LA ISLA DEL CUERNO (PARTE II)
Por Rebelde Buey
9.
No volvimos a hablar del
tema. Pasaron un par de días y era como si fuéramos desconocidos manejándose
cual sonámbulos. Supuse que ella estaría avergonzada, esperando que yo le
pidiera explicaciones. Pero mi silencio era aún más desconcertante que el suyo.
¿Por qué no le recriminaba nada? ¿Por qué no le gritaba lleno de ira y dolor? Yo
no lo sabía aún; ella, sí.
Por terror. Por liso, llano,
pleno y absoluto terror. No iba a mandarla para Buenos Aires de una patada,
ella contaba con eso. Regresar sola no era nada más un fracaso para Fátima, sino
también para mí. Y un chisme sobre su infidelidad iba a ser vergonzosamente humillante
para ambos. Estábamos encallados en esa isla del Diablo, atados el uno con el
otro sin más chance de sobrevivir que regresar juntos e inventar una separación
digna, o quedarnos allí juntando rencor. Dios, ahora me daba cuenta que Fátima
estaba encallada desde el mismísimo día en que llegamos.
Podía hacer mil cuentas y
especulaciones de todo tipo, pero al final del día, con la cabeza pegada a la
almohada y escuchando la respiración de mi mujer junto a mí, todo se reducía a
que la amaba. Aunque nunca lo dijera. Aunque aprovechara cada oportunidad para
someterla de las maneras más sutiles, la amaba como el primer día o aún más,
porque íntimamente le estaba agradecido con el alma por quedarse a mi lado de
manera incondicional.
—Hay que pasar un aviso
para reemplazar a Demetrio —dije por primera vez en dos días—. Yo no puedo
trabajar la tierra ni los animales con esta silla, y vos… sos mujer.
Estábamos almorzando en la
misma mesa en la que le había echado en cara su infidelidad, y donde le había dicho
puta. Hasta ese momento el silencio era tal que por la ventana se escuchaba el
arrullo del viento contra los árboles.
—No podemos esperar a
Rómulo —dijo Fátima en tono monocorde—. Es una semana, más los quince días
hasta que vuelva.
Lo que estaba diciendo era
que debíamos ir al faro a mandar un aviso por cable al balsero, de modo que él
juntara un grupito de postulantes y vinieran en su barcaza en una semana. O
quizá antes, si le pagábamos el viaje. Lo que estaba diciendo, también, era que
ella debía ir sola a lo del Sapo, como las últimas cien veces. Era una manera
de semblantearme. ¿La iba a dejar ir sola? ¿O iría yo y nadie más? Siempre
habíamos dicho que el Sapo, lo mismo que Demetrio, era un viejo inofensivo. ¡Pura
mierda! Era una mentira ingeniada a la sombra de mi necesidad. Ella, lo mismo
que yo, sabía que el Sapo era un viejo hijo de puta. Que la miraba con ganas
cuando yo no estaba, y que a veces hablaba con ambigüedades que podían
interpretarse de maneras deshonestas. El hormigueo que tenía olvidado volvió
por una fracción de segundo. Habría que ver ahora cómo mi mujer tomaba una
insinuación del Sapo, después de haberme traicionado con otro hombre.
—¿Te escribo el texto y vas
para el faro? —dije, escondiendo mis ojos en el papel para no mirarla.
—Es la hora de la siesta.
—Si te apurás, no. Cuanto
antes salga el cable, antes tenemos solucionado el tema.
Obediente como nunca, quizá
por la culpa de haberme hecho cornudo, Fátima tomó mi papelito recién escrito,
se puso de pie y encaró para salir. Se detuvo en la puerta.
—¿Me cambio?
Sin siquiera la presencia
de Demetrio, Fátima se venía vistiendo esos días de manera excesivamente
casual, incluso más liviana de ropas que las coristas de Coco Chanel. Primero
pensé que andaba así para resultarme atractiva y obtener mi perdón más
rápido. ¡Qué ingenuo!, lo hacía para vengarse de mí. De mí y de mi impotencia
miserable.
Ahora estaba bajo el marco
de la puerta, casi de espaldas y con la cabeza girada para hablarme. Iba en una especie de vestido-mono negro extrañamente inapropiado. Tenía un escote
tan generoso que los pechos de Fátima apenas si podían cubrirse, quedando el
borde de las aureolas de sus pezones asomados por sobre la tela, casi como una
sombra, inmateriales pero presentes, y abajo, la falda era tan cortita y
ajustada que debía bajársela a cada paso si no quería que su culazo quedara
regalado. El viejo no solo se la iba a comer con la mirada: se la iba a comer a
como dé lugar. Ir así a su casa, sola, era como pedir que se la cogiera.
—No sé… —tragué saliva—.
Hace mucho que no veo al Sapo.
—Sigue tan inofensivo como
siempre.
Volví a tragar saliva. Si iba
así era para darme una lección o para repetir una experiencia similar a la que
se dio con Benito. Por suerte el Sapo no parecía un muchachito de película, más
bien uno de sus villanos.
—Está bien —decidí—. Si te
vas a cambiar vas a tardar mucho y ahí sí que lo vas a enganchar durmiendo la
siesta.
Como si ya lo tuviera
resuelto, giró hacia afuera sin decir nada y se marchó.
10.
Regresó dos horas después,
un trámite que no podía demorar más de treinta minutos incluido ir y venir. Yo
ya había cruzado el umbral de los nervios y estaba histérico. ¿Qué anduvo
haciendo con el Sapo todo este tiempo? En una situación normal lo primero que
uno diría es que descargó su angustia vomitando su problema con el viejo,
llorando su desazón como si se tratara de una amiga, porque hacía cuatro años
que no tenía ni hablaba con ninguna amiga.
Pero Fátima se había
acostado con otro apenas dos días antes. Y aunque la llaga estaba abierta, la
separación era algo latente y el viejo era un gordo feo y desagradable, mi
corazón era pura incertidumbre y casi me revienta cuando ella entró a casa.
No dije nada, sin embargo.
No quería mostrarme como un patético Otelo.
—Lo hicimos —dijo con
tranquilidad—. Rómulo viene el viernes con lo que haya juntado.
Encaminó hacia la
habitación y no pude aguantarme.
—Tardaste dos horas.
Mi mujer giró con cierta
reluctancia. Su rostro era la expresión del desapego y la indiferencia. Tuve la
certeza en ese momento de que a ella ya no le importaba nada. Ni yo, ni lo que
había sucedido, ni lo que podía pasar. Me pareció que si en ese momento yo le
recriminaba algo más, se daría media vuelta y se marcharía en silencio y no
volvería a verla nunca.
—Sí —dijo—. Tuve que
aguantarlo en la cama toda la siesta.
—En la ca…
Quedé hablando solo, ella
se fue a la habitación sin importarle realmente mis preguntas. Supuse que
habría llegado al faro cuando el Sapo ya estaba en medio de su siesta. Más de
una vez había pasado. Entonces ella volvía a casa y regresaba a las 17 horas.
Esta vez, con seguridad habría ido a caminar a la playa. A pensar en nuestra
situación.
11.
Fátima.
