los diez negros no me prestaban atención, seguían bromeando entre ellos y familiarizándose con mi esposa, ahí adelante mío, como si fuera la putita que se vinieron a coger. Solo dos o tres de ellos me saludaron, más para sacarse el compromiso de encima que otra cosa.
—Bienvenidos a mi isla —dije, y de  inmediato me sentí el más ingenuo de todos los maridos, porque los negros me prestaban la cara pero no dejaban de echar miradas furtivas hacia mi mujer, hacia el culo de mi mujer, hacia las tetas de mi mujer, y hacia la cara de puta de mi mujer.
Abajo, Rómulo giró el bote y se despidió del grupo con un movimiento de mano y una frase inquietante.
—¡Hasta la vuelta! Después me cuentan todo con lujo de detalles.
Cualquiera que venía a la isla me tomaba de cornudo, ya era un hecho, y esta era la prueba. Volteé hacia el grupo de negros que ya se encaminaban a la casa, con Fátima en el medio, oficiando de guía y anfitriona. La observé con algo de fastidio y mucho deseo: en vez de una patrona ante una cuadrilla de trabajadores, parecía una diva de vodevil flotando entre su harén de mancebos. Sentí también envidia por los negros. Todos, cada uno de ellos, se la iba a coger, en algún momento de las próximas treinta y seis horas. Y lo que más morbo me provocaba era que fueran desconocidos. La muy puta se iba a entregar sin condiciones a diez hombres que hasta hacía un minuto no tenía idea de cómo eran. Esto la ponía en un plano de emputecimiento nuevo, total, pues iba dispuesta a dejarse llenar de pija y leche aún si los que le tocaran en suerte fueran viejos, feos o gordos.
Sonreí por mi nueva inocencia: el que desde el inicio me la cogía era el Sapo, que era las tres cosas: viejo, gordo y feo. Y el mismo Rómulo, que me la llenaba dos veces a la semana, no estaba muy lejos de completar los tres puntos.
Pero estos negros eran más bien todo lo contrario, eran jóvenes y fibrosos. Aunque había dos o tres un poco regordetes y varios de ellos no eran bien parecidos como Samuel, sino que tenían rostros duros y curtidos por la mala vida y —podría apostarlo— muchos de ellos por pasar un tiempo en la prisión.
Y así fuimos a la casa, mi mujer adelante, rodeada de hombres, moviéndoles alegremente las ancas, y yo detrás, con Samuel y Eber, que me daban charla para morigerar la situación.
—Ya hablé con los muchachos, Camilo. Esta noche descansan y mañana trabajan todo el día. Aunque por lo que me acaba de decir Fátima, seguramente van a terminar tarde y deban pasar una segunda noche en la isla.
Lo decía como si fuera algo no planeado, cuando en realidad Rómulo ya tenía día y hora de regresar por los negros.
—No hay problemas, Samuel. ¿Pero no van a estar incómodos doce tipos en la misma habitación?
—Nos arreglamos, qué le va a hacer… Aunque seguramente tendremos que pedirle ayuda a la señora para que traiga más mantas y esas cosas.
Las mantas y “esas cosas” podría llevarlas Fátima antes de la cena, o ahora mismo, si quisiera. Pero yo sabía que el favor se pediría y haría efectivo a la noche, justo a la hora de irse a dormir.
—Seguro —le dije—. Lo que sea para que pasen la noche lo más descansada posible.
Tener a doce negros invadiendo tu propiedad, todos con intención de cogerse a tu esposa y uno mismo tratando de hacerse el tonto, no es sencillo. De pronto había negros en la habitación principal, en los pasillos, en la cocina y hasta en mi pequeña piecita con dos camas individuales. Perdí a Fátima enseguida, pues ella también iba y venía por todos lados gestionándoles cosas. Por momentos la veía entrar con dos negros al baño, luego, con otros tres a la habitación principal. No lo hacía a escondidas, les estaba enseñando asuntos de la casa y las reglas generales, pero yo no podía seguirla a cada lugar con mi silla de ruedas. ¿Alguien tiene alguna duda que cada vez que ella quedaba a solas con uno o más negros, no se dejaría manosear? En varias ocasiones se hizo evidente, porque ella salía acomodándose las tetas en el corpiño, o se le notaba enrojecido el cuello y el morro. En una de sus tantas incursiones salió con su calza completamente subida y metida entre las nalgas, sin que se diera cuenta, y dejándola prácticamente con el culo al aire. Yo veía esto y me hacía el tonto, pero los negros no; se entusiasmaban y la tomaban de una mano para arrastrarla hasta alguna habitación.
Hasta que en un momento vino a mí y me llevó a la cocina.
—Mi amor, esto es un lío. Ponete a hacer la cena que yo voy a encargarme de los diez negros nuevos.
Tomé aire como para decir algo. No iba a negarme a su pedido, pero al menos quería ir con un poco de dignidad a cocinarles a los que se iban a garchar a mi mujer. No pude. Fátima giró sin darme la oportunidad y salió de la cocina moviendo sensualmente sus ancas y su falda. ¿Falda? Puta de mierda, en algún momento había cambiado su pantaloncito por una pollera corta y no muy ajustada, ideal para que le metieran mano fácil o incluso para coger a las apuradas. No se había cambiado de ropa, arriba seguía con su top blanco y escotado y abajo sus sandalias. Solo la falda era nueva.
Estuve cocinando por espacio de una hora y cuarto, con la puerta de la cocina abierta a mis espaldas y sin atreverme a ir al resto de la casa. ¿Me la estarían garchando? ¿Y dónde? No podía saberlo. Lo que sí sabía era que rápidamente el alboroto de los negros se extinguió, lo mismo que las idas y venidas de todo el mundo por los pasillos. Samuel y Eber aparecían seguido a ver cómo iba la comida y ayudarme con las cosas que me quedaban muy altas. Me vigilaban, claro. Me entretenían. Pero por mucho que hablaran, mis oídos estaban atentos a lo que pudiera venir desde el pasillo o las habitaciones. Nunca escuché nada.
En un momento fui al baño. Los negros no estaban a la vista, solo uno en la puerta del dormitorio principal —el que había sido mío— casi como un guardia. Cuando regresé, el centinela era otro. Así que mi esposa estaba en la habitación grande. Con nueve negros. No podía creer que se la estuvieran cogiendo. No conmigo despierto en la casa. Era “peligroso” para ella.
Volví a la cocina como si nada pasara. Como si perder a tu mujer en una casa invadida por negros pijudos fuera cosa de todos los días. Y más tarde, en la cena, me di cuenta que mi mujer y los amigos de Samuel habían tenido algo. Se manejaban con la familiaridad de quienes han tenido algún tipo de intimidad, aunque no podía adivinar cuánta.
Era humillante. Intensamente humillante estar sentado a la mesa con tu esposa y doce tipos que, sabía positivamente, iban a cogérsela. El deseo, incluso el sexo, se palpaban en el aire. Los ojos y la boca le brillaban a Fátima como jamás había visto, lo mismo que el cabello y la piel. Irradiaba una luz propia asombrosa, llena de expectativas y ansias. Se le notaba en la sonrisa, en la voz cuando los nombraba por sus apodos, y en cuánto se acercaba al responderles, sobre todo si era algo aunque sea levemente personal. Yo presenciaba todo sonriendo como un idiota y ocultando una erección formidable.
Si cuando Samuel y Eber habían tomado control informal de la casa yo había sido retirado a un segundo plano en la mesa, esa noche, con el ingreso de los diez nuevos, mi lugar allí directamente dejó de existir. Como no había sitio para catorce personas —aunque ellos se amontonaron todo lo que pudieron—, con la excusa del espacio para la silla de ruedas mi destino fue el exilio a otra mesa, una individual pegada a la puerta donde siempre apoyábamos panes o cosas de paso. La mortificación de que Samuel y mi esposa me destrataran de esa manera sólo incrementó mi erección, que ya no aguantaba en el pantalón. Comí incómodo y apurado, tolerando las bromas incesantes de diez tipos desconocidos hacia mi esposa, que a medida que corría el alcohol se iban haciendo más y más sexuales. Así que le di al vino como no solía hacerlo, para amainar la tensión y mi creciente miedo. Y se me fue al cuerpo.
—Fátima, me voy a acostar —le dije con voz agotada, que no era fingida en ese momento—. Tomé de más y me estoy durmiendo acá sentado.
El negrerío se hizo a silencio. Podía escuchar sus cerebros haciendo cálculos de cuánto demoraría en dormirme para cogerse a la puitita que les estaba rindiendo atención.
—¿Seguro, mi amor? ¿No querés que te sirva el postre, o un café? —ofreció mi mujer, con tal hipocresía que se levantó de la mesa para venir a mí, sin siquiera esperar mi respuesta.
Me acostó en mi cama de una plaza. Si notó mi erección al ayudarme, se hizo la desentendida. Aunque a esa altura, entre los vergones enormes que se la cogían a diario (el Sapo, Rómulo, Samuel y Eber) posiblemente una erección de un miembro como el mío ni siquiera lo advertiría como tal.
—Dormí, cornudo. —Otra vez esa palabrita, nunca mejor usada desde que comenzó con ese fetiche absurdo.
—¿Por qué te gusta tanto decirme cornudo…?
—No me gusta. Si sabés que nunca te fui infiel… —Ahora directamente negaba que la había descubierto en la cama con Benito, y todo el lío que eso originó—. Pero acordate que, si no, te tendría que decir cobarde.
—Podrías elegir no decirme nada. O decirme “mi amor”.
—Hagamos un trato: cuando vos enfrentes al Sapo y le pidas explicaciones de por qué trató de puta a tu mujer, y le exijas una disculpa, yo dejo de decirte cornudo.
Maldita. Sabía que nunca iba a animarme a enfrentar al Sapo, que era capaz de admitir sin vacilaciones que me la había cogido, poniéndome en un lugar de exposición y vulnerabilidad total. Y mucho menos me iba a atrever a pedirle una disculpa.
—E-está bien… —dije con la derrota en todo mi rostro.
Ella sonrió triunfal.
—Dormí, que yo me acuesto a todos los negros. Si no vengo rápido no te preocupes. Son diez, y hasta que acabe con cada uno de ellos a instalarlos…
—No te preocupes. Creo que me duermo apenas cruces la puerta.
Sonrió. Me dio un beso en la frente como solía hacer cuando se iba a coger con Samuel y Eber, y se fue cerrando la puerta de mi habitación.
—Que descanses bien, cornudo…



