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viernes, 16 de diciembre de 2022

El Club de la Pelea (Anexo 02)



EL CLUB DE LA PELEA (ANEXO 02) (VERSIÓN 1.1)
Por Rebelde Buey


No voy a contar todas y cada una de las veces que me garcharon a mi Gimena con la excusa de evitar una golpiza, porque no terminaría ni para el Día de la Vírgen. Solo voy a relatar la primera. La primera en el pueblo, fuera del club, dado que en el club los viejos chupandines me la seguían garchando de a uno por día en el cuartito de trastos del bar.
Era como vivir dentro de un sueño justo antes de la vigilia. Todo te suena fantástico, irreal, y sin embargo lo vivís y lo aceptás como verdadero. Lunes, miércoles y viernes me la garchaban conmigo en el barcito, escuchando los jadeos y soportando las miradas burlonas de los parroquianos; o en casa, esperando que ella llegue toda enlechada y rogando que no me haga limpiarla. Sabía que lo de las golpizas era una excusa para cogerse a mi mujer con impunidad, y que la culpa, por supuesto, era mía por ser un cobarde incapaz de enfrentar a los tipos que me provocaban. El solo pensar en el dolor de un puñetazo en la cara o una costilla rota me paralizaba. Literalmente.
Sin embargo lo que más dolía era la actitud de ella. Aunque lo negara, aunque se hiciera la distraída, era evidente su complicidad y disfrute en cada una de sus intervenciones y “sacrificios” para evitar que me peguen. Y yo callé. Y con mi inacción avalé que cualquiera en ese club mugriento se la cogiera, y que ella disfrutara todos los días afuera mientras a mí me dejaba cogerla cada vez más esporádicamente.
La cosa no podía sino desmadrarse.
El problema fue después de la fiesta de patinaje, en la que la pasaron por las armas como cuarenta y ocho tipos. La voz se corrió por Alce Viejo como un mal viento: hay una nueva putita que se la puede coger cualquiera, que se deja fácil si amenazás con golpear al marido.
Y lo descubrí a la noche siguiente cuando fui a cargar nafta a la estación de servicio [gasolinera] que está en la ruta, a las afueras del pueblo. Lo bueno: era muy tarde y no había un alma. Lo malo: iba con Gimena. Y es que la muy coqueta fue con una remerita turquesa ajustadísima, de escote generoso, y abajo una minifalda súper corta que apenas se agachaba o se sentaba, se le subía y le dejaba ver la tanga deportiva, también turquesa pero más oscura. En honor a la virtud de Gimena, debo decir que nunca se sabe si es que va provocativa o que, se pusiera lo que se pusiera, con ese cuerpazo, todo se le sobresalía. La remera era tan escotada que cuando se movía para adelante, parecía que los pechos se iban a escapar ante el mínimo movimiento, y la minifalda era tan corta que los muslos poderosos le subían el ruedo un poco por encima de la conchita. El playero se quedó mirándole la tanga turquesa mientras limpió el parabrisas, donde se quedó fregando un buen rato. Era flaco aunque tenía músculos, y los tatuajes que le cubrían los brazos y el cuello le daban un aspecto de presidiario, que la noche acentuaba.
Yo ya me había resignado a que todos los playeros del pueblo, o de la ruta cuando vamos de vacaciones, le vieran la tanga abovedada en la conchita. La mayoría de las veces Gimena viaja cómoda, con esos vestiditos o minifaldas. Siempre creí que era distracción suya, que no se daba cuenta que la podían ver. Ahora no pensaba lo mismo. El playero se demoró un minuto en el parabrisas y yo creí que solo la espiaba, como hacen todos. En realidad, lo supe enseguida, estaba decidiendo.
—Bájese, voy a cagarlo a trompadas —me dijo sin más. Había dejado la esponja en el vidrio y rodeado el auto. Ahora estaba junto a mí, hablándome por la ventanilla abierta, sin dejar de echarle miradas furtivas a las piernas desnudas y a los pechos de mi mujer.
Mi desconcierto fue total. Primero pensé que era una broma, porque su tono no era enojado ni molesto, más bien monótono. Miré a Gimena y ella estaba muy seria. Sacó el labial de su cartera.
—¿Cómo que me quiere pegar?
—No me gustó cómo me miró cuando le limpié el vidrio. Yo solo me distraje con la belleza de su esposa, como cualquier hombre se distrae en el club de Alce Viejo.
Era eso.
—Oh, carajo, usted también, no… —rogué patético, casi al borde del llanto, porque me iba a pegar o me la iba a coger.
—¿No es el Costilla, el chico éste? —me preguntó mi esposa mientras se retocaba contra el espejo del parasol—. Las chicas del club me hablaron bastante de él. 
—No, Gimena, por favor… 
Y el llamado Costilla:
—Bajate para que te rompa la cara o decime cómo arreglamos.
Me lo dijo así, sin subir la voz. Ni siquiera se esforzó en hacer la pantomima de parecer enojado, como hacían los viejos del club. Este tipo me lo dijo sin alterarse en lo más mínimo, casi como si me estuviera preguntando cuántos litros de nafta le cargaba al auto.
Gimena terminó de pintarse la trompa, guardó el labial y cerró el parasol con espejo, igual de tranquila que el playero. Giró hacia mi lado, que era también el lado del pronto agresor, y dijo lo más campante aquello, con el mismo tono con el que hubiera preguntado si aceptaban el pago con VISA.
