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domingo, 28 de abril de 2024

La Isla del Cuerno: El Faro (III) C.2

LA ISLA DEL CUERNO: EL FARO (III) — Capítulo 2
(VERSIÓN 1.1)
Por Rebelde Buey

NOTA: Decidí publicar los capitulitos por separado, porque si no, no la sacaba más.
NOTA 2: Las partes I y II (completas) la encontrás en la columna de la derecha (si estás en una PC) o abajo (si estás con el celular) en el apartado con título EL FARO.


2.
8 de febrero.

La semana en la vida del matrimonio siguió normal. Si con normal quisiera decirse que el Sapo se cogió a la mujer de la casa todas las noches y todas las tardes, excepto la del jueves en el que se la clavó Rómulo, en la despensa. Camilo se había estado preguntando toda la mañana cómo reaccionaría su mujer cuando el botero viniera a traer las mercaderías del continente. Sin dudas Rómulo intentaría cogérsela en la soledad del depósito, como cada semana; pero esta vez Fátima había escuchado a su amante disfrutar con otra mujer, estaba claramente celosa y enojada porque Rómulo iba contra el Sapo. Para sorpresa de nadie, y aunque se mostró reservada y distante, una vez en la despensa de abajo, Camilo pudo escuchar desde la escalera cómo su esposa fue echada sobre la mesa, cómo aceptó la friega y el manoseo y el bombeo de verga hasta que inició a gemir. Igual que siempre, a Camilo se le paró y enseguida se manoteó la pijita escuchando el disfrute de su esposa en brazos de otro. Sea Rómulo o cualquier macho.
Por las noches —en verdad, cada noche de esa semana— Camilo se despertaba en algún momento con los gritos de su mujer acabando con la pija del Sapo. Fátima ya ni se molestaba en cerrar la puerta de su cuarto ni la del cuarto del amante, para alejar sus orgasmos. Luego de esa cena en la que el viejo se la cogió frente a él, y su mujer lo miró a los ojos disculpando al macho por su borrachera, Fátima se había vuelto más descuidada. O tal vez —o seguramente— su esposa se descuidaba a propósito para que el cornudo de su marido pudiera disfrutarlo, a su particular y patético modo. 
Todo anduvo así de normal, entonces, hasta que cayó Mandrágora por la casa. 
Fue cerca de las seis, con el sol cayendo por el oeste y pintando de naranja la cornamenta de alce que dominaba la entrada.
—¿Dónde está ese viejo de mierda? ¿Dónde lo metieron?
Mandrágora estaba más enojado que de costumbre, incluso Camilo temió que se pusiera violento. Como si viniera a desquitarse de una frustración fuerte, como si lo dominara alguna impotencia. 
—Ya le dijimos que se fue. —Camilo debió seguirlo con su silla de ruedas hasta la cocina, porque Mandrágora no había ido allí solo a preguntar, había ido a saber; y “el hombre” de la casa no lo iban a detener—. Deje de obsesionarse, caramba. 
Mandrágora revisó la cocina abriendo baúles y mirando tras las dos puertas. Salió de un tirón y revisó el dormitorio matrimonial, que ahora era de los negros y en estos días había usado el Sapo para cogerse a Fátima con confort y privacidad.
—Señor, le pido por favor... 
—Lo voy a encontrar, cornudo. Mejor decime dónde está porque si lo encuentro yo te juro... 
Apareció Fátima desde la piecita de Camilo y cerró la puerta tras de sí. Se la veía molesta.
—¿Qué pasa? ¿Qué hace usted acá? ¡Salga inmediatamente de mi casa!
Mandrágora iba justamente en esa dirección, era lo único que le faltaba revisar. Vio a la mujer prácticamente bloqueando la entrada y supo que allí estaría el viejo. Carajos, ¡qué buena estaba esa hembra! Iba casi siempre con poca ropa, pero no era la cantidad, era la sensualidad de las prendas elegidas. Faldas y escotes, pantaloncitos y prendas ajustadas. Liliana debería aprender bastante de esa mujer. Ahora estaba prácticamente en ropa de dormir, con un camisolín traslúcido, una bombachita mínima debajo, que se veía sin mayor complicación, y arriba en tetas, es decir, sin corpiño. La transparencia le dejaba ver los pezones enormes y contrastados con la piel blanca de los pechos, lo que de alguna manera lo excitó más que si la hubiera visto desnuda.
