JULI (Y EL CORNUDO DE TETAS) • ANEXO: JUEGO LIMPIO Y JUEGO SUCIO
(VERSIÓN 1.1)
Por Rebelde Buey con Isabel Andada.
IMPORTANTE: Los eventos de este Anexo suceden antes y después de lo acontecido en el primer anexo (Fair Play). Recomiendo leer primero la mini serie JULI (Y EL CORNUDO DE TETAS), que encontrás completa en este mismo blog.
1.
La entrada ocupaba todo el frente del club, metiéndose unos siete metros hasta unos cortinados marrones salidos de una película de Palito Ortega. El piso estaba limpio, pero se notaba cansado; y unos tubos fluorescentes ayudaban a la luz que venía de la calle, que ya se retiraba con el sol. Olía a tabaco frío y a linimento, y me pregunté si no habría exagerado con mis gotitas de Carolina Herrera que había rociado en el cuello y el nacimiento de mis pechos.
Como si me leyera el pensamiento, Mateo me recriminó:
—No empieces, ¿eh? Yo no quería que vinieras.
Y yo no iba a venir, hasta que me enteré que a mi marido lo iban a acompañar Bencina, Wate y Adrián.
Pero yo también podía leer la mente de Mateo. La queja no venía por el perfume ambiente. Cada tanto me echaba un vistazo de reojo, mordiéndose por no decir nada sobre mi vestidito rosa viejo, corto como un chorrito de soda, y escotado como la boca de una jarra de vino.
—¿Seguro que Bencina va a venir? —pregunté para pincharlo. A esa altura Bencina me cogía mucho más que mi pobre Mateo. Bueno, Bencina y los otros. Le había ido inventando a mi marido excusas vagas para no hacerlo, hasta que lo acostumbré a que me hiciera el amor solo una vez por mes. Ay, si supiera que sus amigos me cogían dos o tres veces por semana, se pensaría que soy una puta.
Mateo frunció el ceño. Últimamente no le gustaba cuando mencionaba a otros hombres. Quizá debería aflojar con la abstinencia y permitirle un poco más, para mantenerlo conforme. No sé. Yo lo haría, amo a mi marido. Pero Bencina siempre se plantó en que no le gustaba que Mateo me cogiera mucho. Decía que mi macho era él. Un poco melodramático, ¿no?
—Dijo que sí —respondió Mateo sin poder evitar mirarme las tetas. Pobre, ya había pasado el mes y no aguantaba más. Para peor, creo que tenía esperanzas de hacerme el amor esa noche. Pero si Bencina estaba en la premiación, lo dudaba. Nunca me quedaban ganas de coger cuando él o sus amigos me devolvían usada.
Nos dirigimos a un escritorio de madera grande, apolillado y lleno de marcas y tajos hechos varias décadas atrás. Había una mujer muy mayor, muy bien vestida, con sombrero y todo, y otra señora más ordinaria de unos 60 años, quizá la dueña del quiosco concesionado del club. Estaban ahí para cobrar las entradas (casi regaladas) y entregar los boletos para una rifa de no sé qué cosa.
Y a cinco metros, apoyado contra una de las paredes laterales, como si el club fuera suyo, estaba un hombre no muy alto, peinado con gomina y vestido con un traje con brillantina, que nos observaba con el interés de un cazador. Se lo veía un poco ridículo, y así y todo —o a pesar de ello— irradiaba una seguridad en sí mismo que lo convertía en el centro de gravedad de todo.
Justo antes de que Mateo y yo llegáramos al escritorio de las dos señoras, el tipo se despegó de la pared como un resorte y caminó hacia nosotros con una sonrisa de bienvenida.
—¡Pero qué honor tener una pareja tan glamorosa aquí! —exclamó con entusiasmo exagerado. Su mirada no se apartó de mí, ni trató de disimularlo—. Si hasta parecen salidos de una revista. —Volvió a repasarme de arriba abajo sin pudor, y luego añadió—: No permitiré que paguen entrada; no, señor. ¡Hoy serán mis invitados! Ah, qué descuido el mío… No me presenté. Disculpen. Yo soy Valentino “El Glande” Rojas, alguna vez jugador de la reserva del Deportivo Riestra y hoy su humilde anfitrión y conductor de esta gloriosa premiación.
Valentino quitó los boletos de las manos de la vieja quiosquera y nos las ofreció.