28.
Me tomé un buen tiempo antes de salir. Primero, porque siempre que Fátima se iba a garchar con Samuel y Eber, volvía como a los diez minutos para cerciorarse de que yo ya estuviera dormido. Y segundo, porque estaba seguro que al principio iban a haber negros vigilando por los pasillos.
Me equivoqué en ambas cosas. Fátima estaría tan desesperada de pija que no se acordó de regresar. Y para cuando salí, el pasillo estaba desierto. Junto a la habitación de servicio, en la punta del pasillo, había obviamente un entrada de servicio. Yo usaba esa puerta olvidada para salir de la casa y espiar el dormitorio principal desde afuera, sin atravesar el pasillo ni cruzar ningún ambiente. Esa noche lo hice con más nervios que nunca. El fresco húmedo que venía del mar me espabiló un poco y se llevó el alcohol que me quedaba en los ojos. Rodeé la casa por atrás y fui directo a la ventana de la habitación ominosa. La hendija entre persianas que había abierto apenas me enteré que me enviarían a la piecita estaba allí, esperándome como las últimas noches en que me había permitido ver a Samuel y Eber usufructuando los encantos de mi esposa.
Me abalancé sobre la grieta hasta casi lastimar mi ojo. Allí estaban. Todos. Doce negros oscuros y lascivos como la noche, y una mujer blanca y pura como una novia en el altar. Sobre la cama había cinco chacales; Samuel era uno de ellos, pero no hacía nada. Parecía más bien dirigir la sesión. Cinco negros arriba y siete de pie, en el piso. Todos desnudos. Todos brillosos de sudor y excitación.
Tragué saliva. A metro y medio de la persiana por la que espiaba, Fátima —mi Fátima— se mantenía obediente y en cuatro patas, como una yegua, con ojos cerrados y el labio inferior mordido. La sacudía uno de los negros más jóvenes, Yako, un chico bajito que cuando retiró la verga para volver a penetrarla mostró un instrumento colosal, gordo y venoso, que no terminaba nunca de salirse. Como a los veintipico de centímetros se detuvo, auque conservó la cabeza toda adentro, bien abrigada. Se quedó pendiente un segundo y el negro llevó pelvis y culo para adelante, penetrando a mi mujer otra vez… hasta los huevos.
—Oh, por favor… —alcancé a escuchar a Fátima.
Había otro negro al lado de Yako, listo para tomar la posta, y dos más junto a la cabeza de mi mujer. Pensé primero que estaría chupando pija, algo que le fascinaba hacer a Samuel y Eber, pero descubrí con sorpresa que los negros no le cogían la boca. Los dos tenían sus miembros en las manos, los asían como si fueran mangueras, y de igual manera los blandían sobre el rostro de mi mujer, que los recibía con deseo.
Los negros le pasaban los vergones sobre el rostro, como rodillos de carne. Uno de un lado; el otro, del otro, y a veces ella, en su desesperación de verga, los buscaba con su boca y los engullía brevemente, hasta que salían de entre sus labios y seguían masajeando su rostro. El bombeo infame y reluctante de Yako le hacía agitar la cabeza y los pechos, y entonces los vergones se le despegaban de la cara y Fátima abría los ojos. Era una fracción de segundo, los vergones regresaban  de inmediato a refregarse en las mejillas de ella, en su boca carnosa, en su nariz, sus ojos.
En un momento cualquiera, Yako dejó de cogérmela, y por un instante sentí como si ya extrañara esa perforación casi renuente. Lo reemplazó el otro. Así de simple, así de utilitario. Yako se retiró fuera de la cama y otro negro fue a hacer de próximo relevo. Estaban jugando y disfrutando a mi mujer. Se la cogían unos minutos sin buscar acabar, solo llegándole íntimamente, y le daban lugar al próximo, como quien pasa una petaca de whisky entre amigos con la promesa de tomar solo un trago.
Estuve un buen rato mirando, me la fueron cogiendo todos, uno por uno. La tomaban de las ancas, porque era lo que tenían a mano y porque mi Fátima tiene un culazo que invita al manoseo. Entendí todo en esa ronda infame. Viendo esos pijones enormes, parecidos al del Sapo y alejados de lo que tenía yo. Entendí todo cuando uno nuevo penetraba por primera vez a mi mujer y la expresión de ella era todo un manifiesto. Era la pija grande entrándole; era un hombre como una mujer se merece, haciéndola suya. Hasta los huevos, suya. Pero no solo eso. Eran los cinco años sin nada. Era mi negativa a tocarla, porque si con mis dedos y mi boca lograba encenderla, de todos modos iríamos a una vía muerta.
Cada verga que entraba, cada centímetro de pija negra que le iban enterrando era un consuelo a esos cinco años, una validación de que era tan mujer como cualquiera, hermosa, deseable para los hombres. Y capaz de disfrutar.
Y viéndola así, entendí también por qué todo este tiempo la había dejado engañarme sin emitir reproche. Me di cuenta que lo que ella hacía no era malo. Mi postración, mi indiferencia, mi negativa a tocarla, la validaban en sus actos.  Del mismo modo que mi silencio era mi anuencia.
Me pregunté si ella lo sabría.
—Qué buena que estás, hija de puta… —le gemía uno de los negros, regocijándose con la vista de su espalda, cintura y culazo, mientras la bombeaba por la concha desde la punta del glande hasta los huevos—. Después te voy a hacer el orto, ¿sabés? No me voy de esa isla sin romper esta hermosura de culo.
Dio un nalgazo chispeante y pasó el siguiente. Nuevo pijón duro, apertura de labios con dos dedos, y adentro.
—Ahhhhh… —Fátima.
Uno que ya me la había cogido unos minutos y ahora le masajeaba las tetas y los pezones con ganas, sonrió como si estuviera en una kermese.
—Tenías razón, Samuel —dijo—. ¡Cómo le gusta la pija!
—El cornudo lisiado del marido no se la coge hace cinco años.
Fátima abrió los ojos, se quitó las dos pijas que había comenzado a chupar y giró su cabeza hacia Samuel.
—Nunca me cogió. Me cogieron otros antes que él… y ahora ustedes, pero él jamás. De hecho, es virgen.
Me atoré con mi propia saliva. ¿Había dicho “otros”? A mí siempre me había mencionado al duque. ¿O era una bravuconada para quedar más vulgar ante sus machos?
—Te vamos a usar, putón… —le tiró un negro al que le decían Cuchillo—. Vas a ser nuestro depósito de leche.
Fátima sonrió y retomó la mamada, dejándose hacer lo que los negros desearan.
—Úsenme por todo lo que no me usa mi marido.
Hacia la una y media de la mañana, las ronditas de cogidas breves terminaron y se la empezaron a coger en serio. Con ganas. Sin ninguna sutileza.
—¡Tomá pija, putón! Veinticinco centímetros toditos para vos.
El negro hijo de puta que se la estaba beneficiando la tenía sometida contra la cama, ella boca abajo y casi cayéndose al piso, procurando sostener el culazo bien arriba para que la verga entre lo más profundo posible. El bombeo furioso la hacía rebotar contra el colchón, y hacía que ella entrecerrara los ojos con cada centímetro cúbico de carne que la horadaba.
Me la llenó de leche entre insultos, promesas e imprecaciones, y ella recibió cada lechazo invocando una y otra vez a su Dios, que de seguro estaría mirando para otro lado.
—Ay Dios mío, ay Dios mío… Cómo te siento la leche…
Cuando el primer negro que le acabó se desplomó en su espalda, el siguiente lo quitó con desesperación.
—¡Salí que tenemos que coger todos!
El segundo, un negro alto y flaco con cara de mala persona, de mierda de persona, tomó a mi mujer de los cabellos y la reacomodó brutalmente sobre la cama, siempre estirada boca abajo. El quejido de dolor de Fátima se ahogó de inmediato contra el colchón, y ni tiempo a limpiarse abajo con un pañuelo o una toalla. Esgrimió su verga, tan larga y flaca como él, y la clavó sin permisos ni mayor trámite.
—Pará el culo, putón, que esta noche le llevás al cuerno doce leches con chocolate.
Comenzó a bombearla como en el final de una sesión: fuerte, intensamente, siempre hasta los huevos. Supuse que iba a acabar rápido pero otra vez me equivoqué. Me la bombeó así a lo bestia como diez minutos más. Sin pausa. Fátima comenzó a sentir que le subía el orgasmo y pidió a Samuel que le cubra la boca con la mano. Pero Samuel se la llenó con la pija y presionó sobre su nuca para ahogarle boca, garganta y orgasmo. Que le explotó. Fuerte. Como pocas veces. Y como el negro ni bajaba el ritmo ni la intensidad, Samuel tuvo que llenarle la boca de verga una segunda vez. Y luego, otra.
Para cuando ese negro hijo de puta flaco y malo como una víbora comenzó a llenármela de leche, mi esposa ya había acabado tres veces, el último con dedicatoria.
—¡¡Ahhhhhhhhhh…!! Este con lechita de macho adentro es para el cornudo de mi marido… ¡Ahhhhh…!
A las seis de la mañana me la terminó de coger el último. Doce negros, quince polvos adentro, porque tres repitieron. Fátima me encontró en mi camita, de espaldas, y me creyó dormido. Estaba despierto, claro, pero eso no iba a durar mucho; me había hecho cinco pajas durante la noche, viéndola en acción, deseando ser cada uno de esos negros. O al menos, el cornudo que le sostuviera la mano cada vez que la llenaban de leche.
—Te amo, cornudo mío… —murmuró pensando que yo estaba entre sueños.




