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miércoles, 9 de octubre de 2019

Jordy 07 [Ayudá a Decidir a Prudencio]


  
JORDY 7 —ver 1.1 fuerte(s)

Tuve que inventarle que lo de las pastillas era peligroso, que podía traerme cáncer. Me sentí horrible mintiéndole. Es decir, mintiéndole otra vez, porque lo de la pastilla en sí fue siempre una macana para consumar el matrimonio y eliminar la posibilidad de una anulación. No sé si me sentí peor por mi engaño o por la insistencia de ella en que tome la pastillita para sentírmela más grande, más dura, para que me la cogiera “como un hombre”. Y bueno, todo no se podía. Al menos así ya no me la iba a coger más nadie, solamente yo.
La mudanza a lo de Jordy fue muy breve y fácil. Mis pertrechos eran tristemente escasos y ocupaban muy poco lugar. Antes de ir a mi casa con una camionetita por mis cosas, le pedí a Jordy que me haga algo de espacio. Se me ocurrió que una buena manera sería que tire o done su ropa del pasado, la de putanear con chongos. De esa manera matábamos dos pájaros de un tiro: hacía un poco de lugar para mis cosas y se quedaba con la ropa más decente, en armonía con su nueva vida de señora respetable. Me dijo que sí con una sonrisa y un beso, que me llenaron el corazón.
Mientras llamé al muchacho de la camioneta, un chico joven y despierto llamado Emilio —que Jordy conocía de sus aventuras de soltera— mi flamante esposa comenzó a dar de baja su ropa de puterío. Quitó de un solo movimiento una decena de perchas con vestidos ultra cortos o ajustadísimos o escotados. Luego otra decena más. Y luego una tercera. Abrió cajones y metió en cajas toda su lencería sexy. Una caja… dos cajas… tres cajas… cuatro cajas. Comenzó a quitar también un montón de ropa de diario, ni vestidos ni lencería, simples tops, minifaldas, mini shorts, leggins y otras prendas que usaba para andar por el pueblo, ir al gimnasio o incluso trabajar. Todo era demasiado sexy; de puta, ya. En un momento los dos roperos y todas las cajoneras quedaron vacías, a excepción de un estante.
—¿P-pero qué hiciste, Jordy…?
—Me pediste que sacara toda la ropa sexy, mi amor…
—¡Vaciaste la casa!
—...
—Está bien, está bien… Dejá toda la ropa de puta y retirá la ropa seria. Yo no necesito más que un poquito, si casi no tengo nada.
—Como quieras, Prudence —dijo con la misma simpleza con la que aceptó tirar todo, aunque me pareció notar una sonrisa divertida y de triunfo. Y comenzó a reponer cada una de las prendas.
Fui a mi casa. Mi casa por último día. Junté toda mi ropa en un par de canastos, incluidos el calzado y algo de ropa de cama. Sumé un par de mueblecitos que quería llevar, inútiles pero queridos por mí, heredados de mamá. Y sumé la cama de una plaza, no porque yo quisiera sino por insistencia de Jordy, para meterla en la piecita de servicio (o de invitados, decía ella) “…por si alguna vez tenés que dormir en la habitación de invitados, Prudencio.”
—¿Por qué voy a tener que ir a dormir allí?
—Por si extrañás tu cama, Prudencio. Yo qué sé cómo vas a reaccionar a la falta de tu vida de soltero.
Llegó Emilio con la Kangoo y metimos todo en un ratito. 
En el camino a lo de Jordy, Emilio se puso innecesariamente verborrágico.
—¡Así que vos sos el famoso Prudencio, ja! Así que vos fuiste el suertudo que le pudo poner el lazo…  ¿Quién hubiera dicho, eh? No por vos, ¿eh? Tenés pinta de jornalero, pero debés cargar muy groso para que Jordy se aparque en este palenque… jajaja!
Era joven y bruto, y parecía buena persona. De esos muchachos que no toman conciencia de cuando se desubican. 
—Mirá que era brava la Jordy, ¿eh? ¿Cómo hiciste? Yo siempre la quise enganchar para algo serio… La gauchita que mejor coge de todo Alce Viejo, sí, señor. Mirá que cogió con todos, y todos dicen lo mismo. No te ofende, ¿no? Me dijo la Jordy que no tenía secretos con vos…
—Emmm n-no, no, pero preferiría que…
—¡¡Lo que coge esa mujer, por Dios!!  Yo le entré un par de años, te habrá contado. Como todos, o sea, cada tanto, como todo el mundo. Pero me enganché un poco, además de hermosa es muy buena mujer, muy inteligente… Así que aunque me la haya cogido un montón de veces, un poco te envidio, Prudencio…
—S-sí, gracias… creo…
  