Se la estaban cogiendo ahí. Recién. ¿Qué duda cabía? Con seguridad su voz la alertó y la obligó a salir, así que ahí tenía que estar el Sapo.
—¡Correte del medio, puta! 
Fátima miró a Camilo. Ella aflojó sus rodillas pero se mantuvo interrumpiendo la entrada del cuartito. 
—¿Vos no vas a decir nada? —crucificó a su marido.
La silla de ruedas se acercó, parecía temblar tanto como las manos de Camilo. El pobre lisiado tomó aire para decir algo, aunque sea un ruego, cuando Mandrágora se hartó y empujó a la mujer para un costado, abriéndose paso. 
Fátima cayó sobre el codo de la silla de ruedas de su esposo. 
—¿Qué esperás para hacer algo, cornudo? —le recriminó con furia.
Camilo sintió un hormigueo extraño. Le dolieron las palabras de su esposa, pero a su vez, en la caída, los pechos de ella habían recorrido todo su brazo, prácticamente de punta a punta, y eso le provocó un escalofrío dulzón y sí, fuera de lugar.
—Perdoname, querida. Es que entró de manera intempestiva y... 
—¡Mandrágora! —gritó Fátima, entrando a la habitación. 
Camilo la siguió, hipnotizado aún por el contacto con sus pechos y la visión del culazo de su esposa, tragando tanga y mal disimulado con las transparencias.
—No puede ser —murmuró Mandrágora, que miraba a uno y otro lado—, lo tienen en algún lado... Me dicen o les rompo toda la casa... 
Quizá fue la fregada de tetas sobre su humanidad, o la visión del culazo semi desnudo, el mismo culo que él había visto tantas veces taladrado por tantos hombres. La cuestión es que Camilo se envalentonó:
—Deje de hacer el ridículo, hombre, parece un niño malcriado. 
Mandrágora dio un bramido de frustración, levantó una mano y le propinó a Camilo una trompada en pleno rostro. 
—¡No! —gritó Fátima.
—¡Cornudo de mierda, ¿dónde metiste al Sapo!? 
Una segunda trompada volteó a Camilo con silla y todo, dejándolo de costado y sobre el suelo. Y entre sollozos 
—¡No está acá! —chilló horrorizada Fátima, y el hombre se dio cuenta que era verdad. Que estaba escondido en algún lugar de la isla, pero no allí. No en ese momento, al menos. 
Mandrágora reacomodó la silla a las patadas, para que la cabeza y el torso de Camilo le quedara de su lado, y volver a golpearlo.
—Por favor, señor, no me pegue más... 
No sintió ninguna compasión por ese pedazo de mierda. Por el contrario, Mandrágora se enfureció al punto que se inclinó como para comenzar a patearle el cuerpo, así en el suelo como estaba.
Entonces vio a Fátima con los pechos agitados, no solo por el terror. Viéndolo a él. A su puño. A su puño entintado con la sangre de la cara de su marido. Y Mandrágora supo, porque de mujeres sabía, que en ese preciso momento esa hembra estaba en celo.
—¡Vení acá, putón! 
Y tomó a la mujer de un brazo y la trajo hacia él.
—¡No! —gritó Camilo cuando adivinó lo que iba a suceder. 
Fátima, en cambio no gritó. 
—Esto te pasa por esconder al Sapo. —Tomó a Fátima y la unió a él. Su sudor se le adhirió al rostro y brazo de ella, que no ofreció resistencia—. Cornudo, ¿cuál es tu cama?
—¿Qué? 
—Tu cama, pelotudo. ¿Dónde dormís? 
—Por favor, señor... —Camilo.
—Ahí —señaló Fátima con la cabeza, pues tenía los brazos tomados. Mandrágora le aflojó la sujeción con una mano, y Camilo hubiese jurado que su esposa estiró una comisura de sus labios. 
—Por Dios, no, señor, por favor... 
Mandrágora tomó los cabellos de la mujer con su mano libre y entre tironeo de cabello y brazo, la arrojó sobre la camita de Camilo. 