Supe desde el primer
momento que al faro iba a ir vestida así como estaba. No importaba si a Camilo
le parecía bien o mal. Era una cuestión de rebeldía, me dije. Estaba harta de que me condicionen y juzguen como a una joven aristócrata de Buenos
Aires en medio de ese chiquero en el margen del mundo. Pero mientras caminaba
hacia el faro y la brisa fresca que venía del mar flameó sobre mi escote y endureció
mis pezones, me di cuenta que era otra cosa. Que quería ir así para que otro
hombre me viera. Que me notara, que diera testimonio de mi presencia en esta
vida, aunque más no fuera ese viejo sinuoso y desagradable del Sapo, que nunca
hacía otra cosa que insinuarme groserías y mirarme los pechos o el trasero cada
vez que le daba la espalda.
Llegué al faro y golpeé la
puerta, que estaba cerrada. Era justo el horario de la siesta del Sapo, quizá
lo agarraría acostándose y me atendiera en camiseta sucia y agujereada, y
calzones flojos y raídos, de esos que le marcan un bulto tremendo y a veces
asoma su miembro por la bragueta. Como sucedió el otro verano en la playa.
No respondió nadie, por eso
entré. El corazón me galopaba. ¿Y si dormía desnudo? Por supuesto no entré por
eso, era mi responsabilidad de buena vecina cerciorarme de que el Sapo no
estuviera en problemas. Podía estar muerto o caído sin poder moverse.
No, no estaba muerto, sino
dormido. En la cama. Con una camiseta roñosa. Lo llamé tímidamente y no
despertó. En cambio se removió en su lugar y masculló algún sueño, y la sábana
que lo cubría de la cintura para abajo se corrió hasta la mitad del calzón.
El bulto se hizo evidente.
El bulto del Sapo solía ser evidente incluso con pantalones. Me mordí el labio
y avancé hasta el camastro. Lo llamé otra vez, con voz aún más baja. Como no
respondió me senté en la cama con intenciones de taparlo. Si el viejo estuviera
despierto me hubiera visto los muslos apretados y tensados por la faldita que
apenas los podía contener, y sus ojos no hubieran podido evitar fisgonear la
bombachita que de seguro se podía ver. Pero no estaba despierto. Por suerte. Tomé las sábanas y sin querer rocé su dureza dentro del calzoncillo. ¡Por
Dios! Retiré un poco la sábana para cubrirlo todo de manera más prolija, y en
el movimiento pude ver completo el calzoncillo del Sapo. Aspiré por la
sorpresa. La bragueta holgada y más grande de lo conveniente se abría en el
medio y asomaba un monstruo gordo y rechoncho, enorme aun dormido, consistente
y con margen hacia la plenitud. Suspiré recordando lo que sin querer había
amasado la semana anterior, cuando el Sapo dormía como ahora.
No podía dejarlo así con
semejante vergón afuera del calzoncillo. Era humillante para el pobre viejo. Se
lo tomé en medio de otro suspiro con mi mano derecha. Con toda la mano, desde
abajo, sintiendo su peso muerto, que latía con vida.
—Dios… —murmuré para mí, y
cerré la mi mano alrededor del vergón asqueroso que subyugaba mis dedos—. Dios,
dame fuerzas…
Tal vez porque Dios no
habitaba en esa isla, su fuerza no se hizo presente, y solo atiné a mover suave
arriba y abajo ese trozo de carne inerte y vivo a la vez. El Sapo jadeó adormilado
y se reacomodó. Y su pija quedó toda afuera del calzoncillo.
Comencé a agitarla con
mayor determinación y metí mi manita izquierda por la botamanga del calzón para
tomarle los testículos. ¡Y carajo, eran los huevos más grandes que mis manos
habían tomado en toda mi vida. Mis recuerdos viajaron automáticamente al duque.
Una vez me había insinuado en broma (y ahora me daba cuenta que hablaba en
serio) que una noche me llevaría a los barrios bajos, al suburbio, a regalarme
por monedas a los viejos de las pulperías, a los changarines del puerto o a los
rufianes de las esquinas más peligrosas. Yo había reído aquella vez, a mis
dieciséis. Ahora, mientras masajeaba pija, recordaba que además en aquel
preciso momento se me había disparado un orgasmo ante la sola idea de ser carne
de la plebe.
Cerré los ojos y apreté
fuerte la pija. Se fue poniendo tan gorda que ya mi mano no podía abarcarla en
todo su ancho. Comencé a agitar con más fuerza, de pronto gestionar ese vergón
inmundo, ordeñarlo además desde los huevos, era una necesidad que no podía
reprimir.
El jadeo del Sapo se
convirtió en un gemido, y la respiración se le hizo más pesada. Yo masajeaba el
vergón cada vez con más velocidad y determinación, sin volver a abrir mis ojos.
Tenía miedo, terror, de que el Sapo se despertara. La vergüenza y la
humillación me harían soltar todo y huir corriendo. Y no quería huir.
Necesitaba seguir rindiendo pleitesía a ese pijón de dimensiones irreales.
Pajeé. Pajeé más. El miembro estaba ahora completamente duro, rígido, derecho,
y la respiración del viejo era la de una persona despierta. La misma que tres días
antes le había provocado a Benito mientras mi marido dormía.
No abrí los ojos. La que no
quería despertar era yo. Sentí el movimiento del cuerpo al que beneficiaba y un
instante después, una mano áspera y firme me empujó desde la nuca llevando mi
cabeza hacia abajo. Abrí la boca instintivamente, con curiosidad y ganas, y de
pronto una redondez gomosa chocó mis labios y abrió sin dificultad mi boca de
señora de buena familia.
Tragué.
Tragué solo la cabeza, y no
más.
—Abrí bien grande, putón… —escuché
murmurar al viejo, bestial como siempre. Y obedecí.
El vergón arremetió, y mi
corazón también. Se me llenó la boca de carne dura y elástica, como una banana
verde con cáscara. De pronto el vergón se retiró y mi boquita se vació, excepto
por el glande, pero casi en el mismo momento el tronco volvió a entrar, y otra
vez me llené de pija. Esta vez hasta la garganta.
—¡¡Aggghhh…!!
—¡Chst! Sin quejas, putón…
Te la vas a tragar hasta la base.
Abrí por fin los ojos.
Tenía media pija en la boca, solo eso, y ya no me pasaba más. Frente a mis ojos
estaba el resto del tronco, que terminaba (o nacía) en el vello y en la panza
asquerosa del viejo.
—No… va a entrar nunca… Es
demasiado gra…
—Va a entrar, putón… No
hoy. Ni mañana. Pero con tiempo te voy a enseñar a acomodar la garganta para
que me la tragues literalmente hasta los huevos.
En el momento lo tomé como
una bravuconada que se dice al calor de una cama. Dos semanas después el Sapo
me habría hecho progresar sin prisa pero sin pausa hasta lograrlo.
Cuando se cansó de que se
la chupara, sentí el tirón de cabellos y mi cabeza se alejó con tristeza del
pijón monstruoso. La baba me corrió por el mentón, y las lágrimas —por el
intento de llevar más verga hasta la garganta— me recorrieron todo el rostro,
por las mejillas y el mentón. No era mi mejor versión de la dama que era. O que
estaba dejando de ser.
—¿El cuerno te espera en
casa?
—No me importa —dije, y fui
a trabar la puerta por las dudas.
Caminé alejándome del viejo
con andar lento y felino, moviendo caderas y trasero, y sabiendo que en ese mismo
preciso instante le estaba provocando al viejo el antojo más grande de su vida
de cogerse un buen culo.