El viaje no duró más de cinco minutos, que me parecieron cinco horas. Emilio no paraba de hablar de mi Jordy y de cómo se la garchó medio pueblo. Y de cómo y cuántas veces se la garchó él. No se daba cuenta que me estaba humillando, que me molestaba con tanto detalle y dato… y que inexplicablemente me había provocado una erección.
Llegamos y me sorprendió la familiaridad y confianza cuando se saludaron él y mi esposa. Se saludaron muy animadamente, aunque sin extralimitarse con nada. Bueno, la ropa de Jordy estaba un poco extralimitada, por aquello de que casi no tenía ropa decente. Estaba hermosa y como de costumbre, súper sexy, con un conjuntito de top y short de algodón ceniza claro, que para cualquier mujer sería un pijama pero que mi Jordy usaba de diario delante de todos los vecinos. El short le ajustaba como una media y se le enterraba en el culazo, que lucía en todo su esplendor; no había manera de que no se me parara el pito cuando la veía con eso, tan suelta de cuerpo y a los besos.
Llevé los dos canastos de ropa a la habitación mientras ellos se quedaron charlando como los amigos que eran. Al regresar, mi sorpresa fue que la mudanza de Emilio no era una mudanza, sino un transporte. Que si quería que la cama de una plaza termine en la piecita de servicio, debía llevarla yo. 
—Ay, mi amor, no pasa nada, si el mueble está desarmado… —Jordy me hablaba tomando un brazo de Emilio, en gesto amistoso—. Él no puede, tiene una hernia en el disco que se hizo… —se frenó y comenzó a reírse—. Ay, mejor no te digo cómo se hizo eso —y luego a Emilio, que le festejó el recuerdo— ¿Te acordás de la fiesta en la quinta de Lobos? ¡Jajaja! Mirá que traer a ese negro y esas dos brasileras… Eso te pasa por hacerte el supermacho…
Y “el supermacho” le festejó la referencia, y de pronto los dos estaban hablando de vaya a saber qué, seguramente tonto, pero suyo, propio, y acto seguido se olvidaron de mí y yo me quedé parado con un larguero de la cama.
Y me fui a la piecita para seguir la mudanza.
Pero al volver ya no estaban allí, en la vereda. Ni Jordy ni Emilio. Me pareció raro porque no había oído las risas entrar a la casa. Tomé el otro larguero y entré nuevamente, esta vez mirando a un lado y otro tratando de encontrarlos en alguna de las estancias que se repartían desde el pasillo. En el living no estaban; en la cocina, tampoco. En la habitación matrimonial no había manera de saber, la puerta estaba cerrada. ¿Pero estaba así o la habían cerrado ahora?
Entré a la piecita de servicio y dejé el segundo larguero. Salí. Fui atrás, al lavadero. Nada. Me asomé al patio trasero. Tampoco. A unos metros había un galponcito pequeño con trastos, pequeño pero lo suficientemente grande para que se metieran dos o tres. No, allí no estarían. ¿Para qué? Pero entonces debían estar en la habitación principal. Me negaba a creer eso, Jordy había cambiado, estaba conmigo ahora porque quería dejar atrás su vida de jolgorio. ¡Ahora era una madre!
Pasé por la puerta de la habitación principal con paso lento y silencioso, tratando de escuchar si de adentro se oía algo. Nada. Me frené. Escuché mejor. Nada. Apoyé la oreja. ¿Un jadeo? No, no. Era la copa de un árbol afuera de la casa, moviéndose con el viento. 
No entré. Entrar significaba sospechar de mi Jordy, y yo no sospechaba de mi Jordy. Ella había cambiado. Esperaba a mi hijo. Estarían en la vereda o al lado de la camioneta, habrían ido a comprar un chicle al kiosco o algo así.
No.
Tomé el cabezal de la cama y entré a la casa nuevamente. 
Lo mismo. Silencio aquí y allá. Aunque las copas de los árboles hacían más ruido. Es que se había levantado viento. A la vuelta me detuve sobre la puerta de la habitación. No podía decir que escuchaba un jadeo. Pero tampoco había silencio absoluto. Me arrodillé y me asomé por la cerradura. Adentro no se veía a nadie. Aunque la vista no daba a la cama, apenas si se veía una esquina.  Me sentí mal por ser tan desconfiado, ¡parecía un marido cornudo!
Fui a buscar el elástico y en otro viaje el resto. Nada. ¡Nada, nada y nada!
Antes de ponerme a armar la camita puse otra vez mi oreja en la puerta de la habitación matrimonial. Estaba ese rumor indefinido. Corrí entonces la oreja para la luz que se hace entre el marco y los postigos y el rumor se hizo más fuerte. Sí, había un arrullo de árboles, pero esta vez me pareció más que nunca escuchar jadeos contenidos, o tal vez ni eso, respiración contenida, como si alguien estuviera haciendo algo procurando no despertar sospechas a nadie. Iba a entrar. Tenía que entrar. Iba a hacerlo. Toqué el picaporte. El pecho se me aceleró hasta salirse del corazón. Giré un cuarto de vuelta, tal vez menos. Y me quedé.
Era el viento. Tenía que ser el viento en los árboles, si hasta era la época. Decidí ir a terminar la cama y en tal caso sí, cuando ya finalizara, la buscaría en serio por todos lados, porque ya me empezaba a preocupar.
Diez minutos después finalmente abrí la puerta de la habitación. Había escuchado ruidos claros esta vez. Y no solo ruidos. Risas, palabras, un golpe sobre un mueble. Entré. Y sí, estaban ahí. Emilio sobre la cama, y Jordy de pie, entre la cama y el placar. Estaban vestidos los dos, y la cama estaba hecha, aunque muy desprolija por los movimientos de Emilio ahí arriba. Jordy subía y bajaba unos cajones y Emilio le indicaba dónde le gustaba más. Como Jordy estaba en ese short de escándalo que se enterraba entre las nalgas, cada vez que bajaba Emilio la miraba con gula, supongo que imaginándosela en bolas delante suyo, aunque la verdad con esa ropa había poco que imaginar. No me molestó, hasta me sentí aliviado. Los últimos cuarenta y cinco o cincuenta minutos pudieron haber estado cogiendo mientras yo me hacía la mudanza y sin embargo habían estado allí acomodando mi ropa y viendo en qué cajones ponerla. Aunque cuando Jordy me saludó con un piquito en la boca tenía un gusto raro, nada me hace sospechar que allí pasó algo. Sería descabellado, sin sentido. ¿Qué mujer va a acostarse en la habitación principal con un ex macho teniendo a su marido pasando por la puerta a cada rato para armar su propia camita en la habitación de servicio?