La mujer cayó boca abajo, con sus piernas apenas recogidas, empinando su culo, que quedó cortado en el meridiano por el borde del ruedo del diminuto camisolín. La transparencia de la prenda permitió a Camilo ver la tela y elástico de la bombachita que moría entre las nalgas. El reflejo —o la costumbre— hizo que Fátima recogiera aún más sus muslos y el culazo se empinó otro poquito más. 
Mandrágora jadeo de deseo. 
—La muy famosa Puta de la Isla... —murmuró 
Camilo se removió en el piso en cuanto vio al hombre saltar a la cama y ubicarse detrás de su esposa. Parecía un gusano en sal.
—¡Hijo de puta!, ¿qué va a hacer? 
Mandrágora se desabrochó el cinturón con un tintineo, y abrió su pantalón. La pasividad de Fátima solo aceleraba sus movimientos. En unos segundos estuvo desnudo de la cintura hasta la rodilla y ubicado entre las piernas dócilmente abiertas de la mujer. 
Camilo no podía mover nada excepto los brazos. Intentó levantarse. No pudo. Quiso acercarse a la cama y casi se pone de sombrero la silla, que se quejó con un chirrido metálico. Ya junto a la cama, ahora solo podía ver la redondez superior de los glúteos de su esposa y el torso y rostro con expresión demoníaca de Mandrágora. 
—Fátima, ¿dónde estás? ¡No te veo!
—En la cama, cornudo.
—¡No me digas así! Frenalo. ¡Decile que no te haga nada!
Hubo un ruido en el elástico de madera de la camita de Camilo. El monstruo hijo de puta se estaba acomodando entre las piernas de su esposa, que seguía de rodillas y culo en punta, a merced de cualquier verga.
—Si no fueras tan poco hombre lo hubieras frenado vos. 
Hubo otro ruido de elástico, y el rumor de un manoseo de carnes.
—¡Deténgase, por favor! ¿Q-qué va a hacer? 
Mandrágora dio una nalgada que le arrancó un gemido a la mujer, y miró desafiante desde allá arriba. 
—¿Qué te parece que voy a hacer, imbécil?
Y Camilo, que desde ahí abajo solo veía la parte de arriba del culazo de su esposa y detrás de ella toda la humanidad del hombre, no pudo sino certificar cómo el abusador llevó su cuerpo hacia adelante, clavando. 
—¡Ahhhhhh…! —la escuchó gemir a ella. 
Camilo estaba tan cerca de la cama que no podía ver el rostro de su mujer, solo su culazo y a Mandrágora empujando y retirando. Tuvo el impulso de alejarse para ver mejor, pero se sintió tan patético que reprimió su deseo. Mandrágora la sacudió por segunda vez. "Ahhhh…”, se escuchó de nuevo. 
—¡Fátima, no te veo! ¡Frenalo, por el amor de Dios! 
—Sí, mi amor… Uhhh… Ya lo freno…
La tercera clavada fue sonoramente más profunda.
—¡¡Ohhhhhh…!!
—Qué rápido te abrís, putón. Empapada, estás... 
—¡Fátima, no!
—Parece que tu maridito te quiere ver —dijo Mandrágora, que se tomó un instante para agarrar a la mujer de los cabellos y de la cintura y, sin dejar de clavársela, la empujó sobre el borde de la cama—. ¿Mejor ahí, cornudo? 
El rostro desencajado y de ojos cerrados de Fátima se asomó desde el filo del colchón y quedó muy cerca de Camilo, moviéndose al ritmo del incipiente bombeo. Su hombro izquierdo, que aún sostenía el camisolín semitransparente, se veía entero, lo mismo que el perfil de su torso y su cintura. El culazo en punta sobresalía y recibía con estoicidad cada embate de verga que empujaba Mandrágora, chocándola una y otra vez, siempre un poco más fuerte.
Camilo tragó saliva. Se le había parado la pija desde el momento en que Fátima se dejó arrojar con tanta docilidad sobre la cama. Ahora que veía cómo el machazo perverso se la cogía y su mujer se mordía los labios y achinaba los ojos, acabó sin tocarse. Y siguió acabando y acabando, mientras Mandrágora siguió bombeando y bombeando dentro de su esposa. Y mientras su esposa siguió cabeceando y cabeceando empoderada de placer.