29.
Al otro día ninguno se levantó a las siete, como estaba planeado, sino a la una de la tarde. Y nadie dijo nada. Nos manejamos como si semejante falta en un día de trabajo fuera tolerable. ¿A esa altura Fátima sabría que yo sabía? No podía creerme tan estúpido. Y yo no la creía tan estúpida. Verme aceptar sin ninguna queja que el día iniciara con tanta demora tenía que hacérselo evidente. Sin embargo, ni ella ni yo mencionamos palabra.
Desayunamos a esa hora, a medida que nos íbamos levantando. Fátima hacía el café con leche, que impregnaba la cocina con ese aroma dulzón y severo. Iba con poca ropa, demasiado poca ropa, una camisa de hombre que le quedaba muy grande y que yo no recordaba, y abajo tal vez un pantaloncito bien breve. Y digo tal vez porque la camisa la cubría hasta el inicio de sus muslos como una falda cortísima, impidiendo ver qué llevaba puesto debajo, si una calza chica o una pollerita minúscula.
Yo salí para ver cómo venía el día, que desde la ventana se veía gris. Efectivamente, el cielo estaba cubierto y unos nubarrones negros amenazaban desde el horizonte. La tierra estaba mojada, aunque sin charcos. En algún momento entre las seis o siete de la mañana y la una de la tarde había lloviznado o al menos garuado, y entre el viento que comenzaba a agitar las ramas de los árboles y los charcos haciendo barro, se respiraba un olor húmedo a tierra levantándose y lluvia cercana.
—Se viene una tormenta fuerte —dije entrando a la cocina.
Había unos siete negros allí, el resto estaba en los baños y quería creer que levantándose. Fátima se asomó por la ventana para cerciorarse. Estiró su pie derecho y se apoyó en la mesada y se elevó un poco buscando altura. El pie le quedó en el aire y la camisa —que ahora recordaba era la que había traído puesta un negro llamado Maluco— se le trepó a la cola hasta partirla por la mitad. Y la mitad descubierta dejaba verle una bombachita blanca metidísima entre las nalgas, mostrándole a los negros no solo la cola sino también abajo, su conchita protegida por la tela, que en vez de hacerla abstinente la hacía más deseable. Los siete negros se la comieron con los ojos. Los mismos que se la habían estado cogiendo toda la noche. Quizá era cierto que esos tipos eran más hombres que yo.
—Camilo —me espabiló Samuel, con su voz masculina que cada día sonaba más a una voz de mando—. Usted es el patrón, ¿por qué no va con Eber a la casilla y le indica lo que tienen que hacer los muchachos?
No dio lugar a dudas ni cuestionamientos. Abrió la puerta de la casa, casi pegada a la cocina, y por su postura y expresión no había manera de interpretar eso como una sugerencia. Era una orden.
—Sí… sí, claro… —dije, y miré a Fátima. Aquella era una evidente maniobra para sacarme de la casa—. Es una… buena idea…
Mi esposa me llevó empujando la silla hasta la puerta de salida. Los negros me observaban en silencio como se observa a una vaca yendo al matadero. Y estoy seguro que por lo inclinada que iba empujando mi mujer, le mirarían el culo al pasar y darles la espalda. Me dejó allí, afuera. Seguí a Eber un metro y ella regresó a la casa. Giré buscándola, justo cuando cerraba la puerta tras de sí, sin alcanzar a verme.
Sortear los treinta metros hasta la ubicación de la casilla —aún con la ayuda de Eber para ganarle al barro— me tomó diez minutos. Diez minutos en el que mi Fátima estaría ya manoseada por alguno de los negros, quizá sentada sobre la falda de Samuel, mientras alguno se estaría meta magrear la pija esperando su turno o comenzando a manosearle los pechos.
Le comenté a Eber mis ideas sobre la casilla, y advertí que no me prestaba la mínima atención, se lo veía ausente, demasiado atento a la casa principal. Y ahí me di cuenta que no me la estaban manoseando en la cocina. Habrían ido a la habitación y ya me la tendrían desnuda… y quién sabe si no se la estarían cogiendo en tandas de dos en dos.
—Quédese acá, patrón. Ahora le traigo a los muchachos para que les explique esto mismo a ellos, que son los que lo van a hacer.
—No, esperá, Eber… —supliqué ahí quieto, inmovilizado. Pero el negrazo se alejó a paso vivo.
No tenía manera de irme sin su ayuda, con todo el barro alrededor de la silla que me separaba del camino de grava como por veinte metros. Con impotencia vi a Eber meterse en la casa, sin siquiera mirar en mi dirección. Parecía apurado, ansioso tal vez por ir a clavarse a mi mujer.
Quedé solo. Esperando por los otros negros. Un minuto. Otro más. No vino nadie. Ni siquiera se asomó alguno por la ventana de la cocina, así de seguros estaban de que no podía moverme. ¡Me la estaban cogiendo! Hijos de puta, me habían abandonado ahí para garchármela otra vez entre todos en la habitación principal. Quise zarandear la silla pero en el segundo movimiento una rueda se atoró en el barro. Si había tardado diez minutos con la ayuda de Eber, hacerlo solo podía demorarme horas.
Pasaron tres, cinco, diez minutos. De pronto miré alrededor: no había voces, no había gente trabajando, no había nada. Solo la naturaleza, las nubes negras rodeándome, el arrullo del mar que venía de todos lados y algunos pájaros que daban vueltas. Y el olor a agua dulce que imponía el viento.
Como los primeros gemidos.
En el silencio de la tarde, supongo que por la brisa que llegaba desde el sur, escuché los gemidos de Fátima. Al principio no creí que lo fueran. Eran débiles, como traídos desde lejos. Pensé que era un silbido del viento, hasta que alcancé a escuchar también el ritmo.
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! … ¡Ahhh…!
No eran en verdad débiles, es que el viento jugaba con los sonidos como si se burlara de mí. Porque de repente, sin previo aviso, no solo se escuchaban más fuertes sino más claros.
—¡Ahhhhhh…!! ¡Sí! ¡Más…! ¡Más fuerte! ¡Quiero más fuerte, negro pijudo!
Confiada porque yo estaba afuera y al otro lado de la casa, Fátima se había relajado y ya no reprimía sus gemidos. O quizá ya no le importaba disimularlo, contando con que yo me habría resignado a ser cornudo con tal de no dejarme.
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! … ¡Ahhh…!
A veces me llegaban algunas risas masculinas, de aprobación, de suficiencia, de machismo taxativo ante una hembra pública. Con dueño, pero más pública que ninguna otra. Escuchar sus siseos obscenos, sus murmullos de triunfo, y los gemidos de rendición a la pija de mi mujer eran como una puñalada en el diafragma. Pero cuando el viento cambiaba y alejaba los sonidos, me encontraba estirando el cuello buscando retener algo de la cogida, al menos los jadeos de mi mujer gozando de esos hijos de puta que me habían segregado para usarla a discreción.
Hasta que mi esposa estalló en un orgasmo, y no hubo viento que jugara a su favor.
—¡¡¡Aaaaaaahhhhhhhhhhhh…!!! ¡¡Aaaahhhhh…!!
—Tomá, pedazo de puta! —escuché claramente entre algunas risotadas negras.
—¡¡Ahhhhhhhh…! ¡Por Diosaaaahhhhhhhh…!!
Empecé a llamar a los negros, en un reflejo patético.
—¡Samuel! ¡Samuel!
Pero solo me respondía la voz gemida de mi mujer, cabalgando sobre la brisa.
—Ahhhhh… Más… Más… Así, negro, así… Oh por Dios… Ahhhhhhhh…
Mi desesperación era tan grande como mi erección. Intenté otra vez pero la silla estaba enterrada bien profundo en la huella. Como mi mujer en ese momento.
—¡Fátima! —grité como el cornudo de la isla que era.
Un trueno cargado explotó en ese momento.
Y soltó sus primeras gotas, que me dieron en el rostro como lágrimas.
—¡Fátimaaaaaa!
Se la estaban garchando en la habitación principal, en nuestra cama matrimonial, y yo ahí atorado como un imbécil. El goteo suave se convirtió con los minutos en una tímida llovizna, y luego la llovizna se hizo lluvia. Con unas gotas del tamaño de los lechazos de Samuel y Eber, que tantas veces había visto.
—¡Fáaaatimaaa!
Grité como si me estuvieran acuchillando, aunque a la que clavaban era mi mujer. La lluvia se hizo fuerte, muy fuerte, lo mismo que el viento. Comencé a tiritar del frío, mientras trataba infructuosamente de salirme del fango.
Y el canto de mi mujer, de fondo.
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! … ¡Ahhh…!
Volvían a garchársela a ritmo. Otro negro, seguramente. ¿Cuántas veces le iban a reiniciar la concha? ¿Cuántas veces me la iban a llenar?
¿¡Cuántos orgasmos, pedazo de puta!?
De pronto escuché el motor de una camioneta. Era el Sapo, que venía por el camino costero. Estacionó cerca de la casa, le grité, le hice señas, y se sorprendió de verme en medio del barro, solo, soportando el aguacero como un centinela. Vino de una corrida cubriéndose con una lona militar.
—¿Quíhace acá debajo de la lluvia? ¿Está loco?
Aunque ese viejo inmundo que tenía enfrente se había cogido a mi mujer cien veces, me sentí más avergonzado y humillado que nunca por tener que dar mi explicación.
—Me trajeron acá… —balbucí bajo la lluvia—. Y cuando se largó… me abandonaron…
El Sapo me miró sin entender. Yo sabía que me consideraba un imbécil, incluso su imbécil particular, pues se garchaba a mi mujer casi en mis narices desde hacía cerca de un año, y me había colocado una corona de cuernos de alce en la entrada de mi casa. Aún así, creo que cuando comenzó a entender sintió pena por mí.
Intentó infructuosamente sacarme del barro. No había forma.
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! … ¡Ahhh…! —trajo el viento desde la casa.
La lluvia comenzaba a ser fuerte, y el viento a ir y venir. Los gemidos de mi esposa se colaron, cristalinos como el agua, en una de las tantas ráfagas que descubrían la escena como una cortina al viento.
Otra vez el Sapo me miró, pero esta vez entendiendo perfectamente todo. Gracias a Dios llovía tanto que mis lágrimas quedaron disimuladas.
—Camilo, la única posibilidad es que un par de tipos fornidos lo levanten con silla y todo.
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! … ¡Ahhh…!
El cielo estaba ahora tan encapotado que parecía cerca de la noche, creo que por eso tampoco pudo ver lo enrojecido de mi rostro.
—Vine a ver cómo iba todo —me gritó bajo un trueno repentino y el viento que silbaba como un marino a una recién casada—. Con tantos negros en la casa me imaginé que le cogerían a su mujer.
El comentario me ensombreció el rostro hasta hacerlo una mancha. Sobre todo por la manera natural en que daba por sentado lo cornudo que era.
—Voy a la casa a buscar un par de negros que lo saquen de acá.
—¡No! —grité en un reflejo. Ya bastante humillación sentía con el Sapo asumiendo que se estaban cogiendo a mi esposa. Que la viera a ella desnuda y en la habitación, empernada vaya a saber por cuántos, solo iba a multiplicar mi vergüenza hasta el fin de los días.
—No lo voy a dejar acá abajo del aguacero como un cornudo —dijo, y se fue para la casa.
Nunca supe si las palabras del viejo fueron empáticas para conmigo o una burla lisa y llana. Al menos, aunque fuera humillante, ese frío que me hacía tiritar y la molestia de soportar la lluvia se terminarían. En cinco minutos estaría adentro tomando un café hirviendo, aún con los gemidos de mi esposa de fondo. No me importaba, solo quería salir de allí.
Aunque pasaron cinco minutos, y luego diez. Y el Sapo no regresó. Ni con dos negros ni solo. Así que el viejo hijo de puta se sumó a los negros hijos de puta y también se garchó a mi esposa. A mi esposa hija de puta. O solo puta.
Tenía frío por el agua y el viento, y una erección inexplicable por la garchanga a treinta metros y el abandono. Y una expectativa: ¿Qué me diría Fátima? ¿Cómo defendería en palabras que estuve ausente de la casa durante la lluvia y ella ni siquiera vino a ver qué pasaba? ¿Y qué diría yo? Nada, seguramente.
Siguió lloviendo y seguí escuchando los espasmos de mi mujer, en los espasmos de la tormenta.
—Ahhh… por Dios… Así… Así, los dos a la vzzz… Ohhh… Hasta el fondo los dos… Ahhhhhhh…
Cada tanto acababa entre gritos e insultos, ya completamente desencajada y sin importarle nada. Ni el frío ni el agua bajaban mi erección. Como a la hora me dieron ganas de orinar. No había manera. La lluvia hizo que fuera un poco menos bochornoso hacerme encima, como si fuera un crío, o un viejo desahuciado. La lluvia se llevó el bochorno pero no mi impotencia. Volví a llorar.
Quizá otra hora después vi salir de la casa al Sapo. A las apuradas, como un bandido. Claro que el agua hace apurar a todos.
A mí no. Yo seguía clavado en el barro.
Lo llamé primero con la mano, la lluvia era tan fuerte que el Sapo ni levantó la vista, apenas si alcanzaba a cubrirse mal la cabeza. Entonces lo quise llamar de un grito. Y no pude. La angustia me apretó el garguero y me ahogó toda intención. Lo vi subirse a la camioneta y pensé que tal vez mejor que siguiera de largo, porque no hubiese sabido cómo tolerar su mirada luego de —él también— haberme dejado abandonado a la lluvia para ir a cogerse a mi mujer.
Le tiré un saludo al aire como si nunca le hubiese implorado ayuda, y escuché al motor roncar con óxido y desinterés, y la camioneta se movió, giró, y se llevó al Sapo con una sonrisa de satisfacción y los huevos vacíos.
Quedé bajo la lluvia una hora más, empapado y calado hasta los huesos. Una hora en la que el viento seguía trayendo y llevando los gemidos de goce de Fátima.
Hasta que la lluvia paró y recién ahí dos negros se asomaron y vinieron a mi rescate. Uno era Yako, el más bajo pero de pija gorda y venosa a quien en la madrugada había visto llenar de satisfacción a mi mujer; el otro era Lupo, grandote y ancho como una puerta, con una pija proporcionada a su tamaño corporal. Llegaron y se disculparon por compromiso. Olían a sexo, incluso con el viento se podía sentir.
—No sabíamos que estaba acá —mintió uno con apatía.
No dije nada. No los miré a los ojos, me sentía avergonzado por completo, humillado, e inferior a estos dos negros que habían estado cogiéndose a mi mujer toda la tarde, mientras yo no había podido cogerla nunca.
Me tomaron uno de cada lado de la silla y me levantaron como si fuera de papel. En un minuto me pusieron frente a la puerta de la casa.
—Samuel dijo que lo lleváramos directo al depósito.
Me volvieron a levantar entre los dos.
—¿Qué? ¿Qué depósito? ¿A dónde me llevan?
No me contestaron. Abrieron la puerta de una patada suave y me entraron. Apenas crucé la puerta pude oír clarísimo, como un trueno en la lluvia, los gemidos de Fátima que venían desde la habitación.
—¡Ahhh…! … ¡Ahhh…! … ¡Ahhh…! … ¡Ahhh…!
Me hice el tono. No podía ni mirar hacia delante, así que bajé la cabeza mientras me llevaban en el aire. Nos metimos al pasillo y ahí el concierto fue total. Escuchar así los gemidos de Fátima fue como si me hubieran mandado oxigeno puro a los pulmones. Incluso oí claramente los fap fap fap… de la bombeada que le iban propinando.
La habitación estaba con la puerta abierta, pero Yako y Lupo me pasaron a toda velocidad. Igual pude ver en un ramalazo parte del interior del que había sido mi dormitorio. Imposible saber cuántos negros había, estaba lleno. Negros desnudos, lo primero que vi fueron sus culos. Luego la cama con sábanas blancas y allí, sobre ese blanco, los piecitos graciosos y las piernas carnosas de mi mujer. Abiertos. Hacia los costados. Con otros pies y otras piernas en el medio. Con cuatro pies y cuatro piernas. Negras.
—Oh, por Dios... Así… Así… Ohhhh… Así… Oh, qué llena me siento…
Fátima estaba entre dos negros que la tenían engarzada como si se tratara de un candado. Uno arriba y otro abajo. Y en el brevísimo lapso que pude ver, vi con horror que un tercero se blandía un tremendo vergón y se posicionaba también arriba como para sumarse a sus dos compañeros. ¡No sé de qué manera me la podían coger tres a la vez!
Pasamos de largo y me llevaron hasta la puerta de la despensa.
—¿Qué van a…?
En un momento tuve miedo de que me tiraran por las escaleras como una bolsa.
—Son órdenes de Samuel.
Con cierta dificultad me bajaron a la despensa. La misma en la que Rómulo se garchaba a mi esposa dos veces por semana. Siempre había imaginado que me la cogía contra una de las mesadas, pero descubrí con indignación que en algún momento y de alguna manera habían metido allí un colchón, con sábanas y todo.
—¡No me pueden dejar acá!
Los negros me dejaron sobre el piso, al final de la escalera, y comenzaron a regresar para seguir garchándo. Ni siquiera se fijaron si tenía agua.
—Está embarrado hasta la cintura, va a ensuciar todo…
Y los hijos de puta me dejaron solo, quejándome como un idiota. Cerraron la puerta como para ni escucharme. Pero lo peor es que en lo que siguió de la tarde y el inicio de la noche, no pude oír cómo me la cogían, solo imaginarlo. No sé cuántas horas fueron. Pero fueron muchas. Comí de la mercadería de la despensa cuando me dio hambre y volví a orinarme encima.
En algún momento, yo ya medio adormilado a pesar del frío, Eber y otro de los negros bajaron y me llevaron escaleras arriba. A la cocina. Me pusieron frente a la estufa y comenzaron a limpiar el barro de la silla con unos trapos.
—Su mujer se sentía muy cansada, Camilo, y se fue a dormir un rato.
Eso. Solo eso me dieron, y una toalla para secarme la cara y el cabello. Me acercaron ropa seca, pero no quise que me ayudaran a cambiarme.
Samuel se puso a pelar una mandarina. Uno de sus dedos gordos y negros se clavó  y hundió en el centro de la fruta, y por un momento tuve un recuerdo de cuando lo espiaba clavándose la conchita tierna de mi hermosa Fátima.
—Al final, con todo lo que llovió a la tarde, los muchachos no pudieron avanzar nada con la casilla —dijo, y no se le movió un pelo. Como si fuera cierto. Como si no se la hubieran estado garchando todo el día. Como si no me hubieran dejado abandonado. Y como si él no supiera que yo sabía que me la habían estado garchando.
No dije nada. Aunque ya estaba seco y con ropa nueva, sentía el frío en los huesos como si todavía permaneciera bajo la lluvia. Vencido y con pocas fuerzas, tomé las ruedas de la silla para girarla e irme a mi habitación. Samuel amagó ayudarme.
—Dejame —dije seco, creo que con lo último de dignidad que me quedaba—. Yo puedo.
Los negros me insistieron y en eso entró a la cocina Fátima, refregándose los ojos dormidos y en camisa abierta que se le veían la mitad de cada pecho y abajo en bombachita breve. Ya no importaba disimular nada.
—Déjenlo —les dijo—, yo lo acuesto.
Me llevó hasta nuestra habitación, la de servicio. La de Benito. Abrió mi cama y me ayudó a meterme en ella. El contacto con la sábana fría me dio un violento escalofrío.
—Ya veo que te me resfriás… —me amonestó Fátima. Y agregó, con ciertos modos sorprendentemente cariñosos—. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Me dijeron los chicos que te sacaron de la lluvia…
Me terminó de acostar, parecía apurada de pronto, tal vez porque ya era la hora de los negros de ir a cogérsela nuevamente.
—Mañana se van —dije. Ella asintió y me miró a los ojos, intentando adivinar qué quería decirle. La verdad es que ni yo sabía—. No van a poder dormir pensando que no pudieron hacer el trabajo.
—¿Querés que me pase una o dos veces a la noche por su habitación para ver si necesitan algo?
No me esperaba esa pregunta tan franca, y mucho menos con la cara de inocencia que ponía ahora Fátima. Si alguien ajeno la hubiera escuchado, nunca pensaría que me estaba diciendo que podría ir dos veces a hacerse remachar por los negros.
—No… Sí… bueno, no sé. —Yo quería seguir disimulando lo que era indisimulable. No había forma de que le aceptara en la cara que sabía que me engañaba de esa forma—. ¿Vos decís de ir a pagarles? Aunque no hicieron nada de la casilla, no sé si corresponde pagarles…
—Claro que hay que pagarles. Ellos no tuvieron la culpa de que lloviera todo el tiempo… Además, si no les pagamos no van a regresar a terminar lo que les haya quedado sin hacer.
Tragué saliva. Estaba seguro que a esos hijos de puta no les quedó nada por hacer. Y si algo faltaba, lo romperían esa misma noche.
Fátima estaba inclinada sobre mí, que ahora estaba acostado. La camisa abierta le mostraba cada pecho por la mitad. Me miró con cierto ardor en los ojos y pasó uno de sus dedos deliberadamente por el escote improvisado, agrandándolo y mostrándome uno de sus pechos hasta el borde de sus pezones. No llevaba corpiño.
—Pero no corresponde que yo les pague. —Jugó un poco más con su dedo sobre el borde de la camisa y de pronto pude ver, ahí a veinte centímetros, medio pezón completo de mi mujer, con el dedo tocando la tetina dura como el caucho. Sonrió con algo de malignidad y no pude evitar explotar en un orgasmo. Bajo mi pijama y en silencio.— El dinero se lo tenés que dar vos, que sos el hombre de la casa.
Se cerró la camisa como si de repente se hubiera dado cuenta que era una señora recatada y me dio el beso en la frente de cada noche. Sus pechos quedaron casi sobre mi rostro.
La vi irse en la camisa que le dejaba media cola al descubierto, y abajo bombacha blanca metida entre las nalgas.
—Voy a ver si los negros necesitan algo y regreso.
No volvió hasta las siete de la mañana.