Trabé la puerta, giré sobre
mis talones y regresé a la cama donde me esperaba un viejo desagradable. O un
terrible, gordo y enorme vergón como jamás en vida me hubo llenado. Hasta esa
tarde.
12.
No podría precisar cuánto
ni por qué. Pero en algún punto entre que Fátima fue al faro a transmitir el
mensaje buscando gente, y el día en que esos jornaleros vinieron en la balsa de
Rómulo, tuve ya no la sospecha sino la certeza de que mi mujer me había vuelto
a engañar.
Quizá fue por su cambio de
actitud, más distante, menos dependiente de mi mirada. Quizá por su nueva
manera de vestir, ya nunca más como una dama, ni siquiera una dama en día de
campo o vacaciones, sino lisa y llanamente como una corista de burdel. Verla
insinuante y medio exhibicionista todo el día me llenaba la vista y me
provocaba cosas, debo admitir. Pero cuando venía el Sapo o Rómulo, ella no se
cambiaba, ni siquiera con un pareo que la cubriera las ancas y la cola, o
siquiera se cerraba un botón más de la blusa que vistiera.
Así, el Sapo la miraba de ida
y vuelta ya sin el menor reparo, como si estuviera eligiendo una prostituta en
una casa de citas. Y no me refiero a que la miraba a mis espaldas, como antes.
Desde que Fátima había ido al faro a enviar el cable, el Sapo la miraba
distinto, y se movía en mi presencia como si ya no me respetara.
Con Rómulo fue igual. A la tarde siguiente llegó con un herrero y estuvo con Fátima en la despensa del sótano
inventariando para saber qué traer en el próximo viaje. Antes y después el balsero
la vio con un pantaloncito muy muy breve, demasiado diría yo, y todavía más
enterrado entre los glúteos que cualquier otro, y fue como si se la estuviera
cogiendo con la mirada. Y con las insinuaciones, porque los chistes subidos de
tono y las frases doble intencionadas hacia ella, prácticamente en mi cara,
fueron casi la única manera de comunicación.
Aunque quizá la certeza
total la tuve el día en que el Sapo cayó por casa con unos enormes, gigantescos,
cuernos de alce.
—Camilo, mire lo que le
traje —me dijo lleno de entusiasmo y bajando dos pares de cuernos de la caja de
la camioneta.
—Son dos…
—Son hermosos, ¿no? Estaba
clavando una madera floja en mi cama y me acordé que los tenía en una
habitación llena de trastos. Había tres o cuatro más, pero estos eran los más
grandes. Y en el primero que pensé fue en usted.
—¿En mí?
—Hombre, su mujer hará su
casa muy acogedora pero mire: ¡ni un puto adorno! Esto lo ponemos sobre la
entrada, arriba de la puerta… un adorno magnífico.
Observé el par de piezas,
que eran una. Sin dudas era de un alce viejo, los cuernos eran enormes y se
ramificaban cada uno en decenas de astas de distintos colores y tamaños. Los conocía
por haber ido a cazar muchas veces.
—De verdad son piezas
magníficas, pero no sé si en la puerta…
—¡En la puerta, claro!
¿Dónde, si no? Así se van a poder ver desde todos lados. La gente va a llegar
en el bote del Rómulo y desde lejos se van a ver los cuernos de don Camilo. Va
a ser famoso en la zona.
No hubo forma de
convencerlo. Tomó una escalerita que había sobre un costado de la casa, sacó un
martillo, un madero y unas grapas de los bolsillos y comenzó la instalación.
Fátima llegó en ese momento,
atraída por el alboroto. Venía de la ducha así que estaba casi desnuda, con un
corsé de encaje flojo que le hacía también de corpiño, prácticamente traslúcido
en los pezones, y tan breve que no lograba contener sus enormes pechos. Arriba
llevaba una bata de baño abierta, que delante del viejo ni siquiera amagó
cerrar.
—Buenas, Sapo. ¿Qué está
pasando acá?
—Me está poniendo los
cuernos —dije, mirando a Fátima desde los pechos a los ojos, sin el mínimo tono
de broma, porque en ese momento me di cuenta que todo ese montaje era alguna
burla morbosa del viejo volcándome su resentimiento vaya a saber por qué.
Lo había dicho de un modo
tan neutro que fue evidente para Fátima (y sorpresivo para mí) que no había
reproche.
El Sapo rió exageradamente,
dando por hecho que lo mío había sido una broma. Fue a tomar una nueva grapa de
su bolsillo y por primera vez reparó en mi mujer, así vestida. Su esfuerzo por parecer
natural fue dantesco. Tenía a la esposa del cuerno prácticamente en pechos,
pechos enormes y a la vista de él, que se la venía cogiendo, y al estúpido de
su marido al lado, sin decir nada, como un cornudo idiota. Volvió a mirarle los
pechos sin el mínimo disimulo esta vez, ya no le importaba el marido. El
imbécil se merecía que le miren así a su mujer.
Fue irreal.
Fátima aprovechó ese único
momento —o ese momento único— para sumarse con una sonrisa:
—Si te van a poner los
cuernos, mi amor, que sea en la habitación de huéspedes.
Cinco minutos después, dos
gigantescas e imponentes astas de alce enaltecían la entrada de mi casa.
—Ay, quedan hermosas… —le celebró
mi mujer al Sapo, juntando sus brazos e hinchando aún más sus tetas
semidesnudas.
A la tarde Fátima
le hizo mermelada de frambuesas al viejo, como agradecimiento por los cuernos.
Con su dulce aún tibio fue presta a llevárselo. Era la cuarta vez en diez días
que iba al faro. Se quedaría dos horas, como las tres veces anteriores. ¿Qué
duda cabía?
Pero esta vez el sendero de
tierra estaba seco, lo podía transitar con mi silla de ruedas. Por supuesto
callé esa información y me quedé en casa cuando ella salió, como las otras
veces.
Habré llegado al faro media
hora después que Fátima.
Fue fácil. Tan fácil que en
ese momento me di cuenta que a ella ya no le importaba nada. Sólo me asomé por
la ventana del costado y los vi. Así de sencillo. Así de estúpido. Ni siquiera se
habían tomado la molestia de ir a hacerlo escaleras arriba. Lo hacían ahí, en
el primer catre que encontraron. Igual que con Benito. Ella arriba. Arqueada.
Tomándose los cabellos en medio de una cabalgada de pija mucho más salvaje que
la que le viera con el chico. Entre otras cosas, imaginé, porque el vergón del
viejo hijo de puta era notablemente más gordo y grande que cualquier otra pija
que yo hubiera visto en mi vida. El viejo era ruinoso, desagradable. Tenía una
panza prominente que de alguna manera mi esposa se arreglaba para franquearla,
al bajar, y clavarse la pija cada vez más a fondo. Era como una imagen
hipnótica ver el subir y bajar del culazo perfecto de mi mujer. El culazo y la
cintura, porque eran uno. Y los dedos del viejo de este lado de las ancas,
asiéndose de la cintura de Fátima sin dejar de manosearla con lascivia, como si
le estuviese dando pija a la mujer más hermosa que se hubiera garchado jamás.
El vidrio de la ventana acallaba el fap fap de la carne, pero no tenía éxito con el
chirrido agudo de los flejes del camastro. “wiki… wiki… wiki…” hacía, y era
como un arco roto en staccato mancillando el cuerpo de un Stradivarius. Pero el
Stradivarius que mancillaba no emitía queja, al contrario, se recogía el
cabello mientras arqueaba su espalda, y gemía más y más fuerte con cada
estocada que el viejo le punzaba hasta los huevos.