Pero cuando terminó de acabar, y sin dejar de mirar, su pija no se ablandó ni un poco. Siguió duro. Incluso pegó un respingo cuando Fátima abrió los ojos en medio de la cogida y lo vio a él tirado en el piso, observando cómo se la cogían. 
—Oh, Dios... —murmuró Camilo, avergonzado.
La cabeza de Fátima se movía como una maraca, al ritmo de los topetazos del macho. Su gesto era serio, como si estuviera concentrada, sin dudas sintiendo cada centímetro de pija horadarla hasta lugares que nunca nadie había llegado. Y al ver a su marido ahí, tirado en el suelo como un pedazo de trapo sucio, mojado en la entrepierna, no pudo evitar dibujar una sonrisa maliciosa. 
—Hacé algo, inútil… —le recriminó otra vez en un jadeo, con la cabeza agitándose—. Ahhhhh… —gimió, y cerró los ojos al sentir nuevamente la pija penetrando su conchita casada, que debía ser del imbécil que permanecía ahí, con la silla de ruedas tumbada a su lado—. Sé un hombre y… Ahhh… paralo… 
Cuando dijo “paralo” (en lugar de detenelo) lo miró directamente a la entrepierna, y Camilo se preguntó si no se referiría a su pijita. La tenía parada, claro que sí. ¿Ella lo sabría? Por lo pronto, le había visto la mancha húmeda en el pantalón. El fap-fap del bombeo era incesante, insistente como el acosador que se la estaba empalando. La cabeza de su esposa —toda ella en realidad— se fue viniendo hacia él con cada clavada del tipo, que comenzaba a sudar y no paraba de mirarlo a los ojos, como mostrándole lo que un hombre debía hacer con una mujer así.
Con su mujer.
—Te la voy a llenar de leche, cornudo…
Camilo se estremeció, pero con sorpresa vio a su mujer mudar su rostro y girar la cabeza hacia su macho.
—Todavía no… —dijo débilmente—. Me falta un poquito…
—¡Mi amor!
—Ya te llené de verga. Ya te arruiné para tu marido.
—El cornudo no me importa… 
—Parece que el cornudo no le importa a nadie —sonrió Mandrágora, y miró directamente a los ojos de Camilo, que notó cómo el macho ya bufaba y sostenía el culazo de su esposa con sus dos manazas, apretando fuerte hasta blanquear las nalgas.
—Un poquito nada más, y estoy… —rogó Fátima. Camilo vio cómo su esposa llevó una mano por debajo de ella. Luego sabría que fue a buscar su clítoris—. Por favor…
—Me importa un carajo lo que te falte para acabar.
Y empezó a bombear fuerte. Muy fuerte. Y más rápido. El rostro se le transformó, cobró una dimensión extraña, de goce y dolor, como si estuviera a punto de transformarse en un animal.
—¡¡Pedazo de putaaaahhh…!!!
Las clavadas se hicieron descuidadas, a fondo. A todo lo hondo que una pija que se iba haciendo más ancha hacia su base se podía permitir. Y esa puta de la isla estaba acostumbrada a recibir pija de la gruesa. Cada latigazo se hizo más bárbaro, más bestial, y en un momento la verga ensanchó tanto a la pobre esposa que ésta comenzó a sentir dolor, y a la vez goce por la fricción de ida y vuelta de medio metro de pija.
—Me duele… —gimió la mujer. Pero de inmediato comenzó a acabar—. Oooohhhhdioooooosssss…!
Y el macho al cuernito:
—¡Te la voy a abrir en dos, pelotudo!
Mandrágora comenzó a acabar y fue, literalmente, como ver a un animal, o a una especie de bárbaro, un hombre de las cavernas. Se convirtió en una máquina de bombear, igual que las de los pozos petroleros, pero a una velocidad que Camilo jamás había visto. La verga entraba y salía tan rápido, que Camilo apenas si pudo notar cuando la leche comenzó a salir por borbotones, con cada pequeño espasmo de libertad que dejaba el tronco al retirarse por un segundo. No la leche que se derramaba por los muslos de su esposa, esa no la podía ver porque estaba en el piso, pero sí la que juntaba en la base de la verga. 
—Mi amor, te lastimó…