30.
Fátima.
Pobre cuerno mío. Le temblaban los dedos en cada billete que daba, y tuvo que dar muchos, porque a último momento me agarró una emoción juguetona, de burla quizá, y le insistí para que le pague en mano a cada uno de los trabajadores. Camilo se había ido a sentar tras su escritorio, como hacía con sus asuntos administrativos. Los diez negros fueron pasando uno por uno, del mismo modo que las dos últimas noches fueron pasando entre mis piernas. De esa manera, en el pasillo, ocultos a Camilo a un lado de la puerta abierta, siempre había nueve. Nueve y yo. Como para saciar las ganas si alguien quería aprovechar los últimos minutos en la isla.
Cuchillo me tomó de la cintura y me llevó contra la pared. Si algo me excitaba más que sus vergones, era la seguridad que mostraban los negros al tomarme, y ese menosprecio a mi marido. Simplemente me agarraban y me cogían, o me ponían de rodillas y a chupar.
El negro era atlético pero fuerte, y me arrimó a la pared y me besó, mientras maniobró con mis bragas que iban sueltas, cubiertas a mitad de cola por una camisa de Samuel. Estaba serio. Siempre estaba serio ese negro. Pero penetraba firme y de un tirón, y me hacía sentir llena de verga desde la primera estocada. Ay, no sé cómo decirlo, pero de alguna manera sentía un cierto orgullo por conocerlos tanto, a todos, en tan poco tiempo. Quizá algún día alcanzara a identificarlos con los ojos cerrados, tan solo por tomarles sus miembros.
Me clavó dos o tres veces pero debía agacharse mucho, así que enseguida me levantó, me respaldó sobre la pared y me clavó en el aire.
—¡Ahhhhhh…! —no pude evitar.
—¿Fátima? —preguntó el cuerno al otro lado de la pared y de la puerta abierta, en su biblioteca-oficina.
Atila, uno de los negros que estaba en el pasillo con nosotros, se asomó por la puerta hacia mi marido.
—La señora no está acá.
Camilo siguió pagando al que estaba adentro.
Al lado de la puerta, a un metro de Atila que fue a recostarse a la otra pared del pasillo, me abracé a la cintura de Cuchillo para pesar menos y facilitarle la penetración. Me clavó hasta los huevos. Dios, qué pedazo de verga. Cuchillo no dejaba de sacudirme hacia arriba con puntazos brutales, forzándome a tirar mi cabeza hacia delante para no golpearla con la pared.
—El que sigue… —ordenó el cuerno, sin saber que le estaban cogiendo a la mujer contra el pasillo, al lado de la puerta abierta.
El primer negro salió con su dinero entre las manos, e ingresó Atila. Camilo lo vio entrar a la biblioteca mirando para el costado, porque no podía sacar la vista de la cogida salvaje que me estaba dando su compañero.
Cuchillo me seguía bombeando. Yo lo abrazaba con mis piernas y mis brazos, y mi rostro se ocultaba en el cuello del negro para ahogar cualquier jadeo. Pero era el negro el que cada vez gemía más fuerte, iba a acabar pronto. No me estaba cogiendo, me estaba usando para vaciarse. Lo besé para taparle los gemidos y que no los escuchara Camilo.
—Que te va a oír el cornudo… —le murmuré con malicia.
Eso le gustó y aceleró.
—El que sigue…
Podía sentir los veintitrés centímetros de verga entrarme y salir. La cabeza, el cuello, las venas… En esos dos días había aprendido más de sexo que en toda mi vida, a pesar de que solo me usaban. Me dije que de verdad no pararía hasta conocer a cada negro por la rugosidad, el largo y anchos de sus pijas.
—El que sigue…
El silencioso moreno no dijo nada. Ni siquiera dijo “me vengo”, ni “ahí va la leche”, ni me lo dedicó “al cuerno”, como hizo las otras veces. Simplemente empezó a acabar. Adentro. Bien a su gusto. Tuve que cubrirle la boca con la mano para bajar aún más el orgasmo contenido.
—El que sigue…
Acabó y acabó en espasmos cada vez más lentos, hasta finalmente escurrirse la verga adentro mío. Se desenganchó de mí y toqué suelo frío con ambos pies. La leche comenzó a bajar por el lado interior de mis muslos, y el negro simplemente se alejó, sin dedicarme siquiera una mirada.
—El que sigue… —dijo otra vez el cuerno, y Yunko, que estaba junto a nosotros, sonrió y dijo:
—Ya lo creo que el que sigue.
Y me tomó de la cintura como si fuera la puta de la isla, la que se acuesta con todos sin rechazar a nadie. Me inclinó el torso levemente hacia delante hasta que tuve que apoyar ambas manos, y me penetró igual que a un pedazo de carne.
El que entró a la biblioteca de Camilo fue Cuchillo, con la verga aún chorreante y tibia dentro del pantalón. A recibir su pago.
—Hola, Cuchillo. Una lástima que no pudieron hacer nada, pero igual les pago el día por el tiempo que les hice perder.
—Algo pudimos hacer.
—Cuando salgas de acá, ¿no me la buscás a mi mujer y le decís que venga? No sé dónde andará.
—En la cocina. Acabo de servirle la leche.
Escuché todo al lado de la puerta abierta. El diálogo y cómo se quedó mudo mi marido, que se hizo el tonto. Cuchillo salió. Yunko seguía bombeándome en silencio y yo me iba cada vez más adelante. Tuve que agarrarme del marco de la puerta para no caerme.
Y ahí Camilo vio mis uñas pintadas.
—¿Fátima?
No me quedó otra que aparecerme. Las dos manos sobre el marco y la cabeza asomándome de costado.
—Sí, cornudo.
—Fátima, shhht! ¡Dijiste que solo ibas a bromear con eso cuando no hubiera gente!
—Si acá no hay nadie, cornudo.
El siguiente negro que fue a cobrar entró a la biblioteca. Yunko, a mis espaldas, retomó el bombeo. Traté de contener el movimiento de mi cabeza para que Camilo no se diera cuenta. No creo que lo haya logrado.
—¿Por qué te asomás? Pasá.
No sé si desde adentro de la oficinita se escuchaba, pero el fap fap de Yunko contra mis nalgas era cada vez más fuerte y consistente.
—No puedo, cuerno. Me tienen clavada contra la pared.
—¿Que qué?
Esta vez ni me pidió que no le dijera cornudo, a pesar de que había un negro en el despacho. A esa altura yo estaba segura que él sabía que los negros me habían cogido a sus espaldas. No podía ser tan estúpido. No lo era.
—Se me enganchó un clavo de la pared en la camisa y estamos tratando de sacarlo sin que se me estropee la ropa.
—¿Estamos? ¿Quiénes?
—Yunko. —De pronto no me importó nada. Si el plan de mi marido era hacerse el idiota para no perderme, iba a explotar esa debilidad al máximo. Giré mi rostro hacia atrás y dije suficientemente alto fuerte para que escuche Camilo—: Más… adentro...
Yunko sonrió y aceleró el bombeo hasta hacerlo furioso. Yo seguía asomando hacia la biblioteca solo la cabeza.
—¿Más adentro…?
—Está forcejeando con el clavo y la ropa. ¿Qué querías, cornu… —hice como que me di cuenta de la presencia del negro en la biblioteca—. …Camilo?
—N-nada… Solo que me… acompañaras…
—Dame un minuto que Yunko me acabe acá atrás y estoy con vos… ¿O preferís que te acompañe desde acá, mi amor?
Yunko acabó antes del minuto, producto del morbo con que le había hablado a mi marido. Me llenó la concha de leche, que fue a mezclarse con la de Cuchillo.
Entré al a habitación en bombachita y camisa suelta, mientras el anterior salía con el dinero en la mano. Yunko entró detrás mío. Me ubiqué junto a mi marido mientras la leche del que ahora estaba cobrando se me escurría por las piernas. Ver a mi marido poner un billete sobre el otro al que acababa de cogerme me provocó un escalofrío dulzón. Le había pagado a todos los negros por garcharse a su mujer, solamente eso casi me provocó un orgasmo.
Cuando le pagó al último, no pude evitarlo y besé a mi cornudo en la boca. El peor marido del mundo se había convertido en el mejor de todos.
—Vamos al muellecito, ya debe estar por llegar Rómulo.