Esa noche estrenamos nuestro nidito de amor. Jordy quería a toda costa que me tomara la pastilla, pero insistí en que no podía, que el médico me había dicho que su uso podía generar cáncer.
“Cáncer de cuernos”, pensé.
Jordy se puso de mal humor, casi como una nena, pero finalmente aceptó que lo hiciéramos. 
Y fue mágico.
Bueno, tal vez esté exagerando.
Ella tomó un libro de nombres para el bebé y se arrodilló como las otras veces, culo en punta y codos apoyados en la cama, leyendo. Y yo atrás, bombeando como un pajero confundido.
Fap fap fap fap el sonido de mi panza en su culazo era como música para mis oídos. El sonido de las hojas del libro pasando de nombre a nombre, no tanto.
—¿Y si le ponemos Emmanuel?
Fap fap fap fap…
—¿Otra vez con Emmanuel…? Ahhh… —jadeé—. Ya lo homenajeamos haciéndolo… Uhhh… padrino, mi amor…
—Sí, tenés razón. Podríamos ponerle Don Perno.
—¿Cómo le vas a poner así a un bebé?
—Es que don Perno también ayudó mucho, Prudencio. Te dio un trabajo, nos hizo un lindo regalo, me ensanchó antes de que me agarrara por primera vez Emmanuel, todavía no ejerció su derecho de pernada…
—¿Qué? ¿Qué tiene que ver que te ensanchó para Emmanuel? ¿Cómo que te ensanchó? ¿Y eso que tiene que ver con nuestro hijo?
—Prudencio, no te pongas celoso al cuete. Don Perno me surtió mucho antes que Emmanuel. Cuando el viejo ya me había usado lo suficiente, es decir, probado, me pasó a su hijo y sus amigos… sin dejar de darme cuando quería, obvio… Me seguía llamando cada dos por tres, pero ya no todos los días. Es que a medida que se fueron casando los jornaleros, naturalmente fue agrandando su harén de novias o esposas…
—¿Pero qué tiene que ver todo eso con nosotros, Jordy? Pareciera que lo estás diciendo para provocarme…
—Porque gracias a que me pasó a Emmanuel, terminé conociéndote a vos, mi amor… ¿Y me parece a mí o se te puso más dura?
—¿Qué? ¡No! ¿Más dura? ¿Cómo se me va a poner más…? Jordy, seguí leyendo los otros nombres de bebé, que quiero seguir cogiendo de manera normal como cualquier pareja…


Desde ese día, mi vida fue distinta. Iba a trabajar contento, sabiendo que tenía una de las más hermosas y exuberantes mujeres de Alce Viejo. Y de las más deseadas. Aunque también, de las más probadas, porque en su pasado la habían recorrido todos. Esto me daba una emoción dual, de orgullo y humillación a la vez. Disfrutaba de los cuernos que les ponían a mis compañeros jornaleros. Por alguna razón desconocida, desde mi matrimonio comencé a sentir cierta excitación morbosa cada vez que venían a la chacra las esposas de los cinco cornudos conscientes a hacerse remachar por el Emmanuel o los amigos. Antes me daban lástima o simplemente ignoraba todo el asunto. Ahora, en cambio, me solazaba con la aparición en carne y hueso (en general más carne que hueso) de la que le tocaba ese día, convenientemente dos horas antes de la salida de sus esposos. Las observaba bien: la ropa y las maneras seductoras para con los chicos. Prestaba especial atención a cuando una esposa venía hasta nosotros a saludar a su marido, como si estuviera allí para esperarlo a que salga de trabajar, para luego regresar a la casona donde la esperaban siempre de tres a cinco de los hijos de los otros patrones. Y luego observaba al cornudo del día, que debía seguir trabajando dos horas más hasta las seis, mientras su mujer era remachada de verga en una cama de cuatro plazas a cincuenta metros o menos. Cada día, de cuatro a seis —porque esto se repetía de lunes a viernes, un día con cada esposa— yo vivía al palo.
Eran días de excitación y emociones intensas y, sin embargo dispares. Porque cuando don Perno me llamaba, mi alma se me iba al piso temiendo que me reclamara el famoso derecho de pernada, que hasta ahora había aplicado a cada uno de sus jornaleros, incluidos los que no eran cornudos conscientes (haciéndolos cornudos conscientes solo esa vez). Así que iba a la oficina de la casona como un condenado va a al cadalso, cabizbajo y angustiado. Y entones me pedía esto o aquello, o que me cuide con tal o cual cosa que hacía mal. El alma me venía el cuerpo, aún cuando me cagaba a pedos por errores del trabajo. Aunque mientras me hablaba era difícil concentrarse en lo que decía porque desde la habitación principal venían clarísimos y fuertes los gritos de la puta del día, cogida habitualmente por cinco muchachos. Daba gracias a Dios que don Perno no me exigiera cogerse una vez a mi Jordy, y rogaba en el mismo rezo para que nunca lo exigiera. Quizá que se la hubiera cogido por años era de algún modo una cosa positiva.
Pero a la noche, en casa, la cosa no era tan divertida y emocionante como en el trabajo. Cada vez que proponía coger, Jordy encontraba una excusa para no hacerlo. Que le dolía la cabeza, que no tenía ganas, que estaba con la menstruación… Pasaban los días y no lo hacíamos nunca. Hasta que finalmente me dijo la verdad. Su temor era que la penetración hiciera daño al bebé. 
Era razonable. Pero también estaba embarazada cuando se la cogieron los otros cinco hijos de puta en nuestra noche de bodas, y ella feliz como gallina con dos culos. Así que aproveché que a la noche siguiente cayó Emmanuel de visita, para probar si me decía la verdad o no.
Se me había negado doce noches seguidas, y en la cena, chocando copas con ella y el Emmanuel, dije que había encontrado una pastilla y que podía usarla esa noche. Y esta vez la muy puta me dijo que sí. Sin rodeos, sin dudas, sin otra cosa que deseo y chispas en sus ojos, que por alguna razón me pareció que se encontraron con los de Emmanuel.
Así que esa noche pasaron dos cosas: una mala y una buena. La mala es que, haciéndose pasar otra vez por mí, el Emmanuel me la garchó hasta las seis de la mañana como un poseso. La buena es que descubrí que no era por el bebé o el dolor de cabeza, era porque sin la pastilla mi pijita para ella era… bueno, una pijita.
Pensándolo bien, las dos noticias eran malas.
Esta segunda vez que mi amigo se la cogió toda la noche, ya nos manejamos como un equipo. Él se prendía a las ancas de mi mujer, penetrándola sin piedad y hasta los huevos, ensanchándola y sacándole gemidos y gritos de placer, amén de unos cuantos orgasmos, y yo me ubicaba a la altura de la cola de ella, no para ver en primer plano cómo la verga venosa taladraba una y otra vez la conchtita de Jordy, para nada, sino para hablarle a mi mujer desde esa posición y que ella creyera que el que se la cogía era yo. Igual que aquella noche, funcionó, aunque también sucedió esa cosa inexplicable de ella hablándome como si yo fuera el Emmanuel: “Qué buena pija tenés, hijo de puta, no pares de cogerme… No pares de cogerme hasta llenarme de leche para el cuerno…”.
Jordy y su obsesión de jugar papeles de rol… 
Luego de esa noche, otra vez a negarse, y entonces un día entró en razones de que no me podía estar negando el sexo por no tomar la pastillita que me agrandaba la pija… o mejor dicho, por el bebé (que era su excusa). Una noche que se había acostado con un babydoll transparente y se le veían los dos globos que tiene por pechos, y la bombachita enterrada hasta violarla, me agarró tal calentura que me puse pesado e insistente como nunca. Es que desde que nos casáramos, aunque ella no lo supiera, se la habían cogido ya nueve veces, entre cinco tipos distintos, y yo apenas una sola vez. 
Por suerte claudicó.
—Está bien, cabeza dura —me dijo una noche en que yo había comenzado a masturbarme disimuladamente contra sus muslos— . Mañana mismo vamos a un médico y le consultamos si es bueno para el bebé que vos me cojas todos los días.
—Ya te dije que mi médico se fue del país a un simposio —volví a mentir—. Puede regresar en meses.
—Yo conozco a uno de confianza. El doctor Ramiro.
El doctor Ramiro me sonaba de nombre. En el pueblo escuché que solía cogerse a la modelo internacional Paloma, cuando apenas era una nena escuálida y andaba de novia con un chico de acá. Aunque con seguridad eran mitos de pueblo, igual no me gustaba: tenía fama de pijudo y mujeriego.



