EL AMARRE (05)
(VERSIÓN 1.0-CRUDO)
Por Rebelde Buey
Algo andaba mal. Muy pero muy requete mal. Sí, sí, se me paraba cada vez que me la cogían, pero no andaba así por eso. Era la tercera o cuarta vez que me la cogía un tipo desconocido y casi al azar. Por lo del amarre, me decía ella. ¡El amarre, las pelotas!
A ver, que me la coja Matanga una vez por mes hasta cumplir con el año, lo entiendo, es la parte más importante del ritual. Que me la garche también Toto, bueno, no estaba en los planes pero lo llamó Matanga ya desde el primer encuentro. De seguro está bien, lo supervisó el brujo en su propio altar de sacrificio —su catre— cuando se empernó a mi novia hasta los huevos.
Ya lo de Pituco, Diente de Leche y Garrapata —amigos del Toto— cogiéndomela en la laguna mientras me enseñaban a pescar me resultó sospechoso. Pero bueno, estaban con Toto y mi propia novia para indicarles cómo hacer el ritual. No sé, sin la supervisión de Matanga no parece serio, pero supongo que estará bien.
¿Pero esto? ¿Qué es este nuevo método donde se la coge cualquiera sin la bendición de Matanga, o al menos del Toto?
Ahora estoy en la casa de Mariela, tirado en el sillón del living. Solo. Bueno, no del todo solo; me acompañan los gemidos de mi novia, que vienen de la habitación grande, y el chaff-chaff del cuerpo del sodero contra ella en un bombeo infame y que a esta altura parece interminable.
"Qué rica que estás, putita —lo oigo—. Nunca pensé que algún día podría cogerte…”.
Hijo de puta, ¿tiene que gritarlo así de fuerte? Aunque fue mi culpa por no haber cerrado la puerta del todo. Es que... está mal lo que hace Mariela, eso de dejarse coger con la excusa del amarre. Pero a la vez es tan excitante verla cabalgar esos pijones... Me pidió que me quede con ella mientras el sodero se la cogía. Pero me negué. Que sepa que conmigo no se juega. Si de verdad fuera por lo de la madre, lo hubiéramos programado y yo habría estado ahí desde el inicio, como cualquier novio normal.
Pero esto fue otra cosa. Estaba cogiendo con un tipo cualquiera y yo la pesqué en el acto, como en los chistes de cornudos.
Los padres de Mariela se fueron dos días a Resistencia para hacer un trámite y dejaron la casa sola, a cuidado de mi novia. "Nada de traer a tu noviecito —le dijeron—. No queremos que esta casa sea un reducto de lujuria juvenil”.
—No, mamá, quédate tranquila que no voy a traer a Guampablo.
Mentía, Mariela. Claro que mentía. Veníamos esperando y paladeando ese día y esa noche desde hacía un mes. No íbamos a coger, eso me lo dejó claro mi novia:
—Solo besos y caricias íntimas... pero nada de otra cosa, no quiero arruinar el amarre que tanto trabajo le está costando a Matanga y a Toto.
—¿Pero qué trabajo? Hace cinco meses que te vienen cogiendo como presos, y ni hablar de los vagos que conocimos en la laguna...
—No empecés con eso de nuevo. Lo hacen por nosotros, mirá si van a tener interés en cogerme, con las mujeres que pueden tener esos machos.
—Acá el único que pone algo soy yo, que le tengo que pagar todos los meses a Matanga para que haga el ritual.
—Matanga y Toto también la ponen…
—¡Sí, se la ponen a mi novia!
—Ay, no seas ordinario… Además, ¿no valen unos pocos pesos la seguridad de que nuestra pareja esté unida para siempre?
—Es que me gustaría cogerte como hacen los otros viejos... aunque sea una vez.
—Solo faltan siete meses, ya vamos casi a la mitad. Después vas a hacerme el amor cuanto quieras, y vas a ser el único.
Lo de convertirme en el único me entusiasmaba aún más que cogerla. Es que cada vez más tipos me la garchaban. Matanga al menos tenía la decencia de clavármela una vez al mes, y para eso debía pagarle, pero Toto, Pituco, Diente de Leche y Garrapata le daban semanalmente. En fin, debía ser inteligente y no dejarme llevar por la pasión. Unos meses más y ya sería mía.
Así que acepté ir a su casa y pasar el día y la noche sólo alimentado de besos y caricias lujuriosas. En la cama matrimonial. Porque por alguna razón, Mariela quería hacerlo en la cama donde su madre recibía sexo.
"Recibía tipos", pensé. Algunos rumores decían que, si bien mi futura suegra no era un putón de campeonato como la mujer del farmacéutico o la esposa cazafortunas del kiosquero, cada tanto hacía pasar a su casa al sodero o algún comerciante del barrio, a los que hospedaba por un par de horas mientras su marido estaba en el trabajo.
¿Cuántas veces Mariela habría espiado a su madre con algún amante, si esta teoría era verdad? La apertura de la puerta daba directamente a la cama, que no quedaba muy lejos.
Eso lo pude comprobar con mis propios ojos un rato antes, cuando entré a la casa para sorprender a mi novia y el sorprendido resulté yo. La encontré a ella boca arriba en la cama con un tipo en el medio, y ella rodeándolo por la cintura con sus piernas.
—Mi amor —se sobresaltó. El tipo frenó el bombeo—. Te esperaba más tarde.
—¿Que... qué carajos pasa...?
Ella me sonrió con dulzura y luego giró hacia él, que estaba enterrando verga.
—Seguí. Es solo mi novio. —Y luego, así como si nada, regresó a mí—. Mi amor, entrá. —Y de pronto vio mi expresión—. Es por el amarre, ¿eh? —El tipo recomenzó con el bombeo. Se ve que clavó hondo —Ahhhhh… No es que estamos cogiendo… Uhhh…
—¿Cómo que no están cogiendo? ¡Están recontra cogiendo!
—No, no... Ahhh… Ahhh… Es por el… amarre…
El tipo tenía cara de no entender de qué hablábamos. Igual, poco le importó y —calladito— siguió garchándomela.
—¿Quién es? ¿De dónde salió? No es ninguno de los amigos de Toto.
—Es el sodero. Yo lo instruí, mi amor. Para reforzar el amarre. Y el Toto llamó para explicarle.
—¿Quién es Toto? ¿Qué amarre?
—¿Ves? No sabe ni de lo que estamos hablando. Este tipo simplemente entró a dejar la soda y ahora te va a dejar la leche.
—No seas tonto, Guampablo. Él nos está haciendo el favor. ¿No es cierto señor que me fue recitando el ritual mientras me fue clavando?
El gesto de estupor del sodero fue para un póster. Me miró con cierta culpa, pero ni crean que aflojó la serruchada.
—¿Eh? Emmm… Sí, claro... “Padre Nuestro que estás en los Cielos... "
—¡Esa no es la oración! —me indigné.