31.
Rómulo regresó con su bote a las ocho, como estaba pactado. Nos recibió a todos ojerosos y agotados, con rostros que no habían dormido. Los negros, porque esa noche se habían pasado por la piedra a mi mujer unas tres veces cada uno; Fátima, porque no estaba acostumbrada a que la penetraran de a dos o más a la vez; y yo… porque me pasé toda la noche espiando a mi mujer siendo empalada y matándome a pajas. Dos veces me escapé por atrás para mirar por la ventana, y cinco pajas epopéyicas me demacraron el rostro y me dejaron la pija como acalambrada.
Fátima ni tuvo tiempo de bañarse. O voluntad. Saludó a Rómulo con los cabellos revueltos y sus ojeras, y estoy seguro que la experiencia de su macho le hizo notar los lechazos en el cabello, en el rostro, y en los pechos, ahí donde el escote nunca cubría.
—¿Y Samuel y Eber? —se sorprendió el balsero.
—Durmiendo en la casa… estaban molidos.
—Me imagino —sonrió el maldito, emputeciéndola en esa insinuación pícara.
Yo no bajé al muellecito. Y esta vez no fue por la incomodidad de la silla, sino por evitar la mirada escrutadora y jueza de Rómulo. En cambio, desde ahí arriba, vi cómo el balsero miraba descaradamente el culo y el escote de mi mujer, sorprendido porque iba más suelta de ropa que nunca y entre tantos hombres. Y sorprendido, creo yo, por el trato descarado de los negros para con ella, saludándola como a una más que amiga de toda la vida y magreándola sin disimulo en cada abrazo o juego de manos para hacerle una broma. Rómulo vio con ojos abiertos cómo varios negros metieron manos furtivas entre la camisa de Fátima, para llevarse un último contacto de sus pechos, y hasta le robaron cortos besos en la boca, mientras yo miraba todo desde arriba como un patético marido pusilánime.
El clima era jocoso, se hacían bromas y chanzas que otra vez terminaban en un descuidado toqueteo a mi mujer. Parecía el final de una despedida de soltero, en la puerta de un burdel. Hasta Rómulo, que nada tenía que ver con la complicidad de los demás, se atrevió a hacer comentarios y manosear visiblemente el culazo de Fátima al despedirla.
Mi esposa subió el senderito hasta la cima del barranco y se unió a mí. Aunque agotada, estaba radiante y llena de vida, su rostro demacrado no lograba ocultarlo. Me tomó de la mano sonriendo, y me besó brevemente en los labios. Tenía olor a sexo y ese gusto raro que le había probado tanto las últimas treinta y seis horas. Se puso a mi lado y de pronto los dos estábamos juntos mirando cómo el bote de Rómulo se alejaba con cada ola, entre las risas de las bromas que se hacían los negros.
—Al final con todo lo que llovió no pudieron ni empezar con la casilla de Samuel y Eber.
—Tendremos que llamarlos otra vez para que vuelvan a hacerlo.
—¿El mes que viene?
—Sí, solo esperemos que ese día no haya mal clima porque entonces tendrían que volver otra tercera vez.
Fátima tomó los manubrios de mi silla, atrás mío, y empujó para regresar por el sendero que iba a la casa. Me pregunté si me habría perdonado como yo la había perdonado a ella.
Apostaba a que sí.
—Y bueno… que vengan las veces que haga falta.