—No puedo soportar que le peguen a mi marido.
—Gimena, otra vez no… —dije en un ruego.
—¿No hay otra forma de demostrar que usted es más hombre que mi esposo, que no sea pegándole?
—Cuerno, bajate del auto que arreglo con tu mujer.
Otra vez el mismo infierno. Como en el club.
—Mi amor —intenté—, estamos en un lugar público…
—Son las doce de la noche, no hay un Cristo —dijo, y se bajó de su lado para reingresar al auto por la puerta de atrás.
Era verdad, en la estación solo quedaban el playero y un tipo en la caja, que se inclinaba sobre sí, dormido. Y por la ruta no circulaban ni los fantasmas. Agaché la cabeza con un suspiro y abrí todos los seguros.
—¡Rápido, cuerno, salí del auto! —reclamó el playero, y abrió la puerta de atrás, donde lo esperaba mi mujer, ya alistada sobre el asiento.
—P-pero… ¡es mi auto!
—¡No te quiero de pajero fisgón, tomatelás!
Más allá de que a mi Gimena ya se la cogía cualquiera, ser echado de mi propio auto me humilló casi tanto como ver cómo ese hijo de puta, desde afuera, se bajaba los pantalones y acomodaba a mi esposa a su altura para la inminente vejación.
Miré alrededor nuevamente. El cajero seguía dormido en su garita y el silencio frío de la noche ni siquiera era pisado por un auto o un camión que atravesara la ruta; con suerte esto terminaría pronto. Mi auto estaba con mi ventanilla abierta, lo mismo que la puerta entera desde donde se ubicó el Costilla, así que los sonidos comenzaron a llegar bastante nítidos.
—Ay, qué pedazo de tronco tenés ahí, Costilla… Ya me habían dicho las chicas… ¡Qué pedazo…!
—Todo para vos, putón.
No por repetida, la escena se me hacía tolerable. Enseguida mi mujer le regaló la espalda y se quitó la minifalda y me la arrojó a la cara. El culazo le quedó entangado y lleno hacia el abusador, como ofertado por dos monedas. Costilla se entusiasmó:
—No podés tener semejante culo, hija de puta… ¡Te lo voy a taladrar hasta los huevos!
—Sí, sí, lo que quieras, pero no le pegues a Benigno.
—¿A quién?
—Al cornudo.
Costilla amasó los glúteos de mi mujer con gula y lascivia. Llevó sus dedos al borde de la bombachita, regodeándose en el recorrido de ese culo redondo, hasta llegar abajo, al bulto que hacía la concha. Volvió sobre la cola y corrió la tela turquesa para un costado, dejando cortada una nalga por la mitad y liberando el agujerito del ano y la mitad de los labios vaginales. La tanga se enganchó abajo y no llegó a descubrir la otra mitad. No le importó al Costilla, que escupió sobre la canaleta de la cola y untó el agujerito con sus dedos.
Me asomé por la ventanilla mía, la del conductor.
—¡Por favor, el culo, no, Costilla…!
El Costilla no me miró, quizá ni me escuchó. Estaba muy concentrado en apoyar el glande ensalivado en el cráter del culito de mi esposa. Apoyó y se tomó con firmeza de las nalgas
—Qué buen orto tiene tu mujer, cuerno. Ahí va un poco de pija…
Y empujó. La redondez de la nalga temblequeó una fracción de segundo y vi claramente cómo la cabeza de la pija de ese hijo de puta entró sin un atisbo de duda. Entró toda. Como si el día anterior se la hubieran enculado una docena de tipos. 
—¡Uhhhhhhh…! —gimió mi esposa.
Había entrado el glande, el cuello y un poco más, siempre empujado por el Costilla. Sin embargo, en ese punto, vi de pronto cómo ese culazo usado por todos menos por mí fue hacia atrás, solito y solo, llevado por la propia Gimena, para asegurarse una penetración más efectiva. El vergón avanzó un buen tramo.
—Ahhh por Dios, lo que se hace sentir…
—Gimena, ¿cómo podés decir eso?
—¿Todavía estás acá, Benigno? Costilla, echalo que se pone paranoico y se cree que disfruto de todo esto.
Costilla tenía poco menos de media pija adentro lo que, literalmente, ya era más de lo que yo podía meter en mi mejor día. Empujó de nuevo y esta vez el culito de mi esposa se resistió. Bombeó unos segundos como para ablandar posiciones, sin presionar, y retiró la pija para ensalivar de nuevo.
Gimena giró y me dijo:
—Agradecé al Costilla que además de aceptar VISA también acepta este tipo de cosas para no romperte la cara.
No dije nada. Tenía la boca seca de mirar el vergón infame que, otra vez, comenzó a avanzar.
—Ahhhhh… —volvió a gemir mi esposa.
La verga avanzó otros centímetros hasta pasar la mitad del tronco.
—¡Te dijo que me agradecieras, cuerno! —me espetó el Costilla.
—¿Eh?
—¿Sos pelotudo? ¿No escuchaste a tu mujer?
El bombeo comenzó a darse su lugar, aun lentamente. En verdad el hijo de puta del playero estaba tratando de acostumbrar el agujerito de mi mujer a su vergón infame. Yo no supe qué responder, estaba distraído.
—Dale, mi amor. Agradécele y terminemos con esta pesadilla… ¡¡Oh, por Dios, qué pedazo de verga!!
—G-gracias, Costilla… Gracias por arreglar con mi mujer para no pegarme…
Me sentí un idiota agradeciendo que se clavara a mi esposa por el culo, era ridículo, pero no me quedaba otra si quería que eso se terminada y nos fuéramos rápido. Amagué salir del auto cuando la pija del Costilla avanzó otro tramo de carne.