Así que el viernes después de mi trabajo fuimos al consultorio del doctorcito. Nos puso en un turno después de hora, a continuación del último paciente. Nos encontramos en el centro de Alce Viejo y al verla me asaltaron las dudas. Le había pedido que no se vistiera muy puta, que era de día, que íbamos a un médico, bla bla bla. ¡Y me cumplió! Pasa que no importa lo que se ponga Jordy, es verla y querer arrancarle la ropa para garchársela. La pobre se fue con una minifalda cualquiera y una remera. Y en zapatillas y con gorrita, que para ella era casi como ir de pordiosera. No pude decirle nada, pero me angustió a cuenta la certeza de que el doctor Ramiro me la comiera con los ojos y hasta la manoseara un poco, con la excusa de una revisión de rutina.
Casi al llegar tuve la mala idea de preguntar a Jordy:
—¿Alguna vez… tuviste algo con este doctor Ramiro…?
—¿Algo…? ¿Cómo algo? Me atiende siempre que lo necesito, si a eso te referís.
Me resultaba algo indefinida esa respuesta.
—Te pregunto si alguna vez… en fin… intimaron…
—Ahhh… Sí, obvio, Prudencio. En los últimos años me garchó mil veces.
—¡Jordy! ¿Hay alguien en Alce Viejo que no te hayas cogido?
Jordy pensó unos segundos.
—Sí, mi amor: todos los cornudos del pueblo.