FIN DE LA NOUVELLE


La Isla del Cuerno
Por Rebelde Buey.
(c) 2020 Rebelde Buey

Nota: Si vas a hacer una copia de este relato, te sugiero que esperes unos días a las primeras revisiones/correcciones, así obtenés un mejor texto.



Si a mis 29, hasta conocer íntimamente al Sapo, no sabía nada de la vida, se podrán imaginar a mis 16.
En la sociedad de Buenos Aires —me refiero a la Alta Sociedad, a la que yo pertenecía— las familias celebraban el paso a la adultez, de las niñas, a los 15. Era cumpleaños, fiesta y presentación en sociedad, que era un eufemismo para oficializar el ingreso de la nueva mujer en el mercado matrimonial. Entre los quince y los dieciséis, una a una iban siendo colocadas —reservadas— para determinadas familias o viejos solitarios de fortuna que decidían sentar cabeza o constituir herencia. A veces una se casaba rápido. Otras, los hombres se tomaban un tiempo para retirarse de la soltería mientras te mantenían depositada en esa congeladora social que era el compromiso. Congeladora que a ellos no les afectaba, desde ya.
Por eso me gustaba Camilo. Porque no era como el resto de los hombres. No se ponía por encima mío, ni me destrataba ante otros pares. Lástima que no era un hombre hecho y derecho aún, era un chico como yo, apenas un par de años mayor. No tenía fortuna propia. No tenía un negocio próspero que hubiera forjado para sí.
Y no tenía agallas para proponerme matrimonio. O siquiera robarme un beso. Éramos amigos. Muy buenos amigos. Los mejores amigos del mundo. Y sé que se moría por mí.
Pero callaba.
Así que esperé que juntara ánimos.
Y esperé un poco más.
Y esperé, esperé y esperé.


El duque Mássimo Milano se reunió con mi padre un año después de mi presentación en sociedad, cuando ya tenía dieciséis. Era jovial y divertido, con un espíritu aventurero como el mío y con una picardía en sus ojos y labios siempre latente, quizá la misma picardía que pudiera tener yo si no hubiera sido una señorita. El duque era todo eso pero también era muy grande para mí. Demasiado, para mi gusto.
A papá no le pareció tanto y aprobó enseguida la solicitud del duque. Esa noche lloré. No por tener que casarme con el viejo, sino como una forma de hacer el duelo, de renunciar para siempre a Camilo, que era de quien —ahora me daba cuenta— estaba realmente enamorada. Mi madre vino esa noche y me consoló. Me explicó qué significaba ser una mujer, y muy especialmente una esposa. Que debía ser fuerte. Que debía tomarlo con entereza y buena disposición y eso haría todo más sencillo. Que apenas tuviera uno o dos hijos todo iba a cambiar, que viviría para ellos y ya ningún marido, por más duque que fuera, podría reclamarme demasiado. También me dijo algo que en ese momento no entendí cabalmente, pero que al menos me quitó la angustia sobre el futuro.
—Mi amor, ya vas a ver cuando estés casada que una esposa siempre encuentra herramientas para paliar los malos momentos, para desahogarse en la angustia o aliviar la soledad. Los hombres como nuestros maridos, hermanos o padres suelen viajar mucho por negocios y antes de que te des cuenta, vas a notar que pasas más tiempo con el chofer, con los jardineros o los amigos de tu marido que no trabajan, que con tu propio esposo.
—Es… muy triste…
—Sí, hay días que sí.
No volví a ver por mucho tiempo a Camilo. Se fue a Entre Ríos dos días después que se enteró de mi compromiso. Sin una charla. Sin una carta siquiera. Como si nunca hubiese sido mi mejor amigo de los últimos dos años. Como si nunca me hubiese amado él también.
Y ante esa actitud huidiza, cobarde, recuerdo que lo maldije y me convencí de que si él no era capaz de jugársela por mí, entonces era mejor que no fuéramos nada. Porque si era así de poco hombre para luchar por mí, qué quedaba para los años que siguieran al casamiento.
Seguramente era lo mejor, me dije, porque si iba a ser así de poco hombre en el matrimonio, hubiese terminado siendo uno de esos cornudos conscientes y resignados. Y eso nunca lo permitiría.