Pero Mariela se defendió.
—Es la primera vez. No todo el mundo es tan perfeccionista como vos, Guampablo. Lo importante es que le puso voluntad y se está esforzando para ayudarnos.
—Esto es muy conveniente. Y sospechoso.
—Deberías agradecerle.
—Date vuelta que te quiero acabar amasándote ese culazo hermoso que tenés…
La explicación podía ser todo lo razonable que ustedes quieran, pero por alguna razón a mí me daba mala espina. ¿Mariela lo estaba haciendo por gusto?
—No pienso quedarme acá. ¡Esto lo voy a consultar con Matanga!
Me fui al living esperando que Mariela se me apareciera por detrás, quizá semidesnuda, echara al tipo y me invitara a ocupar el lugar del sodero. Nada de eso sucedió. Terminé un poco excitado con los gemidos de mi novia, que no paraban de retumbar y llenar todo el living, y yendo a espiarlos cada cinco minutos por la apertura que dejó la puerta entornada. Dos pajas me clavé, espiándolos, pero como tengo dignidad ninguna de las dos veces me permití acabar.
No me vieron asomado ninguna de las veces. El sodero, desde ya que no. Estaba demasiado embelesado con la belleza de mi novia y disfrutando cada centímetro de su cuerpo, acariciándolo por todos lados mientras la bombeaba como un animal en celo, metiendo verga hasta los huevos con empujones cada vez más violentos. Lo que me sorprendió fue que Mariela no me viera en el vano de la puerta. Ni siquiera una vez giró su cabeza hacia mí. Solo supo que me fui y se olvidó de su novio. Parecía muy concentrada en el sodero, un tipo de una edad indefinida, que podía ser de 35 como de 45. Era un tipo bruto, de poca educación. Y eso, en vez de repeler a mi novia, parecía fascinarla. Estaba como hipnotizada con su pecho fibroso, sus cabellos sucios desgreñados y la prepotencia con la que le enterraba pija.
Si se estaba entregando por el amarre, no lo parecía. Con Matanga y con Toto, incluso con los otros tres hijos de puta de la laguna, ella se sometía dócil al accionar del abuso, y soportaba todo. Es cierto que algo disfrutaba, pero solo con mi presencia allí, y sobre todo cuando yo ayudaba a los machos para que le enterraran verga más hondo. Acá estaba gozando. A secas. Se le notaba en el brillo de los ojos, en el anhelo jadeante, mirándolo a los ojos con cada penetración, con la expectativa de un deseo mágico a punto de cumplirse.
Ya no estaba junto a ella, y es cierto que no era la primera vez. Pero sí fue la primera vez que en mi ausencia se mordió los labios y cerró los ojos, fuerte, con la misma intensidad con la que le clavó las uñas en la espalda al macho, cuando arrancó a acabar.
—Ohhh —gritó desde el diafragma, como si quisiera ahogar el orgasmo para que yo no lo escuchara desde el living. Pero yo estaba ahí, viéndola por el filo de la puerta.
Se arqueó en la cama, subiendo pelvis para que la verga que la acuchillaba se clavara más adentro. En el movimiento, el grito se esfumó, el tipo de la soda aceleró el macheteo, salpicando su sudor sobre los pechitos de mi novia. El grito se habría silenciado pero el orgasmo seguía en ella, lo vi fácil en su labio mordido y en la mirada de mi novia clavada en los ojos del macho que la estaba abriendo en dos.
—No aguanto más, hermosa. ¡Te echo los pibes!
—¡Sí, sí! ¡Acabame adentro!
—Ahí va, putón... ¡Me vengo!
—¡Dámela! ¡Dámela toda!
—¡Te la dejo adentro para el cornudo! ¡¡Ahhhhhhhh…!!
Aceleré mi paja. Los vi acabar, ella arqueada y sintiendo la virilidad ensanchándola. Una virilidad nueva. Solo un animal bufando y machacando sobre una feminidad hermosa y única, que mancillaba y a la vez ponía en un altar con cada penetración que llevaba hasta los huevos.
Cuando se fue vaciando dentro de mi novia, cuando la respiración del macho comenzó a aflojar y ella lo apretó más entre sus piernas, quizá para retener la leche adentro lo más posible, me retiré en silencio.
Como a los cinco minutos se fue el sodero. Pasó por el living donde yo había quedado mirando tele. Sentado de espaldas a la habitación. Pasó sin decir nada, rápido como una cucaracha cuando levantás una baldosa. Con el cinturón abierto y las zapatillas en la mano. El portazo apresurado me hizo sobresaltar en el sillón.
Luego vinieron las manos y los brazos de Mariela. Suaves, sinuosos como dos víboras. Me llegaron por detrás, sin que yo pudiera verlos. Igual que el olor a cogida.
—Pegate una ducha, por lo menos.
Y su catarata de reproches ofendidos, el repertorio con el que siempre me manipulaba cuando yo no hacía lo que quería.
—Aaaayyy, dale... No empieces con tus celos otra vez. Cuando me hacen el amarre Matanga o Toto no te jode que tenga la cogida encima y siempre venís conmigo enseguida...
—¿Qué amarre? Te cogiste al sodero. ¿Te creés que soy tonto?
—No, mi amor. Lo hice por el amarre... —giró alrededor del sillón y se sentó a mi lado—. Dale, no seas así, dame tus mimitos...
—Voy a hablar con Matanga.
—¡Quiero tus mimitos! —chilló como una nena.
Y acto seguido se me pegó al lado, pierna contra pierna. Se había puesto un camisolín que la adecentaba ante mí, a pesar que un minuto antes se había entregado en su totalidad a un casi desconocido. Sin embargo, sus piernas desnudas, la apertura de la prenda, que le dejaba ver la mitad de uno de sus pechitos y el incipiente sombreado de sus pezones, más el olor que despedía a puta cogida por un macho, me puso nervioso.
—¿A ver cómo estás? —me tiró con una risa, y llevó su mano a mi pijita. Y sí, estaba al palo—. ¡Mi amor! —dijo triunfal—. Yo sabía que me ibas a creer que era por lo del amarre.
—Eso lo va a decidir Matanga. La próxima vez que vayamos le voy a contar esto.
Me miró con algo de sorpresa, como si mi determinación no estuviera en sus planes.
—Vamos a la cama —Se levantó y me tomó de una mano, seria. Ella trató de confrontarme con su propia determinación, midiéndome—. Quiero que me hagas mimitos en donde me cogió el sodero... Así reforzamos el amarre...
Me levanté del sillón. Ella pegó un gritito triunfal.
—¡Amarre las pelotas!
Pero me dejé llevar de su mano hasta la habitación. Se puso boca arriba, se abrió de piernas. Y me exigió:
—¡Limpiá, cornudo!