Mateo extendió la mano para recibirlos, pero Valentino el Glande lo ignoró por completo. En cambio, me miró a los ojos y me entregó los boletos con una sonrisa que pretendía ser encantadora pero que me resultó tosca y algo pajera. Apenas los tomé, la mano del anfitrión rozó la mía, luego la retuvo un segundo más de lo necesario y, cuando finalmente la soltó, dejó que su dedo deslizara una caricia apenas perceptible sobre mi muñeca. No lo aparté de inmediato, pero sí bajé la mirada, como si no supiera qué hacer con ese gesto. Un juego viejo, conocido y arriesgado, aunque efectivo. Si la mujer es de las fáciles.
—No hace falta, de verdad… —murmuré con falso pudor.
—No puedo permitir que una dama tan hermosa saque dinero de su bolso para ingresar a mi humilde evento —añadió Valentino con sonrisa de pelícano.
Mateo casi rio por lo estrafalario del personaje, y agradeció con una inclinación de cabeza, condescendiente. Yo, en cambio, le respondí. El tipo era cualquier cosa menos atractivo, pero su desfachatez y descaro de alguna manera me tenían agarrada.
—Soy Juli, y él es mi esposo Mateo —dije, colocando mi mano en el brazo de mi marido, como reafirmándolo. También era una manera solapada de decirle “este es mi cornudo”. Mis ojos nunca dejaron los de Valentino, y debo decir que hubo una breve e inexplicable electricidad en ese cruce de miradas.
—Encantado. Pasen, pasen… —dijo nuestro anfitrión, abriendo los brazos y gesticulando como si estuviera invitándonos a la alfombra roja. Mateo avanzó primero. Yo lo seguí, y Valentino lo hizo también, a mi lado, demasiado cerca. Su mano encontró con naturalidad mi espalda, en un gesto de acompañarme. Luego bajó, como quien no quiere la cosa, hasta mi cintura, y enseguida más allá, apoyándose sobre mis ancas. Le aparté un poco tarde y de manera disimulada, sin brusquedad, y le sonreí como si no supiera lo que él estaba haciendo.
Cinco o diez metros después del escritorio de entrada, un cortinado pesado de terciopelo se abrió y allí estaba el salón de premiación, un patio con decenas de sillas repartidas y un escenario de madera y tubos de hierro más atrás.
Rápidamente Mateo encontró con la vista a sus amigos y les hizo señas. Valentino nos despidió, aprovechando para tomarme de la mano mientras mi marido iba al encuentro de Bencina, Wate y Adrián. El roce de manos volvió a durar unos segundos de más, pero lo que me dijo que ese tipo estaba dispuesto a todo, fue su mirada de depredador. Sobre mi humanidad, sobre mis labios, mis pechos, mis muslos...
La noche podía terminar —literalmente— de cualquier forma.
2.
El patio del club no era otra cosa que una canchita de fútbol de baldosas ásperas de tan gastadas, y líneas blancas corroídas hasta desaparecer. Las luces, allá arriba, iluminaban con un tinte ambar, haciendo que todo se viera un poco más viejo de lo que ya era. El murmullo de la gente, el llanto de algún bebé y la canción de Rafaela Carrá que se escuchaba por los parlantes, tenían la reverberación de los espacios grandes y altos. Miré alrededor. La gente comenzaba a acomodarse en las hileras de sillas de plástico, pero todavía faltaba para llenarse.
Nos encontramos con Bencina, Wate y Adrián. Sus miradas fueron poco sutiles, mucho menos de lo acostumbrado, lo que me puso nerviosa. Me cogían a espaldas de mi marido, sí, pero mi marido no era idiota. A veces los hombres no entienden nada. En fin, ahí al lado de Mateo me recorrieron con los ojos de arriba abajo, con sonrisas de carnero. Entiendo que yo estaba atractiva. Realmente atractiva. Creo que Mateo los disculpó en silencio justamente por eso, pero de todos modos, no me gustaba cuando hacían tonterías adolescentes como mirarme así delante suyo.
—¡Ahí está el crack! —exclamó Wate, dándole a Mateo un apretón de hombro—. ¡Nominado al Fair Play, jaja! Si no fuera por vos, nos hubiéramos cagado a piñas más de una vez.
—No lo digas como si fuera algo bueno —protestó Mateo, medio en broma, medio en serio.