—Ay… Sapo hijo de puta,
cómo me cogés… Ohhhh…
Me fui enseguida, antes de
que se les ocurriera mirar en mi dirección.
Llegué a la puerta de mi
casa media hora después. Era verdad que mis cuernos se veían desde lejos. Iba a
entrar a casa, pero la silla de ruedas se trabó en la entrada y de pronto quedé
atrapado en el marco de la puerta, bajo las astas de alce que me pusiera el
Sapo. No podía quitarme la imagen del viejo feo empernando hasta la base a mi
mujer, que en mi memoria seguía subiendo y bajando sobre el vergón como un eco
interminable. El sol pegó sobre los dos cuernos y sus sombras me tocaron como
si me atraparan. Y en ese momento, a cincuenta metros, apareció la silueta de mi
esposa, llegando con una sonrisa y la satisfacción de haberle entregado su
dulce al Sapo.
—¡Qué lindos te quedan los
cuernos ahí arriba! —me dijo sonriendo de oreja a oreja y con chispas en los
ojos. Me dio un beso en la frente, esquivó mi silla y entró a la casa.
Entonces una euforia
celestial me llenó el cuerpo y el alma. Fue de golpe. Fue un segundo. Me miré
el pantalón, a la altura de la bragueta, porque allí se había dado el milagro.
Miré de nuevo porque no me lo creía. Toqué. Solté una lágrima... tal vez dos. Toqué de nuevo y apreté.
Por primera vez en cuatro
años, por primera vez después del accidente que me amputara mi hombría, tenía
una erección. Una dura, apretada y verdadera erección.
13.
El bote de Rómulo llegó en
la mañana. Traía varios cajones de víveres, dos cerdos pequeños en dos jaulas,
tejas inglesas, caños y cajas con repuestos para distintas máquinas.
Y cinco jornaleros.
Fátima y yo fuimos a
recibirlos. El olor a sal que traía la brisa desde el mar, y el aire fresco,
casi frío aunque el verano estaba encima, nos vigorizó como el vinagre a una
flor cortada. A mí me dio fuerzas para ir y venir con mi silla de ruedas, y a
Fátima para subirse disimuladamente aún más el ruedo de su ya corta falda, y “olvidarse”
en casa el saquito de hilo y dejar así más en evidencia sus pechos enormes.
Los cinco hombres bajaron,
sorprendidos por al audacia en la ropa elegida por mi mujer. Parecían cinco
presidiarios escapados de la prisión de Ushuaia, un ato variopinto de edades y
etnias distintas: un viejo como de ochenta años, un indio tonto de unos dieciocho,
un gordo peludo de alrededor de cincuenta y dos negros jóvenes de treinta y
cinco, musculosos y altos, que miraban a uno y otro lado con desconfianza, pero
que se comieron con los ojos a mi mujer apenas ella les sonrió.
—Bienvenidos a nuestra
morada —dijo Fátima, y giró señalando con ambos brazos hacia nuestra casa, que
se observaba lejos allá arriba. Supe de inmediato que giró al solo efecto de
darles la espalda y mostrarles el culazo, regalándose a los ojos de esos
desconocidos y confirmándole a Rómulo, que ya la había visto así unos días
antes, que al lisiado que tenía por esposo lo iba a convertir en su completo
cornudo.
Yo me hice el tonto una vez
más, papel que últimamente me salía como ningún otro. El hormigueo suave volvió
a recorrerme la entrepierna cuando mi mujer comenzó a caminar con cierta
sensualidad y los hombres la siguieron sin quitarle los ojos del culo.
Quedamos Rómulo y yo solos
por un instante. Rómulo sacando cosas del bote, y yo quieto y con cara de
estúpido.
—Lo felicito, Camilo. Su
mujer está cada vez más hermosa.
“Cada vez más puta” querés
decir, balsero de mierda. En cambio sonreí y le dije con el tono más idiota que
pude:
—Es cierto, y es una
bendición. Casualmente el Sapo me decía lo mismo.
—¡Ah, sí! Me dijo el viejo
que su mujer le dio el dulce… y que él le regaló un adorno para la casa…
La humillación me hizo
enrojecer, por suerte Rómulo me daba la espalda en ese momento. De modo que el
otro viejo hijo de puta le había cableado a su compa balsero que por fin se
había cogido a la mujer del paralítico. No podía culparlo. Pero ahora el
balsero y vaya a saber cuántos más sabían que Fátima me hacia cornudo.
Fui rápido hasta la casa,
imprimiendo energía y velocidad como cuando regresé de espiar a mi mujer
dejándose por el Sapo. Llegué justo cuando Fátima y los jornaleros llegaban a
la huerta.
—Mi amor —dije con tono de
esposo ejemplar—, creo que es mejor que los entreviste y les explique en qué
consiste el trabajo. Quizá puedas ayudar a Rómulo con nuestras provisiones.
¿La estaba entregando?
Sentí como si hiciera eso, aunque en verdad quería evaluar a la peonada yo
solo, para elegir al hombre menos tentador para mi esposa.
Fátima sonrió y regresó al
muellecito a encontrarse con Rómulo. Estaba seguro que la seducción mutua, o al
menos la de él, iba a ser mucha y escandalosa, pero por alguna razón, tener esa
certeza y no la duda comiéndome el cerebro me quitó angustia.
Puse a los cinco hombres en
línea y les expliqué el trabajo. Me molestó sobremanera que los dos negros
dejaran de mirar al frente, donde yo hablaba, para echar miradas furtivas sobre
las ancas de Fátima, cuando ella se alejó. Si ya no me gustaba la idea de
contratar a ninguno de los dos, porque eran jóvenes y porque eran negros, con
esta falta de respeto al patrón sus chances quedaron sepultadas.
Al indio con cara de tonto
tampoco lo iba a elegir. Si hay algo peor que un negro, es un indio. Cualquiera
lo sabe. La cosa estaba entre el gordo peludo cincuentón y el viejito. El
primero iba a trabajar mucho más, el segundo me garantizaba tranquilidad con mi
matrimonio.
—La casilla que ven allá es
done vivirá uno de ustedes. Tiene un catre, una mesa y una estufa, que sirve
para cocinar y calentar el ambiente. El baño es aquél, está afuera, lo mismo
que la ducha de verano. Ah, y tienen tres días por mes para ir al continente,
pero la balsa de ida va por cuenta de ustedes, yo sólo pago la que los
devuelve.
Les explicaba éstas y otras
cosas cuando vi a Rómulo tirando de un carrito con uno de los chanchos con
dirección al faro. Fátima lo seguía, sonriendo, se ve que con tanto movimiento
tenía un buen día.
—Vamos a llevar esto a lo
del Sapo, Camilo —me gritó al pasar—. Y después volvemos para que Rómulo me
llene la despensa.
No era un pedido de
permiso. Tampoco un manifiesto rebelde. Lo dijo al aire con la misma
despreocupación que un niño anuncia que va a la casa de un amigo. Solo que ella
era una mujer casada, deseable, que iba a estar a solas y casi sin ropas un
buen rato con dos hombres, uno que se la quería coger y otro que ya se la estaba
cogiendo regularmente.
14.