* * *
Aún faltaba poco más de una semana para que Mariela y yo fuéramos a hacer la revisión del amarre con Matanga. Y no le iba a dar el gusto al viejo sucio de que me la cogiera antes de tiempo. Ya una vez habíamos ido al día siguiente de la consulta para preguntar una tontería que habíamos olvidado, y el hijo de mil putas se la garchó sin piedad, como el día anterior, bajo no sé qué pretexto de ser el chamán de nuestro amarre. Confundidos como estábamos, y mientras bombeaba a mi Marielita en el camastro haciéndola rebotar contra su pija, me hizo ir a buscar a su vecino Toto, a quien traje de una corrida para que también me la cogiera en cuanto el viejo me la llenó de leche.
Ahora ya habían transcurrido algunos meses, yo estaba más despierto. No iba a darle a Matanga la oportunidad de garcharse a mi novia ahora y de nuevo en una semana. Aunque extrañamente soportaba que Toto le entrara casi día por medio, y sus amigos una vez por semana cada uno.
No iba a adelantar la consulta pero tampoco iba a olvidar. Mariela se había cogido al sodero, necesitaba oír de la boca del viejo brujo que eso era parte del amarre. Y no la iba a dejar a ella que se explicara primero para influenciarlo o darle pistas, claro que no. Estaba pensando en estas cosas cuando mi novia me espabiló.
—Dale, amor, hacé el nudo. No voy a andar por la playita así en tetas.
Era otoño casi invierno, pero esa semana una ola de calor sofocante invadió la región y a Alce Viejo. Al punto que la costa del río se llenó de gente, igual que un fin de semana de verano. Hasta con vendedores ambulantes y todo. Mariela se sostenía el cabello en alto, dándome la espalda. Esa espalda ancha y casi desnuda plantada sobre una cinturita exquisita.
Anudé los tientos del corpiño de su bikini blanco. Estaba hermosa. No, más que hermosa; estaba hecha una bomba. En los últimos meses, no sé si de tanto que se la cogían, pero se le habían desarrollado más las curvas: las tetas, sin dudas, pero especialmente ahora tenía un culazo que —entiendo a los que siempre se la garchan, o a cualquier hombre que la viera así semidesnuda como ahora— solo daban ganas de clavar y clavar.
Admito que me detuve unos segundos de más, aprovechando a tocar su piel en una caricia que fue amorosa y pajera a la vez. Está bien, más pajera que amorosa.
Mi dilación también era porque no quería que se fuera. Iba a verla irse, meneando su tanguita metida en el culo, lo que me la hacía parar; pero ella me había dicho que quería ir a ver unas chucherías que vendía el Tongo, un amigo de Pituco que a veces traía cosas a la playa. El amigo de Pituco debía estar al tanto que él, Toto y varios más me la cogían. Cada vez se me hacía más difícil caminar por el pueblo sin que nadie supiera que mi Marielita y yo estábamos en eso del amarre.
Le hice el nudo en el corpiño bien fuerte, como amordazándola, y la solté.
—No te vayas a coger al viejo ése, ¿eh?
—¿Qué?
—Y no me vengas con que al ser amigo de Pituco sabe hacer el amarre.
—¿De qué me hablás? Voy a mirar los collarcitos y pulseras.
—Tiene cara de hijo de puta, y no quiero que se repita lo del sodero.
—Ay, otra vez con eso. Ya te lo expliqué.
—Vamos a ver qué dice Matanga.
Resopló fastidiada y me miró con un enojo chispeante. Se acomodó el corpiño haciendo espacio en la copa, estoy seguro que para que yo pudiera espiarle los pechos y verle las aureolas y hasta la mitad de uno de los pezones. Se me paró. Puso los pechos en su lugar, hizo como que no se dio cuenta que la espié. Supongo que advirtió mi erección haciendo carpita en mi pantalón de baño.
Se puso de pie y giró, dejándome su culazo hermoso ante mis ojos. El mismo culo que cinco viejos hijos de puta amasaban y disfrutaban semanalmente, y que a mí solo me servía para pajas. Se sacudió un poco la arena, salpicándome la cara de conchilla. Las nalgas se movieron duras como el caucho. Sentí unas repentinas ganas de clavar ese culo hermoso y mío. ¡Qué suerte tenían Matanga, el Toto y los otros! Yo esperaba tener la misma suerte cuando todo este asunto del amarre llegara a su fin.
La vi irse moviendo culazo y cadera, como predije. El orgullo de ver cómo los hombres que la cruzaban se la comían con la mirada se mezclaba con la angustia de pensar a cuántos de ellos mi Mariela les permitiría cogérsela con el asunto ése del amarre. Dirán que exagero, pero en pueblos chicos como el nuestro todos nos conocemos, te la pasás saludando a todo el mundo. Y la zozobra es inevitable, aparece cuando ves a tu novia semidesnuda, en tanguita blanca enterrada en su culo paradito, echa una espiga, sonriendo a cuanto hombre la saluda, aceptando pequeños manoseos inocentes y arqueándose aún más frente a los tipos más atractivos. Tocando brazos, riendo de bromas tontas y mirando cada tanto en mi dirección para mostrarme que el manoseo es sociable, no de puta.
Claro.
El trayecto hasta el Tongo y su valijita de chucherías fue como el desfile de una modelo en una pasarela, flanqueada de pajeros aduladores esperando una aceptación. Todavía me estaba acostumbrando a toda esta atención que Mariela comenzaba a recibir. No era nada nuevo, y a la vez sí lo era. Mariela siempre fue hermosa. Todos los chicos siempre le quisieron dar, y ella correspondió bastante antes de ponerse de novia conmigo, pues le gustaba mucho el sexo. Desde nuestro noviazgo en adelante se había hecho siempre la tonta ante los avances masculinos, no dándole lugar a nada ni a nadie, por respeto a mí.
Hasta que Matanga y Toto se la empezaron a garchar. Y aún mucho más en cuanto Pituco, Diente de Leche y Garrapata se sumaron. Pareciera que desde que yo acepté que se la cogieran regularmente cinco tipos, mi novia comenzó a vestirse con ropas más cortitas, y sus modos para con los hombres fueron más permisivos y seductores. El cambio se fue dando en la misma proporción en que aumentó el número de vergones que la usaban.
Como ahora, que charlaba con el Tonga. La veía con claridad, estaba como a cuarenta metros, cerca del agua. Mucha risita, mucho tomarse el cabello de manera coqueta, mucho toqueteo tonto. El viejo hijo de puta era del mismo tenor que los otros que ya se la pasaban por la piedra. Me la iba a coger. Lo supe. Hoy. O mañana. O el lunes que viene. Me la iba a coger y eso era tan seguro como la erección que tenía yo ahora en mis pantalones.