—Callate, cornudo… Fue el orgasmo más intenso que tuve en mucho tiempo…
—P-pero querida… No podés decir eso... 
Mandrágora dio cuatro estocadas más, escurriéndose el tronco interminable para depositar hasta la última gota de leche dentro de la mujer del pobre Camilo. Le gustaba cogerle las mujeres a este tipo de imbéciles. Sacó el tramo de verga que aún quedaba dentro de ella, se la acomodó entre los pantalones y se puso de pie junto a la silla de ruedas.
Camilo seguía tirado ahí en el piso, su rostro sobre el rostro de la mujer, que se había abandonado a la extenuación y suspiraba con sus ojos cerrados. El pobre marido la acariciaba y casi lloraba por terror a la sangre.
Sin decir nada, absolutamente nada, Mandrágora giró y salió de la habitación y de la casa, y se regresó por el caminito que lo llevaba al faro.
En un momento, Fátima abrió los ojos agotados.
—Qué poco hombre resultaste, al final...
—No me digas así... en mi condición... 
—¿Condición? ¿Qué condición? Condición de cornudo, esa es tu condición. 
—Ayudame… 
—Te dejás pegar por un bruto cualquiera que apenas si habrá hecho la primaria. 
—Ayúdame a subir a la silla …
—Un hombre de verdad no dejaría que le cojan a su mujer... 
—Por favor, mi amor... No quiero seguir tirado en el piso... 
—Dejaste que abusaran de tu esposa dos veces… ¿qué clase de hombre…? 
—Fátima, por favor, siento el piso frío...
—No… Por primera vez desde que nos casamos, vamos a hacer el amor… 
—¿Qué…?
Camilo se emocionó ante la posibilidad, aunque enseguida reprimió el brillo de sus ojos y cerró la boca. No quería ser descubierto. No quería entregar ese último despojo de dignidad. —¿Cómo? 
—De la única manera que un lisiado medio hombre como vos lo puede hacer… Con la lengua… 
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué? 
—¿Y con qué me lo vas a hacer, con la oreja? Porque ese pito atrofiado no se te paró nunca más desde el accidente. ¿O sí se te paró?
Arrinconado, Camilo bajó los ojos, no sin antes echar un vistazo al culo redondo que debía ser suyo y se acababan de coger.
—Está bien... Espero que regreses del baño y... 
—No, no, no... Ahora. Y así como estoy. 
—¿Sos loca? ¡Estás con el sudor de otro tipo! Estás llena de ese hijo de puta. 
—Sé hombre, aunque sea una vez en tu vida. Me tocás con la lengua en un lugarcito que yo te digo... Solo ahí, no tenés que tocar adentro, donde Mandrágora me cogió. 
—¡El clítoris, ya lo sé! No soy tonto. 
—No, pero sos cornudo. 
La mujer se incorporó y su marido la vio casi sobre él, con sus poderosos muslos por encima de su cabeza. Se le volvió a parar. Lo metió en la silla y, haciendo palanca en una rueda, la enderezó hasta recolocarla en posición normal. Y la silla, con él, junto a la cama, de frente.
Fátima se acomodó en la camita en cuatro patas, de rodillas, en la misma exacta posición en la que se la estuvieron cogiendo unos minutos antes, solo que esta vez puso la concha frente al morro de su marido.
—Haceme el amor, cornudo…
Camilo dudó pero no iba a perder la oportunidad de tener algo de intimidad con la mujer más hermosa del planeta. Por fin iba a tocar esa conchita rosada y siempre húmeda que tantas veces había visto usada por tantos hombres.
Fue al clítoris, sacó la lengua y, tímidamente y sin saber del todo lo que hacía, comenzó a lamer y moverse. La pija estaba a punto de explotarle nuevamente. Si no fuera que ya había acabado un rato antes, ahora estaría deslechado.
—Sí… —gimió su esposa. Pero se arqueó para que la lengua avanzara más arriba. Camilo corrigió su altura un centímetro.
—Mi amor, esto es lo más hermo…
—Cerrá la boca y chúpame toda, no solo el clítoris.