Apenas entramos, nos atajó la recepcionista (que también era secretaria y hasta enfermera), una vieja avinagrada con gesto severo que nos juzgó con la mirada, como si mi mujer fuera una puta y yo un flor de cornudo consciente. Llevaba una cartera en la mano y un abrigo enganchado del brazo, dispuesta a salir. O huir.
—El doctor está terminando de atender. Me pidió que los ubique en este último turno para darle a la señorita… —y me miró a mí como si estuviera por anunciarme una enfermedad terminal—... todo el tiempo que necesite. 
La salita era pequeña, con dos silloncitos y un asiento más largo bien mullidito. Nos sentamos allí viendo cómo la recepcionista apagaba la computadora y el velador del escritorio, y se iba sacudiendo la cabeza desaprobatoriamente.
Al otro lado de una puerta con un ventanuco de vidrio esmerilado —y la leyenda DR. RAMIRO— se oían voces de hombres y una mujer. Luego de unos minutos, salieron una señora de unos cuarenta años, hermosa y algo sexy y un hombrecito de setenta, pequeño y con anteojos: el farmacéutico y su esposa. Detrás de ellos salió el doctor Ramiro consolando al farmacéutico, que parecía preocupado, y ya despidiéndolos en la puerta me pareció que metió mano disimuladamente en la cola a la mujer, sin que ella se quejara ni lo amonestara.
Todo esto me daba mala espina. 
—¡Hooola mi amor! —saludó musicalmente el doctor Ramiro a mi esposa, con una sonrisa de oreja a oreja y un abrazo amistoso ya dispuesto. 
—Señora Jordy —lo corrigió mi mujer, a modo de broma—. Te presento a mi marido, Prudencio. El que te dije que me dejó embarazada en dos días.
El doctor me estrechó la mano con firmeza.
—Sí, sí, un caso extraño de embarazo express, seguramente es porque los espermatozoides del amigo son bien machazos.
—¿Seguro, Ramiro? —preguntó Jordy—. Porque tiene un pene así de chiquiti…
—¡Jordy!
—El tamaño del pene no tiene nada que ver —explicó el doctor mientras pasábamos a su consultorio. Allí había un escritorio, dos sillas donde nos sentamos Jordy y yo y, muy cerca de la ventana, un diván enorme, que más parecía una cama para sacrificar pacientes (como la mujer del farmacéutico) que para resolver alguna enfermedad.— Por lo que puedo ver de Prudencio es que es un hombre serio, responsable y leal, todo lo que una mujer como vos necesita.
—Ay, sí, estamos re enamorados…
—Ustedes dirán…
—Lo puedo decir sin rodeos, somos amigos, ¿no? —comenzó Jordy, y luego se dirigió a mí y agregó— Ramiro y yo nos acostamos muchísimas veces, me conoce como pocos y sabe mucho de sexo. Además, tiene una tranca así de gran…
—¡Mi amor, no me tenés que aclarar eso!
—Está bien, Prudencio. Soy médico. Soy como los sacerdotes, lo que se dice acá es confidencial. 
—¡Es que es algo de lo que no quiero enterarme!
Jordy giró otra vez hacia el doctor.
—En fin, vos sabés lo que a mí me gusta el sexo…
—¡¡Uffff si lo sabré!! La de fiestas que te hacíamos con los chicos de la universidad…
—¡Doctor Ramiro!
—Perdón Prudencio, no tome mis comentarios como una burla, es que con su mujer siempre fuimos muy compinches…
—Bueno, obviamente a mí me gusta el sexo, pero desde que quedé embarazada de Prudencio, no es que no tenga ganas, pero me da miedo que las penetraciones suyas le hagan mal al bebé.
—Es un temor habitual en las primerizas, pero en la mayoría de los casos es infundado. Los riesgos de desprendimiento de la placenta se dan en mujeres que sufrieron traumatismo de útero, hipertensión severa o con antecedentes de abortos espontáneos o tendencia a desgarros vaginales o anales, por miembros masculinos.
—¿Que qué?
—Seguramente usted calza bien grande, amigo Prudencio.
—No, no, para nada. Él tiene un miembro minúsculo, el más pequeño que he visto en mi vida.
—Mi amor, no es para tanto…
—Igual, no se preocupen, con un examen de rutina puedo detectar si el útero y el ano corren peligro de desprendimiento.
Toda esa cháchara médica me dejó sin respuesta. Y sin reacción. De pronto vi cómo el doctor Ramiro comenzó a desnudar lentamente a mi mujer, mientras ella le sonreía de una manera bastante poco preocupada para el problema que supuestamente estaba enfrentando. Le quitó la remerita por sobre el cuello, ayudada por ella, que levantó los brazos para facilitarle la tarea. Luego le desprendió los botones de la minifalda y la bajó un poquito, hasta ver que caería sola. Finalmente fue a los breteles del corpiño, los cuales simplemente desenganchó para que caiga al piso con la fuerza de una estocada. En apenas unos segundos mi mujer quedó en pechos desnudos y tanguita diminuta, a los ojos del doctor y los míos, que tan solo de verla así, hizo que me fuera al palo en un segundo. Las prendas quedaron arrolladas en el piso y el doctor Ramiro tomó a mi esposa de una mano y giró hacia mí para decirme:
—Espérela en la salita de afuera, que este tratamiento va a demorar un buen rato y le puede impresionar.
Ni pasaron diez segundos desde que me sacaron y me cerraron la puerta en la cara, que comencé a escuchar las voces y los jadeos de Jordy.
—Ay, Ramiro, cuánto hacía…
Y luego algo que decía el doctor, que era más difícil de entenderle porque tenía la voz más grave. En verdad hablaban tan bajito que no estoy nada seguro de lo que escuché, mi imaginación pudo haber agregado mucho. Por eso mismo en más de una oportunidad no entré a ver qué pasaba, porque en definitiva nunca estaba seguro. Los jadeos se hicieron menos espaciados y más intensos. Al principio me había sentado en la butaca mullida, pero cuando los jadeos de mi mujer se transformaron en gemidos me levanté y me asomé a la puerta. El cuadrado de vidrio esmerilado no me dejaba ver más que sombras que se movían como fantasmas, sin advertir quién era quién, mucho menos qué sucedía.
Bueno, lo que sucedía ya lo sabía: el doctor le estaba haciendo el examen a mi mujer. Y a juzgar por los gemidos, las voces medio indescifrables que se filtraban y algunos movimientos, podría decir que el examen involucraba los pechos de Jordy. Me dije a mí mismo que era natural, la maternidad tiene que ver con amamantar y todo eso. Hoy pienso que creí lo que quise creer.
—Qué buenas tetas tenés, hija de puta…