—Ohhhhhhh… —fue el murmullo grave de Gimena.
La pija estaba en tres cuartos, ya, y desde ahí se retomó el bombeo. 
Miré un buen rato más cómo el tronco del Costilla entraba y salía en el agujerito rectal de mi mujer, igual que un pistón. Se metía hasta unos tres cuartos y el tramo final se arrugaba, encimándose contra los huevos porque el ano leal de mi mujer se resistía a esa mayor invasión. Entonces el pijón retrocedía y salía casi hasta la punta, brilloso de calentura. Gimena jadeaba con añoranza, y recién entonces la pija volvía a penetrar, esta vez medio centímetro más hondo. El hijo de puta del Costilla ya bombeaba a velocidad y le entraba y sacaba pija dos veces por segundo, de modo que poco a poco le fue enterrando verga hasta ir acercándose a la base.
—¿Te está gustando cómo le rompo el culo a tu mujer, cornudo?
Era una imagen demoníaca. El Costilla me sonreía burlón, asomado sobre por mi esposa, que permanecía como en perrito, doblegada y bombeada desde atrás. El Costilla bufaba cada vez que enterraba pija, y mi mujer cerraba fuerte los ojos. 
—N-no, Costilla… Estoy acá para acompañarla a ella en un momento tan… tan horrible como éste.
A esa altura yo sabía que a la puta de Gimena toda eso de salvarme el pellejo ofreciendo su cuerpo le empezaba a gustar. Quizá hasta le daba morbo, no lo sé. Claro que yo no se lo iba a admitir al Costilla, no, señor. No toleraba la idea de que pensara que yo era un cornudo imbécil.
El vergón plano y grueso ya llegaba hasta la base y salía limpia, todo en un segundo. Costilla bufaba como una locomotora, con sonidos sordos y húmedos. Gimena ya había dejado de jadear para gemir fuerte y contundente.
—Ahhh… Ahhh… Ahhh… Cómo me rompés el culo, Costilla.
En eso se escuchó el chirrido dulce de la grava aplastada por los neumáticos. Un haz de luz cruzó mi auto y por un segundo la imagen de mi mujer siendo enculada hasta los huevos quedó detenida como en una foto.
—Cornudo, viene gente. Atendé.
—¿Qué?
—Que atiendas, pelotudo, ¿no ves que le estoy llenando el culo de verga a tu mujer?
—P-pero yo no sé nad… 
—Atendé o van a venir acá y se van a dar cuenta que te la están cogiendo.
Salí disparado como un cohete, justo cuando el auto estacionaba sobre el otro surtidor. Era un Mercedes Benz plateado y adentro estaban tres muchachos que había visto en el pueblo. El doctor Ramiro, un doctorcito hijo de puta que varias veces se le había insinuado a Gimena delante de mí, cada vez que nos atendíamos en su consultorio, y dos de sus amigos, con los que siempre andaba de putas.
Comencé a transpirar, los tres tenían fama de abusadores, se decía que se habían cogido a Paloma, la modelo internacional que surgió de Alce Viejo, y que cada dos por tres se enfiestaban a la Yesi, una chica embarazada, mientras hacían trabajar al pobre cornudo de su marido.
Los atajé antes de que pararan el motor. Si conseguía que no se bajaran del auto, no escucharían los gemidos de mi mujer y me ahorrarían la humillación.
—¿Le lleno el tanque, señor? —dije hecho un manojo de nervios—. No hace falta que se baje.
El doctor Ramiro me dio las llaves, sorprendido. Cargué enseguida y me puse a cantar fuerte para que no se escuchara la cogida. Por mala suerte elegí la canción El Venado, no sé en qué estaba pensando. Mientras cargaba nafta vi que los tres muchachones miraron en diagonal, al otro lado de la línea del surtidor, y de seguro vieron el movimiento dentro de mi auto y la puerta de atrás abierta, y las patas de un hombre que se movía hacia adentro. 
Deliberaron entre ellos un minuto y supe que esto iba a terminar mal. El que estaba atrás abrió la ventanilla y me hociqueó:
—¿Vos no sos… ehhh… el marido de Gimena?
Como en todo pueblo, los tipos se conocen bien rápido el nombre de la mujer y nunca el del cornudo.
—S-sí… —medio grité, porque los gemidos de mi mujer eran cada vez más escandalosos—. Cierre la ventanilla, señor. Acá con toda esta nafta es peligro…
—¿Tu mujer no es la que va a patinar al club y la que fue sensación en la fiesta de fin de año?
Hijos de puta. No habían pasado 48 horas de esa maldita fiesta y ya todos los muchachos del pueblo estaban al tanto de cada emputecimiento nuevo. 
El surtidor hizo un chasquido y retiré la pistoleta.
—Cierre la ventanilla, señor, se lo suplico. —Di la vuelta hasta el conductor—. Son 5.200 pesos, señor.
El doctor Ramiro me sonrió y me dio una tarjeta de crédito.
—¿Vos no sos el marido al que casi cagan a palos en el club y te terminó salvando tu mujer?
—N-no, señor, yo no… —Estaba transpirando como un lechón acorralado— Yo no sé cómo se cobra con tarjeta. ¿No tiene efectivo, por favor?
No esperé respuesta. Estaba demasiado nervioso y quería que se fueran cuanto antes. Fui con la tarjeta hasta mi auto. El hijo de puta del Costilla tenía doblegada a mi mujer contra el asiento, ahora con un pie sobre su cabeza, taladrándole el culo bien desde arriba, metiéndole verga —literalmente— hasta los huevos. La cabeza de Gimena, aprisionada por el pie de su abusador, permanecía abajo y medio obturada por la bota. La violencia de los pijazos era tan brutal, que sus gemidos incluso ahí abajo, se oían diez veces más fuerte que antes.