Camilo calló. Fue a chupar pero encontró leche y restos de lefa dentro y alrededor de la concha. El único lugar sin guasca era el clítoris, y estaba seguro que porque lo había limpiado sin darse cuenta con los primeros lengüetazos.
—Pero... está un poquito sucio ahí y…
—Limpiá, la puta madre… Sé el cornudo que apenas podés ser y limpiá a tu mujer del trabajo que tienen que hacer otros hombres porque vos no podés.
La humillación lo ahogó y a la vez le regaló un respingo en el glande. Hizo un amague de resistencia, que su esposa adivinó:
—Si no me limpiás toda la cogida, dejo de cuidarme y te lleno la casa de hijos negros de Samuel y Eber. 
Camilo se zambulló en la concha enlechada, y con algo de asco comenzó a lambetear.
—Tragá, no te puse ahí para darme unos besitos. 
—Pero mi amor, es mucha y huele horri…
—Tragá y llevate la muestra en la cara. A ver si así se te pega algo de la hombría de Mandrágora.
—Esto está lleno de la leche de ese tipo.
—“del señor Mandrágora”, empezá a decir…
—Es... aggh... es muy asqueroso... 
Con un suspiro, Fátima tomó una correa de cuero de la silla Camilo y lo pasó por detrás de la cabeza de su marido. Juntó los dos extremos en una mano y empujó la cabeza contra su concha, haciendo fuerza hacia ella y no permitiéndole al cornudo salirse de allí hasta limpiarle la cogida del otro tipo.
—Limpiá... así... Limpiá para quitarme del cuerpo la cogida humillante que debí soportar porque no fuiste hombre suficiente. Limpiá… Sacame toda la asquerosidad del cuerpo...
—Oh, por Dios…
—Tragá, cornudo. Tragate hasta la última gota de leche, no me dejes nada adentro... 
Si antes Camilo vio cómo Mandrágora bombeaba de manera animal dentro de su esposa, ahora le tocaba descubrir que una mujer podía bombear con su cuerpo usándolo a él de traga-leche. El tironeo de la correa se hizo más y más fuerte, y también más rápido.
—Así… Así… No pares… —decía Fátima. ¿Estaba acabando?— ¡¡No pares!!
Camilo estaba feliz como un niño por provocarle a su esposa lo mismo que le provocaba cualquier otro hombre que se le cruzara, excepto él. Pero a la vez se estaba ahogando metido entre sus piernas, su culo y toda su concha que lo succionaba como si fuera un palo que daba placer. Cuando ella estalló, le llegaron fluidos nuevos que casi lo ahogan ya no por falta de aire sino por lo que estaba tragando. Afortunadamente fueron solo unos instantes. 
Para cuando su mujer aflojó la correa, Camilo por fin se zafó unos centímetros y pudo tomar una bocanada de aire, y el gemido de su mujer se le aclaró y se hizo más presente.
—Ahhhhhhsííííí…
Las respiraciones fueron regresando de a poco a la normalidad. 
—Pensé que me matabas… —jadeó Camilo.
Fátima no respondió. En cambio se incorporó y adecentó sus ropas y su cabello, y en un minuto nadie hubiera dicho que venía de coger y de hacerse limpiar por su marido. Sonrió feliz, como realizada.
—¿Qué vas a querer almorzar hoy? —le dijo de pronto en un tono amoroso, que Camilo ya había olvidado.
Él sacudió la cabeza.
—¿Dónde está el Sapo? —dijo— ¿Dónde se escondió? 
—Ni idea, amor. —“Amor”, la palabra que en general solo usaba Camilo—. Supongo volverá a la noche. 
—Tiene que dejar la isla. Ese tipo Mandrágora puede volver y no quiero que otra vez... Me da miedo, Fátima. 
—No seas cobarde. ¿Miedo? La peor parte me la llevé yo, que fui abusada.
—¡Me tuve que tragar la leche que te metió adentro ese hijo de puta! 
—La culpa es tuya por no hacer tu parte de hombre de la casa... Limpiarme es lo que te tocó por ser cornudo. Es fácil, Camilo: un marido es hombre o es cornudo. Si esta noche el Sapo se pone borracho y me coge delante tuyo, como la otra vez, vas a tener que limpiarme de nuevo. O lo frenás o me quitás la humillación del cuerpo con tu lengua... 
—No es justo... 
—Es lo más justo que vas a tener en nuestro matrimonio… mi amor…