—Vos sos como nuestro Papa, el enviado de la paz —bromeó Adrián, y aprovechó el revuelo de saludos para volver a mirar sin vergüenza mis pechos metidos en el escote apretado.
Bencina me lanzó una mirada nerviosa, como si necesitara decirme algo. En ese momento, Wate sacudió la botella de agua y desparramó un poco de líquido sobre Mateo.
—¡Ah, sos un boludo, Wate, la puta madre! —exclamó mi marido, sacudiéndose la ropa.
—Perdón, perdón… Pensé que esta mierda estaba tapada…
Aprovechando la distracción, Bencina me tomó suavemente del brazo y me apartó unos pasos. Al acercarse, uno de mis pechos se aplastó brevemente contra su brazo. Me dio como un escalofrío dulzón.
—Te vi con El Glande —susurró.
Le lancé una mirada rápida, calculada.
—No sé de qué hablás…
—Dale, Juli. Valentino “el Glande” Rojas. ¿Sabés por qué le dicen “el Glande”, no? Te lo podrás imaginar —rio entre dientes para no levantar sospechas—. Es amigo mío. Le hablé de vos. De lo que te gusta. Y te garantizo que este tipo te va a gustar. Tomalo como una recomendación.
Lo miré con los ojos entrecerrados, fingiendo molestia.
—Bencina, ¿me estás vendiendo con tus amigos como a una puta? Soy una mujer casada…
—No te quejaste las otras veces. Y después de lo del tren, tengo crédito de sobra, ¿no?
Suspiré. A este hombre no le podía decir que no a nada.
—Atrás del escenario —murmuró cuando el revuelo del agua ya se estaba evaporando. Y antes de regresar con Mateo, agregó—: Haceme quedar bien.
3.
Ahora que la celebración había terminado, el aire de la canchita tenía olor a pólvora. Alguien tiró unos petardos cuando premiaron al equipo campeón. Dios mío, todo era exagerado. Aunque ver a tantos hombres felices con sus pequeños juegos, y en algunos casos a sus familias, esposas o novias festejar con ellos, me dio cierta nostalgia y amor por mi Mateo. Nostalgia que se me esfumó en cuanto toqué distraídamente una costra de la leche de Bencina, liada entre mis tetas, recuerdo de un rato antes cuando me hizo una turca mientras mi marido recibía el premio al Juego Limpio. Me pregunté morbosamente cuántas de esas mujeres que besaban y celebraban el triunfo de sus hombres se estarían haciendo coger por los amigos del cornudo, como hacía yo con mi marido.
Las luces seguían encendidas, algunas ya parpadeaban pidiendo cambio. El escenario aún estaba allí, armado y sucio de papel picado, con el enorme micrófono de Valentino El Glande Rojas colgando del soporte. Aquí, las sillas que habían estado prolijamente ordenadas al principio de la noche ahora formaban pequeñas islas dispersas.
Mateo sonreía con ojos vidriosos luciendo bajo el brazo su premio al Fair Play. Me miraba empoderado de buena conducta; esa noche era como mi Messi, hasta pensé que sería un lindo broche de oro hacerle el amor. Hacía ya cuatro o cinco semanas que con el pobre Mateo, nada de nada. Ya le iba tocando coger en serio, y no solo las pajitas con dos dedos que le hacía cada tanto.
La mirada acuosa no era por la emoción. Bencina, Wate y Adrián lo estaban llenando de elogios desmedidos y champaña berreta. Sobre todo, champaña. Mucha champaña.
Yo me quedé ligeramente atrás, con los brazos en jarra y observándolos divertida. Los amigos de mi marido estaban intentando algo. Entre broma y broma, entre copa y copa, me miraban cada vez con más desfachatez y lujuria, sin importarles nada que el cornudo estuviera al lado (palabras de ellos). Ahí me di cuenta que tal vez Mateo estaba más pasado de lo que yo creí. Los chicos se pusieron un poco más osados. Me arrastraron hacia ellos de la mano y hablaban con mi marido y constataban lo que él decía conmigo. Yo reía, pero cada vez que me hablaban me tomaban de la mano o de la cintura, incluso Wate en un movimiento rápido me agarró de una nalga. Mateo parecía no verlo; o verlo, pero no registrarlo. Reía como un tonto, y apuesto un corpiño de Victoria Secret a que estos tres turros gozaban más de manosearme frente a él que del toqueteo en sí.
Volvieron a darle alcohol. Pobre Mateo, ya no se estaba dando cuenta de nada.