La vi ponerse los collarcitos, hacer una broma con el Tonga, intentar quitárselos y no poder. La vi darse vuelta frente al Tonga, como la vieron todos, parándole el culazo para que el tipo casi se infartara con su proximidad, porque lo siguiente que vi fue que se le pegó por atrás y le levantó el cabello de la espalda para ayudarla a quitarse el collar. Por lo que tuvo que tomarla de la cintura con firmeza; no, no de la cintura, directamente de una de sus nalgas, llenándose la mano con la parte de arriba de los glúteos de mi novia. Sentí calentura y vergüenza: todo el balneario estaba viendo cómo la mujer del Guampablo estaba siendo manoseada y seducida por uno de los sátrapas del pueblo.
Con lo del collarcito resuelto, Mariela volvió a girar, le agradeció al viejo y se alejó con una sonrisa. El Tonga no pudo quitar los ojos de ese culo saltarín. Estaría calculando cuándo se la iba a coger. No me pregunten por qué, no lo sé, pero me fue inevitable imaginar a ese viejo sometiendo y dándole bomba a mi novia, reventándola contra un colchón, como hacía su amigo Pituco.
Todos los hombres de alrededor le miraron el culo mientras ella regresaba, como si yo no estuviera con ella. Me sentí más cornudo que cuando el Toto me la cogía en la garita del corralón.
Mariela finalmente llegó a mí, pura sonrisa. Me besó brevemente en la frente y me mostró un collarcito. Alguien le gritó un piropo y ella giró feliz, para ver quién era. En el giro, como buen pajero, le miré el culo. Y en el culo vi la marca de la mano sobre su cola. Una marca hecha de arena, como si la hubieran manoseado. ¿Quién carajos? ¿El Tonga? Ciertamente la manoseó, pero no tendría la mano llena de arena. ¿Quién carajos le metió una mano en el culo a mi novia, si yo no le quité los ojos de encima ni por un minuto?
—Mi amor, ¿me das plata para comprarme el collarcito?
Yo no tenía dinero. Nunca tenía dinero, ella lo sabía.
—Vine con lo puesto.
—No importa —me contestó, como si ya esperara mi respuesta—. Me dijo el Tonga que me lo puede fiar. Que después paso por su casa y se lo pago.
—¿¿Qué??
Otra vez la alarma. Viejo hijo de puta, ya tenía todo planeado, se la iba a coger en su casa. ¿Pero y Mariela? Era obvio lo que se estaba cocinando, y mi novia no era ninguna tonta. ¿Se prestó a ese juego, como una puta?
—¿Qué, mi amor?
—Ni en pedo vas a ir a su casa otro día.
—Bueno, dame la plata.
Miré para todos lados buscando ganar tiempo. Me metí las manos en los bolsillos, que ya sabía estaban vacíos.
—¡No tengo! —dije en medio de la desesperación. El Tonga de seguro tendría tremendo vergón.
Mariela miró hacia el barcito, donde estaban un par de chicos un poco más grandes que nosotros, altos, bronceados, hijos de los ricachones del pueblo. No pensaría en ir a pedirles dinero a ellos, ¿no? ¡Eso iba a terminar en otra cogida, seguro!
De pronto se me ocurrió. ¿Qué mejor oportunidad para probar que mi novia estaba dejándose coger por placer, y no por el amarre? Tendría la prueba y la expondría ante Matanga, que me daría la razón y cortaría con las cogidas arbitrarias de mi novia. Aunque visto hoy, en perspectiva, quizá inconscientemente ideé un plan para ver cómo otro macarra se cogía a Mariela.
—Está bien —resolví, serio—. Pero esta vez yo te acompaño a comprar el collarcito. No me fío de ese sinvergüenza.
Mariela sonrió como un sol y pegó otro saltito. Era obvio que si el viejo se la iba a coger no iba a ser acá en la playa sino en otro lado, cuando ella le llevara la plata. Mi aparente complacencia era fútil, solo me maquillaba con algo de dignidad. Ella tuvo que saber que el hecho de que yo la acompañara a comprar, no cambiaba las probabilidades de que me la garcharan después. Lo que no creo es que ella supiera que yo sabía.
Jugué con eso. La iba a descubrir en la semana, cuando ella fuera a pagarle. De modo que —claro— no hacía falta acompañarla ahora, pero algo me hizo ir. Un hormigueo, un morbo irracional de que todo el balneario allí presente, hombres y mujeres, me vieran llevarla de la mano hacia un viejo degenerado del que el pueblo entero descontaba me la iba a coger. Caminé con ella sintiendo las miradas de todos. En el culo entangado de Mariela y en los cuernos de mi frente.
El otro morbo me esperaba al llegar al Tonga y su valijita de chucherías. Por alguna razón quería estar ahí, ser testigo de la seducción mutua, del entendimiento que derivaría en una cogida. Por alguna razón quería medirme con el tipo que se le iba a coger en unos días.
—Mirá, mi amor, el bulbo del Tonga —me dijo Mariela tomando en una mano una especie de lágrima de metal pulido, gorda y grande como una plomada para mantarrayas. O como la cabeza del vergón de un viejo hijo de puta.
El Tonga había dispuesto su valija abierta sobre una mesita no muy alta. Él mismo permanecía medio agachado para ofrecer sus "gemas" de dos pesos. Yo creo que se quedó ahí abajo solo para estar más cerca de la conchita de mi novia, que lucía enguantada por la tanga apretada. Como fuere, se ve que la posición le hinchaba la entrepierna porque sonrió mirando a mi novia y se tomó la verga por sobre el short, para acomodársela. Haciendo notar un volumen claramente importante.
Tragué saliva.
—Sí, mi amor... Ya me doy cuenta del bulbo del Tonga.
En honor a la verdad, el tipo no era tan viejo como Matanga. Tendría la edad del Toto, quizá un poco más. Pero a diferencia del gordo repulsivo, era delgado y fibroso, esa condición que obtienen los que trabajan caminando todo el día. Tenía los cabellos cochambrosos, una nariz aguileña, y se lo veía bastante mugriento, con ropas sucias y las uñas negras.
Otra vez me lo imaginé cogiéndosela a mi Mariela.
—No trajimos dinero —apuré. No quería que notaran mi erección—. ¿Podemos llevar algo y se lo pagamos en la semana?
—Por supuesto —me respondió el Tonga, pero mirando a mi novia a los ojos y tomándole la mano para recibir el bulbo de metal.
Mariela se estremeció. Volvió a espigarse y giró hacia mí, más para ponerle el culazo casi sobre el rostro del tipo, que para decirme:
—Quiero un collarcito rojo granada y un colgante para vos.
—Está bien —dije. El Tonga quedó hipnotizado con el culo casi encima de su rostro; creo que si sacaba la lengua, le lamía una nalga—. Pero no uso colgantes.
—Es un regalo, tonto. Así que lo vas a usar.
No me importaba nada de todo eso. Debía cerrar el pago antes de que se cruzaran WhatsApps o no tendría chances de atraparla engañándome.
—El martes a la tarde le llevamos el dinero a su casa, ¿le parece bien? —El Tonga pareció decepcionado. Mariela, para mi sorpresa, no. Se puso a buscar otra tontería en la valija—. Deme su dirección —apuré.