 — B O N U S —

Luego de esa doble jornada con los negros, el Sapo también comenzó a cogerse a Fátima en la casa del cornudo. Camilo comenzó a encontrar a su mujer deambulando desnuda por la casa innumerables veces, sin amonestar a su esposa y sin preguntarle al Sapo por qué cada vez se quedaba más tiempo en la pieza con su mujer.


Camilo comenzó a pedirle a su esposa que se mostrara un poco para su deleite erótico. Nunca le dijo que ya no tenía problemas de erecciones, aunque calculaba que ella podría adivinarlo. Así, Fátima comenzó a mostrarse desnuda ante el cuerno solamente en las tardes o noches en que iba a coger con sus amantes, sean el Sapo, los negros o algunos tipos de las islas de alrededores. Terminó desnuda para su marido casi todos los días.


Unas semanas después, Camilo entró a la habitación de los negros y encontró a su mujer a punto de dejarse amartillar por Rómulo, que comenzó a usar menos la despensa y más la cama matrimonial. Camilo aprovechó que ni su mujer ni el balsero lo vieron (se estaban desvistiendo) y volvió sus pasos antes de que notaran su presencia.


Para la segunda llegada de los peones negros, el emputecimiento en la manera de vestir de Fátima ya era total. Los negros la iban cogiendo a toda hora y en cualquier lugar, sin esperar a la noche y ya sin cuidarse del cornudo, y Camilo debía inventar mil argucias para no toparse con las volcadas de leche que le propinaban a su esposa cada media hora.



27 COMENTAR ACÁ:

Anónimo dijo...

Luks: como que fatima cambio totalmente.. y no es la fatima que conocia... ademas de que ya como que todo en la historia se fue a la mier.. porque a nadie le importaba nada disimular... lo digo de onda igual para mi del 1 al 10 seria un 4 una buena historia igual

Anónimo dijo...

1.- Nos emociona ver publicado mucho ver publicado un nuevo capitulo de "La Isla"
2.- Pero para nuestra mala suerte, hasta el sabadito lo podremos leer pues tenemos visitas en la casa, sufriremos MUCHO por la espera.
3.- Pero será una espera EMOCIONANTE...! te lo comentamos terminando de leerlo, ya tu sabes.

Sra. y Fede.

Rebelde Buey dijo...

hola, Luks.
Oh, qué lástima que no te gustó. Creo que la historia no cambió totalmente sino que "fue cambiando". Si te fijás, ya en el capítulo anterior tanto Fátima como Camilo no eran los mismos del capítulo uno. Ella era más zafada y él más resignado. Pero a la vez menos que en el final. Lo mismo sucede con el capítulo 3, y así. La idea de una novela o miniserie (las que tienen un final) es justamente que los personajes cambien (que mejoren o que se hundan).
Pero bueno, todo esto en realidad mucho no importa: si no te gustó, no te gustó jajaj, por más explicación técnica que traiga xD.
Espero que la próxima te guste más. Pero tené en cuenta que las novelas y mini series (como la próxima MI MUJER, LA DOMÉSTICA DE MIS AMIGOS) siempre tienen personajes que evolucionan. Siempre.
Las historias donde al final todo vuelve a estar como al principio son las series (las eternas, sin final), como Los Simpson, por ejemplo, que no importa qué suceda en el medio, los personajes y el status quo se mantienen indemnes. En este blog, un ejemplo serían Andrea y Cornelio, Junior, La Turca y otros.
Te agradezco tu comentario, me ayuda un montón para saber cómo caen los relatos. Los comentarios son como una brújula para mí, pues voy constantemente a ciegas en esto de escribir. Gracias!

Rebelde Buey dijo...

Pues será hasta el sábado entonces, amigos. Acá los espero!

Toño dijo...

Estimado Rebelde, vaya que valió la pena la espera de esta entrega, te reitero mi felicitación y agradecimiento por tan buen trabajo.

Fede dijo...

La historia es excelente, los que vivimos la sexualidad en la modalidad cuckold, entendemos que es así.

Anónimo dijo...

Y a lo terminamos y...?
Es simplemente "Una Obra de ARTE!"

Federico y Sra.

Rebelde Buey dijo...

Muchas gracias, Toño!!! =D
ahora, a seguir inventando historias ^^

Rebelde Buey dijo...

me alegro que les haya gustado, amigos! espero hayan disfrutado este final tanto como el transcurso de la serie

Anónimo dijo...

PRIMERO.- Queremos iniciar contando una confección?
Nosotros” estábamos contentos con la seria hasta el capítulo anterior, incluso creíamos ¿que ya había terminado la serie?
Fue hasta que leímos las respuestas que le das a los lectores, que supimos aún faltaba MÁS por contar.
Pero…?
Ahora que leemos este capítulo, agradecemos que la serie continúe, todo lo que escribes ensambla perfectamente en tus historia, sin duda tu talento aparte de ESCRITOR, eres EDITOR..!”
Aplausos para tu “Mente”
Federico.

Anónimo dijo...

SEGUNDO.- Este capítulo parece bufet de restaurant caro, $$$ pues tiene de TODO y con mucha calidad; Erotismo, DRAMA, Morbo, ESCENOGRAFÍAS, etc…
Y queremos recalcar eso, la escenografía, que realizas al escribir tus historias, es simplemente de otro nivel, casi mágico, uno lee, pero inmediatamente se imagina la escena.

Nuestros respetos
Federico y Sra.

Anónimo dijo...

TERCERO.- Nos agradó Que iniciara con el pensamiento y SENTIR de Fátima, es como leer un POEMA, y su aceptación de amor a la verga, grande, y dura, del Sapo, fue; ¡ESCANDALOSO!!!” pero…? Glorioso.
No me canso de leerlo.

Continuamos señalando unos de los momentos las GUARROS (Lo decimos Como elogio) de nuestra protagonista Fátima, y que me hice agua al leerlos:

1.- Cerraba los ojos, Siempre los cerraba, Me sentaba sobre el vergón y Cabalgaba con los ojos cerrados, y entonces ese vergón, eran todos los hombres.
(Morí al leerlo, yo también cierro los ojos!”)
2.- Es mi ropa de trabajo es para estar más cómoda, Además sabés que a Samuel le gusta que ande vestida así… Asumir que ese peón con ínfulas de rey tenía más derechos sobre mi propia esposa y su manera de vestir
(Jaja, que el peón la vista, es glorioso)
3.- Este es mi marido Camilo, me presentó Fátima con una sonrisa inquietante, Es el que les va a pagar, así que es al que más tienen que respetar.
(Jaja, al que ahí que RESPETAR!)
4.- me llevó a la cocina Mi amor esto es un lío, Ponete a hacer la cena, que yo voy a encargarme de los diez negros, Tomé aire como para decir algo iba a negarme a su pedido, al menos quería ir con un poco de dignidad a cocinarles a los que se iban a garchar a mi mujer, “!No pude…! Fátima giró sin darme la oportunidad y salió de la cocina moviendo sensualmente sus ancas.
(Jaja, cocinarle a los negros!)
5.- Ay Dios mío, Cómo te siento la leche, Cuando el primer negro que le acabó se desplomó en su espalda, el siguiente negro con cara de mala persona, tomó a mi mujer de los cabellos y la reacomodó brutalmente sobre la cama, siempre estirada boca abajo, El quejido de dolor de Fátima se ahogó de inmediato contra el colchón, y ni tiempo a limpiarse, Esgrimió su verga tan larga y la clavó sin permisos ni mayor trámite, ¡Pará el culo putón!
(El trato a Fatima es indignante y sublime, al mismo tiempo)
6.- Me ubiqué junto a mi marido mientras la leche del que ahora estaba cobrando se me escurría por las piernas.
Ver a mi marido poner un billete sobre el otro al que acababa de cogerme me provocó un escalofrío dulzón.
Le había pagado a todos los negros por garcharse a su mujer, solamente eso casi me provocó un orgasmo.
(esto es un momento “Alucinante” PAGAR..!!!)

Con respeto y Admiración de
LA QUE MANDA.

Anónimo dijo...

CUARTO.- Y leer el sentir del Cuerno, es HUMILLACION al 100% y eso es excelso, magistral.