En un momento Wate se puso de pie, se pegó a mí y levantó su copa, como si brindara por todos. Solo hizo todo eso para aprovechar y meterme mano en el trasero, delante de mi marido, pero sin que lo viera, pues mi propio culo cubría la mano de él. En el resto del club, todos vieron cómo me manoseó impunemente delante de mi esposo.
Pobre Mateo.
—Por la musa inspiradora del equipo —dijo por decir, solo para continuar magreándome una nalga.
—No digas pavadas —reí nerviosa, mirándolo con severidad para que retirara la mano de mi humanidad.
Bencina aprovechó para llenar de nuevo los vasos con champaña. Mateo se negó, diciendo “no doy más, chicos”. Me dio algo de pena, parecía que esta noche tampoco iba a coger.
—Dale, por una vez que tomes en tu vida…
Mateo dudó. Me miró con ojos intoxicados y yo coloqué una mano en su brazo, dándole tranquilidad.
—No te preocupes, amor —dije—. Yo no tomé nada, puedo manejar.
Mateo exhaló con resignación y aceptó el vaso, vaciándolo de un trago. Wate y Adrián celebraron con palmadas en la espalda y risas, como si fuera un gol o alguna de esas cosas que festejan ellos en los partidos.
Y entonces apareció Valentino.
Lo vi venir con esa confianza teatral con la que se había manejado toda la noche. Su traje aún brillaba bajo las luces, aunque la gomina de su pelo ya daba señales de fatiga. Su sonrisa porteña, en cambio, seguía intacta.
—No quiero interrumpir este hermoso momento entre campeones —dijo con tono condescendiente—, pero para que ustedes puedan charlar más cómodamente como hombres sin la presencia de una mujer, yo podría llevarme a la señora unos momentos, y hacerle conocer el club… —Cruzó una mirada con Bencina y me di cuenta de todo—. Hay actividades físicas para una mujer como ella… Si el señor Mateo me lo permite, por supuesto.
No miró a Mateo al decirlo. Me miró a mí, a mis labios llenos y a mis pechos sobresaliendo por el escote.
Mateo parpadeó, todavía procesando la propuesta. No le gustaba la idea, se notaba en su ceño ligeramente fruncido. Especialmente porque a la altura de sus ojos estaban mis muslos poderosos enguantados en esa falda cortísima que me hundía la piel. Por una vez en la noche maldije ir vestida tan puta. Por suerte, mientras dudó en responder, Bencina intervino rápido y convirtió la incertidumbre en una decisión tomada.
—Dale, dejala —dijo—. Así te contamos de la casada que nos estamos cogiendo a espaldas del cornudo de su marido… Con ella no vamos a poder —rio, dándole una palmada en la espalda.
Mateo se quedó un segundo en silencio, como si buscara algo lúcido que decir, pero lo único que hizo fue asentir con una sonrisa boba, bastante alcoholizada. Yo me incliné sobre él y le di dos besos en la frente. En realidad, le estaba poniendo el culazo en primer plano a Valentino, dejándoselo prácticamente sobre su bulto.
—Voy a transpirar con el Glande —le susurré.
El alcohol lo confundió.
—¿Qué?
—Es un club —dije ahora en voz más alta—. Y acá Valentino El Glande me va a mostrar todas las disciplinas físicas que se practican. ¿No?
—Al menos, las que los profesores practican mayormente con las alumnitas.
Y entonces Valentino cortó toda duda, me tomó de la mano como si yo fuera suya y me arrastró entre las sillas desordenadas, alejándome del grupo con destino desconocido. Sentí el calor de su palma contra la mía, la presión ligera pero firme, que me aseguraron que no me iba a soltar.
No vi atrás. Mateo me estaría mirando sin terminar de entender, medio borracho como iba.
La certeza de que estaba quedando como un absoluto cornudo delante de sus tres amigos me hizo humedecer hasta empaparme.
4.
El pasillo del club era largo, angosto, con paredes descascaradas y lámparas moribundas que apenas iluminaban. Valentino me arrastraba con paso ansioso, desesperado, hacia una oficina que se ubicaba en el piso de arriba. A cada paso, las baldosas se aflojaban bajo mis tacos. El corredor estaba lleno de resabios de la fiesta: hombres que seguían bebiendo champán en vasos de plástico. Al verme pasar, y aunque estaba con el presentador, los comentarios se disparaban de inmediato.