El Tonga garabateó algo en un papelito y me lo dio. Y su resignación provocó mi primera sonrisa satisfactoria del día.
—Nos llevamos estos collarcitos y el colgante —sonrió Mariela—. ¿Cuánto es?
—Nueve mil.
Mariela giró con la alegría de una nena y me colocó el pendiente.
—¿Te gusta, mi amor?
Lo tomé con dos dedos y lo alejé para observarlo. No lo había visto todavía.
—¡Son un par de cuernos! —La miré estupefacto. Creo que me sonrojé levemente.
—¡Sí! Son los cuernos de la abundancia. —El Tonga bajó la vista y sonrió con picardía. O maldad, nunca lo sabré. Mariela no parecía darse cuenta de la burla solapada—. Es para que nunca te falte la abundancia.
—La abundancia de cuernos es lo que no me va a faltar.
Esto último se lo dije ya de regreso, caminando solos; no le iba a dar el gusto a ese Tonga de reírse de mí.
—No digas bobadas, si sabés que nunca te puse ningún cuerno.
—Te cogen cinco tipos desde hace meses. Cuatro de ellos semanalmente.
—Uf... Otra vez con lo mismo. Es por el amarre, no son cuernos. —¿Se había convertido en una cínica o simplemente me estaba tomando el pelo?—. Y más vale que no te saques eso nunca del cuello. Es un regalo mío. Además... me encanta cómo te quedan los cuernos que te puse.
—¿Los cuernos que me...?
—Recién, cuando te los puse por el cuello... ¿qué pensaste?
Nos fuimos de la playita. Con todos los tipos mirándole el culo a mi novia y yo con mis cuernos colgando y una erección que, por suerte, no se notaba. El martes iríamos del vago ése a pagarle y yo debía propiciar todo para que mi novia pudiera elegir entre dejarse coger o ser fiel a mí.
Ya tenía un plan.
* * *
—¿Cómo que no me podés acompañar?
Mariela sonó un poco preocupada y a la vez con un chisporroteo de excitación, que apuró a ocultar.
—Me pateó el hígado, estoy en la cama —dije por el celular con voz exageradamente triste—. Deben ser los panchos que comí anoche...
—Ay, mi amor, ¿querés que vaya a verte? Puedo pasar y después me voy sola a lo del Tonga.
—No… voy a ver si duermo algo. Estoy con diarrea y vómitos, no quiero que me veas así.
Hubo un silencio de unos segundos. La respiración ansiosa de Mariela me dijo que estaba calculando posibilidades.
—Pero tengo que pasar para que me des el papelito con la dirección del Tonga. Si no voy a pagarle, va a pensar que soy una rata.
Le mandé la foto del papelito por WhatsApp.
—Ahí tenés… Andá cuando puedas, mi amor, nos hablamos mañana... Yo me voy a acostar porque me da vueltas todo.
—Sí, Guampablo, mejor cuidate. A la noche te mando un mensaje y, si estás, hablamos.
La naturalidad y despreocupación con la que iba a cogerse a un nuevo viejo hijo de puta me dio un respigo en la pija y me disparó cierto morbo.
—Prefiero que me llames cuando acabes con el Tonga.
Hubo un suspiro al otro lado de la línea. Nunca lo sabré, pero a mí me pareció que de excitación. Entonces decidí ir un poco más allá.
—¿Cómo vas a ir vestida? No me gusta cómo te mira ese tipo, no vayas demasiado linda.
—Tengo puesta un conjuntito negro con minifalda y unas medias altas de encaje
—¿Encaje? ¡Esas son cosas de puta!
—Porque íbamos a ir juntos, Guampi. Ya sabés que me gusta vestirme sexy para vos —me mintió.
—A ver, mándame una foto.
Me la mandó, y casi me muero.
—Si vas con eso a su casa es como decirle que querés que te ayude a hacerme cornudo… —Sí, dije la palabra cornudo a propósito—. Además, no me gustaría que los vecinos te vean andar así sola por la calle… Cambiate, mi amor.
—No te preocupes, corto con vos y me cambio de ropa.
—Gracias, bonita. Y perdoname que no pueda acompañarte…
—Tranquilo: yo voy, le pago, y me vuelvo enseguida. Vos, cuídate; tomá te de limón. Mucho té de limón.
—Y en cuanto acabes con el Tonga, me mandás mensaje o me llamás.
—Sí, apenas acabe con el Tonga… Te lo prometo.
Corté y me recosté sobre el tronco del árbol tirado en ese sendero mugroso y solitario. Pispié la hora y miré el rancho que tenía adelante. Estaba frente a la casa del Tonga.
* * *
La vi llegar como a la media hora, escondido detrás del árbol caído, como hacen en los dibujitos animados. Hija de puta, no se había cambiado de ropa un carajo. Al contrario, se había quitado el saquito blanco, con lo que ahora mostraba todavía más piel. Estaba increíble, me sentía feliz y orgulloso de tener una de las novias más hermosas de todo Alce Viejo, y un poco apesadumbrado porque se la cogían todos menos yo. Pero eso ya cambiaría.
Por su lado, a ella se la veía feliz, quizá excitada. Ignorante de que su propio novio la estaba espiando a quince metros.
La casucha del Tonga era una pocilga de chapas y maderas tirada en medio de un terreno, sobre una calle de tierra poceada y yuyerío alrededor. Había un rancho aquí y allá, ninguno más cerca de cuarenta metros entre sí. No había patio, ni reja ni alambrado. No había nada que proteger. Solo polvo, un par de árboles y tres gallinas. Mariela se detuvo frente a la puerta, miró a uno y otro lado, reconociendo los alrededores por si había alguien que pudiera verla. Yo me hice más pequeño tras el yuyerío desde donde la observaba.
Gritó “¡Tonga!”, golpeó la puerta de chapa dos veces con mano abierta y el vendedor de chucherías, sucio y fibroso, apareció como un genio a quien le han frotado la lámpara. O se la van a frotar. Sonreía, el turro. Se comió a mi novia con una mirada de beduino, que la recorrió desde los muslos hasta la cabeza, deteniéndose en las ancas, los muslos desnudos y los pechos.
—Vengo a pagarle —dijo demasiado entusiasmada Mariela, sonriéndole con tal cara de puta regalada que otra vez se me paró—. Aunque debo decir que nueve mil pesos me parece mucho. Y yo tengo que cuidar la plata de mi novio.
Mariela levantó los talones y juntó sus brazos, hinchando los pechos. El tipo la tomó de la cintura y la encaminó para adentro, y en el movimiento vi claramente cómo su mano fue bajando de la cintura a su culo, acariciándosela toda con la palma completa, llenándosela de mi mujer.
—Vamos a regatear adentro, para beneficio de tu novio.