Y las sombras se movían más o menos a la altura de Jordy. Bien podía ser que el doctor se las estuviera masajeando para notarle algún quiste… o chupando. Por supuesto era lo primero. No puedo culpar a Jordy por sus gemidos, si una doctora les masajeara el pitito en busca de una protuberancia, se les pararía, ¿no?
De pronto la sombra de la que tal vez fuera mi mujer se acortó y quedó a mitad de altura de la otra sombra. Algo se estiró hacia ella y escuché el gemido de un hombre.
—Ohhh síííí... 
La sombra ahora más corta comenzó a cabecear.
—Así... Tragá, Jordy... Tragátela toda...
Sí, todo eso me daba sospechas de algo malo, pero en el momento me convencí de que le estaría dando algún remedio por vía oral. 
—Mmfffggghhhh... 
—¡Sht! ¡Sht! Todita. Todita hasta la base, como siempre.
—Mmggghhh...
Y se ve que mi mujer se tragó el comprimido completo porque el doctor aprobó.
—Muy bien... Ahora sí... Ahora podés respirar...
Y Jordy:
—Ahhhh... 
Vi la sombra corta sacudirse hacia atrás y escuché el jadeo de mi mujer desesperado, como tomando una bocanada de aire. Pero esto duró un segundo, enseguida otra vez a cabecear.
—Uy, mi amor... parece que el matrimonio te tiene necesitada...
Traté de asomarme por la cerradura y cuando me agaché se me cayeron unas monedas del bolsillo de la camisa. Mientras me demoré en juntar las moneditas escuché claramente a mi mujer:
—Ahhhh... Por Dios, qué grueso... Me lo vas a ensanchar otra vez...
Y al doctor:
—Este culo se merece un tratamiento a fondo.
Para cuando me asomé por la cerradura, habían cambiado de lugar y ahora estaban sobre el diván junto a la ventana, mi mujer con la tanguita arrollada a mitad de muslo, culo en punta, entregada por completo a la voluntad del doctor, y el doctor con sus pantalones por los tobillos, entrándole verga por el culo de manera lenta pero ininterrumpida.
Me la estaba cogiendo. Peor: me la estaba enculando. Pestañeé incrédulo y sentí mi corazón acelerado como nunca. Esto ya no era una idea, una sospecha o las presunciones de mis compañeros jornaleros. Tampoco era que ella no sabía que se la garchaban otros, como en nuestra noche de bodas. Acá lo estaba viendo yo: mi mujer estaba arriba del diván, arrodillada, recibiendo un bombeo de pija del doctor Ramiro, que la tenía tomada con una mano de la cintura y la otra se le iba patinando hacia una nalga, conforme iba más adentro cada estocada de verga.
No entendía por qué. Ella había venido a mí, no tenía necesidad de casarse conmigo si quería seguir de fiesta en fiesta. Aunque claro, el que le había hecho el hijo era yo. 
—Jordy... ¿Q-qué te están haciendo...? —pregunté con un nudo en la garganta.
Del otro lado de la puerta hubo un segundo de silencio, y enseguida retomaron el bombeo.
—Ahhh... Me está... ahhh... Está revisando si soy propensa al desprendimiento de no sé qué...
—Te noto angustiada, mi amor —le mentí—. Dejame entrar para estar con v...
—¡No! —me cortó el doctor Ramiro— No entres, cuerno, que te vas a impresionar.
Y luego escuché la voz de Jordy, más baja, hablándole solo a él, pero muy clara para mí:
—Dejalo así se va a acostumbrando al matrimonio...
Otro segundo de silencio, esta vez sin retomar ningún bombeo. Y Jordy hablando fuerte para mí.
—Está bien, mi amor, entrá, pero no te dejes llevar por la primera impresión. No es lo que parece, ¿eh? ¿Me lo prometés?
Apenas se lo prometí recomenzó el bombeo y yo giré lentamente el picaporte. Al entrar, dos cosas me impactaron: el sonido a cogida, ese fap fap horrible de la cola de tu mujer contra la panza del que se la clava, y el chup chup de la pija entrando y saliendo de su culo. Fue como una cachetada. Aunque verlo fue peor. Por la cerradura era una cosa, pero estar a un paso de tu esposa desnuda y de culo en punta siendo sodomizada por un cerdo hijo de puta no hay manera de que no te pegue como una bolsa de cemento en la cara.
—¿¡Qué carajo!?
—Prudencio, ya sé que parece que me estoy cogiendo a tu mujer —dijo el doctor sin dejar de bombearle el culo ni por un segundo. Jordy estaba con la cara hundida en el diván, o sufriendo la vergüenza de la situación o disfrutando como una condenada—. Pero no hay otra manera de comprobar la adherencia de los tejidos.
—¡Pero qué adherencia! ¡Jordy, te está cogiendo!
—No, mi amor, es la única manera. Es como cuando el proctólogo te mete un dedo en el ano para revisarte la próstata. ¿Vas a decirme que sos homosexual?
Eso me confundió un poco, no voy a negarlo. Igual, toda la situación me hacía ruido.
—¡Es distinto! Bueno, no sé si es distinto, pero tiene que ser distinto. Además este tipo te cogió durante años, y a mí ningún proctólogo me cogió nunca.
—Si es por eso puedo llamar a un colega que no se haya cogido nunca a tu mujer para que le revise los tejidos... 
—¡No!
—Mi amor, no te pongas paranoico. Además en un ratito te toca inspeccionarme a vos.
La sola mención de la posibilidad de que yo le hiciera eso que le estaba haciendo el doctor Ramiro, aunque fuera algo médico, me la puso de piedra y me sacó de eje.
—¿En serio?
—Sí, Prudencio —intervino el doctor—. En cuanto acabe acá con tu mujer vos me tenés que ayudar haciendo lo mismo.
Dejé de pensar que me la estaba cogiendo, aunque me la estaba cogiendo. A medio metro mío. 
—Vení, mi amor —me pidió Jordy, muy amorosa conmigo, como pocas veces—. Dame unos besitos mientras el doctor me va acabando... el tratamiento...
Fui con mi mujer y me junté con ella, rostro contra rostro, y tomándole las manos. El bombeo del doctor le hacía mover la cabeza y los hombros, pero nuestros labios se encontraban igual, como dos enamorados. Desde mi posición no podía ver bien la verga del doctor entrando, o sea que no podía saber a ciencia cierta si le iba a acabar adentro. Calculaba que no. No había ningún sustento médico para eso, me dije. Por las dudas:
—No se le ocurra —le advertí.
Y el doctor, jadeando, bufando, con los ojos más cerrados que abiertos y la cabeza inclinada un poco hacia arriba, respondía lacónicamente.
—No, Prudencio, soy un professs... ohhh... soy un... uhhh... tranquilo, cuerno... ahhhh...
—¡Doctor, no le acabe adentro, no sea hijo de puta!
Quise soltarme unos segundos de las manos de Jordy pero no me dejó, obligándome a quedarme con ella.
—No me va a acabar, mi amor. Esto no es algo sexual, es por nuestro bebé.