Los dos negros entraron a
mi despacho con andar cuidado y gesto respetuoso. Tal vez por los libros. O el
ambiente educado. Le decíamos despacho pero en verdad era una sala de lectura con
un escritorio y una biblioteca más que interesante. Era mi refugio del mundo.
Hice pasar juntos a los dos
negros porque me los quería sacar de encima rápido. Ya había entrevistado a los
otros, y estaba cansado de las mismas preguntas y respuestas. Además, la decisión
por el viejito estaba tomada.
Me acomodé con mi silla
tras el escritorio y no los invité a sentarse. ¡Negros de mierda, mirándole el
culo a mi esposa cuando deberían escuchar mis instrucciones! Los observé bien
un segundo, ahí de pie uno junto al otro. Eran no solo jóvenes y sanos, anchos y
musculosos, sino también bien parecidos, más allá de la rudeza de sus gestos y
las cicatrices de la vida. Era sencillo imaginar que esos dos tendrían mucho
éxito entre las negras jóvenes (y no tan jóvenes). Iban ambos con el torso
desnudo, igual que el peludo cincuentón. Solo que este par calzaba unos
pantalones anchos y livianos, muy cortos para sus piernas largas. Entre la luz
de la ventana y la lámpara de petróleo, las sombras les jugaban raro en los
pantalones, dibujándoles un bulto gordo y largo, como si entre las piernas
tuvieran algo así como un machete corto para abrir maleza. Lo raro era que los
dos negros estaban en diferentes ángulos y las sombras no deberían dar igual a
los dos. ¿Eran las sombras, maldita sea? No podía ser otra cosa. Había escuchado
las tonterías habituales sobre las virtudes anatómicas de los negros, pero eran
solo eso: tonterías. Observé mejor. No era posible. Moví la lámpara y las
sombras se movieron, pero los bultos animales siguieron allí, sin respetar la
física.
Tragué saliva. ¿Qué pasaría
si uno de estos negros…? De pronto una imagen me asaltó. La de aquella noche en
que descubrí a Fátima en la cama de la habitación de huéspedes, montándose sobre
Benito. Solo que esta vez la imagen era la de ella sobre uno de estos negros. El
hormigueo volvió.
Sacudí mi cabeza para
despertarme de cualquier idea estúpida. Salí con mi silla de detrás del
escritorio y fui a cerrar la puerta detrás de ellos.
—Esta entrevista… —comencé—.
Esta parte de la entrevista es a puertas cerradas porque es personal —Me
miraron con curiosidad—. Tengo que hacerles preguntas y pruebas sobre… sobre su
salud y sus costumbres… Lo que se pide siempre, bah.
Asintieron como dos tontos,
ésta debía ser su primera entrevista de trabajo.
Comenzaba a cerrar la doble
puerta cuando escuché por el pasillo la risa de Fátima y una voz masculina, la
de Rómulo. De pronto pasaron frente a mí, ella inclinada culo en punta sobre
una caja que empujaba, y Rómulo detrás, casi pegado, sonriendo como un patán
yendo a una fiesta y mirándole el trasero con deleite. Arrastraba otro cajón, y
reían juntos como niños. Aparentemente jugaban una carrera, pero era evidente
que el juego era una farsa para que ella exhibiera su cola perfecta y él la
mirara a centímetros sin complejos, casi metiendo su cabeza en el culo de mi
mujer.
—¿Qué pasa acá?
—Nada, Camilo —se le cortó
la risa a Fátima —. Recién volvimos del faro y ahora ayudo a Rómulo a que me
meta todo esto en la despensa.
La despensa estaba al final
de ese pasillo, a cinco metros, escaleras abajo.
—Dejen de jugar como
chicos… Don Rómulo, usted es gente grande, eh? Termine con eso así se lleva a todos
estos tipos cuanto antes, yo ya estoy terminando la última entrevista.
Don Rómulo asintió con la
cabeza y agravó el gesto, pero apenas comencé a entornar las puertas vi que
otra vez sus ojos manoseaban el culazo de mi mujer.
Cerré y regresé tras mi
escritorio.
—Disculpen… A veces mi
mujer… No importa.
Tomé un papel y una pluma y
comencé el cuestionario.
—¿Tienen o tuvieron
infecciones graves? —Negaron con la cabeza. Continué rápido—. ¿No? ¿Sífilis? —Otra
negativa—. ¿Alguna enfermedad que se te pegue por… ya saben… coger…? —Se
miraron confundidos. Volvieron hacia mí y negaron—. ¿Nada? ¿Qué, ustedes no
cogen? ¿No tienen novia o amante, o una amiga? ¿No van de putas?
El más bajo y robusto rompió
el silencio.
—Señor, no voy con putas ni
tengo novia, pero… muchas amigas aceptan estar conmigo… Me invitan todo el
tiempo…
No lo dudaba.
—A mí también, señor —intervino
el alto, y arriesgó un poco más, dando medio paso hacia delante—. Ninguna puta,
solo amigas y amigas de amigas… Incluso muchas blancas.
—¿Blancas?
—Señoras blancas. Las
patronas de algunas de nuestras amigas… Siempre piden por nosotros.
—No les creo. No insulten a
una dama blanca solo para sentirse más hombres… más blancos… Un negro nunca va
a cogerse a una señora blanca, ¿entienden?
—Sí, señor —al unísono.
—Bájense los pantalones.
—¿Señor?
—Quiero ver si es cierto
que no tienen sífilis o algo peor. Si mintieron con eso de cogerse mujeres
blancas… pueden mentir sobre cualquier cosa…
Se miraron entre sí,
dudando, pero la necesidad de un trabajo regular los iba a hacer ceder.
Los pantalones cayeron al
piso y sin quererlo, murmuré:
—Oh, por Dios…
No había manera de que esas
cosas que colgaban entre sus piernas fueran sus pijas… Eran no solo enormes: eran
exageradas. ¡Y ni siquiera estaban en erección! Así como se encontraban, ya
eran igual que la del Sapo en el momento de cogerse a mi Fátima.
Acerqué mi silla lentamente
hacia los negros, sin dejar de mirar ni por un segundo esos dos vergones
oscuros y venosos como morcillas. Por la altura de la silla mi rostro quedó muy
muy cerca de los dos portentos de esos machos. De esos negros inferiores.
—No puede… ser… —murmuré
acercándome aún más, casi pegando mi rostro al vergón del más alto. ¿Cómo se
vería semejante cosa entre las piernas blancas de Fátima?
Estiré la mano muy
lentamente, como hipnotizado, y tomé la morcilla hasta llenarme la mano.
El negro se retiró un paso.
—Señor…
Me espabilé un instante.
—Es para comprobar lo que
me dijeron de la sífilis. Si algo me enseño mi padre es a no confiar en la
palabra de un negro.
El alto regresó el paso
perdido y volví a tomar el vergón en mis manos. Me estremecí. Si eso se
agrandaba no cabría dentro de Fátima. Rodeé toda la pija con mi mano y
suavemente tiré hacia atrás. Sentí el latido de la pija y ese latido se replicó
en mi propia entrepierna. Moví hacia delante y otra vez hacia atrás, y acerqué
mis ojos y mi boca al glande de esta bestia, que ya tenía el tamaño de una
castaña. El vergón volvió a latir, y luego una vez más. Y otra. Sentí crecer la
rigidez en mi mano, el endurecimiento suave pero fatal.