—¡Madre mía, madre mía, Alberto! Mirá lo que es eso…
Otros estiraban las manos para atraparme, tocarme aunque sea la piel de los muslos o la tela de mi vestido en las curvas de mis ancas.
—Hermosa, vení un rato acá con nosotros…
Burlas, miradas, roces. Alguna mano demasiado osada se aventuró bajo mi falda. No me detuve, Valentino tiraba de mí como a una perra con correa. Tampoco me molestó. Me divertía. Que miraran, que hablaran. Que me recordaran.
El pasillo terminaba en una escalera que nos llevó al piso de arriba. Sentí los ojos de los más pajeros siguiéndome mientras subía, la falda de mi vestido demasiado corto y rebelando mi tanga metida en el culo. Con cada peldaño que subía, los borrachos me miraban más y mejor. Y decían cosas más guarras. No apuré el paso.
La oficina estaba abierta, con una puerta de madera mal encajada que no cerraba y al otro lado un ventanal enorme que daba al patio del club. Fue nada más entrar y comenzar a desnudarnos. No hubo besos, él no me gustaba tanto, solo quería que me poseyera mientras Mateo estaba distraído con sus amigos. Me arrinconó contra un escritorio enorme y me bajó las mangas de mi vestidito, bajando el escote y exponiendo mis pechos grandes, ahora desnudos para él.
—Por Dios, cómo me gustan estas tetas… Cómo te las voy a chupar, hija de puta…
—Hacé lo que quieras… Son tuyas… Bencina me dijo que las uses como se te antoje…
Algo de lo que dije disparó un morbo en él y un frenesí que no esperé. Ya tenía mis pechos tomados, magreándolos y frotándome los pezones, pero en ese instante se abalanzo con su boca y me besó y comió las tetas con un hambre como no había sentido en mucho tiempo.
—Puta… —murmuró jadeando.
Arqueé la cabeza hacia atrás, disfrutando de su boca y de sus manos y dedos, que no paraban de tocarme. Gemí. Siguió chupando y magreando un rato más. Comencé a empaparme allá abajo.
De pronto Valentino miró alrededor. Yo quería que siguiera. O que pasara al próximo nivel.
—Allá —dijo.
Contra el ventanal había un sillón de dos cuerpos. No era como una cama, pero me iba a proteger las rodillas y la cogida iba a ser mucho más cómoda. Me ubiqué contra el respaldo, hincada sobre el sillón, dándole la espalda, la cola y la concha a mi verdugo. Al frente me quedó el respaldo, el ventanal… y Mateo y sus amigos de fútbol, tomando y charlando en el salón de la planta baja, a unos veinte metros.
Me quedé mirando a mi marido cuando sentí las manos masculinas tomarme las ancas y empujar la falda de mi vestidito hacia arriba, deslizando la tela hasta dejar mi cola desnuda, solo protegida por una tanguita que se perdía entre mis nalgas.
—Putón, cómo te voy a coger…
Me calentaba su desesperación. Su manera de verme y tratarme, como si yo fuera la última Coca Cola en el desierto. Solo me dejé hacer.
No le había visto la pija, apenas si le había manoteado el bulto por un segundo cuando me comió los pechos. Me enteré de lo que calzaba cuando me clavó.
—Ahhh… —gemí.
No era una verga enorme como la de Bencina, pero era más grande que la de mi marido. Eso me dio una satisfacción especial. Le sentí la carne horadarme y entrar apretada, abriéndose paso dentro mío con el empuje de las ganas, del deseo, del hambre de mí.
—Qué rico cómo aprieta ahí abajo, mamita… Sos un hembrón…
Se movía bien, el maldito, sabía lo que hacía. Me la metía presionando hacia abajo para rozarme el clítoris, y enseguida fue a buscarme las tetas con una de sus manos, masajeándome los pezones. Eso incrementó mi calentura, no sé, al doble o al triple. Mis pechos eran como mi talón de Aquiles: que me los manosearan siempre me encendía. Me los magreaba con desesperación, a veces fuerte, a veces suave. Y abajo lo mismo, me la enterraba despacio, tratando de entrarme más profundo, y de repente me daba cuatro o cinco pijazos como si me estuviera apuñalando.
—¡Ahhhhh…! —gemí con fuerza. Esta vez no me hacía falta contener el volumen de mi satisfacción.