—C-Costilla… —me sentí desubicado interrumpiendo semejante escena.
—¿Qué mierda querés, cornudo? Rajá de acá que estoy por acabar.
—Es que no sé… No sé cómo se cobra con tarjeta…
—¡Cornudo, rajá de acá o juro que aunque me garche a tu mujer igual te cago a trompadas!
Tragué saliva. Costilla seguía bombeando, creo que de bronca lo hacía aún más fuerte. Gimena gemía con ese tembleque al borde del orgasmo.
—¡Oh, por Dios, voy a acabar por el culo! ¡Por Dios, por Dios, por Dioooosss…!
—B-bueno… —Comencé a alejarme sin quitar mis ojitos de la perforación—. Le digo que te lo venga a pagar otro día.
Costilla bramó sin dejar de bombear el culo de mi mujer.
—Cornudo, más vale que le cobres o vas a poner la guita de tu bolsillo.
Era una amenaza cierta. Me sentí angustiado, impotente, con ganas de llorar como un niño. Se estaban cogiendo a mi mujer, otra vez, y terminaría pagando la nafta del Mercedes Benz. Era la peor noche que había vivido en años. Nada podía empeorarlo.
—Te la están garchando lindo —dijo el doctor Ramiro con una sonrisa.
Cuando giré para regresar al otro auto me topé con el doctor y sus dos amigos, de pie en la otra punta de mi coche, observando hacia adentro los movimientos animales del Costilla bombeando hacia abajo a alguien. Alguien de quien ya habían adivinado quién era.
—¡No! No… —atiné a decir—. Es… es la novia del Costilla.
—El Costilla no necesita novia para garchar. Para eso tiene a las novias de los cornudos del pueblo. —Parecían disfrutar no solo de la cogida que estaban espiando, sino también de mi nerviosismo—. Ese es tu auto, ¿no?
—Es… de una clienta… 
Ya los tres estaban asomados a las ventanillas, y aunque Gimena tenía la cabeza hasta abajo, semejante culazo —cada día más conocido por más zánganos— era una marca registrada de mi mujer.
Y como si Dios se estuviera burlando de mí, el Costilla gritó:
—Me vengo, Gimenita. ¡Te lleno el culo de leche, pedazo de putón cósmico!
Me desinflé contra la puerta del conductor.
—¡Le está rompiendo el orto como en una porno! —dijo uno de los chicos—. ¡La está haciendo mierda!
Cierto. La violencia era tal que daba la impresión —de verdad— que en cualquier momento le iba a meter los huevos en el agujero. Para peor, mi mujer escuchó a los nuevos fisgones y se desencadenó.
—Sí, Costilla, ¡rompeme toda! ¡Llename el culo de leche para que vean tus amigos!
Gimena decía esas cosas para acelerar a sus machos y que la pesadilla acabe más rápido. Es lo que ella siempre me explicaba. El Costilla aceleró el bombeo, si eso era posible. El tronco entraba y salía tan rápido del culo de mi esposa que parecía que vibraba. Gimena comenzó a hacer como que acababa.
—Ahhhhhhhhhhhh… Por el amor de Diossss…
—Gimena, te lo pido por favor, que hay gente mirando…
Eso, en vez de cohibirla, pareció excitarla. Cambió pasividad por empujones de su cola hacia la pija del Costilla, cada vez que la perforaba, como para sentirla más profundo.
—Es para que no te peguen, Benigno. Es para que no te… ¡Ahhhhhhhh!!! ¡Me vengo otra vez!
—Cuerno, se terminó el show —intervino el Costilla, como si yo estuviera mirando por placer—. ¡Te la lleno de leche! ¡Le lleno el culo de verga para vos, pelotudo, para que aprendas a no meterte conmigo nunca más!
El doctor Ramiro y los otros reían como El Acertijo y sus secuaces en la serie de Batman de los 60s. Y el Costilla comenzó a vaciarse.
—¡Te acabo, bebé!¡Ahhhhh síííííí…! ¡Te acabo, pedazo de puta!
La verga no aflojó un tranco, creo que incluso fue peor, porque con el orgasmo comenzó a mandar clavadas más profundas todavía. De verdad que parecía que los huevos se le iban a meter en el culo a mi amorcito.
—¡Costilla, la vas a abrir en dos!
Siguió serruchando fuerte, desoyéndome. Dando pijazos a ese culo en punta, sin dejar de aplastarle la cabeza a mi mujer, con la bota del uniforme. Gimena, bajo la suela que la oprimía y la maniataba, seguía gritando un supuesto orgasmo, transpirada y roja, y con todo su cuerpo estrellado de piel de gallina.
—¡Qué pedazo de hembra que tenés! —me halagó uno de los chicos que miraba por la ventana.
—Está tremenda —dijo con simpleza Ramiro—. Siempre me la quise coger, pero la boluda venía a la consulta con este pelotudo… —agregó como si yo no estuviera ahí delante de ellos—. Si hubiera sabido que era así de puta…
Adentro del auto los gemidos e insultos fueron aflojando, igual que la tensión. El doctor Ramiro se acomodó la verga dentro del pantalón y rodeó el auto hasta la puerta del conductor. Me sentí intimidado porque sabía qué iba a pasar, y porque eran tres. Me quitó de la puerta con un topetazo corto, no muy violento, como si supiera que tal cosa no hacía falta con el cornudo, y dijo fuerte, para que escuchen dentro del auto:
—Ahora me toca a mí.
Adentro, el Costilla ya casi no bombeaba; mandaba pija hasta el fondo escurriendo los últimos lechazos.
—Ya te la dejo, Ramiro.