Hice una seña al otro
negro, que se acercó. En un segundo estuve en medio de ambos masajeando
suavemente las dos vergas, que no paraban de crecer. A cinco centímetros de mi
rostro.
Entonces me vi así a mí
mismo y vi a Fátima. ¿Cómo se vería ella arrodillada entre dos negros como
estos? Fue como si despertara de un trance. Si contrataba a uno de esos dos, no
importaba cuál, Fátima iba a terminar convertida en su hembra e iba a vivir con
él cada noche, sepultándome a mí en un rol de felpudo, de cosa inservible cuyo
arreglo ni vale la pena.
Regresé tras mi escritorio
y les pedí repentinamente ofuscado que se reunieran con los otros postulantes
en la huerta, que en unos minutos iría con mi decisión.
15.
Salí unos minutos después a
la huerta, con el veredicto claro. Pensé que iba a encontrar a Fátima, siempre
curiosa con la gente nueva, y a Rómulo, esperando impaciente que termine esto
para regresar al continente a los rechazados. No estaban. Solo me esperaban los
cinco jornaleros.
No la hice larga. Acerqué
mi silla con la dificultad que me ponía la tierra muy húmeda y fui al grano.
—La persona elegida, por
idoneidad y mayor experiencia, es el viejito —Los otros se miraron de reojo, no
lo podían creer—. ¿Cómo se llamaba, señor?
—Galarza.
—El señor Galarza. El resto
han estado también muy bien pero solo puedo elegir a uno.
Vi el desánimo en todos
ellos, y cierta indignación. No los engañaba, se les hizo evidente que elegí al
tal Galarza porque era con el único que no había riesgos de que me metieran las
guampas.
Y con eso caí en cuenta: ya
debía ser el cornudo de la isla. Era el lisiado impotente y amargado con una
mujer hermosa y exuberante a quien no podría satisfacer. Seguramente estos
tipos y todos en el continente daban por hecho que Rómulo y el Sapo me la
cogían en cada descuido mío. Contaba con que ese pensamiento revoloteaba en la
fantasía de algunos, pero jamás lo había tomado en serio porque sabía que mi
Fátima era absolutamente fiel. Ahora, ante la certeza de que mi mujer me había
hecho cornudo con Benito y comenzaba a hacerlo regularmente con el Sapo, el
mito cobraba otra dimensión y otro sentido: nunca me había importado porque era
mentira; pero ahora que era verdad, me importaba más que ninguna otra cosa.
Llegar a esa conclusión me
cerró el estómago con un sentimiento de angustia.
—Bien, el señor Galarza se
queda en la isla, ustedes cuatro pueden regresar al bote de Rómulo, que ya debe
estar esperándolos.
Me miraron, dudando, hasta
que el negro alto habló.
—Las cartas.
—¡Claro! —me espabilé. Con
el asunto de comprobar si los dos negros no me engañaban con lo de la sífilis,
había olvidado las recomendaciones de cada uno, que fui leyendo y dejando sobre
el escritorio para iniciar cada entrevista—. Ya se las traigo.
Quedaron esperándome en la
huerta mientras fui para mi despacho.
Y la escuché.
En el silencio de la casa
vacía, escuché los gemidos de ella y los choques de la carne cuando se facturan
los cuernos: fap… fap… fap…
Y el murmullo de ella.
—Así… Así, Rómulo, así… No
pares…
¡Hija de puta, otra vez! Y
ahora en casa, a plena luz del día, con su marido y otros hombres en las
estancias de alrededor. Llegué en dos brazadas hasta la puerta de la despensa,
que estaba abierta como si ya no les importara nada. No podía avanzar más, me
lo impedía la escalera que se adentraba hacia abajo como una boca taimada.
Se escuchaba la cogida con
una claridad extraordinaria, supongo que porque el sonido siempre sube. El fap
fap del bombeo del hijo de puta de Rómulo sobre la cola de mi mujer —o entre
sus piernas, da igual—, el quejido de la mesada de madera agitándose adelante y
atrás al ritmo del bombeo. Y el jadeo animal, de chacal hambriento y egoísta de
Rómulo disfrutando de la mujer de otro.
—Por fin me dejaste
garcharte, Fátima… —gorgoteaba—. No puedo creer que te esté cogiendo… Ahhh…
—Tenía razón el Sapo… Vos
también me ibas a hacer gustar…
Una lágrima rodó por mi
mejilla. La traición es como si te apuñalaran con un cuchillo de carnicero y te
desangraras sin morir jamás.
—No voy a aguantar mucho…
¡Estás demasiado buena!
—Aguantá, por favor… Ahhhh…
apretame los pezones… ahhh… Apretame con todo, que eso me lo acelera… ohhhh…
—Pedazo de puta, lo que se
pierde el cuerno…
No sé si fue maldad,
resentimiento o simple morbo, pero que Rómulo se refiriera a mí en esos
términos detonó el orgasmo de mi mujer.
—Por Dios, no pares, me
siento tan llena… tan llena… Ahhh… No pares… no pares… ¡Ahhhhhhh…!
—En el contienente no me van a
creer que me cogí a la mujer del cornudo… Ahhhhh…
—Ay, sí, hijo de puta,
síííííhhhh… Ahhhhhhhhhhhh…!!
No veía nada, solo
escuchaba. Aunque si cogoteaba un poco, notaba la claridad atenuarse apenas y
recuperarse, al mismo ritmo del fap fap.
Cuando los gemidos se
hicieron jadeos, y los jadeos se hicieron respiración, escuché un sonido
acuoso, como si Rómulo sacara su verga de adentro de mi mujer. Si era así, seguro le había acabado
adentro. Si era así, estarían a punto de subir.
Me alejé de inmediato.
Me alejé de inmediato.
Tomé
las cartas de recomendación del escritorio y salí de la casa como si me
persiguiera el diablo. No quería cruzármelos en el pasillo. Ni verlos salir de
la despensa, él acomodándose la verga y mi mujer con los cabellos
revueltos y leche chorreándole por la entrepierna. Sí, ya sé, era una
imagen exageradamente estúpida, pero me había atacado cierto pánico.
Llegué
a la huerta y mi expresión habrá sorprendido a los jornaleros porque me miraron
como si fuera un loco. Estaba agitado por el apurón, y rojo y sofocado por
haber escuchado cómo un hijo de puta del continente se había cogido a mi mujer.
Le extendí los papeles primero al indio y después al cincuentón peludo. Las
manos me temblaban notoriamente y de pronto, sin pensarlo, me acomodé la pija
en el pantalón, pues me dolía de lo apretado que estaba.
Y
me di cuenta.
Me
miré y volví a tocarme abajo porque no podía ser. Un rayo no cae dos veces
en el mismo lugar. Ni dos milagros caen dos veces en el mismo hombre. Era
la segunda erección en cuatro años, y ésta era más plena e intensa que la
anterior.
Estiré
el tercer papel, que era el del viejito Galarza.