Abrí los ojos, mi visión se veía sacudida por el bombeo ya rítmico del presentador berreta y pajero. Pero el movimiento no me impidió encontrar a mi marido allá abajo, festejando estúpidamente las felicitaciones de Bencina y los otros amigos. Hijos de puta, lo estaban entreteniendo para que este Valentino El Glande tuviera la oportunidad de cogerme.
Me calenté más. Creo que mi vejador pensó que era por él. Y sí, era por él, pero más me aceleró ver cómo cortinaban a mi marido para beneficio del zángano.
—Bencina le sigue llenando el vaso con champán a mi marido… —dije sintiendo la pelvis de Valentino contra mi cola, las bolas rozándome abajo con cada choque suyo—. Si supiera que acá me están llenando de verga y leche…
Valentino picó. Se subió un poco por encima, lo que hizo que me clavara más hondo. Miró la escena allá abajo, sin dejar de bombearme, y soltó una risa baja.
—Qué linda parejita… —festejó—. Él allá ganando el Juego Limpio, y vos acá jugándole sucio mientras lo hacés un cornudo imbécil…
Me dio un nalgazo que me hizo estremecer, y volvió a serruchar, ahora con mayor vehemencia.
—No le digas cornudo imbécil… —giré para verlo en acción. Me tenía tomada de las ancas y de la cintura, y bombeaba como un enfermo. Su transpiración cayendo sobre mi nalga fue como un trofeo para mí—. Pobrecito mi Mateo… Uhhhh…
—¿Y cómo querés que le diga…? Ahhhh…
—Con que le digas cornudo es suficient… Ohhhh Diossss…
Aceleró más todavía, yo ya sabía lo que iba a venir. Miré hacia abajo, a mi marido riendo con sus corneadores semanales. Y me empezó a venir el orgasmo.
—¡Ahhhhh…! ¡No pares! ¡No pares ahora! Ahhhh…
—Yo también estoy, no voy a parar… —No paró. Fue más fuerte—. Te voy a echar toda la leche adentro, hija de puta… Ahhhh… Te voy a dejar hasta la primera mamadera que tomé de bebé… Ahhhhhh…
Acabé mientras me bombeaba; bombeó mientras acababa. Fueron dos o tres minutos intensos, con mi marido celebrando con Bencina, como objeto de mi polvo.
Las respiraciones se aflojaron de a poco. Sentí un hilo de leche bajar por el lado interno del muslo, cuando el presentador retiró la verga de mi concha haciendo un plop. Me adecenté un poco, me acomodé la tanguita que habían hecho a un lado, me bajé la falda y me acomodé las copas del vestido. Pero el rubor, los moretones y el cabello desaliñado no me los podía adecentar.
Valentino recuperó aire y caminó muy sonriente hacia un rincón de la oficina, donde había un aparador con trofeos.
—Esperá, esperá… —dijo como un chico, y tomó una pequeña estatuilla de un torneo de caza, con la figura de una cabeza de alce de gran cornamenta como motivo principal—. Tomá, llevale también esto a tu marido —agregó, extendiéndomelo.
—¿Y eso…?
—Premio al Cornudo del Año.
—No seas malo —dije, aunque un poco me reí.
Sabía que no debía, pero lo tomé de inmediato y lo guardé en mi bolso.
5.
La música seguía sonando en el patio del club, siempre los mismos cinco temas, como si nadie se hubiera dignado a apagar el tocadiscos (porque no podía ser otra cosa que un tocadiscos). Me dije que iba a seguir sonando toda la noche, incluso si se cortaba la luz.
Cuando regresé con Mateo, lo encontré más ebrio de lo que esperaba. No podía sostenerse en pie. Estaba tambaleante, los ojos entrecerrados, la sonrisa floja. Me vio llegar y su expresión cambió.
—Juli… estás hermosa —dijo enamorado, acercándose con torpeza.
Me recorrió la cintura, deslizó los dedos por mi espalda con intenciones evidentes.
—Mateo… no —susurré lo más cuidadosa que pude—. Estás borracho. No es momento.
Mateo bajó la cabeza, como niño reprendido. Sentí una punzada de culpa porque, por hache o por be, nunca le tocaba a él; y en cambio a sus amigos, les tocaba siempre. Quiso hablar, pero solo le salió un suspiro. Entonces, para animarlo, metí la mano en mi cartera y saqué el trofeo del alce, que el presentador me había dado. Lo sostuve frente a él con una sonrisa.