Así, sin más. Como si yo no fuera el marido o estuviera dibujado. Como si mi esposa fuera una puta, o se tratara de una propiedad pública, disponible a cualquiera que la quisiera tomar. Pensé que Gimena se iba a rebelar. Tenía esperanza en eso, yo no quería oponerme demasiado porque el doctorcito estaba con dos amigos.
—Doctor Ramiro, le pido por favor… Ya es muy tarde y con mi mujer nos tenemos que ir a casa…
—Tranquilo, cuerno, es un rato, nomás. —Miró a sus amigos por encima del techo de mi auto y se rio como si dijera una broma—. Bueno, tres ratos.
De la puerta de atrás terminó de salir el Costilla, con cierta reluctancia, acomodándose el vergón que todavía mantenía afuera, embadurnado y goteando leche.
—Quedate ahí, putón —le dijo a mi mujer, que obedeció boca abajo a lo largo del asiento, y reacomodando el culazo para dejarlo otra vez en punta—. Hay un par de amigos más que quieren conocerte.
El Costilla terminó de salir y el doctor Ramiro fue a ocupar ese lugar de privilegio sobre la puerta abierta de atrás, con su maldita sonrisa de que aquí no pasa nada.
—Gimena, no lo permitas, por favor. Se están abusando de vos.
El doctor Ramiro se bajó pantalón y calzoncillos hasta las rodillas y se ubicó entre las piernas de mi mujer. Abrió la puerta al máximo para disponer de más espacio y estar más cómodo, supongo que por eso escuché con claridad:
—Benigno, es que si no me dejo te van a pegar.
—Ah, sí —dijo uno de los secuaces, por encima del techo—. Sí. O te la cogemos o te pegamos.
—Sí, eso… No nos gustó cómo nos miraste —dijo el otro, revisando su celular.
Me maldije por ser tan cobarde. Y en esa maldición, un destello de valentía ganó mi pecho y juro que les iba a hacer frente a los tres. Cuando escuché a Gimena.
—No, por abajo, no… Entrame por el culo. Por abajo no, que estoy ovulando...
Era de verdad un infierno. Ramiro acomodó las ancas de mi mujer para que ahora le quedara el culo a la altura de su verga. La tenía ancha, no gorda, y algo larga (aunque no tan larga como la del Costilla). Igual era un chorizo envidiable. Vi esa pija enfilar hacia el ano de mi esposa y ahí reparé en lo que dejó el Costilla: el delicado agujerito que tantas veces yo había intentado profanar, y que por hache o be nunca tuve oportunidad, aparecía abierto y rojo carne, como si le hubiera explotado una granada de verga. Tragué saliva. Si así lo había dejado una sola pija, no quería ni imaginarme cómo quedaría luego de que la usaran tres más.
El doctor puerteó con la cabeza bien dura y empujó unos centímetros.
—¡La puta madre, esto está lleno de leche!
Costilla lanzó una carcajada. Estaba apoyado en el costado del auto, encendiendo un cigarrillo.
—Y, sí, boludo. Le acabé como dos litros.
Era evidente que estos dos tenían confianza. Me pregunté a cuántas putas se habrían cogido juntos. No porque mi mujer fuera una puta, ¿eh?
Claramente este infortunio era una oportunidad para zafar, al menos por una vez, de esta maldita pesadilla. Aunque la muy tonta de Gimena no se dio cuenta.
—Qué, ¿te vas a poner en exquisito, ahora? Entrame por atrás, otro día me das por adelante. Pero estoy ovulando y no quiero faltarle el respeto a mi marido.
El doctor dudó; por un momento pensé que íbamos a ganar. Hasta que habló el Costilla.
—Cuerno, arrimá el hocico y limpiá.
No entendí. No quise entender.
El Costilla me tomó sorpresivamente de los pelos de la nuca y me empujó hacia abajo, al interior del auto.
—¡Dale, pelotudo! Por una vez servile para algo a tu mujer.
El doctor sonrió y se hizo a un lado trastabillando. A mí se me doblaron las rodillas por el dolor y caí de bruces sobre la cola en punta de mi mujer. Recién ahí me di cuenta realmente de cómo el Costilla la había usado. Tenía las nalgas rojas de tanto manoseo, incluso de varios evidentes chirlos. Estaba empapada de transpiración y el olor a cogida era muy fuerte. Y tenía lechazos regados por las nalgas, como si la hubieran manguereado de leche con lo último.
—Limpiá rápido, pelotudo, antes que siga viniendo más gente y te la sigan garchando toda la noche.
Desde los pelos condujo violentamente mi cabeza hacia mi mujer. Sentí mi rostro arrastrado por la canaleta de la cola, sudada y enlechada, y estacionarme en el ano rebalsado de guasca.
—Dale, mi amor, límpiame rápido que no quiero que sigan cayendo tipos… tengo miedo por vos…
Me estaba cargando. La hija de puta me estaba tomando para la joda.
Hundí mi cabeza entre las nalgas, en ese culazo que se suponía debía ser solo mío, y con mi lengua y labios comencé a lavarla y chuparle toda la leche que pude. Gimena ronroneó.
—Mmmmm… Sííííí…
Se me paró la pija de inmediato. Estaba gozando por mí, y esta vez era de verdad.
—Así, mi amor, así… Uhhh… —me susurraba como si me la estuviera cogiendo. Cuando enterré mi lengua en el orificio anal pegó un respingo y gimió un “¡ay!” fuerte de excitación—. Uy, cuerno, hoy te siento más hombre que nunca… Ohhh…
Saqué mi morro de entre las nalgas y me asomé por sobre el horizonte curvo de su cola.
—¿En serio, mi amor?
Entonces ella, enfadada por la interrupción, giró y fue fría y despiadada:
—¡Uy, dale, no seas tarado, seguí cogiéndome con la lengua…! —Y luego agregó en voz muy baja, como murmurando para sí—. Una vez que me la clavás más hondo que de costumbre…
Me congelé un instante por la inesperada humillación. De golpe Gimena me trataba igual que los tipos que me querían pegar. Hundí mi cara nuevamente entre sus nalgas y metí mi lengua en el ano, buscando ocultar mi rostro avergonzado, ante la mirada de los cuatro hombres.
Limpié todo lo que pude pero el Costilla tenía otro plan. Apoyó su manaza y metió presión para hundir mi rostro contra la cola, más fuerte todavía.
—¡Clavala más hondo, cornudo! —me gritó, y empujó más. Los otros rieron divertidos.
—Mmmfffggghhh…
—Poné dura la lengua, pelotudo, y clavá lo más adentro que puedas. ¡Cogétela como Dios manda, a tu mujer!
No me dolía la cara porque las nalgas de mi mujer son como globos perfectos y suaves, de esos que dan ganas de perforar. Sí tenía el rostro tan adentro que se me dificultaba respirar. Obedecí al macho de mi mujer y tensé la lengua hasta hacerla rígida como una pijita.
—¡Ahhhhh…! —Gimena.
El Costilla, entusiasmado por los gemidos, me tomó otra vez de los cabellos de la nuca y empujó de nuevo.
—¡Clavá, cuerno!
Y Gimena:
—Ahhh… Ahhh… Ahhh… Ahhh… Cómo te siento, mi amor…
Siempre de los pelos, el Costilla llevó mi cabeza hacia atrás. Tomé una bocanada de aire como un náufrago ahogándose en medio del mar, y enseguida la mano que tomaba mis cabellos empujó otra vez para adelante. Mi lengua, rígida igual que mi pija, clavó el agujero de mi amorcito.
—¡Ahhhhhhhh!! ¡Por Dios, cornudo, por fin me cogés bien!
Quería gritar que no me dijera cornudo. Que al menos no lo hiciera delante de los tipos que se la habían cogido o se la iban a coger. Quería gritar que yo podía clavarle algo más que mi lengua, que mi lengua me dolía, que los cabellos tironeados me dolían, y que mi masculinidad me dolía más que todo lo anterior junto. Y mientras el Costilla me bombeaba la cara contra las nalgas de mi mujer, y ella gemía incluso más que cuando yo me la cogía normalmente, comencé a soltar lágrimas de impotencia, que por suerte se mezclaron con el sudor de Gimena, que vestía toda su piel, y un poco de leche que le habían derramado sobre las nalgas.
—Qué bien que me cogés, cuerno… Te siento como nunca…
Mi cabeza iba y venía con violencia, empujada por la manaza del Costilla. Me la estaba cogiendo con la lengua y con la cara. Me la estaba cogiendo como se la cogían los viejos del club, o ahora el Costilla.
—¡Clavá, cuerno! ¡Clavá y limpiá para que te la cojamos todos!
—¡Mmmffffgggghhhh…!
—Mi amor, me cogés mejor que los viejos que me dan en el cuartito de trastos del bar…
¡Hija de puta! Y que los cuarenta o cincuenta tipos que la surtieron de pija en la exhibición de patinaje [ver El Club de la Pelea 04]. Me mentía con tal descaro que me enfurecía, y entonces redoblaba fuerza y rigidez con la lengua. Hasta que en un momento el doctor Ramiro dijo: 
—Bueno, ya está, me la quiero garchar de una vez.
Entonces el Costilla me arrancó la cabeza de entre las nalgas de mi esposa, y en el mismo movimiento me arrojó al piso, sacándome del auto, como si fuera una bolsa de bosta.
—Aflojá, cornudo, que es momento de cogerla de verdad.
Se apuró el doctor Ramiro para ubicarse detrás del culazo de Gimena, y en el apuro casi me pisa. Otra vez se bajó los pantalones, se arrimó al culazo regalado y ahora limpio, y enfiló el pijón hacia el orificio rectal de mi esposa. Como yo quedé en el suelo pude ver todo desde abajo: apoyó el glande en el cuerito, y empujó suave para perforar.
—¡Ohhhhhhhhh…! —se desinfló Gimena—. ¡Por Dios, sííííííhhhh…!
Como el culo estaba recién abierto por el Costilla, el pijón de Ramiro avanzó un buen tramo sin problemas.
—¡La puta madre, qué buen orto me estoy clavando!
Sin embargo se atoró en la mitad del pijón, y ahí la decencia de Gimena se resistió.
—¡Ay, qué pedazo de verga, nene…! Esperá que aflojo, así pasa la otra mitad…
Gimena hizo algo con su esfínter, que ya le había visto hacer en casa con el presidente del Club, y de pronto el tronco grueso y venoso del doctor se corrió para adentro de mi mujer otro buen tramo.
—Ahhhhhh…
No entró completo, solo un poco más de un tercio. El doctor Ramiro tomó a Gimena de cada nalga, como afirmándose para iniciar el bombeo, y como miraba hacia abajo, a la penetración, me vio ahí agachado, casi entre sus piernas, mirando, y sonrió.
—Cuerno, te felicito —movió el culazo de mi mujer hacia adelante y la pija se le retiró hasta que apenas el glande le quedó adentro—. Desde ahora quiero que la lleves a mi consultorio una vez por mes para hacerle una revisión anal de rutina preventiva.
Y empujó. Con ojos grandes vi cómo el vergón avanzó lentamente y sin resistencia hasta la mitad, hasta los tres cuartos que ya le había enterrado, y siguió metiéndose en el orto de mi mujer casi hasta los huevos.
—Oh, por Diosss… —murmuró para sí, Gimena.
Aún con todo esto, las nalgotas, por ser tan voluminosas, ocultaban el último pedazo de verga que todavía quedaba afuera, y que no era mucho. No podía ver yo qué tan adentro estaba, cuánto de verga de macho mi mujer tenía enterrado. Como si adivinara mis pensamientos, el doctor Ramiro le abrió un poco los gajos y antes de ir hacia atrás para seguir bombeando, me anotició:
—Resta el ancho de un dedo gordo de camionero, cuerno.
No entendía por qué todo el mundo disfrutaba de humillarme. Me pregunté qué hubiera pasado si me enfrentaba al primer viejo del club que me quiso pegar. El único que de verdad me quiso pegar. Sin dudas me hubiese molido a palos, pero creo que me hubiesen respetado y hoy mi mujer no estaría cogida por todo el club y buena parte del pueblo.
El doctor Ramiro esta vez empujó con fuerza, con violencia, y mandó su verga adentro del culo de mi adorada esposa hasta que los pelos casi se le meten en el cuerito.
—¡Ahhhhhhhhhhhhh…! —volvió a disfrutar Gimena.
—¡Hasta los huevos, putón! ¡Sentila, hija de puta!
—Sí, sí, Ramiro, la siento en el estómago…
El doctor Ramiro arrancó bien fuerte el bombeo. La pija le entraba y salía con violencia, brillosa, con las venas marcadas a punto de estallar de leche.
—¡Qué buen orto, puta! ¡Qué buen pedazo de orto que tenés!
—Mi amor, te va a estirar toda… ¡Es todavía más ancha que la del Costilla!
—Es para que no te peguen, pelotudo. Dejá de hacer una escena cada vez que salgo a defenderte… Ahhhh… Así… Así… Más fuerte… Uhhh más fuerte, sí, así…
Tragué saliva. Ahí tirado en el piso grasoso de la estación de servicio, apoyado contra el marco inferior de la puerta de atrás del auto, veía las nalgas de mi esposa temblar con cada estocada e ir enrojeciendo poco a poco por la presión de las manos del doctor. Ella gemía como si disfrutara mucho y de verdad, y el hijo de puta de su abusador cerraba los ojos como para sentir más y mejor a mi mujer, en la punta de su glande, cada vez que la penetraba.
Luego abrió los ojos y habló a sus amigos, por sobre el techo del auto.
—Tremendo orto… Estrechito, durísimo… Les va a encantar…
Los amigos ya estaban saboreando su turno y dieron la vuelta hasta la puerta en donde estaba la acción. Tuve que hacerme a un lado, iban a tomar la posta en cuestión de minutos.
—Dale, Ramiro, que nosotros también se la queremos coger.
Gimena los escuchó y redobló un gemido de excitación.
—Uy, síííí…
El doctorcito se agachó un poco y metió la cabeza dentro del auto, para hablarle a mi esposa.
—¿Está bien si te suelto la leche ahora, bombón?
—Ya acabé dos veces… Llename que quiero conocer a tus amigos…
—¡Gimena!
—Es en sentido figurado, mi amor. ¡No es literal!
Figurado o no figurado, el doctor Ramiro se aferró al culazo de mi mujer como si trepara un acantilado y aceleró el bombeo con fuerza animal. Fap! Fap! Fap! Fap! Ver la redondez del culazo de mi mujer aboyándose con cada embestida, y la verga entrando toda, completa, dos veces por segundo, era demasiado.
Hasta que el doctor le soltó la leche.
—¡Ahhhhhhhhhhssssíííííí…!!!!
Adentro. Bien adentro.
—¡Por Dios qué buen orto me estoy enlechando! Ahhhhhhhhh…
Los amigos se entusiasmaron como gorilas, riendo y vitoreando el polvo a semejante hembra. Yo me di cuenta que, así las cosas, me iban a hacer limpiarla otra vez.
—¡Adentro no, por favor! —llorisqueé.
El doctor Ramiro me ignoró por completo. Simplemente estiraba el pijazo, ya acabando, enterrada la verga bien adentro de mi mujer, procurando escurrirse toda la leche.
—No pasa nada, amor —jadeó Gimena—. Me está acabando afuera.
Que me mintiera de esa manera me enojó. Estaba viendo a menos de medio metro cómo el cilindro de carne del doctor le bombeaba chorros de leche directo a su ano, al punto que ya en las últimas clavadas, el semen comenzó a desbordarse y caer en dos líneas blancas que se derrumbaban por los muslos.
El doctor tiró un último pijazo y se dio por satisfecho, pegando un sopapo cariñoso a una de las nalgas de mi señora.
—Buena puta —dijo, y sonrió a sus amigos—. Tremendo culo, de lo mejor que me cogí últimamente. 
Se quitó del medio y uno de los amigos fue a ocupar su lugar.
—Necesito que el cornudo venga a limpiar esto —dijo el nuevo, y miró en mi dirección.
Gimena se desinfló de placer.
—Dale, mi amor, comete la cogida del doctor Ramiro así terminan más rápido y no caen más tipos a la estación de servicio.
Fui corriendo y me zambullí entre sus nalgas. Y me tragué el orgullo y la leche que le depositara el macho que un minuto antes le había roto el culo a mi esposa.
—¡Muy bien, cuerno! —me alentó el Costilla.
—Qué rico que me cogés, Benigno… —ronroneó Gimena.
Tuve suerte. Aunque no lo parezca, la tuve. Los dos que faltaban me la garcharon unos quince minutos cada uno, tal vez un poco menos. Y los dos le llenaron el culo de leche. Pero era tan tarde que en esa media hora no cayó a cargar nafta ningún auto y —mejor aún— ningún camión. Dios sabe lo que hubiera sucedido si caían dos o tres camiones de larga distancia. Esos que a veces incluso vienen con chofer y acompañante.
Tuve suerte. Mantuve mi cara lejos de una golpiza y tan solo le rompieron el culo a mi mujer unos pocos tipos.
Gimena dice que no es suerte. Que mi suerte es ella, que siempre está ahí para salvarme.
Y creo que tiene razón. 
Es ella.