1.- ver bajar a una decena de negros jóvenes y musculosos que van a cogerse a tu mujer como si fuera su puta, cómo se la irían a coger en manada, Me miraba como si tuviera un cartel de cornudo en la frente, Era tan obvio que esos negros estaban allí para cogerse a mi mujer, aun sin decir nada.
(Lo del cartel, SI lo imagine)
2.- la iban saludando con un beso más que confianzudo e invariablemente todos, con eternas tomas de cintura o de ancas cuando la besaban, Era tan manifiesto que la estaban midiendo, que ni mi mujer ni yo hicimos el mínimo comentario a la manera cruda, en que cada negro le miraba los pechos.
(que confiancitas de estos negros)
3.- ¿Por qué te gusta tanto decirme cornudo? No me gusta sabés que nunca te fui infiel, Ahora negaba que la había descubierto en la cama, Pero acordate que si no te tendría que decir cobarde, Podrías decirme “mi amor” -cuando vos enfrentes al Sapo y le pidas explicaciones
-De por qué trató de puta a tu mujer, y le exijas una disculpa! yo dejo de decirte cornudo, Maldita Sabía que nunca iba a animarme a enfrentar al Sapo, que era capaz de admitir sin vacilaciones que me la había cogido y poniéndome en un lugar de exposición y vulnerabilidad total, Y mucho menos me iba a atrever a pedirle una disculpa, E-está bien… dije con la derrota en todo mi rostro, Ella sonrió triunfal
(Esto es magistral, cornudo y COBARDE, aplauso se pie, por una Hora, señor escritor)
4.- usufructuando los encantos de mi esposa, Doce negros oscuros y lascivos como la noche y una mujer blanca y pura como una novia en el altar, Sobre la cama había cinco chacales, mi Fátima se mantenía obediente y en cuatro patas como una yegua, con ojos cerrados y el labio inferior mordido, La sacudía uno de los negros más jóvenes
(Jaja, tan pura ella, casi un ÁNGEL)
5.- Camilo me espabiló Samuel, con su voz masculina que cada día sonaba más a una voz de mando, Usted es el patrón, ¿por qué no va con Eber a la casilla y le indica lo que tienen que hacer los muchachos?
No dio lugar a dudas ni cuestionamientos. Abrió la puerta de la casa, casi pegada a la cocina, y por su postura y expresión no había manera de interpretar eso como una sugerencia. Era una orden. —Sí… sí, claro… —dije
(la irreverencia del Samuel, es de MANDO! jaja.)

Nuestro respeto
Federico.

Anónimo dijo...

CUARTO CONTINUACION.- Los detalles de Humillación al Cuerno, en este capítulo, son incontables, pero muy morbosos, aquí solo algunos, el detalle “DEL CLIMA” nos parece tan dramático:

6.- me llegaban algunas risas masculinas de aprobación de suficiencia de machismo taxativo ante una hembra pública. Con dueño, pero más pública que ninguna otra.
Escuchar sus siseos obscenos, sus murmullos de triunfo, y los gemidos de rendición a la pija de mi mujer.
(Burlarse de la Mujer rendida, esos negros No conocen el Respeto, Jaja)
7.- Empecé a llamar a los negros en un reflejo patético ¡Samuel! Pero solo me respondía la voz gemida de mi mujer cabalgando sobre la brisa Más… Más Así negro así Oh por Dios Ahh…
Mi desesperación era tan grande como mi erección.
Intenté otra vez pero la silla estaba enterrada bien profundo en la huella. Como mi mujer en ese momento.
—¡Fátima! —grité como el cornudo de la isla que era. Un trueno cargado explotó en ese momento. Y soltó sus primeras gotas, que me dieron en el rostro como lágrimas.
—¡Fátimaaaaaa!
Se la estaban garchando en la habitación principal, en nuestra cama matrimonial, y yo ahí atorado como un imbécil.
Comencé a tiritar del frío Otro negro Volvían a garchársela a ritmo
—¡Ahhhh…! … ¡Ahhhh…! ¿Cuántas veces le iban a reiniciar la concha?
¿Cuántas veces me la iban a llenar?
¿¡Cuántos orgasmos, pedazo de puta!?
(el clima es una elegancia en la narrativa)
8.- ¡No! —grité en un reflejo Ya bastante humillación sentía con el Sapo asumiendo que se estaban cogiendo a mi esposa, Que la viera a ella desnuda y en la habitación empernada vaya a saber por cuántos, solo iba a multiplicar mi vergüenza, hasta el fin de los días.
(Nunca imaginamos que en la humillación al cuerno, pudiera existir, algo de decoro, Jaja, eres bien malvado escritor)

-ESTO ES ORO-
9.- Pero no corresponde que yo les pague, Sonrió con algo de malignidad -El dinero se lo tenés que dar vos que sos el hombre de la casa. Pobre cuerno mío Le temblaban los dedos en cada billete que daba, y tuvo que dar muchos, porque a último momento me agarró una emoción de burla, y le insistí para que le pague en mano a cada uno de los trabajadores.
Los diez negros fueron pasando uno por uno, del mismo modo que las dos últimas noches fueron pasando entre mis piernas

(Me imagine esta escena durante todo mi dia de trabajo y SUFRÍ mucha angustia y morbo, por el cuerno, (aplausos) esto es el pináculo de la Humillación, pagar por que se cogan a tu mujer, “!Eres un GENIO!”)

Federico.

Vikingo Miron dijo...

Bueno realmente hay que tener algo bien claro, para analizar correctamente este relato así como la saga en general es que hay que tener gusto y conocimiento por la vida Cuckold, o sea ser cornudo o llegar a serlo.

Personalmente este final me pareció increíble con alto contenido erotico, sexo interracial, gangbang, humillacion y todo lo justo para generar un gran placer a todos los cornudos en alma y mente.

Se nota que Rebelde penso algunos momentos muy dedicados, la humillación de Camilo trancado en la lluvia o la confesión de el mismo con sus 5 pajas (momentos supremos).

Me encanto todo, de las mejores sagas Rebelde si no es la mejor pega en el palo, logicamente a mi gusto.

La escena final con su toque romantico humillante es otra obra de Arte.

Gracias por tanto maestro.

SALUDOS VIKINGO MIRON

Anónimo dijo...

Este fin de semana, Leeremos otra vez, toda esta MARAVILLOSA Saga.

Saludos.

David tatuado dijo...

Hola, me gustó mucho la serie.
Cómo van evolucionando/liberandose los personajes me encantó.
Gracias por esta serie!!.

Rebelde Buey dijo...

buen ojo, federico. gran parte de mi vida me gané el jornal siendo editor, justamente. y era bastante bueno, eh? =D
aunque me hubiese gustado mencionar en este capítulo cuando los negros ven los cuernos de alce sobre la entrada de la casa. no pude ponerlo y que quede natural en el texto que ya tenía, espero en futuras correcciones pueda agregarlo.

Rebelde Buey dijo...

particularmente en este capítulo la escenografía era importantísima. me gustaba la idea de las nubes "negras" cerrándose sobre la casa, del mismo modo que los doce negros se iban a cerrar sobre Fátima.
siempre supe que iba a llover, para dejar sobre el final la idea de que los negros deberían volver con la excusa de que la lluvia no los dejó trabajar. pero cuando se me ocurrió que Camilo quede estancado en el barro, ahí el clima pasó automáticamente a ser un personaje más.

Rebelde Buey dijo...

Estaba seguro que la escena de hacerlo pagar te iba a provocar lo mismo que a Fátima: escalofrío dulzón jajaja

CONFESIÓN DE AUTOR: las palabras de Fátima que abren y cierran el capítulo no fueron pensadas para abrir y cerrar. Fueron textos que comencé a escribir tratando de interpretar y entender a Fátima, sospechando que terminarían siendo un capitulito con su punto de vista. Los escribí en distintos días, con distintos ánimos, y en ninguno de los dos casos los llevé a buen puerto.
Pero cuando volqué todo al Word me di cuenta que las palabras de ella, así como estaban, eran una introducción entre dulce y sexópata, que calzaba bien con este capítulo. El segundo texto lo mandé al final para lograr simetría, y tuve que redondearlo mucho más para que cerrara. Queda algo distinto de los capítulos anteriores, pero no me importó. Me gustó cómo quedó, así que lo mandé igual ^^

Rebelde Buey dijo...

Tal vez la humillación del cornudo radique en fracasar al intentar salvar su decoro y dignidad. A mayor fracaso, mayor humillación. Y si el fracaso se da de a poco, en cuenta gotas, lo mismo su humillación. En este último caso, el pobre cornudo siempre —pero siempre— tiene la esperanza de guardar aunque sea un mínimo de dignidad ante su mujer. La misma que seguramente está cabalgando sobre el falo de otro.

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias, Vikingo!
efectivamente, la escena de la lluvia fue bastante trabajada. en esta saga me impuse (y creo que lo logré) conseguir una escena memorable por capítulo. Algo así como "la escena de... [tal cosa]). En el Cap 2, fue la escena de los cuernos sobre la puerta, en el 3, la escena de Fátima enfurecida con Camilo por no defenderla cuando el Sapo le dijo a él "cornudo", en éste, es la escena del Camilo atorado en el barro, bajo la lluvia, y así...
no prometo hacerlo siempre porque es muy trabajoso jajaj pero siempre lo intento.
por cierto, a qué escena te referís con escena con toque romántico? ¿a la que relata Fátima, con letra inclinada?

Rebelde Buey dijo...

me alegro mucho, David Tatuado (hacía rato no se te veía por este barrio). . justamente la idea de esta miniserie era esa, mostrar cómo una señorita de familia y costumbres tradicionales rompe con las convenciones de su época, motorizada por el destrato de su marido

Anónimo dijo...

NO Mames...!!!
Esa idea es GENIAL"
Exibicion, Morbo, Humillación, etc...
esa idea lo tiene TODO.

Ojala la incluyas, aunque sea una anexo pequeño.
Pero...? ese acto merece estar en le ISLA.

Federico.

Anónimo dijo...

Aplausos de pie por una hora..!
Nos encanto eso por el efecto DRAMATICO.

Aclaramos nosotros lo leemos por el sexo.
Pero...?
Ese DRAMA hace que una historia suba de nivel.
De BUENA a "EXCELENTE"

Federico.

Anónimo dijo...

Pues a Nosotros nos Fascino.

trabajabdofederico dijo...

Solo pasar y Desearte FELIZ noche Buena,
Nuestro ADMIRADO Autor.

Sra. y Federico

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