Verdugo y putita fueron tragados por la oscuridad de esa casucha que no era otra cosa que un cubo de chapas de cinco metros cuadrados. No iba a necesitar siquiera asomarme a una ventana para saber si me la estaba cogiendo, con ponerme de pie junto a la puerta los escucharía.
Desde ya, iba a suceder. No le era necesario a Mariela entrar allí para pagar las pulseritas, con haberle dado los billetes en la mano habría sido suficiente. Hice el cálculo: ¿cuánto demoraría en dejarse ensartar? ¿Cinco minutos? ¿Diez?
Esperé quince y me crucé.
No había mucho en medio de ese páramo a las tres de la tarde. Un sol crudo que raspaba, a veces el polvo de la calle que se levantaba contra aquel otoño veraniego. El cacareo cansado de una gallina aburrida, el sonido ausente de una tarde desahuciada…
Y el gemido incipiente de una mujer. De mi mujer.
Ya se escuchaba incluso antes de llegar a la casucha. Suaves. Gemidos de una hembra recibiendo placer, todavía de manera amable, intermitente, con ritmo cansino, como si le dieran topetazos que la llenaran de amor y no solo de verga.
—¡Ahhh…! ¡Ahhh…! ¡Ahhh…!
Eran los jadeos contenidos de Mariela, al inicio de la cogida, como la había escuchado tantas veces. Esos jadeos eran cortos e infinitos y pronto se irían convirtiendo en gemidos, conforme se fuera lubricando y el macho le enterrara pija más y más profundo.
Fui a buscar una ventana desde donde espiar, para obtener la prueba irrefutable de que mi novia me estaba metiendo cuernos reales en vez de la otra manera mucho más fiel del amarre. No hizo falta. El Tonga éste era tan descuidado, y la calle y la cuadra estaban tan vacías, que el hijo de puta ni siquiera cerró bien la puerta. La dejó entornada. O quizá no había manera de cerrarla por una falsa escuadra que dejaba una abertura del ancho de una cabeza.
Me acerqué. Los jadeos de mi novia se hicieron tan claros que la pija me volvió a dar un respingo. Aunque esta vez, además, llegaron a mis oídos el choque de carnes, ese chaf chaf que todos hacían contra el culazo de Mariela. La respiración del macho también me la hizo parar. Un jadeo pesado, grave, cortado a veces por algún murmullo dirigido a mi novia, que yo no entendía pero que a ella la hacía agitarse de excitación.
Adentro estaba muy oscuro, no había ventanas. Y con el sol de afuera se me hacía imposible ver qué sucedía. Ya sé, no hacía falta ver para saber. Pero yo quería ver. Necesitaba ver cómo ese tipo al que ella había conocido por quince minutos en el río, tenía la potestad suficiente (y la habilidad) para cogérmela así de fácil, sin más.
Tenía que ver a mi novia cogiendo con un extraño. Y escuchar su excusa absurda.
De modo que esperé unos minutos más ahí afuera hasta que adentro la cosa se pusiera más ruidosa. Hasta que meterme en la casa no fuera tan importante como para que se detuvieran.
Era fácil saber cuándo, con mi novia siendo usada. No solo por los gemidos. Siempre sucedía parecido. Con Toto, con los amigos hijos de puta de Toto. Empezaban los nalgazos. Ella gritaba. Ellos la trataban de puta. Ella los trataba a ellos de hijos de puta. Y en un punto, ella o ellos empezaban a dedicar los pijazos al cornudo.
—¡Tomá, puta de mierda! ¡Hasta la base! ¡Tomá!
—¡Más fuerte, Tonga! ¡Más fuerte! ¡Quiero sentirla haciendo tope!
—Te voy a estirar toda para el cornudo…
Era la bati-señal para mi entrada.
Me asomé y entré de a poco. Quería acostumbrar mis ojos a la oscuridad y, por otro lado, si entraba con sigilo y ellos estaban lo suficientemente concentrados en su cogida, no iban a notarme hasta verlos durante un buen rato.
Cuando la oscuridad se disipó ante mis ojos y pude distinguir las cosas con claridad, la pija casi me revienta en el pantalón. La había visto cogida decenas de veces. Día por medio. Pero qué mierda, ver ensartada a tu mujer por un extraño, verla entregar en cuerpo y alma su intimidad —esa que te repite una y otra vez que solo la reserva para vos— a tipos que ni siquiera saben su nombre, que la usan como saco de leche aprovechando que su novio no ofrece ninguna resistencia... es sencillamente impactante.
El Tonga tenía a mi novia tirada en un catrecito desvencijado, acostada a lo largo, de lado. Y él le metía bomba de pie, parado sobre el piso, en perpendicular a ella, apoyándose en sus ancas y muslos para entrarle más duro y más profundo. El sonido era ominoso. Los gemidos, el chocar de las carnes, los flejes de la cama quejándose con cada pijazo… todo retumbaba en esa caja de resonancia de chapa, y me penetraba el alma hasta el corazón.
—¡Ahhh…! ¡Ahhhhh…! Ahhhhhh…!
¡Fap! ¡Fap! ¡Fap!
Fliki fliki fliki…
No pudieron verme, estaban de espaldas a la puerta. Tampoco me escucharon entrar, iban muy compenetrados en lo suyo. Creo que el Tonga percibió mi presencia, unos minutos después. Nalgueó sonoramente a mi novia, arrancándole un gemido fuerte, acuoso y lascivo, y giró hacia mí con una sonrisa.
Casi se me corta el aire. Aunque era él el que se estaba cogiendo a mi novia, su seguridad al enfrentarme a los ojos y el hecho que yo estuviera dentro de su casa como un intruso —sumado a la impunidad con la que estaba actuando con mi novia— me hizo sentir miedo, una especie de ancestral alerta de peligro.
Aun mirándome desafiante a los ojos, el Tonga no dejó ni por un segundo de bombear pija dentro de la conchita de mi Mariela. Ella seguía de espaldas, sin saber que yo estaba ahí, así que pude ver con claridad y de manera repetida cómo el macho le estiraba hacia arriba la nalga superior, para hacerse lugar allá abajo, y cómo su pedazo de verga —bastante larga— se le iba enterrando centímetro a centímetro hasta hacer tope y arrancarle a mi novia cada nuevo gemido.
—¡Ahhhhhhh...!
Por dentro la casucha era una pocilga. Había ropa tirada en el piso, recipientes plásticos de comida comprada, herramientas, bolsas llenas de chucherías diversas que vendía el Tonga. Lo que embellecía todo era el perfume de mi novia, ése que yo le había regalado para su cumpleaños y que solo usaba cuando salía de paseo conmigo. O cuando se la cogían sus machos. El aroma a ella y sus gemidos, siempre femeninos, me hacían sentir que de alguna manera aquello no estaba tan fuera de lugar.
—¿Te gusta, putita? ¿Te gusta la verga de este viejo negro hijo de puta?
—¡Quiero tu pijón todo el día adentro mío, Tonga! ¡¡Ohhhhh…!!