Pero el doctor seguía ya no solo meta bomba y bomba sino que había acelerado, hundía cada vez más los dedos en las nalgas de mi Jordy y de a poco se iba subiendo sobre el diván para penetrar más fuerte y más hondo todo ese culo redondo, grande y solo mío.
—Tranquilo, cuerno, que no te la voy a llennn... ohhh... uhhh por Dios...
—¡Doctor, se lo suplico!
—Prudencio, no seas pesado, que el doctor te respeta bastante.
Y de pronto el doctor entró como en un trance y murmuró a mi mujer:
—Ahí va, bebé, como en los viejos tiempos...
Y mi mujer, en un murmullo casi inaudible.
—Ay, sí, Ramiro...
Y entonces el doctor se puso tenso como el cuero de un tambor, se mordió fuerte los labios y ni gritó ni vociferó, pero en cambio gimió un “mmmmm...” que más que un gemido parecía que se estaba aguantando un latigazo.
Jordy me tomó de la cara para zamparme un beso de esposa enamorada.
—Mi amor, besame mientras el doctor Ramiro me acaba con el tratamiento.
Fue el mejor beso que me había dado Jordy hasta ese día. Fue un beso apasionado, verdadero, lleno de magia. Aunque la cabeza se le agitaba por la serruchada del doctor, el beso se sintió como el de una película.
—Mmmmmffff... —seguía Ramiro. Y mandaba estocadas largas, ya sin bombear, como queriendo entrar dentro de Jordy hasta la cintura.
—Doctor, ¿le está acabando?
Me había zafado del beso por un segundo porque salvo por los ruidos todo indicaba que me la estaba llenando de leche.
—No, cuerno, no... —y seguía clavando a mi mujer a pijazos lentos y profundos, blanqueando las nalgas de mi mujer por la presión de sus dedos.
Jordy volvió a tomarme del rostro.
—Besame, Prudencio, por lo que más quieras, ¿no ves que te necesito en este momento?
Fue como una frase mágica. La besé con toda mi alma y mi cuerpo y me olvidé del doctor y si le estaba acabando o no (que por supuesto no). Solo la besé y disfruté, y ella se ve que también porque —me di cuenta— tuvo como un orgasmo silencioso.
Cuando el doctor dejó de moverse se aflojó, abandonó todo rasgo de dureza y volvió de a poco a ser el de siempre. Sacó el vergón del culo de mi mujer y aunque quiso escondérmelo, me pareció vérselo brilloso de semen. De la cola de mi esposa salía un hilo de líquido blanco, y todo el orifico estaba detonado. Abierto, hacia afuera, pero sobre todo, estirado.
—¿Ahora me toca a mí? —pregunté ansioso.
—En un minuto.
El doctor se sentó en el diván; tal vez de verdad no había acabado porque la tenía grande y dura como la de un toro. Tomó a mi mujer de la cintura y la sentó sobre él, de frente, de modo que quedaron cara con cara (o mejor, cara con pechos). Jordy se acomodó y en un segundo comenzó a subir y bajar lentamente, moviendo apenas la cola cuando bajaba, como para que la verga del doctor la rozara más al entrar en su conchita.
—¡Doctor, me la está cogiendo otra vez!
—Tengo que medir lo mismo en el útero, Prudencio. Si me va a corregir cada cosa que hago por su mujer, entonces tal vez el médico sea usted.
—Prudencio, no seas histérico y aprovechá que el doctor te deja entrarme por atrás...
Otra vez me olvidé de todo.
Como estaban cogiendo —o en tratamiento— sentados, el culo de mi esposa quedó hacia afuera, regalado para el que estuviera. Y el que estaba era yo. Tuve que agacharme un poco por la altura. Mientras Jordy se cabalgaba el pedazo de pija de ese doctor hijo de puta, yo la tomé de la cintura y arrimé mi pitito.
Y la metí.
Y le di bomba.
¡Y carajo! No sentía una mierda.
Estaba tan dilatada que no tenía fricción. Lo que sí tenía era líquido pegajoso por toda mi pijita. Seguí bombeando, pero nada.
—Dale, Prudencio, no seas tímido... —me animó Jordy.
—¡Te estoy cogiendo desde hace un minuto! 
—Ay, sí, mi amor, ahora te la resiento.
¿Qué carajos?
—Jordy, no me mientas, si ni yo te siento.
Ella seguía cabalgando el vergón del doctor. Y lo miraba a los ojos mientras subía y bajaba ese mástil de carne.
—Sí, te la re siento... Así... Hasta el fondo...
—¿Mi amor, seguro me sentís? —casi imploré. Para sentir algo, yo tenía que llevar toda mi pijita hacia un costado.
—¡Qué pedazo de pija...! —decía—. ¡Qué pedazo de pija que tenés, por Dios! —Lo miraba al doctor a los ojos pero me hablaba a mí, por supuesto. ¿No?—. Cómo me llenás... 
Yo seguía bombeando como un monito desquiciado. Si no fuera por las palabras de mi esposa, me hubiera dado la sensación de que ella tampoco me sentía.
—Ay, cómo me voy a seguir cogiendo esta pija durante todo el matrimonio... Dame más fuerte... ¡Metémela hasta los huevos!
Y yo, acelerando el bombeo:
—Sí, mi amor, síííí...
Seguimos así un buen rato más, ella pidiéndome más pija y que se la mande hasta los huevos, aunque yo no la sentía, y el doctor Ramiro en situación de tratamiento enterrándole verga gruesa y venosa hasta la garganta, haciendo base en cada estocada y tintineando los huevos cada vez que ella se dejaba caer sobre la pija para que la gravedad haga el trabajo. Y fue igual al final, cuando me tocó acabar. Me lo pidió como una poseída por Satán, incluso en eso de decir incoherencias.
—¡Sí, llename de leche otra vez! ¡Llename de leche y dedicáselo al cuerno!
No voy a decir que no sospeché que le hablaba en clave al doctor Ramiro, pero en ese momento me vino la leche y me olvidé hasta de cómo me llamaba.
De lo que no me olvidé ni me olvidaré es de cómo terminó esa consulta médica, media hora después, ya vestidos y saliendo del consultorio.
—Por lo que noté  de los tejidos de Jordy no es muy conveniente que hagan el amor ustedes dos, lo prioritario es cuidar la salud del bebé.
—Pero doctor…
—Prudencio, no seas chiquilín, acá el que sabe es él.
—Mi recomendación es que por estos nueve meses Prudencio se mantenga abstinente mediante autegsetión.
—¿Qué?
—Que se mate a pajas.
—No podemos estar nueve meses sin hacerlo.
—Traten de evitarlo, no es que esté prohibido. Pueden hacerlo cada tanto con una penetración mínima, no sé, ingresando sólo el glande y moviéndose lentamente, sin la furia habitual de un acto normal. Y por supuesto, vos Jordy, tenés que venir acá una vez por semana para hacerte el seguimiento médico.
Regresamos a casa, ella muy sonriente y cogida por el culo y por la concha, o tratada médicamente, y yo bastante preocupado porque el futuro se preveía gris oscuro, con poco sexo para los próximos nueve meses.
Así las cosas, y como venía la mano, sólo veía tres caminos, que aún no sabía cómo decantarían:


OPCIÓN A: Seguir como si nada, simplemente llevarla a los médicos y otras actividades pertinentes al embarazo, dejando que a mi Jordy se la sigan garchando y haciéndome el que no me doy cuenta que me hace cornudo.
OPCIÓN B: Volver al plan de simular la ingesta de la pastilla especial y que tomen mi lugar machos pijudos, con Jordy vendada sin darse cuenta del truco.
OPCIÓN C: Igualarme a los jornaleros. Aceptar que Jordy me estaba haciendo cornudo como lo hacían con todos mis compañeros, y sincerarme con ellos, pedirles consejos y tratar de reducir las infidelidades de mi esposa al ámbito laboral (que me la cojan los hijos de los patrones y don Perno), como es lo normal en este trabajo.

Esta vez no hay que ayudar a Prudencio, pero elegiremos qué rumbo llevará la historia.
Sólo debés escribir en los comentarios OPCIÓN A, B o C, con tu nombre o seudónimo abajo, como si lo firmaras. 
En caso de empate, los votos logueados valen más.

El tiempo para votar es de una semana. Yo sigo medio complicado de tiempos, así que una vez que la cosa esté decidida, realmente no sé cuándo voy a poder subir la continuación. Trataré de hacer el próximo relato más breve, como los primeros. Quizá eso ayude ;-) 

Hasta el próximo relato!

12 COMENTAR ACÁ:

Daz dijo...

Opcion B

ivan dijo...

opcion A.Me encanta cuando se besan mientras la analizan. ERES UN MAESTRO!

Mikel dijo...

Hola Rebelde. Magnifico relato. Esa escena de nuestro viejo joven amigo Ramiro dandola y el cormudo intentando acabar es puro oro. La verdad es que es la primera vez que no tengo claro que me gustaria, estoy entre la A y la B, quizas la A pero no se...jaja..GRACIAS

Anónimo dijo...

Me encanta esta historia. Muy morbosa y muy divertida a la vez. No veo la hora de que continúe.
Mi voto es por la opción B.

Carlos, desde Colombia.

Cat dijo...

A Jordy solo no la han cogido "todos los cornudos del pueblo"... los jornaleros... hay que cambiar-lo! Además será Prudencio el mayor cornudo de todos... y Jordy la más puta!
Hay que sincerar-se con sus compañeros de trabajo e hacer com que se ocurra...
OPCION C. ;)
Que te mejores pronto!
Cat

Hdoeh dijo...

Opción C

Apoyo la moción de Cat. Prudencio, el más cornudo de los cornudos. Hecho cornudo hasta por los cornudos.
Y Prudencio intentando pero sin éxito que sólo se la cojan en el trabajo.

Rebelde Buey dijo...

La OPCIÓN C no incluye que se la garchen los jornaleros. Si ni siquiera se pueden garchar a sus propias mujeres, mucho menos a las otras.
Como a las esposas de los otros jornaleros, a Jordy se la garcharían los hijos de los patrones, don perno, y los otros patrones. Obviamente que Prudencio no podrá evitar que también se la cojan hombres de fuera del trabajo.

Vikingo Miron dijo...

Grande Rebelde..cada vez mejor....en lo personal opcion C...humillacion cornuda sin dudas.

Algunas partes que son para el oscar...
Jordy me tomó de la cara para zamparme un beso de esposa enamorada.
—Mi amor, besame mientras el doctor Ramiro me acaba con el tratamiento.
Fue el mejor beso que me había dado Jordy hasta ese día. Fue un beso apasionado, verdadero, lleno de magia. Aunque la cabeza se le agitaba por la serruchada del doctor, el beso se sintió como el de una película.

Y que Prudencio mude una cama de una plaza...magnifico.

SALUDOS VIKINGO MIRON

pui dijo...

Opcion A. Que se la sigan garchando todos los del pueblo, por segunda , tercera y ... vez (ya antes se la habian garchado todos menos los cornudos) y tambien los nuevos que lleguen o que pasen por el pueblo!!!!
Saludos, Rebelde!!!!! y gracias, como siempre!!!

Maria dijo...

opción c
Me encantó el doctor Ramiro de Leche de Engorde (mi relato favorito) y como con Paloma para un tratamiento, solo faltaba la comida de coño con semen para el cornudo.
Es fantástico cuando el cornudo está delante jajaja

Anónimo dijo...

Opcion C

¿Qué pasó con la novela?

Daniel dijo...

Opción A.

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