—Tomá, mi amor, el premio al esposo del año —dije, con un tono jaspeado de burla.
Mateo levantó la vista, sus ojos vidriosos se enfocaron en la estatuilla. La giró entre sus manos y deslizó los dedos por los cuernos del alce, con una sonrisa tierna y desarmada.
—Gracias, mi vida… —balbuceó, con felicidad, o alegría, o ebriedad. Estaba muy muy pasado. Pero contento con su premio al cornudo del año.
Bencina y los otros rieron por lo bajo. Le cogían a la mujer en la semana y ahora reían por lo bajo. Qué malos amigos. Yo no dije absolutamente nada. Solo me acerqué a Mateo y le froté la frente, como calmándole el crecimiento de las dos astas invisibles que se le estaban ramificando.
Con Mateo ya sentado y medio durmiéndose, sus amigos aprovecharon. Adrián me magreó cola y muslos, y el atrevido de Wate aprovechó que él mismo tapaba la visión de mi marido y metió una mano llena, completa, bajo la copa de mi vestido y se la llenó con una de mis tetas.
—Qué buenas gomas que tenés, putón… —murmuró con una voz grave y seria que me hizo estremecer.
No hice nada para detenerlos.
Bencina me miró y levantó su vaso en un brindis silencioso.
—¿Y? ¿La pasaste bien con El Glande?
Le lancé una mirada rápida, de espanto por la proximidad de Mateo.
—Bencina…
—Dale, decime que no tenía razón —insistió, divertido.
Mi esposo estaba casi inconsciente, babeando sobre la solapa de su traje. Suspiré, rodé los ojos y negué con la cabeza.
—Ya basta de presentarme amigos… —Miré a mi marido ahí desparramado en una silla, dos veces cornudo en la misma noche, y se me pararon los pezones—. Pobrecito Mateo.
Mi esposo escuchó su nombre y parpadeó, tratando de enfocarnos.
—¿Qué pasa? ¿Nos vamos?
Intentó ponerse de pie, pero Bencina y Wate lo sostuvieron antes de que pudiera dar un paso en falso.
—Vos no podés manejar ni un carrito de supermercado —dijo Bencina—. Hoy te llevamos nosotros, que para eso somos tus amigos.
Lo encaminaron a los tumbos hasta el auto y lo acomodaron en el asiento del acompañante. Adrián se puso en el del piloto. Yo me acomodé en el asiento trasero, entre Bencina y Wate.
El auto arrancó, penetrando la madrugada. Mateo balbuceó algo ininteligible e hipó, antes de dormirse contra la ventanilla. Las calles cruzaban entre sombras, el traqueteo del coche nos mecía a un ritmo hipnótico.
Sentí una mano en mi muslo: Bencina. Luego otra en mis pechos: Wate. Me incliné hacia uno y lo besé. Sentí la sonrisa contra mis labios. Giré, y besé al otro. La noche aún no terminaba.
Faltaba todavía el segundo tiempo.
Fin. —VER. 1.1
Este Anexo fue escrito en colaboración. Estoy ensayando este método para traer material en menor tiempo. Díganme si les gusta, si les sirve, o si es preferible esperar más tiempo con los relatos habituales. Por favor necesito feed-back. Abrazo!
6 COMENTAR ACÁ:
¡Hola, Rebelde!
Muy bueno, este relato. Muy morboso! No se queda atrás de los anteriores. Y la abstinencia forzada del pobre Mateo es de estalo!
Claro que esta serie de Juli es excepcional y de pronto el tema siempre es super excitante... aún así, creo que las colaboraciones son una buena solución para acelerar las publicaciones. Al menos con Isabel Andada. ¡Felicidades!
Y que venga outro pronto!
Gran relato
Cuando sigue. Que ansiedad
CAT / Anónimo: muchas gracias! qué bueno que este sistema les resulte satisfactorio. Estamos preparando algunos relatos más en colaboración.
ANÓNIMO: Este relato puntual, no sigue. Es un Anexo. Una historia suelta y auto conclusiva que se desprende de una serie o relato previo. Y por ahora no tengo más historias sobre Juli (esta era la última).
=D
Excelente continuación, y bien la aclaración de la forma de leerlo. A propósito, cómo sigue tu papá?
Cómo me gusta esta historia, Rebelde!!! Gracias, como siempre! Y adelante con las colaboraciones!!
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