Fin del Capítulo 2 de la Parte III — (VERSIÓN 1.1) 


El Capítulo 3 (y final de esta parte III) se está corrigiendo y reescribiendo. Va a ser cortita, no esperen un minicuento como en este caso. En cuanto lo tenga, lo subo. 

Podés encontrar todos los capítulos de manera ordenada en el apartado EL FARO, en la columna de la derecha (si usás PC o explorador de internet vía celular), o en los bloques de abajo (si estás usando la app para celular).

Comenten. Eso me alienta a escribir más.

9 COMENTAR ACÁ:

luisferloco dijo...

Este relato termina en milagro. De tanto cogerse a Fátima, Camilo se va a levantar de la silla de ruedas... No para defender a la mujer, sino para sumarse a la orgía...

Rebelde Buey dijo...

LUISFERLOCO: jjajajaja un relato del tipo "milagro de navidad" xD

pepecornudo dijo...

por fin el cornudo encuentra su labor para el resto de sus dias

Cat dijo...

Por fin Camilo ha consumado su matrimonio... jaja

V.Cazenave dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Mi amigo debe terminar con lo que empezó. Con la hija del cornudo

Faus dijo...

Me encanta esta saga pero algo que me gustaría saber: es claro que a camilo le gusta ser cornudo pero en algún momento blanquea todo? Llegué a empatizar con camilo y en lo personal me encantaría que Camilo sea un cornudo feliz con Fátima enamorada de el por aceptar ser cornudo

Rebelde Buey dijo...

•PEPE/CAT: ya era hora, no? para algo tiene que servir el inútil del marido jajaja.
•ANÓNIMO: habrá algo más con Jasmina, en la Parte IV, dalo por hecho.
•FAUS: como yo lo veo, a esta altura ambos saben que a él le gusta, solo que también ambos se hacen los tontos respecto de eso. ^^

Edmond dijo...

Hola Rebelde, al pueblo lo que pide, Fátima taladrada por Mandrágora, que gran relato. Lo único que me hubiera gustado más es que la señora se mostrará un poco más "digna", obviamente se moría de ganas de la verga, pero que hubiera protestado un poco mientras la ponia en 4 y empezaba a clavar la aunque lógicamente sin cerrar las piernas ni hacer algo por detenerlo, solamente "indignada" al tiempo que iba gimiendo y mojándose más.

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