FIN

El Club de la Pelea - Anexo 02 — Versión 1.1 (12/01/2023)
(c) Rebelde Buey

MÁS INFO SOBRE ESTA SERIE, ACÁ: 
NOTA: Todos los capítulos anteriores que conforman la serie son de pago.

9 COMENTAR ACÁ:

Anónimo dijo...

Excelente relato

Anónimo dijo...

No dejes de escribir. Excelente relato. Ya el nivel de descaro de Gimena es evidente. Lo único que quiere es que se la garchen. Que siga aumentando el descaro

Rebelde Buey dijo...

Muchas gracias, "anónimos". Pongan un nick, así al menos sabemos quiénes somos ^^

david tatuado dijo...

Excelente relato!! Extrañaba estos relatos!!!

Philip dijo...

¡Excelente relato! Como de costumbre, de literatura erótica de cuernos eres básicamente el escritor más talentoso que he encontrado en castellano, y que demonios, en cualquier idioma.

Dos preguntas.

¿Algún días pondrás en los packs las publicaciones de CRMI? Es lo único que no guardé en su momento.

¿Continuarás alguna serie antigua? Debe de hacer como 10 años que que esperamos "Leche de Engorde (16)".

Muchas gracias por tu trabajo.

Rebelde Buey dijo...

Muchas gracias, David!! =)

Rebelde Buey dijo...

oh, gracias por semejante elogio, philip! te respondo las consultas:
- Tanto las CRMI como los mini relatos de CuerniX van a ir para completar packs futuros, con relatos nuevos. pero lo más probable es que vayan fraccionados, y no por una serie (sino que cada pack contenga material variado, como si fuera una revista). De todos modos, por ahora no estoy por sacar ningún pack. ni para escribir lo básico, me da tiempo en estos días.
- La mayoría de las series más viejas tienen el problema que son bastante complejas (internamente) para escribirlas y mantener la densidad narrativa que tienen. no las he continuado porque insumen muuuchas horas. la otra opción es continuarlas con textos más livianos, o más cortos. pero quedaría como raro, casi como escrito con dos estilos distintos. Las series que tienen ese problema son Dedo al Camión, Leche de Engorde, Junior y alguna más que me estoy olvidando.
No descarto continuarlas, pero no será por ahora.
muchas gracias por dejar un comentario. eso me sirve mucho.

Vikingo Miron dijo...

Que lindo volver a leer estas historias de Alce Viejo, con sus personajes y humillaciones, combinada con la foto que es increíble.
Te extrañábamos Rebelde, el puto amo de los cuernos.

SALUDOS VIKINGO MIRON

Rebelde Buey dijo...

muchas gracias, Vikingo! ahí subí otro relato que, aunque sucede en la costa atlántica, sus personajes sonde Alce Viejo (por si la historia continúa ya de regreso en sus hogares xD )

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