Tragué saliva. La voz de mi novia sonaba un poco ahogada, tapada por su propio cuerpo. Pero el chapoteo de carnes producto de cada pijazo llegaba de este lado, y se oía tan claro que hasta lo acuoso de las penetraciones se podía distinguir. “Flop… flop…”, se escuchaba, y el culo y los muslos a mi novia se sacudían cada vez que el viejo empujaba con todo para enterrar.
El Tonga volvió a girar su cabeza hacia mí, para dedicarme una sonrisa. Tomó a Mariela de los cabellos, arqueándola arriba, y abajo aceleró con furia.
—¿Te gusta más que la de del cornudo, pedazo de puta?
Turro de mierda, lo dijo sin dejar de mirarme.
—No sé, con mi novio recién lo vamos a hacer cuando termine el amarre.
Estoy seguro que el zángano ni la escuchó. Solo estaba disfrutando de ese cuerpito y, de paso, se divertía humillándome. Tomó a mi novia de la cintura y la puso boca arriba. Recién con ese movimiento ella notó mi presencia, y nuestros ojos se encontraron. Hubo un instante mínimo de zozobra. Apenas un parpadeo.
—¿Qué hacés acá? —me preguntó sorprendida. Ni “mi amor”, ni “Hola, Guampablo”, ni nada. Fue seca, cortada. Asumo que por la sorpresa.
El Tonga, que ya se había subido a la cama, se arrodilló entre las piernas de mi novia y se las separó desde los muslos. Mariela me miraba como perro que volteó la olla, con esa expresión a medias culposa y a medias desconcertada. El Tonga volvió a echarme una mirada divertida por una fracción de segundo y tomó su vergón largo y gomoso, pero aún duro, y lo soltó sobre la pelvis de mi novia. Hizo “chas” cuando el peso de esa pija impactó en la pancita delicada de ella. Con horror vi que la manguera era tan larga que sobrepasaba la altura del ombligo.
—Uuuhhh… —se estremeció Mariela, y se reprimió enseguida cuando recordó que yo estaba ahí, a dos metros—. Es por el amarre, ¿eh? —aclaró sin que yo le pidiera explicación.
El Tonga acomodó los muslos de mi mujer y elevó las piernas y las colocó sobre sus hombros.
—Aguantá ahí —le indicó a Mariela. Se tomó la pija, se la sacudió dos o tres veces para recuperar la poca dureza que había perdido, y puerteó con el glande la conchita de esa bella chiquilla tan mía.
—Ahí va, cornudo. Toda para vos.
Empujó y entró sin ninguna resistencia en la intimidad de mi novia.
Con las piernas abiertas sobre los hombros de su vejador, Mariela no dejó de mirarme a los ojos, como si me pidiera perdón. Pero sus párpados se fueron cerrando en la medida que el pistón de carne se le iba enterrando. A la altura de la mitad de la verga, mi novia ya había cerrado los ojos por completo. Cuando el Tonga mandó su propia pelvis a fondo y el pijón hizo tope, ella sumó un suspiro y se mordió el labio inferior, olvidándose de mí.
—Ohhhhhhh, Diosss… —gimió Mariela, quedamente. En cuanto la verga se fue retirando, pareció que ella regresó a este mundo y abrió los ojos y me miró—. Es por el amarre, en serio —repitió, sabiendo que me mentía.
Di dos pasos adelante y me pegué a la cama, junto a ella. Mi silencio hizo más resonantes los jadeos del Tonga —que ya la bombeaba a mejor ritmo— y los quejidos del elástico de la cama. Los bufidos masculinos… el sudor de sus músculos precipitándose sobre la pancita de mi novia… Todo se escuchaba como en la cúpula de una iglesia.
—Mentira... —murmuré—. Y no lo entiendo, vos nunca me mentiste…
—No, mi amor, no te mentí. Te juro que es por el amarre. ¿No es cierto, Tonga?
Pero el Tonga estaba muy ensimismado con esa conchita estrecha que le enguantaba la pija, y con los pechos desnudos que apretujaba en cada empujón, desde los pezones duros.
—¿Eh? ¿Amarre?
—…o me mentiste siempre…
La expresión de Mariela se transformó en una máscara extraña. La cabeza se le agitaba con cada empujón, pero igual no dejaba de mirarme a los ojos.
—¡Mi amor, no! —se desesperó.
Por un segundo le ganó el espanto y miró a su macho y a mí, alternadamente.
—Tonga, decile a mi novio que...
El Tonga no aflojó la cogida ni por un instante.
—Qué sé yo, putón, arreglate vos con el cornudo. Yo lo único que quiero es usar un rato este cuerpito y llenarte de leche…
Entonces Mariela hizo algo que no me esperaba. Con ojos tristes, la cabeza moviéndose como una maraca, me miró y estiró sus manos hacia mi pijita. Terminó de abrir a bragueta y me la sacó. Sentí una oleada de calor intenso, como un viento de enero, abrazarme el cuerpo y en especial mi entrepierna. Sus dedos me tomaron desde la base, y otro dedo comenzó a recorrerme la pija por todo el largo.
—Oh, por Dios… —murmuré.
—Mi amor, te juro que no es lo que parece…
El Tonga aceleró el bombeo y mi novia comenzó a moverse a su ritmo. Entrecerró los ojos, con placer, pero se acordó de mí y los abrió enseguida, retomando la caricia de su dedo índice sobre mi pijita.
—Apretá abajo, chiquita —reclamó el viejo hijo de puta—, que te lleno de leche.
—Mi amor, te lo juro... te lo juro... te lo... ¡Ohhh…!
El Tonga comenzó a acabar.
La pija me latía, atrapada en la mano de mi novia. Con cada pijazo del macho, ella se sacudía; con cada sacudida, ella movía la mano, y entonces era como si me hiciera una paja. El Tonga comenzó a acabarle, se soltó y de golpe pasó a empujar como un animal furioso, lo que multiplicó por tres el movimiento de todo el andamiaje.
—Aaaahhhhh… ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
Sin soltarme la pija, Mariela entrecerró los ojos y se concentró en su propio clímax.
—¡Mariela, no te atrevas!
—Cornudo… —murmuró casi para sí, y me apretó más fuerte la pija—. ¡Ahhhhhhhhhhhhh…!
Fue como si callara su orgasmo, mientras el otro cuarentón hijo de puta bramaba su polvo a los cuatro vientos, sin importarle que el novio —yo—estuviera ahí presenciando la vejación.
Ya estaba acostumbrado a que los tipos le acabaran adentro. Había aprendido a aceptar que —por razones físicas de los cuerpos— mi novia también acabara cuando otro se la cogía. Pero era la primera vez que ella me tenía tomado de la pija, haciéndome prácticamente una paja.
Y me desleché.
Mariela sintió el semen explotando entre sus dedos y abrió los ojos, absorta.