—Lo
siento —dije, porque de verdad lo sentía—. Cambié de opinión… Recién en la
casa… mi mujer me hizo ver que usted es demasiado grande para lo
que se va a necesitar… Vamos a precisar a alguien más joven y
más fuerte. —La cara de fatal derrota del pobre viejito me estrujó el
corazón, pero no podía ir contra el segundo milagro—. Además, como yo estoy…
postrado y no puedo hacer ningún trabajo de hombre, pues…
En
ese momento, de la casa salió mi mujer con Rómulo detrás, acomodándose
disimuladamente la pija. Fátima llevaba los cabellos algo desordenados y
juraría que la entrepierna estaba levemente brillosa, como húmeda por
demás. Fue una imagen impactante para mí. Ya me había acostumbrado a ver por
los alrededores a Fátima vestida como una corista de burdel, mostrando
mucha más piel y carne de lo debido, pero verla en esos pantaloncitos
tan tan breves con un tipo sórdido y vigoroso detrás, pegado
casi a su cola sin importarle mi presencia, y caer así en un patio lleno
de hombres, dos de los cuales eran tremendos negrazos casi en cueros
y con tremendos bultos… era otra cosa.
—Empiezan
desde hoy —dije a los negros, justo cuando mi mujer se paró detrás de mí,
apoyando sus manos en cada manija para empujar la silla—. Los
dos.
Rómulo
me saludó con un “hasta la próxima, don Camilo” sin levantar la cabeza y se
encaminó rapidito para el bote que lo esperaba en la playa. Los otros
jornaleros rumiaron sus disgustos y se fueron con él.
Fátima
se inclinó sobre mí —siempre detrás mío— hasta apoyar sus pechos sobre uno
de mis hombros.
—Tenés que
presentarme, soy la Señora.
En
ese momento comencé a comprender a esta nueva Fátima: le importaba un
pito la presentación. Lo que quería era inclinarse para que el escote se
agrandara en una U y mostrar a los negros casi la totalidad de sus senos.
Y me jugaba una de mis dos erecciones últimas a que la muy
hija de puta, aprovechando que su rostro quedaba fuera de mi vista, les sonrió
de una manera más licenciosa de lo que debiera una esposa.
—Sí,
perdón, mi amor. —Y me dirigí a mis nuevos peones—. Ella es Fátima, mi esposa.
Es tan patrona de esta casa como yo, así que lo que ella pida o necesite,
se lo dan sin chistar.
Asintieron
como dos chicos buenos. Y no sé, quizá sólo fue una idea mía pero creo que
ambos se les estiró una comisura de los labios, como si en ese
momento hubieran visto una complicidad en mi mujer o comprendido cosas por
encima de mí.
—Y
ellos son… Perdón, nunca les pregunté sus nombres.
—Samuel
—dijo el más alto—. Pero me dicen Poronjo.
—Eber —dijo
el otro, y medio se quedó, era más tímido.
—Los
amigos le dicen Berenjena. Bah, más que nada las amigas…
No quise saber las razones de esos motes
extraños. Pero Fátima, con una sonrisa incipiente y un brillo desconocido
en sus ojos, decidió que lo iba a averiguar.
CONTINUA EN LA TERCERA PARTE:
17 COMENTAR ACÁ:
Simplemente existen tantas cosas Buenas en este capitulo, Simplemente muy Bueno.
Que suerte tiene fátima de que su cornudo le haya conseguido dos negros para ayudarlo...
Bienvenido sean los dioses cornudos!! Tenemos un Best seller señores...vaya historia y morbaso...los personajes, ambientes, la manera de pensar de cada uno hacen de esto una verdadera joyita.
Me encanto ese toque interracial que se acerca asi como el cornudo mide y tantea esas dos mambas negras para su esposa...como que su mente se lo ordena y el sabe que es su tarea..a tal punto de arrepentirse de haber seleccionado al viejo Galarza.
Otro punto a favor es que el cornudo se empieza a excitar y a sentir movimiento en su entrepierna.
Lo mejor del cornudo son sus pensamientos, lo mejor de Fatima es su actitud.
Esperando ese martes 14 de abril como si fuera mi cumple!!
Gracias Rebelde!! sigue asi INSUPERABLE
SALUDOS VIKINGO MIRON
gracias federico!
una suerte enorme... enorme y negra jajaja
Muy buen relato. Consulta, como se pueden conseguir los relatos viejos?, como la serie "DÍA DE ENTRENAMIENTO" Saludos
increíble, justo mientras vos estabas escribiendo esto, yo estaba contestándote lo mismo en el post anterior. te copio/pego la respuesta.
"DÍA DE ENTRENAMIENTO, lo mismo que otros relatos levantados del blog, se sumarán de manera episódica a los packs de pago, para alentar a la gente a comprar los relatos nuevos (el próximo será SERVICIO DE LIMPIEZA)"
Gracias por la respuesta. Por lo tanto, aun no se puede acceder a la serie "DÍA DE ENTRENAMIENTO"? Puede ser que el link, con el detalle de los PACKS, no funcione? Gracias. Saludos
Hasta ahora solo hay 3 packs, ninguno incluye Día de Entrenamiento.
Son los siguientes tres:
■ LA TURCA:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/07/la-turca-pack-10.html
■ BOMBEANDO:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/09/bombeando-pack-5.html
■ EL CLUB DE LA PELEA:
https://rebelde-buey.blogspot.com/2018/10/el-club-de-la-pelea-pack-12-incluye-los.html
Este fin de semana lo volvimos a leer, y...? es Delicioso.
En la noche te comentamos los detalles, que a nosotros nos divirtieron de este capitulo, o es parte? bueno de esta sección.
aunque nos dejo "¿con intrigas?" para el próximo capitulo.
PRIMERO.- AMBOS.- Hoy comenzaremos comentando las cosas Buenas en las que coincidimos (Esposa y yo) respecto a este capítulo.
¡Milagro ahora casi NO discutimos!?.
(REBELDE es Amor y Paz, jaja.)
1.- Toda la escena de “PONER los Cuernos fue Mágica”
En nuestra opinión ha sido tu máxima escena morbosa
(Es decir SIN sexo)
Incluso al leerla, en nuestra cabeza suena una melodía mágica, como de elfos. (jeje)
- Me está poniendo los cuernos dije mirando a Fátima a los ojos sin el mínimo tono de broma porque en ese momento me di cuenta que todo ese montaje era alguna burla morbosa del viejo volcándome su resentimiento Lo había dicho de un modo tan neutro que fue evidente para Fátima (y sorpresivo para mí) que no había reproche El Sapo rió exageradamente
- Fátima aprovechó ese único momento o ese momento único para sumarse con una sonrisa Si te van a poner los cuernos mi amor que sea en la habitación de huéspedes.
La leemos y volvemos a leer y nos causa multiplex reacciones, a veces; Risa, Morbo, crueldad, lujuria, complicidad, etc… Nunca es igual.
- El sol pegó sobre los cuernos y sus sombras me tocaron como si me atraparan en ese momento apareció mi esposa llegando con una sonrisa y la satisfacción de haberle entregado su dulce al Sapo -¡Qué lindos te quedan los cuernos ahí arriba! me dijo sonriendo de oreja a oreja y con chispas en los ojos.
Y que las sombras lo atrapen…!!! Simplemente mágico, de verdad lloramos del romanticismo.
SEGUNDO.- ESPOSA = No puedo evitar VER las escenas con MIS propios ojos, al leer el capítulo del Sapo (Sapito, para las íntimas, o Señor Sapon, al imaginarle la verga, jaja.)
1.- Tomé las sábanas y sin querer rocé su dureza dentro del calzoncillo ¡Por Dios! Retiré un poco la sábana para cubrirlo y en el movimiento pude ver completo Aspiré por la sorpresa La bragueta se abría y asomaba un monstruo enorme Suspiré recordando lo que había amasado la semana anterior cuando el Sapo dormía No podía dejarlo así con semejante vergón afuera del calzoncillo Era humillante para el pobre viejo Se lo tomé en medio de otro suspiro con mi mano Con toda la mano desde abajo sintiendo su peso que latía con vida murmuré para mí y cerré mi mano alrededor del vergón asqueroso que subyugaba mis dedos Dios dame fuerzas Tal vez porque Dios no habitaba en esa isla su fuerza no se hizo presente y solo atiné a mover suave arriba y abajo ese trozo de carne inerte y vivo a la vez.
2.- Sentí el movimiento del cuerpo al que beneficiaba y un instante después una mano áspera y firme me empujó desde la nuca llevando mi cabeza hacia abajo - Abrí la boca instintivamente con curiosidad y ganas de pronto una redondez chocó mis labios y abrió sin dificultad mi boca de señora de buena familia, Tragué solo la cabeza no más! Abrí bien grande putón…! escuché murmurar al viejo bestial como siempre, Y obedecí El vergón arremetió y mi corazón también, Se me llenó la boca de carne dura, De pronto el vergón se retiró y mi boquita se vació excepto por el glande pero casi en el mismo momento, el tronco volvió a entrar y otra vez me llené de pija, Esta vez hasta la garganta Agh…! Sin quejas putón, Te la vas a tragar hasta la base Abrí por fin los ojos Tenía media pija en la boca y ya no me pasaba más Frente a mis ojos estaba el resto del tronco que terminaba (o nacía) en el vello y en la panza asquerosa del viejo No va a entrar nunca…? Es demasiado gra…! Va a entrar putón No hoy Ni mañana Pero con tiempo te voy a enseñar a acomodar la garganta para que me la tragues literalmente hasta los huevos En el momento lo tomé como una bravuconada que se dice al calor de una cama Dos semanas después el Sapo me habría hecho progresar sin prisa pero sin pausa hasta lograrlo.
3.- La baba me corrió por el mentón y las lágrimas por el intento de llevar más verga hasta la garganta me recorrieron todo el rostro por las mejillas, No era mi mejor versión de la dama que era O que estaba dejando de ser
Esta frase me mato….! Esta tan llena de DRAMA!”
- de la dama que era O que estaba dejando de ser (APLAUSOS de pie, por 10 años)
Cuando se trata del Sapo “!NO se lee, se VE, con la Imaginación…!”
Jaja, amo a este maldito grosero, abusón, irrespetuoso, burlón y Mandón.
TERCERO.- AMBOS = Nuevamente al final del capítulo, tus relatos nos dejas con la intriga y la angustia (eso nos cautiva) de pensar, en lo que vendrá, para esta pareja…?
Los días se nos hacen eternos, por leer, a esos penes DESTROZANDO a Fátima.
A).- Los NEGROS, (nos encanta leer interracial) bueno como Camilo los contrato como peones, creemos es mejor decirles; caballos de trabajo, o seria mejor? “PENES DE CABALLO” jaja,
Nadie puede acusar a Camilo de poco profesional, él les Reviso” sus INSTRUMENTOS de trabajo antes de contratarlos. (jaja,)
Gracias a Dios, “son 2” por qué tendrán mucho trabajo, en esa isla.
Fátima Se apoyara mucho en ellos, jaja.
Y a ver si no le enderezan la columna a Camilo, a base de meterle un pene de negro!?
También nos pareció muy original que el marido los insulte como reforzando su ya muy perdida autoridad.
- ¿Blancas? —Señoras blancas. Las patronas de algunas de nuestras amigas… No les creo. No insulten a una dama blanca solo para sentirse más hombres… más blancos… Un negro nunca va a cogerse a una señora blanca, ¿entienden? —Sí, señor —al unísono. —Bájense los pantalones. —¿Señor?
—Quiero ver si es cierto que no tienen sífilis o algo peor. Si mintieron con eso de cogerse mujeres blancas…
Por la altura de la silla mi rostro quedó muy muy cerca de los dos portentos de esos machos.
- De esos negros inferiores. —No puede… ser… —murmuré acercándome aún más, casi pegando mi rostro al vergón del más alto.
¿Cómo se vería semejante cosa entre las piernas blancas de Fátima?
Estiré la mano muy lentamente, como hipnotizado, y tomé la morcilla hasta llenarme la mano.
(Súper Morboso!!!)
B).- Y las experiencias con el Duque, que le hicieron sentirse a Fátima, “¡UNA PROSTITUTA…!!” admito ya también me provoca mucha ¿curiosidad leerlas?
(Este tonto, se ríe y dice que el sabia, que yo también terminaría queriéndolo saber)
Hasta dentro de un rato. Que este fin de semana te volveremos a releer.
Ya no quisimos opinar tan rápido, pues NO queremos que creas que estamos obsesionados con esta Historia (aunque SI estamos obsesionados con esta historia, Jiji)
Señora y El.
Te mande un mensaje a tu correo, espero lo recibas?
gracias, vikingo. los pensamientos del cornudo, efectivamente, son bastante particulares, y muy diferentes a otros cornudos vistos en esta página. el resto de los personajes me atrevería a decir que también, en mayor o menor medida.
el 14 sale la parte III, que no sé si va a estar tan buena, pues es prácticamente un puente necesario a la parte IV, que es donde ser construirá el clímax, que se dará allí y/o en la quinta y última parte.
CONFESIONES CREATIVAS:
(1) A mí también me gustó mucho la escena de los cuernos de alce, tanto la idea como la forma en que quedó terminada. Fue un rapto de inspiración, no estaba en el plan original, y quedó sutilmente divertida y morbosa.
(2) La "poética" de las sombras abrazando al cornudo fue creada en una de las etapas de correcciones. ¡que para eso son las correcciones! originalmente era una frase mucho más plana y literal, sin vuelo.
la corrección de un texto se hace por "capas", en mi caso no tan ordenaditas como lo explicaré: En la primera arreglo todos los errores de tipeo, las palabras repetidas y las cosas más groseras. Voy dejando marcas amarillas en todas los problemas más groseros y que me tomarán más tiempo, para revisar más adelante.
luego vuelvo sobre el texto e inicio una segunda capa de corrección. Lleno /completo frases que en el cuaderno dejé en blanco (o puse "bla bla bla" porque sé que musicalmente debe ir algo, pero todavía no sé qué), comienzo a ajustar el tema del vestuario de la protagonista y otros posibles problemas de continuismo, acomodo la puntuación, etc.
En la tercera y cuarta capas de corrección ya voy más profundo y hago tres cosas: reemplazo algunas palabras por otras con mayor significado y resonancias, trato de arriar el campo semántico para que se una con el escenario y/o los temas principales de la historia y, en la medida de lo posible, trato de darle un poco de vuelo poético a algunas frases, sin abusar (y sólo a algunas, no a todas).
Lo de las sombras fue hecho con este proceso, que por cierto recomiendo a todos los que escriben.
jajaja otra "ganancia" de la etapa de correcciones. la frase final "o que estaba dejando de ser" fue agregada en la segunda o tercera corrección xD
me han dicho muchísimo, cuando escribo otro tipo de cuentos "serios", de literatura, que mis cuentos "no se leen, se ven". supongo será por mi gusto e incursión por el cine y el comic
Publicar un comentario