—¡¡Mi amor!! —exclamó feliz. Y acto seguido volvió a concentrarse en el pijón que la estaba taladrando. Y el orgasmo que ya estaba teniendo, me lo detonó en la cara.
—¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…!!
* * *
Al otro día fuimos a lo de Matanga. Ya sé, ya sé, mi plan era ir cuando correspondiera la fecha de la sesión siguiente, para evitar que el viejo obtuviera una cogida adicional. Pero era la segunda vez en quince días que había atrapado a Mariela cogiendo con un tipo cualquiera, lo que para mí constituían cuernos (aunque ella me discutía que no). Además, que me la cogiera Matanga no era tan grave, era un brujo de verdad, algo de autoridad tenía. Y lo mejor era que me dejaba ver junto a ellos, y él tenía una verga muy gruesa y venosa que contrastaba mucho con la piel blanca y joven de Mariela.
Lo mismo con Toto, si es que me mandaba llamarlo para que también me la cogiera, como hacía siempre. Casi que yo esperaba que Matanga llamara a su vecino. Las últimas veces, el viejo usaba el tiempo que se tomaba Toto vejando a mi novia, para recobrar fuerzas y volver a cogérmela una segunda vez. Lo generoso, como me hacía notar Mariela, es que me cobraba como una consulta normal, pudiéndome cobrar el doble.
Esta vez íbamos a hacer una consulta sobre el amarre pero por fuera del calendario pactado. Descontaba que me la iba a coger, lo que no sabía es si me iba a cobrar algo. Mi novia me convenció de que llevara algo de dinero. Dijo que no quería que yo me aprovechara del viejo.
Batimos palmas a la entrada de su rancho y esperamos. Con Mariela habíamos estado discutiendo la tarde anterior y todo el camino hasta llegar ahí, hoy. Le había prohibido que se viniera vestida muy puta, no sé por qué, si de todos modos Matanga me la iba a coger. Creo que por una cuestión de amor propio. Sentía que los últimos días me había estado siendo infiel y quería tener algo de dominancia sobre ella; si no podía sobre su cuerpo, al menos sobre su ropa. Pero Mariela se fue vestida con una minifalda bien cortita, de jean pero algo acampanada, medias muy altas y una remerita que le dejaba la panza al aire. Lista para que se la cojan bien fácil.
De pronto se escucharon unas voces y una puerta chirriante, y de la casa salieron Pipi —un amigo mío del Club de Ajedrez— y Jana, novia de Pipi y también prima de Mariela.
Mi novia y la novia de mi amigo se sorprendieron de encontrarse allí, y se saludaron festivamente, como dos reinas de belleza en un certamen de Miss Mundo. Porque las dos eran muy hermosas y sexys. A Mariela ya la conocen, ahora sepan que Jana era una rubiecita de 18, muy pero muy atractiva.
Pipi me miró con cierta vergüenza. Salir de esa casa era sinónimo de que el viejo Matanga se hubiera cogido a tu novia. Era la primera vez que iban, aparentemente. Jana había decidido ir a afianzar su noviazgo por recomendación de Mariela, que le había contado con lujo de detalles todos y cada una de las ventajas de hacer el amarre. A Pipi se lo veía resignado, quizá igual que a mí aquel lejano primer día.
Toto interrumpió el cotorreo de las chicas.
—¿Ustedes no tenían que venir la semana que viene? —nos preguntó a Mariela y a mí.
—Sí, esto es una pequeña consulta extra —dije. Quizá minimizando el asunto, el viejo no decidiera pasarse por la pija a mi novia—. Es porque la descubrí dos veces cogiendo con desconocidos y yo no me creo que sea por el amarre.
—Es por el amarre, mi amor —repitió Mariela, y elevó su cara al cielo de manera teatral—. ¡Ayyyy, cómo pensás eso de mí…! Yo sería incapaz de...
Toto agitó resignado su cabeza a un lado y otro, como si hubiera vivido esta escena otras cien veces.
—Voy a consultarlo con Matanga.
El gordo se metió en la casucha y las dos primas siguieron cotorreando con la misma liviandad con la que pudieran hablar en el salón de manicura.
—¿Y te llegó a coger Toto?
—Sí, sí, por suerte me cogieron los dos…
—¿Viste lo gorda que la tiene?
—No sé, no puedo comparar… —respondió Jana, sobreactuando mucha seriedad—. Nunca había cogido con nadie hasta hoy.
Las dos se miraron y estallaron en una carcajada. Yo, por alguna razón, me sentí menos cornudo sabiendo que a mi compa también le garchaban a la novia estos viejos hijos de puta.
Lo miré a mi amigo. Pero Pipi me esquivó los ojos y se puso tan rojo que se fundió con el atardecer.
Volvió a aparecer Toto y, con cara seria, nos espetó a Mariela y a mí:
—Dice Matanga que todavía tiene leche para descargar, así que pasen.
Me la iban a coger. Ya sabía, yo…
FIN
El Amarre 05 — Versión 1.0 (23/02/2025)
(c) Rebelde Buey
NOTA: Mi viejo está mejorando. Muy despacio, pero mejorando. =D
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Gracias a todo el mundo por la paciencia y gracias a los amigos, que tiraron buena onda para con mi padre (Cazenave, Luis, David, Luisferloco y perdón si me olvido alguno). Estuvo muuuy mal, pero estuvo mejorando esta última semana y esperemos siga así. Aunque todavía va para largo, son buenas noticias. Gracias otra vez!
Rebelde, que la fuerza acompañe y proteja a tú viejo, ten fe y confianza!!!!!
Geniales los relatos como siempre! Y me alegro de las buenas noticias con tu papá
Que siga mejorando, tu padre! Eso es lo mas importante!
Y gracias, Rebelde, por el magnifico relato!
Me alegro mucho que esté mejor tu viejo!! Fuerza!!
El relato espectacular como siempre!!
Rebelde, hay un momento en la vida, que hay que priorizar las cosas que son importantes. Te lo digo por experiencia propia, por mi viejo, que en muy pocos meses, se me fue. Y no le dí el tiempo suficiente que merecía, y ahora con el paso del tiempo me lo reprocho. Están desde que nacemos con nosotros, pero cuando ya no están, nos parece que hicimos poco por ellos.
Gracias por el relato completo! Sigo aguardando por Fidelidad Intermitente (porfa, Rebelde!). Como está tu padre? Que se recupere pronto!
Gracias a todos! Mi padre está bastante mejor, por suerte (y por ciencia), aunque todavía tenemos mínimo para un par de meses más (yo creo que más).
Fidelidad Intermitente, lo mismo que otros textos, estoy tratando de tipear, pero ya saben que ando escaso de tiempo.
Además, estoy tratando de encontrarle la vuelta para publicar relatos más cortos (y más rápidos de escribir) pero con cierta regularidad (como decir, una vez por quincena, o algo así), de modo de no dejar un espacio tan grande como la última vez.
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